Tirano II. Tormenta de flechas (54 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Cario bramaba como un toro enloquecido a su lado, ayudándolo. «¡Apolo!» Hama estaba a su otro lado y el escudo de León salía de la sofocante bruma. Se incorporó; el dolor disminuía y masculló su inaudible agradecimiento a Cario y Hama.

Había perdido la espada. Amaba aquella espada, la espada que Satrax le había regalado.

«Una razón estúpida para morir, de todos modos.» Antígono avanzaba entre la bruma.

—¡A formar! ¡Toca a formar! —gritó Kineas. Su voz le sonó extraña. Había perdido el casco.

Buscó alrededor, esperando ver el brillo de la cabeza de Medea entre la hierba dorada que tenía a sus pies. En cambio, lo que vio fue la sangre que le chorreaba por el muslo, procedente de debajo del coselete.

El mundo se convirtió en un túnel. En el otro extremo, Antígono,
¿o era Niceas
?, gritaba:

—¡A formar! ¡A formar!

Niceas se volvió como si el mundo se hubiera deslizado hacia un lado y el suelo se alzara para sostenerlo. Luego había un cráneo que le hablaba desde una pared de arena.

—Escucha, strategos. Desviaremos al monstruo hacia el sur, lejos del mar de hierba. ¡Deja que juegue con los huesos de otros hombres! Tus águilas reinarán aquí y se preservará la vida del pueblo. Este es mi propósito, y también el tuyo.

Kineas dio un respingo.

—No soy el sirviente de nadie.

—¡Por el retorcido hijo de Cronos, chico! Podrías morir. Absurdamente, en una pelea ajena, en una reyerta callejera, defendiendo a un tirano que te desprecia. O por una flecha bárbara en plena noche. No hablamos de Homero, Ajax. Hablamos de mugre, falta de sueño, chinches e inmundicia. Y, el día de la batalla, eres un hombre anónimo bajo tu yelmo; no Aquiles ni Héctor, sólo un remero que empuja a la falange hacia el enemigo.

Se oía a sí mismo, mucho más joven e irresponsable, decir todo aquello.

El cráneo habló con la voz de Kam Baqca, como si estuvieran sentados juntos en la plácida potrera de Calco moteada de sol.

—Ese habría sido tu destino; la cara hundida en el lodo de una pelea callejera, la herramienta de hombres maliciosos. Y tú eres mejor que todo eso.

Kineas se vio cosiendo un cabestro. «¡Oh dioses! —pensaba—, parece que haya pasado mi vida adulta entera reparando arneses.» Se enfrentaba a uno de los más comunes fastidios del hombre que cose cuero: le faltaban tres puntadas para terminar y no le quedaba hilo. Casi nada de hilo. Tendría que coser con mucho cuidado, enhebrando el hilo en la aguja antes de cada puntada para luego sacarlo y volver a enhebrar, y así hasta el final. Ni aun asilo conseguiría; ya lo veía venir.

El apuesto guerrero se agachó y tiró del hilo que colgaba, y éste se alargó, aunque sólo un poco.

—Eras mercenario y decidiste ser algo mejor. Ve y muere como rey…

Era de noche. Él era Kineas. Los bebés lloraban y Srayanka le estrechaba la mano.

—¡Oh, amor mío! —exclamó ella en sakje. Le apretó la mano con fuerza, con tanta fuerza que el dolor de los huesos casi igualó el daño que le hacía el costado izquierdo.

—¿Deduzco que vencimos? —preguntó Kineas.

Srayanka lo besó.

—Casi te pierdo —dijo.

—¿Pero vencimos? —insistió Kineas.

—Eumenes reagrupó a los olbianos y fue a combatir con tu flanco, que aplastó la última resistencia. Mis sakje hostigaron a los macedonios a lo largo de treinta estadios. Algunos de mis guerreros todavía cabalgan.

Más que satisfecho, Kineas volvió a caer dormido; y durmió sin soñar, sin que le hablara ningún cráneo.

A la mañana siguiente, tan entumecido que apenas podía ni montar, subió a lomos de
Talasa
con ayuda de Filocles y fue a despedirse de muchos amigos, dado que las dos columnas se separaban y sus mujeres y niños y muchos guerreros se dirigían hacia Oriente u Occidente.

Aun sin sus heridas, las despedidas habrían resultado igualmente dolorosas, y no faltaron quienes, como Diodoro y Filocles, intentaron argumentar que él debería marcharse con la columna que partía hacia el oeste. No obstante, la herida del costado se reducía a unas cuantas costillas fracturadas; la nueva coraza había resistido. Tenía cortes en un muslo y en los brazos, pero lo mismo le ocurría a cualquier hombre que hubiese tomado parte en la acción. Y le dolían todos los músculos del cuerpo.

Igual que a cada uno de los soldados de caballería. Kineas no tenía intención de dirigirse al oeste.

Los dedos rosas de la aurora encendieron jaeces de oro al rozarlos. La plata y el acero se tiñeron del delicado rosa de las nuevas flores, y la propia hierba se cimbreaba como el bronce recién forjado. Los carromatos de los sakje ya habían emprendido la marcha y el polvo que levantaban era del mismo rosa ahumado que el cielo y las nubes del horizonte. En lo alto, a la derecha, un águila de buen agüero volaba en círculos, buscando una presa con las primeras luces del alba.

A orillas del último curso de agua antes del Polytimeros, estaba Kineas junto a
Talasa
, rodeado de sus mejores amigos. Srayanka y Filocles, uno a cada lado, para servirle de apoyo. Diodoro con Safo montada a su lado; Coeno y la dulce Artemisia con Eumenes y Urvara, resplandeciente con su gorytos de oro y un collar de oro y lapislázuli; Antígono y Andrónico en silencio, sus torques de oro como lenguas de lava que les envolvieran el cuello; Sitalkes con su capa geta, sostenido por Ataelo y Samahe; y Parshtaevalt, deslumbrante con un peto macedonio de bronce cincelado a semejanza de un torso musculoso; León, callado y quieto con una clámide olbiana; Nicanor, que lloraba abiertamente. Nihmu los observaba con una calma que contradecía su juventud, como si sus jóvenes ojos pudieran guardar cada instante como la tablilla de cera de un escriba. Temerix se mantenía en un segundo plano, trenzando tiras de cuero con los dedos, incluso mientras Safo se despedía de él. El herrero sindón había sido su aliado para ayudar a Filocles.

De todos los compañeros más íntimos de Kineas sólo faltaba Darío, pues todavía andaba en algún lugar del mar de hierba buscando a Espitamenes.

Uno tras otro, quienes se marchaban al oeste besaron a quienes se marchaban al este. Coeno ostentaría el mando. Eumenes conduciría a los olbianos y Urvara a los sakje, con un diezmo de los mejores guerreros. Con ellos irían Nicanor y Safo, y Artemisia y Andrónico serían los hiperetas de Eumenes.

Coeno abrazó a Srayanka. Luego se volvió hacia Kineas.

—El corazón me dice que no volveré a verte nunca más —dijo.

Kineas se enjugó rápidamente las lágrimas.

—No, amigo mío. Si lo que he visto en las puertas de cuerno es verdad, no cazaremos juntos a este lado de los Campos Elíseos.

Coeno era un aristócrata de Megara. Se mantuvo erguido, sin derramar una lágrima. Incluso llegó a sonreír. Cogió a Kineas de ambas manos.

—Honro a los dioses, Kineas, pero después de los dioses te honro a ti —confesó—. Que Moira tenga a bien dejar el hilo de tu vida intacto para que podamos cazar juntos en los valles del Tanais. Erigiré un templo a mayor gloria de Artemis, y nunca dejaré de pensar en ti. Y si el hilo de tu vida debe cortarse, que sea por un buen fin.

Diodoro habló como si se asfixiara.

—En ocasiones como ésta es cuando más añoro a Agis —dijo. A los demás, que no habían conocido al gentil tebano, les explicó—: Agis era nuestro sacerdote. Murió en el Vado del Río Dios. —Cogió una mano de Coeno—. Hemos cabalgado juntos durante años, y me cuesta imaginar la vida sin todos vosotros.

Filocles carraspeó.

—Carezco del don divino del gentil Agis —admitió—, pero intentaré desempeñar su papel.

Por fin el Lucero del Alba anunciaba

la luz con que el manto de azafrán de la Aurora bañaría el mar,

las llamas decayeron y el fuego comenzó a morir.

Entonces los vientos volvieron a casa al otro lado del mar tracio

que rugía y bullía azotado por ellos.

El hijo de Peleo dio la espalda a la pira y se tendió,

vencido por el arduo trabajo, hasta que se sumió en un dulce

[sueño.

Entonces, quienes andaban con el hijo de Atreo acercaron un

[cuerpo,

y lo despertaron con el ruido y el trajín de su venida.

El se irguió y dijo: «Hijo de Atreo, y todos los demás príncipes

[de los aqueos,

lo primero es verter vino tinto por todo el fuego y sofocarlo;

reunamos luego los huesos de Patroclo, hijo de Menecio,

eligiéndolos con cuidado: son fáciles de encontrar,

pues se hallan en el centro de la pira mientras que todo lo demás,

tanto hombres como caballos,

ha sido amontonado para que ardiera a su alrededor.

Pondremos los huesos en una urna de oro, entre dos capas de

[sebo,

para preservarlos del tiempo hasta que yo mismo baje a la casa

[del Hades.

En cuanto al túmulo, no os esforcéis en erigir uno muy grande,

bastará con que sea razonable. Después, dejad a cuantos aqueos

[puedan dejarse en las naves,

y cuando yo haya partido, construidlo ancho y alto.»

Cuando terminó, todos guardaron un minuto de silencio. Entonces, Safo abrazó a Diodoro una vez más y Eumenes estrechó la mano de Kineas.

—Construiremos tu reino —dijo Eumenes.

—Vuestra ciudad —repuso Kineas—. Nunca mi reino.

Y luego Coeno montó en su caballo, reunió a sus camaradas y cabalgó hacia el amanecer.

26

A Kineas le dolían demasiado las costillas para montar, de modo que viajó en una litera montada entre dos caballos durante tres días de presuroso avance hacia el noreste, siguiendo el curso del Polytimeros. Srayanka iba al mando. En ningún momento perdió el conocimiento, y tampoco tenía fiebre, pero pasaba los días aturdido por el dolor. Al cuarto día ya pudo montar, aunque la punzada cuando su montura daba un paso en falso era importante, si bien breve.

—Costillas fracturadas —diagnosticó Filocles por cuarta vez, tensándole los vendajes.

—Un peto de bronce habría desviado esa punta sin una magulladura —dijo Kineas—. Pero el coselete sakje de escamas es más fácil de llevar todo el día y cubre mejor. Cada pueblo tiene sus costumbres.

—¡Gracias, Sócrates! —exclamó Filocles, sonriendo.

En cuanto Kineas volvió a montar, Srayanka convocó un «consejo de marcha». Todos los jefes, tanto griegos como tribales, cabalgaron a la cabeza de la columna.

León entregó a Kineas la espada egipcia.

—He pensado que querrías recuperar esto —dijo—. Logramos resistir.

Diodoro dio una palmada al nubio en la espalda.

—León envió a uno de los hombres de Temerix a buscarme. He traído aquí al resto de los olbianos y a Parshtaevalt. —Su sonrisa petulante pasó a ser de franca alegría—. Tu esposa cruzó hasta su flanco y Eumenes cabalgó hasta el otro lado. Echamos por tierra sus planes.

—Ni siquiera le plantaron cara a Lot —terció Filocles—. Dieron un espectáculo lamentable para Macedonia.

Kineas negó con la cabeza.

—Eso no era Macedonia —repuso—. Sólo un puñado de oficiales macedonios con un montón de ayudantes lugareños. Alejandro tiene que andar apurado de recursos. —Tosió y le dolieron las costillas.

Antígono soltó un gruñido que recordó a los de Niceas:

—¡Y sacamos algo de botín! Oro. Caballos. Y prisioneros.

Kineas miró alrededor, entre contento con la victoria y un poco malhumorado porque la hubieran alcanzado sin él.

—¿Cuántos prisioneros? —inquirió.

—Una docena —respondió Filocles—. Jinetes rasos salvo por un oficial. Poco hablador. —Filocles sonrió con ironía—. Me cae bien.

Diodoro acercó su caballo.

—Un bastardo macedonio —comentó.

Todos los oficiales se sonrieron con complicidad. Kineas no les hizo caso y dejó el asunto del prisionero para más tarde.

—Deduzco que eran bastantes más de los que creíamos —señaló Kineas.

—No —desmintió Diodoro—. Dos escuadrones; el doble de tus efectivos, si cuentas los exploradores de Ataelo. Cabalgaste en círculos en torno a ellos. —Echó un vistazo a los demás oficiales. Parshtaevalt lo miró a los ojos y ambos hombres sonrieron torciendo la boca, como si hubiesen alcanzado un mayor entendimiento mientras Kineas estaba herido—. Aparecimos nosotros y aplastamos a los supervivientes.

—¿Y ahora qué? —preguntó Kineas.

Ataelo contestó:

—Iskander controla toda la margen sur del Polytimeros. Patrullas todo el día, pero cautas. —Sacudió la cabeza—. Por estar cagado después de la lucha, creo.

Kineas también asintió. Divisaba montañas en la distancia, aunque ya no quedaban tan lejos. Alcanzables, en vez de imposibles.

—¿El Polytimeros baja de esos montes?

—Sí —contestaron Ataelo y Temerix al unísono—. Y fuertes macedonios tan apiñados como tus dientes. Seis fuertes y un campamento. —Temerix añadió—: Los exploré yo. En persona.

Kineas miró a su esposa y a Diodoro.

—¿Y bien? —inquirió.

Srayanka dijo:

—Ayer decidimos que hoy acamparíamos temprano, cargaríamos agua y abandonaríamos el Polytimeros para adentrarnos en el mar de hierba. Luego, nos dirigiremos al noreste rodeando los Montes Sogdianos hasta llegar al desierto. Hay que hacerlo así.

Diodoro estaba de acuerdo.

—Querrá volver a interceptarnos, Kineas. Y estamos firmando nuestra sentencia de muerte; cuanto más remontemos el río, más cerca estaremos de su ejército. De su ejército principal. —Meneó la cabeza—. ¡Mira!, apenas le hemos causado bajas y vemos a sus exploradores a diario. Esto no va a dar resultado. Tenemos que viajar por el desierto.

Kineas se frotó la mandíbula. Se encontraba fatal: le dolían todos los huesos y los músculos, y al respirar sentía una tremenda punzada en el pecho. No obstante, tenía la cabeza sorprendentemente despejada.

—Cratero aún está en el Polytimeros —observó Kineas—. Pero Alejandro avanza hacia el este. Es lo que haría yo: intentar combatir con la reina de los masagetas antes de que ésta se reúna con Espitamenes.

Diodoro entrecerró los ojos.

—¿Cómo dices?

Kineas extendió el brazo hacia la orilla sur.

—No somos ni un grano en el culo de Alejandro —dijo. Cuando este comentario fue traducido, los jefes sakje sonrieron y soltaron alguna carcajada—. Alejandro marcha a Oriente. Ha contenido el problema que tenía en Maracanda y ahora se centrará en luchar contra la reina Zarina. En las llanuras sólo hay polvo y hierba seca, con lo cual apenas hay forraje. ¿Cierto?

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