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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (37 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Los hombres que habían desmontado merodeaban por el campo despojando a los enemigos muertos de cualquier cosa que mereciera ser llamada botín y haciéndose con sus cantimploras. Otros grupos recorrían la llanura de sal en busca de sus muertos y les daban sepultura. Un joven jinete de Olbia se desvaneció a causa del calor y de pronto hubo filarcos por doquier, exigiendo a los hombres que vaciaran sus cantimploras.

—Los caballos no aguantarán mucho más —dijo Andrónico, dirigiéndose a Crax.

Sátiro se preguntó qué aspecto tendrían sus ojos. Todos los hombres que veía los tenían enrojecidos, arrugados e inyectados en sangre. La sal era dañina. Volvió a limpiarse los ojos con el brazo. Los párpados y las manos le escocían, y esbozó una mueca de dolor.

—¿Hemos vencido? —preguntó al hombre que tenía más cerca.

—Hemos vencido, hijo. Aunque no significa que todo el ejército lo haya hecho —agregó el soldado con socarronería—. ¿Te queda agua?

—No.

—A mí sí. Soy Cleito —dijo, tendiéndole la mano.

—Sátiro —respondió el chico, estrechándosela. Se sintió como un hombre adulto.

El soldado le ofreció su cantimplora y Sátiro tomó un trago, y luego otro, pues fue incapaz de reprimirse. Se la devolvió. Había vino en el agua y sabía a gloria, como si el propio Dionisio la hubiese bendecido.

—Hemos encontrado a la mayoría de nuestros caídos y los hemos enterrado —dijo el hombre—. Y no hemos tenido que pedir una tregua para hacerlo. A mi modo de ver, eso es una victoria.

—También hemos desvalijado a sus muertos —señaló otro.

—Ya llega el
strategos
—gritó Crax—. ¡Firmes junto a vuestras monturas!

Diodoro trajo consigo otra nube de sal.

—¡Llamad a los exploradores, hiperetas! Sátiro, a mi vera. Todos los que no estéis haciendo nada concreto desmontad de una puta vez. —Se volvió hacia Crax—. ¡Novedades!

—Casi todo el segundo escuadrón está aquí, pero falta Eumenes —dijo Crax—. Desapareció en la primera melé. Por lo demás, hemos enterrado a nuestros muertos.

Diodoro negó con la cabeza.

—Ha estado con nosotros desde el principio —dijo—. Bueno, casi. —Miró en derredor—. Es muy duro no encontrar su cuerpo.

Crax asintió.

—Desde el primer invierno en Olbia —dijo—. Es posible que aparezca. En fin, se han contabilizado diecisiete bajas en el segundo escuadrón. Nueve en el nuestro y trece en el primero. El tercero no sabemos dónde está, y hemos barrido todo el camino de regreso hasta donde atacamos a los medos a primera hora.

El oficial getón miró en torno a él. Los hiperetas de los tres escuadrones estaban formando en columna a los hombres desmontados, cada uno conduciendo a su caballo. Detrás de ellos, la falange bullía como si aún estuviera en combate y, al asentarse, el polvo salado reveló una embravecida agitación.

—Eso pinta mal —comentó Crax, señalando el tumulto—. ¿Cuál es nuestra situación? ¿Hemos perdido?

—Al punto de concentración —dijo Diodoro lacónicamente—. Iremos a pie para que los caballos descansen. La situación es mala.

Crax volvió a mirar hacia atrás. Los hombres de la falange agitaban los puños en alto y se maldecían unos a otros.

—¿Hasta qué punto? —insistió Crax.

—Los cabrones de los macedonios han entregado a Eumenes al Tuerto. Vivo —agregó Diodoro con amargura—. He llegado demasiado tarde para impedirlo. Putos traidores.

Se oyeron gritos procedentes de la falange y un murmullo nada halagüeño.

—Seguid adelante, muchachos —dijo Diodoro—. ¡En marcha!

Crax negó con la cabeza.

—¿Cómo es posible que tales hombres estén en paz con los dioses? —preguntó.

—Antígono ha tomado nuestro campamento —explicó Diodoro—. Los argiráspidas han canjeado a Eumenes por el botín de años anteriores. ¿Te lo imaginas? —prosiguió—. Si hubiesen resistido, podríamos haberlo recuperado a punta de lanza por la mañana. Ese ejército estaba derrotado. Escucha: todos los hombres de la falange saben que les han robado.

Crax renegó expresivamente en getón.

Diodoro caminó en silencio y Sátiro mantuvo la cabeza gacha para que no lo mandara a otra parte.

La columna de jinetes inició el avance. Faltaban algunos hombres, desaparecidos o muertos, pero también habían recogido a varias docenas de rezagados de caballería y Crax los organizó en un cuarto escuadrón. Muchos de ellos protestaron por tener que caminar en el polvo de sal y unos cuantos montaron y se marcharon indignados, negándose a acatar una disciplina que consideraban estúpida. El resto obedeció, alegrándose de tener a quien seguir, otra lección que no pasó inadvertida a Sátiro, aunque ahora estaba tan cansado que no recordaba qué había hecho ni el orden en que había sucedido todo, como tampoco si había sido valiente o cobarde. Sólo le constaba que estaba vivo.

El rumor de la traición a Eumenes cometida por sus propios oficiales se fue extendiendo por la columna, y los hombres negaban con la cabeza o maldecían.

El sol estaba muy bajo en el cielo, y Sátiro se veía incapaz de dar cuenta de todas las horas de la jornada.

Junto al muchacho, Diodoro reunió a sus oficiales y les transmitió órdenes sin dejar de caminar.

—Cuando lleguemos al barranco, abrevad a los caballos por escuadrones tan deprisa como podáis. Crax, tú nos cubrirás mientras beben las bestias. Luego nos retiraremos al otro lado del barranco en columna hasta que encontremos a las mujeres; entonces acamparemos. Que todos los hombres almohacen sus monturas antes de irse a dormir. Mañana volveremos a combatir. Y hemos perdido todos los caballos de refresco. Esto es lo que hay.

—¡Sin caballos de refresco! —dijo Antígono—. Zeus Sóter,
strategos
. Eso es malo.

—Peor de lo que imaginas, hermano —espetó Diodoro—. No dejéis que nadie se detenga. Usad la fuerza si es preciso; no podemos prescindir de un solo hombre. Quiero ver de vuelta incluso a las ovejas descarriadas. ¿Entendido?

Los hiperetas y los comandantes de escuadrón asintieron, saludaron y regresaron a sus puestos en la columna. Una letanía de «¡Cerrad filas!» y «¡Aligerando!» comenzó a resonar a lo largo de la columna.

—¿Tío Diodoro? —dijo Sátiro en voz baja.

El
strategos
giró la cabeza y enarcó una ceja con una costra de sal.

—¿Hemos vencido? —preguntó el muchacho.

—Creo que no lo suficiente —respondió Diodoro, negando con la cabeza.

El agua del arroyo que discurría por el fondo del barranco era clara y brillante pese a los acontecimientos del día, y Sátiro y su nuevo zaino bebieron con glotonería. El joven se lavó la cara y las manos con el agua fría y descubrió que las quemaduras en torno a los ojos eran mucho peores de lo que esperaba, y se estuvo echando almozadas de agua a los ojos hasta que un soldado celta lo apartó sin miramientos del arroyo. Sátiro cogió las riendas de su yegua y la condujo a la otra orilla.

—Ese caballo parece brioso —comentó Diodoro. Estaba comiéndose un higo y, entre mordisco y mordisco, daba órdenes—. Chico, coge ese hermoso animal y ve en busca del equipaje. Debería estar a menos de un estadio, al otro lado de esa cresta —agregó, señalando—. Luego das media vuelta y vienes a decirnos dónde están.

Sátiro necesitó dos intentos para montar a lomos de la yegua; tenía los brazos demasiado débiles para saltar. Finalmente logró subir y sintió un inmenso placer al saludar a su tío como un verdadero soldado. Luego cogió el
petasos
de ala ancha que había llevado inútilmente colgado a la espalda mientras se quemaba la cara todo el día y se lo caló hasta los ojos.

El agua fue un alivio. Dirigió a la yegua hacia la ladera y el animal la subió con estilo, empujándose con sus poderosas ancas.

—Buena chica —dijo Sátiro, dándole unas palmadas en el cuello.

Todos sus jaeces estaban montados en plata, con remaches del mismo material en las puntas de las correas y hebillas a la usanza saka. Los griegos rara vez usaban hebillas, pero daba gusto verlas. Y la piel de leopardo le hizo sonreír.

En cuanto salió del barranco se encontró en medio de una horda de seguidores del campamento, y había más avanzando a lo largo de la ruta comercial hacia el sur, cientos de mujeres, algunas con niños, muchas llorando y muchas más caminando en un silencio aún peor. Se apartaban del camino en cuanto veían a un hombre armado, salvo unas pocas, que estaban demasiado cansadas o maltratadas para asustarse.

Un estadio más allá del extremo oriental del barranco Sátiro vio piquetes, una docena de hombres en tres puestos. Cabalgó hacia ellos a medio galope. La yegua respondía diligentemente, cruzando el matorral como el viento, el mismo viento que estaba dispersando las nubes de polvo salado, de modo que por primera vez en ocho horas el llano de Gabiene volvió a ser visible.

Cuando Sátiro subió a la cresta vio a Tasda, un celta de Tanais al que conocía de toda la vida y que lo saludó desde el piquete.

—¡Tasda! —gritó Sátiro, y se le quebró la voz. Se dieron un fuerte apretón de manos.

—Tu hermana se alegrará mucho —dijo el celta sobriamente, tras quitarse el yelmo—. Sigue por la cresta. Hemos montado un fuerte de carromatos.

—¿Antígono está aquí? —preguntó Sátiro.

—Y Eumenes; nuestro Eumenes, se entiende. Somos todo lo que queda de la caballería —dijo Tasda muy serio.

Sátiro sonrió a pesar de la fatiga.

—¡Diodoro y los demás están justo detrás de mí! —anunció, y todos los soldados de los piquetes volvieron la cabeza.

Dercorix, otro conocido de la infancia, se acercó al trote.

—¿El
strategos
está vivo? —gritó.

—Vuelvo enseguida —dijo Sátiro, y enfiló colina abajo.

Al cabo de un cuarto de hora estaban todos juntos. Los oficiales forzaban la voz y su autoridad para impedir que los hombres abrazaran a sus esposas y a sus camaradas, y a pesar de los padecimientos de la jornada, el reencuentro con sus compañeros de armas desaparecidos dio tanta
eudaimonia
a los
hippeis
que tuvieron los caballos almohazados y los arreos guardados antes de caer rendidos al suelo para ser alimentados por sus igualmente cansados esclavos y seguidores.

Sátiro y Melita se abrazaron mientras Terón los amonestaba, pero los gemelos no le hicieron caso.

—He rescatado al príncipe Heracles —explicó Melita, orgullosa, señalando a un niño rubio menor que Sátiro que aguardaba detrás de ella—. ¡El hijo de Iskander, nada menos!

Sátiro sonrió y volvió a abrazarla.

—Yo no he hecho nada tan heroico —dijo—. ¡Pero he participado en una carga de caballería! —Miró en derredor—. ¿Dónde está Filocles?

Terón escupió.

—Sentado con las mujeres, deleitándose con su admiración —respondió—. Estáis todos locos.

Sátiro no podía dejar de sonreír, aunque se encontró con que estaba sentado y era incapaz de levantarse.

—Viniste con nosotros por voluntad propia —le recordó.

—Es verdad —respondió Terón, meneando la cabeza.

Melita tiró del brazo de Sátiro.

—Ven a conocer a Heracles —dijo—. Me gusta.

Por un instante, Sátiro sintió celos. Nunca había oído decir a su hermana que alguien le gustara con tanto fervor.

—No puede ser gran cosa si has tenido que rescatarlo —replicó él.

Melita lo miró dando a entender que no sabía de qué hablaba.

—Ha sido tan listo como tú —aseguró—. No ha perdido la cabeza.

La comparación aplacó a Sátiro, que abrazó a su hermana una vez más.

—Zeus, qué estúpidos hemos sido. ¿Qué nos ha llevado a hacer estas cosas?

—El juramento, tontaina —contestó Melita—. Hicimos una promesa, ¿no? De modo que, cada vez que surja la ocasión, tenemos que luchar.

Llegaron junto a Heracles, que estaba solo y cohibido. Era un chico alto, rubio como su padre, pero desgarbado, con los rasgos demasiado angulosos y los hombros demasiado estrechos para ser el hijo de un dios. Algunos veteranos olbianos lo estaban observando, y unos cuantos lo miraban fijamente. Al fin y al cabo, era el hijo de Alejandro.

—Detesto que me mire la gente común —rezongó Heracles.

Sátiro se contrarió al instante por la torpeza de aquel chico, y aun tratándose de un desagrado injusto sucumbió a él, pues estaba cansado y comenzaba a perder el
daimon
de la guerra y a sentir que estaba a punto de desmoronarse, como solía ocurrir después de un combate.

—Aquí no hay gente común —replicó Sátiro—. Ese hombretón que te mira es Carlo. Fue el guardaespaldas de mi padre cuando derrotó al tuyo en el río Jaxartes.

—Mi padre nunca fue derrotado —respondió Heracles con vehemencia.

—¿Has conocido a alguien que estuviera allí? —preguntó Sátiro con perezoso desdén—. ¿Preguntamos a Diodoro? ¿A Hama?

Puso una mano en el hombro del chico.

—¡Mi padre es un dios! —protestó Heracles—. Tú no eres más que un griego decadente.

Hubo algo en la rebeldía del chico que hizo sonreír a Sátiro.

—Eh, Heracles. No pasa nada. Estamos vivos y mucha otra gente no. Los asesinos no nos han cogido. ¡Cálmate!

El niño miró en derredor.

—¿Por qué no ha dejado que me quedara en la tienda mi madre? —preguntó—. Detesto que me haga eso.

Melita puso los ojos en blanco a espaldas de su nuevo amigo y Sátiro meneó la cabeza.

—Vayamos a comer un poco de
ciceón
—dijo, cogiendo al chico del hombro para llevárselo con él.

Melita le lanzó una mirada de agradecimiento y su hermano negó con la cabeza.

Resultaba extraño tener a un chico más joven por quien velar pues la sensación de desorientación de Sátiro se esfumó en cuanto tuvo que acompañar al niño. Fue derecho hacia Crax, que estaba rodeado de soldados, y preguntó dónde debía montar su camastro y si el chico y él podían comer algo. Crax lo trató como a cualquier otro soldado.

—¿Tengo pinta de hipereta? —dijo el getón. Luego se rascó la polvorienta barba rubia y se ablandó—. Tu equipaje y el de tu hermana están en la primera fila del escuadrón. Hay vino y estofado de pescado en salazón al principio de cada calle. —Sonrió de oreja a oreja—. Tu tía Safo nos lo ha organizado muy bien.

Sátiro recorrió las hileras de fardos y petates desparramados por la calle (si así podía llamarse, pues no había tiendas) de su escuadrón. Se sentía todo un hombre. Encontró el fardo de lana roja de su hermana y luego el suyo, abrió su petate de cuero y sacó las copas de oro, cuidadosamente envueltas. También sacó un plato de madera y una cuchara de asta.

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