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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (18 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—Huye —dijo.

—¿Adónde? —preguntó Melita. Su sector de columnata conducía a una pared ciega de un rincón de la propiedad. Con luz, había un mural pintado con más columnas para dar sensación de amplitud.

—Ares —maldijo Sátiro—. ¡Ayúdanos, Atenea!

Los hombres de las antorchas acudieron junto a su camarada.

—¡Le han cortado el ligamento de la corva! —dijo una voz—. ¡Mataré al cabrón que lo haya hecho! ¡Kleón nunca volverá a caminar!

—Mata a todos lo que
encuentdes
—ordenó otra voz. Abrió la cortina de la habitación donde había dormido Sátiro.

La indecisión paralizó al muchacho; lo correcto era atacarlos, hacer un vano intento por salvar a Calisto. Sin duda moriría en la empresa, pero era lo más virtuoso.

No quería morir. Era un animal descortés.

Se oyó un estrépito en la oscuridad y la luz se redujo a la mitad. Sátiro se puso en cuclillas y empujó a su hermana para que se escondiera detrás de él.

A la luz intermitente de la antorcha, Sátiro divisó a Terón y a Filocles, codo con codo, con sendos escudos al hombro, abalanzándose sobre los hombres del umbral. Los hombres se volvieron enseguida; demasiado tarde para el portador de la antorcha, que se desmoronó como un animal sacrificado sin siquiera un gemido. La tea iluminaba la escena desde el suelo, chisporroteando y ardiendo de manera irregular.

Los atacantes se defendieron en silencio. Tenían espadas y sabían utilizarlas. Filocles soltó un grito y retrocedió, y uno de los adversarios bramó, dio un paso al frente y murió ensartado en la espada de Filocles, que, al amparo de la oscuridad, le había hecho creer que estaba herido.

Sátiro reaccionó, recobrando el control de sus miembros, y se acercó a ellos por detrás. Una vez más dio un mandoble bajo, cortando los tendones del oponente de Terón. El hombre chilló como un caballo y retrocedió, derecho contra el chico, y el tajo que le asestó Terón con su
kopis
rebanó la parte alta de la cabeza del atacante, que se desmoronó encima de Sátiro, manando sangre y otros fluidos, de modo que Sátiro quedó atrapado contra la pared.

—Mierda —dijo el último asaltante antes de morir.

—Tienen que ser más —jadeó Filocles—. ¡Chico! ¿Estás bien?

Filocles le buscaba en el dormitorio. Sátiro intentaba no vomitar a causa de la cálida masa esponjosa que le cubría la cara.

—Estoy aquí —consiguió chillar.

Terón recogió la antorcha y la acercó a su rostro.

—Ya decía yo que ese hombre había caído demasiado deprisa —dijo—. Buen mandoble, pequeño hoplita. ¿Dónde está tu hermana?

—Os estoy cubriendo la espalda —dijo Melita—. Hay más en la otra ala, y otros en las dependencias de los esclavos. Los he oído.

Los gritos que llegaban desde allí eran desgarradores; varias personas, chillidos de pesadilla. En la otra ala se oían pasos presurosos.

Terón y Filocles tuvieron tiempo de dar media vuelta antes de que los alcanzara la carga.

—¡Van armados! —gritó alguien, y Terón levantó la antorcha, la arrojó por encima de los atacantes y quedó medio apagada, dejándolos casi a oscuras; sólo restó el parpadeo de la llama en el suelo, pero los atacantes estaban iluminados por detrás y Terón y Filocles luchaban desde la penumbra, prácticamente invisibles.

Sátiro estaba en el suelo. Veía sus pies a la luz de la parpadeante antorcha. Extendió el brazo, giró la muñeca y dio un golpe flojo, pero el peso de la hoja bastó para cortar la sandalia y el pie del hombre, que soltó un aullido y se desplomó. Acto seguido otro ocupó su lugar.

—¡Matadlos! —ordenó una voz que se mantenía al margen de la lucha—. ¡Dioses! ¿Acaso
tenddé
que
hacedlo
yo mismo?

—¡Pues entonces ayúdanos, Estratocles! —dijo una voz más grave—. ¡No te veo en primera línea!

Terón dio un traspié y cayó sobre una rodilla. Gruñó, con las piernas a horcajadas encima de Sátiro. El muchacho blandió su espada con tanta fuerza como pudo contra el oponente de Terón, que encajó un golpe justo en el empeine. Dio un grito, maldijo y el borde de su escudo bajó contra el rostro de Sátiro, rompiéndole la nariz y haciéndole retroceder un palmo en medio de su propia sangre y del dolor metálico de una herida en el rostro.

«Contraataca, contraataca.» Sátiro sabía por la lucha libre y el pancracio que los momentos posteriores a una herida eran los más peligrosos, y su espada cortaba el aire delante de él mientras se retorcía de dolor en el suelo y la sangre le manaba a chorros sobre el pecho. De pronto dio contra algo —un escudo—, el brazo le tembló y se le despellejaron los nudillos, aunque apenas notó el dolor, superado con creces por el de la nariz.

Terón se dio impulso para ponerse de pie, empujando con el escudo, y el oponente de Sátiro salió volando hacia atrás. Acto seguido el corintio gruñó y cayó cuando una lanza le alcanzó en la cabeza, de modo que Filocles era el único que resistía a los atacantes en el corredor.

Sátiro se limpió la cara e intentó levantarse, usando la pared de apoyo, pero la nariz le dolía mucho y las piernas no le respondían.

De todos modos, se puso de pie.

Filocles estaba en todas partes a la vez, realizando una proeza enviada por los dioses, y su espada acertaba en las gargantas y las rodillas, obligando a los atacantes a retroceder de los cuerpos.

—¡Traed a ese arquero de inmediato! —gritó la voz que daba casi todas la órdenes, una voz que sonaba como si tuviera el peor resfriado de todos los tiempos.

—¡Es como luchar con el puto Ares! —dijo una voz bronca.

—¡Cargad contra él! ¡Liquidadlo!

—¡Atácalo tú, ateniense mariconazo! —replicó la voz bronca—. Escucha, guerrero. Te ofrecemos la vida. Tómala y márchate libre.

—Ven y muere —respondió Filocles—. Estoy matando a vuestros heridos. —A juzgar por lo que se oía, estaba haciendo precisamente eso—. ¿Quién es el cabroncete del casco elegante? ¿Alguien a quien apreciabas?

—¡Que te jodan! Déjalo…

—Demasiado tarde. Ha muerto. Este pedazo de mula…

—¡Que te jodan! —gritó la voz del ateniense.

Se oyeron pasos presurosos y acto seguido un impacto como de piedra contra piedra. Había dos hombres encima de Filocles.

Aquél fue el intercambio más largo hasta entonces. Filocles y los dos enemigos se daban golpes mutuamente, cinco golpes, diez golpes, y Sátiro acuchillaba sin tregua los pies de los atacantes, pero éstos eran rápidos y llevaban protectores en las sandalias. Finalmente, la voz bronca maldijo y se escabulló, pero el otro hombre, más menudo, obligó a Filocles a retroceder con un aluvión de mandobles. El espartano se estaba cansando.

Entonces el hombre menudo cubrió uno de los cuerpos con su escudo, cargó con su compañero, paró un golpe de Filocles con la espada y retrocedió un paso. Filocles aporreaba su escudo. Sátiro se abalanzó sobre su pierna, pero su golpe fue rechazado por una gruesa greba de bronce. El hombre retrocedió un poco más.

—¡Arquero! —rugió.

—¿Alguien más? —dijo Filocles—. Pues entonces iré a por vosotros.

—¡Arquero! —gritó el ateniense otra vez.

—¡Hay que joderse! —dijo la voz bronca, y se oyeron pasos que se alejaban.

—¡Manteneos firmes! —ordenó el comandante—. ¡Tú, dispárale!

—Al suelo —dijo la voz de Melita.

A Sátiro le faltaba poco para caer, de modo que obedeció en el acto.

Oyó el zumbido de una flecha como si un insecto pasara volando a toda prisa, y la punta chocó contra un escudo como un martillo contra una calabaza.

Se oyó un grito agudo, y desde su posición ventajosa en el suelo, Sátiro vio un par de pies calzados con sandalias caras, dando traspiés. Entonces, a la luz de las antorchas del patio, entrevió al hombre con la herida amoratada en el rostro, que se echó a otro hombre corpulento al hombro, se tambaleó y salió al jardín.

—Buen disparo, Melita —dijo Filocles. Sus palabras sonaron bastante sensatas, aunque la voz tenía el timbre de un loco, aunque un loco sobrio. La lucha había disipado la embriaguez de Filocles—. Y a oscuras, además.

Sátiro tocó a Terón.

—El instructor está vivo —dijo—. Ése era el mismo hombre que vimos en las llanuras al sur de Tanais. El de la cara cortada.

—No bajéis la guardia —dijo Filocles—. Esto aún no ha terminado. —Se arrodilló—. El de la cara cortada me ha marcado la mejilla. Es bueno con la espada.

Tosió y volvió a ponerse de pie.

Melita agarró la mano de su hermano y le ayudó a levantarse al tiempo que sujetaba el arco con la otra mano.

—Hay pelea en la puerta de la calle —anunció Filocles—. Más lucha.

Alcanzaban a oírla, así como los gritos de los heridos. Sátiro respiró hondo y se obligó a envolverse el brazo otra vez con el manto tracio. Luego avanzó hasta quedar a la altura de Filocles.

—Aquí estoy —dijo, aunque con la voz tomada como la del atacante de la herida en la cara.

—Buen chico —dijo Filocles—. Si regresan, encárgate de impedir que envuelvan mi escudo mientras puedas.

Sátiro resistió la tentación de limpiarse la nariz. La sangre le seguía chorreando sobre el pecho.

Melita se acercó a ellos por detrás.

—Tengo ocho flechas —explicó—. Es lo que tenía en mi habitación.

—Lamento haberos traído aquí —dijo Filocles. La refriega en la puerta de la calle estaba decayendo—. ¿Debo… debo mataros?

Sátiro notó que las rodillas le temblaban de nuevo y se maldijo.

—¡No! —contestó—. ¡Moriré luchando!

«Ajá. Por una vez ha dicho lo que quería decir.»

Melita respiró profundamente.

—Me parece…

—¡Alto! ¡Soltad las armas! —ordenó una voz grave.

Sátiro empuñó su pequeña espada con más fuerza.

—Tengo cuarenta espadas y otros tantos arqueros —prosiguió la voz—. Quienesquiera que seáis, os ordeno deponer las armas.

—Zeus Sóter, mi señor, los muy cabrones han matado a todos los de la casa —dijo una voz débil y áspera, y de pronto hubo hileras de antorchas entrando en el peristilo.

A unos seis metros, un hombre negro tan corpulento como Filocles, con armadura de la cabeza a los pies, llenaba el corredor. Era como un hombre de bronce. Echó un rápido vistazo en derredor y localizó a las tres personas armadas arrinconadas en un callejón sin salida.

—¡Vosotros! —gritó. Una fila de hombres armados llenó el peristilo delante de él con la rapidez fruto del entrenamiento.

—¿Quién eres? —atronó la voz de Filocles.

—Soy Néstor de Heráclea, el comandante de la guardia. Deponed las armas o moriréis.

—Soy Filocles de Esparta, y éstos son los hijos de Kineas y Srayanka de Tanais —dijo.

—¡Dejadme verlo! Dejadme pasar hasta allí —exigió el capitán. Salió de la formación y los miró detenidamente—. ¡Ares, espartano! Sin duda eres el lancero. De modo que no han conseguido vencerte, ¿eh? —Dio un paso al frente—. Dejad las armas en el suelo. Mis órdenes son llevaros ante el tirano si sobrevivíais.

Filocles empujó a los gemelos detrás de sí con un solo brazo.

Melita sollozó.

—Mátame —dijo—. Tengo demasiado miedo para hacerlo yo misma. ¡No quiero ser esclava!

Néstor la oyó.

—¡No, señora! ¡Detente! —Levantó la mano y la fila de soldados se detuvo—. Nosotros no hemos hecho esto. Nos ha llegado el rumor de que iban a atacaros esta noche. Hemos llegado a tiempo. Dos de mis hombres yacen muertos en el patio. Vivirás, señora; te doy mi palabra. No he venido para haceros daño, sino para cumplir las órdenes de mi amo.

Sátiro se levantó, desnudo, cubierto de sangre y muerto de miedo. Miró a Filocles, y éste negó con la cabeza.

—No puedo tomar esta decisión —dijo—. Puedo matar hombres y discutir sobre filosofía, pero me veo incapaz de decidir. Tal vez sea como dice. O tal vez debas abandonar este lugar para ser un esclavo.

Sátiro se volvió y agarró el hombro pegajoso de sangre de su hermana.

—Esto no tiene ninguna lógica, Lita. El tirano no nos necesita muertos.

—¿Te juegas mi vida en un burdel? —preguntó Melita—. ¿Y la tuya?

Un hombre agonizante gimió.

—Conservaremos nuestras armas —dijo Sátiro, en voz alta pero quebrada—. Os mantendréis a una espada de distancia.

Néstor se encogió de hombros.

—Si así es como lo queréis, señor…

Sátiro miró a Melita a los ojos. Los del chico decían «quiero vivir». Los de su hermana también.

—Salvo si el precio es demasiado alto —puntualizó Melita en voz alta.

—Creo que podemos ir con ellos —susurró Sátiro—. Si no, intentaré acabar con nuestras vidas.

Sátiro se adelantó a Filocles, saliendo de la penumbra a la claridad de las antorchas. Había cuerpos por doquier, y la luz de las teas era implacable. Aquello era peor que el final de
Orestes
.

—Soy Sátiro de Tanais —dijo. Se agachó y limpió su espada en la ropa de un hombre muerto.

Néstor hizo una reverencia.

—Mi señor. Ten la… ¡Ares, si eres un niño! ¡Que alguien le traiga ropa!

Lo peor fue que todos los demás habían muerto. Zósimo yacía junto a la puerta de la calle, con la cabeza en una postura imposible sobre el tronco. Kinón habían muerto en su cama, pero antes lo habían atado al armazón para ensañarse a machetazos con él. Sátiro no vio el cuerpo del mayordomo, pero sí la sangre que se escurría por la escalera de las dependencias de los esclavos como agua en un manantial, y finalmente perdió el control y vomitó atún y pan de cebada encima de la sangre mientras un soldado desconocido le sujetaba la cabeza.

Si la guardia del tirano quería esclavizarlo, no estaba haciendo gran cosa por evitarlo.

—Eso es, chaval —dijo el soldado—. Me pone los pelos de punta, joder. Pobre chico.

Le dieron unas palmaditas en la cabeza.

—Suelta a mi hermano o te corto la mano —exigió Melita. Estaba sola, rodeada de soldados, desnuda y cubierta de sangre, empuñando su
akinakes
. Filocles estaba sentado en un escalón, bebiendo vino de un odre.

—¡Por Hermes, niña! —El soldado retrocedió—. Maldita Medea rediviva.

—Dadle un vestido —ordenó Néstor.

—He encontrado a otro vivo —dijo un tercer soldado, que llevaba a Calisto. La esclava chillaba entre sollozos descontrolados, aporreando con los puños al hombre que la sujetaba. No estaba guapa; parecía la encarnación de la ira.

Néstor se dirigió a Sátiro.

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