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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (75 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—Hummm —dijo Diodoro—. Ese chico me resulta familiar, Crax.

Diodoro llevaba una clámide parda sobre una sobria coraza de cuero y dos lanzas en el puño.

Crax se agachó y dio una palmada a Idomeneo.

—Lo retiro todo, cretense. Son los hijos del mismísimo Apolo. ¡Al menos no cansarán a los caballos!

Tras pasar revista, diez de ellos fueron enviados a llenar las cantimploras, tarea que Melita siempre llevaba a cabo dado que era obvio que se contaba entre los más jóvenes. Después formaron con los
hippeis
, y cada arquero fue asignado a un jinete.

Bión fue asignado a un desertor macedonio al que no conocía muy bien, pero justo cuando se disponía a subir a su montura, Carlo llegó trotando a los lomos de su gigantesco caballo de batalla.

—El capitán dice que me lleve al chico —dijo Carlo.

El macedonio se encogió de hombros.

—Es el más ligero. Eso está claro. Aunque no me importa montar sin él. Todos tienen piojos.

Dio la vuelta a su caballo y se dirigió hacia el final de la columna. Carlo subió a Bión a su caballo con una sola mano.

—Agárrate a mi cintura, chaval —dijo.

Carlo olía a sudor masculino y a caballo; no era en absoluto un mal olor, pero…

—Tu tío dice que, si quieres ir con el ejército, deberías ir con nosotros —dijo Carlo, con toda naturalidad—. Podemos velar por tu vida.

—Eso puedo hacerlo por mí misma. Tengo camaradas a quienes valoro —respondió Melita. Y tuvo claro que la vida en el campamento de los Exiliados no sería tan real como la vida con los
toxotái
. Estaba ganándose una buena reputación como arquera y la comenzaban a tomar en serio, tanto jugando a la taba como incluso en el pugilato. Con los
hippeis
, sería tratada como correspondía a su persona. Miradas paternalistas, manos serviciales y burlas a sus espaldas.

Carlo se encogió de hombros.

—Cada cual debe seguir su camino —aseveró.

La luna brillaba, el desierto estaba vacío y cabalgaban deprisa, a una velocidad que los medos y los sakje hallaban natural, pero que a los griegos les costaba mantener. Cada hombre tenía dos caballos, o incluso tres, y cambiaban de montura regularmente.

Era excitante ir tan deprisa por aquel paisaje bañado de luna y con semejantes compañeros. La sensación de determinación resultaba extraordinaria. Los
hippeis
eran tan silenciosos como las circunstancias exigían, ruidosos cuando se sentían seguros, silenciosos como una necrópolis cuando comenzaban a acercarse al campamento enemigo, y los
toxotái
se contagiaron de su absoluta convicción de que iban a vencer. En el segundo alto para cambiar de montura, Idomeneo le sonrió.

—Algún día me gustaría entrenar a los arqueros así de bien —dijo.

—Llevan juntos veinte años —contestó Bión, y enseguida se dio cuenta de que había cometido un error garrafal—. Al menos eso dice el bárbaro al que me han asignado.

Idomeneo asintió.

—Aun así —susurró.

—¿Habéis terminado de charlar? —preguntó Crax. Ya había montado y tendió una mano al cretense—. Espero que no os estemos obligando a acostaros demasiado tarde. La fiesta está a punto de comenzar.

Nadie se tomó la molestia de explicar el plan a Bión hasta que se detuvieron por última vez, poco después de que la luna se ocultara. Carlo señalaba el suelo.

—¿Qué hago? —preguntó Melita.

La sonrisa de Carlo pareció cadavérica a la luz de la luna.

—Cavar un hoyo y meterte dentro. Los atraeremos hacia vosotros con las primeras luces. Cuando oigas la trompeta, comienza a disparar. —Se encogió de hombros—. El plan no es mío.

Melita saltó de la grupa del elefantino caballo de Carlo y recogió sus cosas. Por supuesto, no tenía pico ni pala. En torno a ella vio que los demás arqueros tenían la misma dificultad.

Hicieron hoyos poco profundos con las manos, y algunos que tenían yelmos los usaron, mientras Idomeneo iba de arriba abajo, renegando y exigiendo que cavaran más deprisa. Cuando los primeros rayos del alba pintaron de rosa el cielo, Melita estaba tendida en la fría arena cubierta con la clámide y unos cuantos hierbajos recogidos apresuradamente. No era un gran camuflaje. A su derecha vio que a otro cretense, Argón, le sobresalía el culo porque era un perezoso y se había negado a cavar más.

«¿Por qué estoy aquí?», se preguntó Melita en la intimidad de su hoyo. Había entrado en calor al cavar, pero ahora la arena lo estaba absorbiendo y tenía frío. Y nada de aquello le parecía que tuviera sentido. La caballería se había marchado.

Sin duda se durmió, pese a todo, porque de pronto había movimiento en torno a ella y el cielo ya era azul. Levantó la cabeza y vio polvo, sintió un batir de cascos de caballo, muchos caballos al galope.

—¡Aguardad la señal! —gritó Idomeneo. Estaba de pie a la sombra de una gran roca—. ¡Encordad los arcos!

Cien capas se removieron y la arena se onduló como el mar mientras los
toxotái
encordaban sus arcos tendidos en el suelo. Incluso en el desierto había demasiada humedad para dejar un arco encordado toda la noche.

Bión tenía la impresión de tener a los caballos encima, pero Idomeneo seguía sin dar la orden y la trompeta no sonaba. El ruido, cada vez más fuerte, era atronador. Y aterrador.

—¡En pie! —gritó el cretense.

Eumenes estaba justo enfrente de ella, a dos largos de caballo, y mientras se levantaba, su caballo pasó entre ella y Argón, con la cabeza vuelta hacia atrás y la capa ondeando al viento.

Melita puso una flecha pesada en su arco al tiempo que reparaba en que había no docenas sino cientos de caballos pero que sólo algunos tenían jinete.

«Han robado una manada de caballos», pensó. La idea le hizo sonreír; se trataba de algo muy propio de los sakje.

Los caballos sin jinete levantaban una nube de polvo bastante densa. Se tapó la boca con el griñón y se caló bien el sombrero de paja para protegerse del sol. Ahora veía casi un estadio, y había dos cuerpos de caballería.

«El enemigo.» Aquello era diferente de cuanto había hecho hasta entonces, muy distinto de luchar contra piratas. Se sorprendió sonriendo como una loca. Miró en derredor; era capaz de dar en el blanco a aquella distancia, pero no sabía si estaba autorizada a disparar.

Tan sólo a medio estadio había cientos de soldados enemigos. Y se aproximaban cabalgando deprisa.

Una pesada flecha cretense salió despedida —Argón, maldito fuera— y voló alto antes de abatirse como un halcón sin alcanzar a la primera compañía.

—¡Maldito idiota! ¿Quieres cenar estiércol de caballo esta noche, inútil? —Idomeneo no gritó, pero allí estaba—. ¡Aguarda a la trompeta! —Y en voz más baja agregó—: Ares, qué descerebrado.

Los enemigos estaban tan cerca que tenían que ver a los arqueros, pero siguieron avanzando a medio galope, haciendo que la tierra retumbara. Melita temblaba como antes de decirle a su tía Safo que se había acostado con Jeno. ¿Dónde estaba Jeno, por cierto? ¿Y quién había ideado aquel plan?

La trompeta sonó.

Bión tiró sin pensarlo dos veces, y luego observó mientras sacaba otra flecha del carcaj y la cargaba, con el emplumado rojo hacia arriba; levantó el arco, lo tensó al máximo, apuntó cuatro dedos por encima de los jinetes, tiró; tercera flecha…

La primera compañía se deshacía bajo las descargas de flechas. Las dos primeras descargas fueron muy cerradas, y las flechas llovieron desde arriba, dando en los desprotegidos cuartos traseros de los caballos, de modo que las bestias relinchaban y se caían, o se encabritaban y pateaban el aire, bramando su agonía de tal modo que el estómago sakje de Melita se revolvió como nunca lo había hecho ante la muerte de un hombre. El efecto sobre la compañía que tenía delante fue brutal; donde había habido cien jinetes, había una nube de polvo y los gritos de los agonizantes. Nada salió de la nube salvo un jinete solitario y, mientras lo miraba, la tercera descarga de flechas desapareció en la arena levantada, provocando un nuevo coro de gritos.

Las compañías enemigas segunda y tercera no vacilaron. Se dispersaron hacia sendos flancos de los arqueros, habían pasado de perseguidores a hombres desesperados después de tres descargas de flechas. Los hombres que atacaban por el lado de Bión lucían largas barbas y vestimenta persa, montaban buenos caballos y avanzaban deprisa. Su capitán llevaba una cota de malla dorada y la barba teñida con alheña. Bión lo derribó de la silla; un buen tiro incluso a corta distancia, antes de que reaccionara ante la nueva amenaza que se cernía sobre su propio flanco: apretadas filas de los Exiliados que avanzaban desde las dunas de los marjales.

Sin comandante, los jinetes enemigos seguían concentrados en repeler a los arqueros que diezmaban sus filas cuando los Exiliados arremetieron contra sus flancos, anunciados por una descarga a boca de jarro de jabalinas tan pesadas que podían derribar a un caballo.

Aun así, eran hombres resueltos, orientales barbudos que habían crecido combatiendo contra los sakje en la frontera y que identificaban un desastre en cuanto lo veían, y no titubearon. Un grupo se dirigió derecho hacia Melita. La chica asintió al poner otra flecha en la cuerda, con dedos súbitamente torpes por un ataque de miedo mientras una parte de su mente contemplaba la batalla, reflexionando…

El nuevo comandante enemigo sabía que era más seguro atravesar la emboscada que dar media vuelta. Era un buen comandante.

Iban a alcanzar su posición y ni ella ni nadie podría detenerlos.

Disparó, y no supo si hizo diana o no porque se echó cuerpo a tierra y rodó como una pelota mientras los medos pasaban por encima de ella, blandiendo sus sables. Aquél fue su instante de pavor; cegada y aguardando a ser ensartada contra el suelo como un cerdo en el ágora, pero de pronto ya habían pasado, y Argón dabas gritos agudos. Melita miró en derredor y sólo vio polvo. Luego corrió hacia el cretense, que estaba tendido en su hoyo poco profundo con sangre debajo de los codos y la espalda arqueada por el dolor.

Tenía un corte en la garganta; un corte superficial abierto por la punta de una espada meda, y mientras lo miraba Argón se vino abajo, su cuerpo dejó de luchar y la espalda se hundió en el hoyo que él mismo había cavado. Argón volvió la cabeza y la vio. Movió los labios, sin emitir sonido alguno. Melita no llegó a saber qué intentaba decir porque de súbito la derribó un golpe en el costado.

El daño se le extendió por las costillas y el brazo izquierdo, pero no estaba muerta. Tenía el pelo lleno de arena. Escupió y se dispuso a levantarse.

El medo tenía una espada de hoja larga y estrecha como un
akinakes
sakje, y empuñó la jabalina con la que la había golpeado mientras ella se ponía de pie.

Vaciló al ver que llevaba pantalones, y Melita desenvainó la espada antes de que tuviera ocasión de matarla. Ella no vaciló: levantó una mano hacia la jabalina; no consiguió agarrarla, pero aun así arremetió, blandiendo la espada con el impulso de todo su cuerpo. Él levantó el
akinakes
para rechazar el ataque pero el golpe de Melita se deslizó por la hoja y le cortó los dedos y la mano con una fuerza brutal.

El medo se quedó paralizado de terror.

Melita dio otro mandoble, abriéndole un tajo tan profundo en el cuello que la espada se quedó clavada, y el medo se desplomó contra la arena ensangrentada, todavía vivo, alargando los brazos hacia ella. Le agarró un tobillo y Melita le dio una patada, seguida de un puñetazo en la cara mientras la sangre de la herida del cuello los salpicaba a los dos, arrancó la espada de entre los músculos y los huesos y le asestó un mandoble tras otro hasta que el arma le cayó de las manos a causa del agotamiento en la arena a un largo de caballo.

Se arrodilló junto al cuerpo, absolutamente vacía. Al cabo se levantó y recogió sus armas, bebió un poco de agua y se dirigió hacia donde los supervivientes se habían reunido en torno a Idomeneo.

—Argón ha muerto —anunció.

Carlo pasó junto a ella.

—¡No la encuentro! —rugió, y una docena de
hippeis
cabalgaron hacia la bruma de la batalla por donde ella había venido. Los arqueros observaron cansinamente la escena, sin importarles a qué venía tanto alboroto. A Melita tampoco le importaba demasiado, de modo que caminó por la arena hacia Diodoro.

—Estoy aquí —dijo.

Diodoro bajó la vista hacia ella y su rostro cubierto de polvo endurecido se cuarteó cuando sonrió.

—A veces te pareces a tu padre —comentó.

Señaló a Andrónico, y a una seña suya el galo tocó una compleja llamada de trompeta, y todos los Exiliados comenzaron a reagruparse. Varios de ellos la saludaron con la mano, y Eumenes la señaló diciendo algo a Crax y Carlo, que menearon la cabeza.

Carlo se aproximó.

—¡Me has dado un buen susto, señorita!

Melita desdeñó la mano que le ofreció para montar.

—Ahora toca saquear —dijo—. Y sospecho que habrá caballos para todos, Grandullón. Y como vuelvas a llamarme señorita en público, te destripo.

Carlo sonrió como si hubiese ganado un concurso, pero su voz sonó áspera:

—¿Con la ayuda de qué ejército, arquera? —le espetó. Y logró disimular su sonrisa.

Melita echó a caminar por la arena y se obligó a sacar anillos de los dedos de los muertos. Había algunas buenas armaduras y un montón de espadas, aunque en realidad no las necesitaba. Pasados los primeros momentos, no soportó los ruidos que emitían los caballos heridos, y la visión de los hombres, en concreto los hombres a los que apreciaba, haciendo caso omiso de quienes agonizaban a sus pies mientras los despojaban de sus pertenencias, le resultó repulsiva. De modo que arrancó una hermosa sudadera de entre los cadáveres de un caballo y un jinete que habían caído juntos, cogió la brida y el bocado del caballo del barbudo teñido de alheña que había abatido ella misma, y se encaminó hacia la manada, alejándose de aquella carnicería. Eligió una bonita yegua, alta y oscura y con las cuatro patas blancas. Le puso los jaeces, le habló para tranquilizar a la yegua, nerviosa por los olores y la situación general, y la montó con su petate y el arco. Y además tenía unos cuantos daricos de oro para impresionar a los chicos cuando regresara al campamento.

Idomeneo la encontró aguardando con su caballo.

—¿No irás a abandonarme por esos centauros, verdad? —preguntó—. No tendría que haberte puesto al final de la línea en tu primer combate, pero tiras más deprisa que casi todos los demás. ¿Lo has pasado mal, chico?

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