El hambre le requemaba el estómago, pero había otra cosa, la quemazón del desplazado; del no reconocido; el irreconocible.
¿Por qué aquella gente no sabía quién era? ¿Qué derecho tenía ningún hombre a tocarlo? ¿A llevárselo sobre cuatro ruedas desvencijadas? ¿A secuestrarlo y llevarlo por la fuerza a aquel patio? ¿A inclinarse sobre él y mirarlo con las cejas enarcadas? ¡No era ningún niño! Había conocido el horror. Había luchado, y había matado. Había perdido a su hermana y a su padre y al larguirucho Excorio, fiel como las piedras de Gormenghast Y había sostenido en sus brazos una ninfa, había visto al rayo que la golpeó y la redujo a cenizas, cuando el cielo se desplomó y el mundo se tambaleó. No era un niño… no… no era un niño en absoluto y, tras ponerse en pie tambaleándose por la debilidad, lanzó su puño contra el rostro inmenso de Trampamorro… un rostro que pareció desintegrarse ante él y en seguida se aclaró… para volver a disolverse.
Su puño quedó atrapado en la espaciosa zarpa del hombre con nariz de timón, quien indicó a sus sirvientes que llevaran a Titus a una habitación de la planta baja con las paredes cubiertas del suelo al techo por vitrinas de cristal en las que, hermosamente sujetas a láminas de corcho, un millar de mariposas extendían sus alas en un gran gesto de crucifixión.
En esta habitación dieron a Titus un cuenco de sopa, pero estaba tan débil que no paraba de derramarla, hasta que un hombrecito al que le faltaba un trozo de oreja le arrebató la cuchara y lo alimentó con dulzura mientras él yacía medio acostado en una larga tumbona de mimbre. Antes incluso de haber comido la mitad del cuenco, se recostó en los almohadones y, al instante, quedó sumido en el vacío de un sueño profundo.
Cuando despertó, la luz entraba a raudales en la habitación. Una sábana le cubría hasta la barbilla. Sobre un barril que había a su lado descansaba su única posesión: una piedra con forma de huevo de la Torre de los Pedernales de Gormenghast.
El hombre con la oreja mutilada entró de repente.
—Hola, rufián —dijo—. ¿Estás despierto?
Titus asintió.
—Nunca había visto a un espantajo dormir tanto.
—¿Cuánto? —inquirió Titus incorporándose sobre un codo.
—Diecinueve horas —respondió el hombre—. Aquí tienes tu desayuno. —Dejó una bandeja junto a la tumbona y se dio la vuelta, pero se detuvo al llegar a la puerta—. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Titus Groan.
—¿Y de dónde vienes?
—De Gormenghast.
—Ésa es la palabra, desde luego. «Gormenghast.» Si no la has dicho veinte veces no la has dicho ninguna.
—¡Cómo! ¿En sueños?
—En sueños. Una y otra vez. ¿Dónde está ese sitio, chico? Ese Gormenghast.
—No lo sé —confesó Titus.
—Ah —dijo el hombrecito sin un trozo de oreja, y miró de soslayo a aquel joven desde debajo de sus cejas—. Conque no lo sabes, ¿eh? Qué curioso. Pero ahora toma tu desayuno. Debes de estar tan hueco como un timbal.
Titus se sentó y se puso a comer, y mientras lo hacía alargó el brazo y pasó su mano por los familiares contornos de la piedra. Era su único punto de apoyo. Como un microcosmos de su hogar.
Mientras la aferraba, no por debilidad o por sentimentalismo, sino por su consistencia, como prueba de su presencia, mientras el sol de mediodía se filtraba por un lado u otro de la habitación, un pavoroso sonido llegó del patio y el umbral de la pieza se oscureció. Pero la causa no fue la figura del hombre con la oreja mutilada, sino algo mucho más rotundo: los cuartos traseros de una enorme mula.
Titus se irguió al punto y miró con incredulidad el trasero de aquella enorme bestia peluda que se azotaba el cuerpo tan despiadadamente con la cola. Un grupo de músculos que raramente entraban en acción se movían, ora aquí, ora allá, por la grupa temblorosa. El animal estaba luchando contra algo que había del otro lado de la puerta, hasta que centímetro a centímetro consiguió salir de nuevo al patio, llevándose buena parte de las jambas consigo. Y, en todo momento, el sonido espantoso y nauseabundo del odio, porque algo se agita en el pecho de mulas y camellos cuando notan el olor del otro que los saca de quicio.
Titus, poniéndose en pie de un salto, cruzó la habitación y observó con reverencia a los antagonistas. No era ajeno a la violencia, pero había algo especialmente horrible en aquel duelo. Allí estaban, ni a diez metros de distancia, enzarzados en un mortal cuerpo a cuerpo, un enfrentamiento sin mesura.
En aquel camello estaban todos los camellos que han sido. Cegado por el odio, más allá de su propia capacidad de invención, el animal estaba combatiendo a un mundo entero de mulas; de mulas que desde el principio de los tiempos han enseñado sus dientes a su enemigo intrínseco.
¡Qué escenario aquel patio adoquinado! Dorado y cálido bajo los rayos solares, con un tropel de gorriones congregados en el canalón del edificio; la morera solazándose al sol, con las hojas muy quietas, mientras aquellas dos bestias luchaban a muerte.
El patio se había llenado de sirvientes curiosos, y hubo gritos, y gritos que respondían a estos gritos, y luego se hizo un terrible silencio, porque todos vieron que los dientes de la mula se habían clavado en el cuello del camello. Luego se oyó una especie de siseo, como cuando la marea es succionada desde el interior de una cueva, arrastrar de guijarros, ruido de piedrecillas.
Y sin embargo, ese mordisco que hubiera matado a una veintena de hombres no pareció más que un pequeño incidente en la batalla, pues ahora era la mula quien yacía bajo el peso de su enemigo y sufría fuertes dolores, porque una coz y un paralizador cabezazo le habían partido la mandíbula.
Asqueado pero exaltado, Titus salió al patio y lo primero que vio fue a Trampamorro. Aquel caballero estaba dando órdenes con un peculiar desapego, sin importarle el hecho de ir completamente desnudo, salvo por el casco de bombero. Algunos sirvientes estaban desenrollando una manguera vieja pero de aspecto poderoso, uno de cuyos extremos ya había sido sujetado a una enorme boca de riego de bronce. El otro borboteaba en manos de Trampamorro.
Con la boca dirigida hacia la doble criatura, la manguera empezó a retorcerse y saltar como un congrio y, de pronto, un surtidor de agua fría como el hielo atravesó el patio.
El surtidor blanco se clavó aquí y allá, como una daga, hasta que mula y camello, como si la hoguera de su mutuo odio se hubiera apagado, aflojaron la presión y se levantaron muy despacio, sangrando abundantemente, rodeados por una nube de calor animal.
Todos los ojos se volvieron hacia Trampamorro, que se quitó el casco de latón y lo apoyó contra el pecho.
Como si esto no fuera ya bastante peculiar, a continuación Titus vio cómo Trampamorro ordenaba a sus sirvientes que cerraran el agua, se sentaran en el suelo del patio mojado y guardaran silencio, y todo esto únicamente mediante el lenguaje de sus expresivas cejas. Sólo entonces, y quizá esto sea lo más peculiar, Titus oyó con sorpresa que aquel hombre desnudo se dirigía a las dos bestias temblorosas de cuyas grupas se elevaban grandes nubes de vapor.
—Mis atávicos y desmedidos amigos —susurró con una voz como lija—. Sé muy bien que cuando os oléis el uno al otro os inquietáis, os volvéis irracionales y entonces vais… demasiado lejos. Reconozco la madurez de vuestra sangre; la oscuridad de vuestra ira innata; los abismos de vuestra cólera. Pero escuchadme con esos oídos vuestros y clavad vuestros ojos en mí. Por grande que sea la tentación, por primordial que sea tu anhelo —y aquí se dirigió al camello—, no tienes excusa en un mundo que está cansado de excusas. No tendrías que haber arremetido contra los barrotes de tu jaula y, tras destrozarlos, descargar tu mal humor sobre nuestra mula. Y tú —dijo dirigiéndose a la mula— no tendrías que haber fomentado este alboroto gritando con tan impío deseo de pelea. ¡No pienso consentirlo, amigos míos! Basta de peleas. Después de todo, ¿qué habéis hecho vosotros por mí? Muy poco, si es que habéis hecho algo. Yo, en cambio, os he alimentado con frutas y cebolla, he rascado vuestros lomos con podaderas, he limpiado vuestras jaulas con palas de empuñadura de nácar y os he protegido de carnívoros y de águilas. ¡Oh, cuánta ingratitud! ¡Vil e impenitente! Así que os habéis escapado, sí… y habéis vuelto a vuestros antiguos hábitos.
Las dos bestias se pusieron a arrastrar las patas, la una con sus pezuñas almohadilladas, del tamaño de un escabel; la otra con sus cascos coriáceos.
—¡Volved a vuestras jaulas! O, por la luz amarilla de vuestros perversos ojos, haré que os afeiten y os salen. —Y dicho esto señaló a la arcada por la que habían entrado en el patio, la que unía éste con las seis hectáreas de terreno donde animales de todo tipo andaban arriba y abajo en sus angostas jaulas o se acuclillaban sobre largas ramas al sol.
El camello y la mula bajaron sus terribles cabezas, se dirigieron hacia la arcada y pasaron por ella lado a lado.
¿Qué pasó por el interior de aquellas dos cabezas? Una especie de satisfacción, tal vez, porque, después de tantos años de cautiverio, al fin habían podido desahogar su malicia ancestral y clavar sus dientes en el enemigo. Y, quizá, también sintieron un cierto placer al intuir la amargura que estaban despertando en el pecho de los otros animales.
Salieron de la extensa arcada por el lado sur y quedaron a la vista de al menos una veintena de jaulas.
La luz del sol caía como una gasa dorada sobre aquel zoo. Los barrotes de las jaulas eran como lingotes de oro y las bestias y los pájaros parecían aplanados bajo los brillantes y oblicuos rayos solares, de forma que semejaban siluetas de cartón coloreado o láminas recortadas sacadas de las páginas de algún libro de zoología.
Todas las cabezas se habían vuelto hacia los dos díscolos: testuces peludas y calvas; picudas y astadas; escamosas y emplumadas. Todas se habían vuelto y, sin embargo, no hicieron el más mínimo movimiento.
Pero el camello y la mula no estaban avergonzados. Habían probado la libertad, habían probado la sangre, y fueron pavoneándose con una indescriptible arrogancia hacia sus jaulas, con sus belfos gruesos y azulados levantados sobre los dientes repugnantes, los ollares dilatados y los ojos ambarinos por el orgullo.
Si el odio hubiera podido matarlos hubieran muerto cien veces mientras se dirigían a sus jaulas. El silencio era como la respiración contenida en las costillas.
Y entonces se rompió, porque un agudo chillido traspasó el aire como una esquirla, y el mono, a quien pertenecía la voz, sacudió los barrotes de su jaula con manos y pies en un acceso de celos, haciendo que se zarandeara, mientras el grito se prolongaba y otras voces se unían a él y reverberaban por las jaulas, hasta que toda clase de animales formaron parte de la algarabía.
Los trópicos ardían y estallaban en ancestrales disputas. Lianas fantasmales se doblaban rezumando veneno. La jungla aullaba y cada aullido recibía otro por respuesta.
Titus siguió a un grupo de sirvientes a través de la arcada y salieron al otro lado, donde el alboroto era insoportable.
A poco menos de quince metros se encontraba Trampamorro, a lomos de un ciervo moteado, una criatura de aspecto tan feroz y poderoso como su amo, quien se sujetaba a la cornamenta del animal con una mano y con la otra gesticulaba dando instrucciones a algunos hombres. Bajo su dirección, éstos ya habían empezado a reparar los barrotes doblados de las jaulas, al fondo de las cuales los alborotadores se lamían las heridas, con unas muecas espantosas en el rostro.
Muy lentamente, el ruido fue remitiendo y Trampamorro, dando la espalda a la escena, divisó a Titus y lo llamó con gesto imperioso. Pero éste, que en aquel instante estaba a punto de acercarse a saludar a aquel bellaco intelectual sentado a lomos de un ciervo como un dios asolado, permaneció donde estaba, pues no vio razón para acudir como un perro al sonido de un silbido.
Al ver que el joven vagabundo no respondía, Trampamorro sonrió y, haciendo dar un rodeo al animal, se dispuso a pasar de largo como si su invitado no estuviera allí. Pero Titus pensó entonces que su anfitrión de aquella noche había evitado que lo prendieran, y le había alimentado y dado cobijo. Así que alzó la mano como si quisiera detener al ciervo. Mientras miraba el rostro del jinete, se dio cuenta de que hasta ese momento no lo había visto realmente, porque ya no se sentía cansado, sus ojos no estaban empañados y su cabeza, sorprendentemente centrada, agrandaba las cosas en lugar de empequeñecerlas… la cabeza de gran tamaño, con su mata de pelo negro, la nariz como un timón y los ojos salpicados de pequeñas motas, como diamantes o esquirlas de cristal, la boca grande, severa, sin labios, con una movilidad casi blasfema, porque nadie con una boca semejante podía rezar en voz alta a ningún dios, no estaba hecha para rezar. Aquella cabeza era como una amenaza o un desafío a todo ciudadano decente.
Titus estaba a punto de dar las gracias al tal Trampamorro, pero al fijarse en su rostro accidentado, supo que sus palabras no obtendrían respuesta, y el propio Trampamorro le comunicó motu proprio que era como un huevo blando y pasado si se imaginaba que había movido nunca un dedo por ayudar a nadie, y menos aún a un vagabundo harapiento salido del río.
Si le ayudó fue sólo para entretenerse y pasar el rato, porque la vida puede ser muy aburrida sin actividad, y la actividad muy aburrida sin riesgo.
—Además —siguió diciendo, mirando por encima del hombro de Titus a un babuino que estaba más allá—, no me gusta la policía. Me desagradan sus pies. Me desagrada ese tufillo a cuero, aceite y piel, alcanfor y sangre. Me desagradan los funcionarios. No son nada, mí querido muchacho, no son más que la escoria de la tierra, gente con cabezas pequeñas y estómagos sucios. Nacidas de la oscuridad.
—¿El qué? —preguntó Titus.
—No tiene sentido erigir una estructura —dijo Trampamorro, haciendo caso omiso de la pregunta de Titus—, si no hay quien la eche abajo. No hay ningún valor en una norma si no es el de transgredirla. La vida no tiene ningún sentido si al final de ella no está la muerte. La muerte, querido joven, asomada al borde del mundo, sonriente como un osario.
Trampamorro apartó su vista del babuino y tiró de la cornamenta del alce hasta que la cabeza del animal quedó mirando al cielo. Y entonces se volvió a Titus.
—No me atosigues con tu gratitud, querido joven. No tengo tiempo para…