—Ven aquí y bailaremos juntos en las almenas. Los torreones están blancos por la lima para los pájaros. Es como fósforo. Dadme las manos, Trampamorro, y Juno, la más adorable de todas, y demos un paso hacia el espacio. No caeremos solos porque, mientras pasemos raudos ante una ventana tras otra, un montón de cabezas se mecerán junto con las nuestras, sonriendo. Sudario y la Rosa Negra; Cúspide-Canino y los Yerbas… y, muy cerca, sin separarse de mi lado mientras caemos, estaba la cabeza de Fucsia, y sus cabellos negros me tapaban los ojos, pero no podía esperar, porque tenía que buscar a la Criatura. La Criatura. Ella vivía en el tronco de un árbol del bosque. Las paredes eran panales, y se oía el zumbido de las abejas, pero nunca nos picó ninguna. Y se dedicó a saltar de rama en rama, hasta que los maestros vinieron a buscarla, Bellobosque, Florimetre y los demás. Con sus birretes inclinados en las sombras. Haz un gran hoyo para ellos: canta por ellos. Hazles coronas de flores con malvarrosas. Arroja las vainas de las judías como si fueran verdes canoas. Eso los tendrá contentos todo el invierno. ¿Contentos? ¿Contentos? Ja ja ja ja ja. Los búhos han partido de Gormenghast. Ja ja ja. Los voraces búhos… los búhos… los pequeños búhos.
Cuando Titus la vio pensó que se trataba de otra más de aquella multitud de imágenes, pero, al seguir mirándola, se dio cuenta de que no era un rostro entre nubes.
Ella no le había visto abrir los ojos, así que Titus tuvo ocasión de contemplar, por unos momentos, el hielo de su rostro. Cuando volvió la cabeza y vio que la miraba, no trató de suavizar su expresión, pues sabía que la había cogido desprevenida. No, en lugar de eso, le devolvió la mirada, hasta que llegó un momento en que fue como si estuvieran jugando a quién aparta primero la vista y ella fingió no poder seguir poniendo esa cara y su rostro se deshizo en una expresión que era una mezcla de sofisticación, abigarramiento y exquisitez.
—Tú ganas —dijo. Su voz era ligera e indiferente como un villano.
—¿Quién eres? —preguntó Titus.
—Eso no importa. Mientras sepas quién eres tú… ¿O sí?
—¿Y quién soy?
—Lord Titus de Gormenghast, septuagésimo séptimo conde. —Las palabras revolotearon como hojas en otoño.
Titus cerró los ojos.
—Gracias a Dios.
—¿Por qué? —dijo Gueparda.
—Por saberlo. Hasta yo había acabado por dudar de ese condenado lugar. ¿Dónde estoy? Me siento el cuerpo ardiendo.
—Lo peor ha pasado.
—¿En serio? ¿Y qué ha sido lo peor?
—La búsqueda. Bebe esto y túmbate.
—Tienes un rostro curioso —dijo Titus—. Es como un paraíso impaciente. ¿Quién eres? ¿Eh? No me contestes, lo sé todo. ¡Eres una mujer! Eso es lo que eres. Así que deja que chupe de tus pechos, como pequeñas manzanas, y juegue con tus pezones con la lengua.
—Desde luego, se nota que te sientes mejor —dijo la hija del científico.
Una mañana, no mucho después de haberse recuperado de la fiebre, Titus se levantó temprano y se vistió con cierta alegría. Era una sensación extraña a su corazón. Hubo un tiempo, no hacía tanto, en que cualquier pensamiento absurdo podía hacer que se doblara de risa; en que podía reírse de todo y de todos como si no pasara nada… a pesar de la oscuridad de aquella época. Pero ahora parecía estar en una etapa donde había más oscuridad que luz.
Y sin embargo, había llegado a un momento de su vida en que se descubría riendo de una forma distinta y por cosas diversas. La suya ya no era una risa estruendosa. No cantaba su alegría a gritos.
Pero aquella mañana, cuando salió de la cama, parecía llevar consigo una parte de su yo más joven. Una burbuja inexplicable, un arrebato de alegría.
Cuando dejó volar las persianas y desplegó el paisaje, se restregó la cara con placer y estiró brazos y piernas. Pero no había ninguna razón para que se sintiera tan complacido. En realidad era más bien lo contrario. Estaba atrapado. Había hecho nuevos enemigos. Se había comprometido de forma irremediable con Gueparda, que era peligrosa como agua negra.
Y sin embargo, esa mañana Titus estaba contento. Era como si nada pudiera afectarlo. Como si llevara una vida encantadora. Casi como si viviera en otra dimensión, inaccesible para los demás, y pudiera arriesgarse a lo que quisiera, atreverse a todo. Del mismo modo que se había regodeado en su vergüenza y no sintió miedo el día que estaba en cama, recuperándose de la fiebre… del mismo modo, el mundo también estaba ahora de su parte.
Así que bajó corriendo las elegantes escaleras y galopó hasta los establos como si él mismo fuera un pony. En unos pocos minutos tuvo ensillada la yegua gris, y salió hacia el lago, sobre cuya extensión inmóvil de agua estaba el reflejo de la fábrica.
De las finas chimeneas salían delgadas columnas de humo verde, como incienso. Más allá, el cielo del amanecer era como una extensión de lino arrugado. Titus galopaba a lomos de la yegua e iba acercándose al lago sin saber que alguien le seguía. Había otra persona que se había levantado temprano. Otra persona que había estado en los establos, había ensillado un pony y había salido al galope. De haber vuelto la cabeza, Titus hubiera contemplado la vista más adorable que pueda imaginarse. Porque la hija del científico podía cabalgar como una hoja al viento.
Cuando Titus llegó a la orilla no hizo ningún esfuerzo por refrenar a la yegua, que se adentró más y más en el agua, levantando grandes borbotones y poniendo en movimiento el reflejo perfecto de la fábrica, en una sucesión de ondas, hasta que no quedó ninguna parte del lago que no estuviera rizada.
Del edificio inmóvil salía una especie de rumor: un sonido continuo e impalpable que, de haber sido traducido a un lenguaje de olores, hubiera podido equipararse al de la muerte, una especie de dulce descomposición.
Cuando el agua le llegó al caballo gris a la garganta e hizo que se detuviera, Titus levantó la cabeza y, en la suavidad del amanecer, oyó por primera vez aquel sonido, en toda su perversa suavidad.
Y sin embargo, a pesar de esto, hubiera parecido cualquier cosa menos misterioso, y Titus recorrió con la mirada la gran fachada, como si fuera el flanco de un colosal transatlántico, cubierto de incontables portillas.
Al dejar que su ojo se demorara un instante en una de aquellas ventanas, Titus se sobresaltó, pues en su minúsculo centro había una cara que miraba a través del lago. No sería mayor que la cabeza de un alfiler.
Desplazando la mirada a la siguiente ventana, vio otro rostro minúsculo. Un escalofrío le recorrió la columna y cerró los ojos, pero esto no le ayudó, porque aquel sonido suave y enfermizo parecía más fuerte en sus oídos, y el olor lejano y mohoso de la muerte impregnaba sus fosas nasales. Abrió los ojos de nuevo. Cada ventana tenía un rostro, cada rostro le miraba y, lo más amedrentador, cada rostro era igual que el anterior.
Fue en ese momento cuando en la distancia oyó el sonido de un silbato. Y aquellos miles de ventanas se quedaron de pronto sin sus cabezas.
Toda la alegría de aquel día había desaparecido, algo horrible había ocupado su lugar. Titus hizo volverse rápidamente a la yegua gris y se encontró de cara con Gueparda. Quizá fue porque la imagen de ella llegó con tan poca separación de la de la fábrica y eso la convirtió en algo sucio en su mente, o por alguna otra oscura razón, pero, fuera lo que fuese, Titus se sintió asqueado al verla. Su alegría había desaparecido definitivamente. No había aventura en sus huesos. A su alrededor el amanecer era como una enfermedad. Estaba sentado a lomos de un caballo, entre un edificio perverso y una persona que parecía pensar que bastaba con ser exquisita. ¿Por qué levantaba el pétalo superior de su boca? ¿Es que no notaba el fétido olor del aire? ¿No oía la bestialidad de aquella lenta regurgitación?
—Así que eres tú —dijo al cabo.
—Soy yo —dijo ella—. ¿Por qué no?
—¿Por qué me sigues?
—No lo sé —contestó ella, con una voz tan lacónica que Titus, a su pesar, tuvo que sonreír.
—Creo que te odio —le dijo—. No sé por qué. Y también odio esa fábrica apestosa. ¿La construyó tu padre?
—Eso dicen, pero la gente dice cualquier cosa, ¿no?
—¿Quién? —dijo Titus.
—Pregunta otra cosa, cielo. Y no te me escapes. Después de todo, te quiero tanto como me atrevo.
—Tanto como te atreves. Ésa sí que es buena.
—Pues sí, es muy buena, sobre todo si piensas en todos los tontos a los que he despachado.
Titus volvió la cabeza hacia ella, sintiendo asco por aquel tono vomitivo de suficiencia pero, en cuanto clavó los ojos en la chica, su armadura empezó a resquebrajarse y la vio igual que la primera vez, como algo infinitamente deseable. Que aborreciera su mente casi parecía acrecentar la lujuria que despertaba en él su cuerpo.
A lomos de su caballo, aquella joven parecía estar allí para que la tomara. Sólo tenía que quedarse como estaba, con el perfil inmóvil contra el cielo; pequeña, delicada y puede que perversa. Titus no lo sabía, sólo podía intuirlo.
—En cuanto a ti —dijo ella—, eres diferente, ¿verdad? No eres capaz de comportarte.
La suficiencia de este comentario casi fue demasiado, pero antes de que Titus pudiera decir nada, ella sacudió las riendas y se apartó de la orilla del lago.
Titus la siguió y, cuando estuvieron en suelo seco, ella lo llamó.
—Ven, Titus Groan. Sé que piensas que me odias. Así que intenta atraparme. Cógeme, villano.
Sus ojos brillaban con una nueva luz, su cuerpo parecía recatado como la última palabra de una virgen. Aquel ceñido hábito de montar, hermosamente cortado y moldeado como si fuera para una muñeca. El cuerpo menudo y espantosamente sabio, espantosamente irritante. Pero ¡oh, tan deseable! El rostro iluminado como si albergara una luz interior…, tan clara y radiante era su complexión.
—Atrápame —volvió a exclamar, pero fue una exclamación extraña, como si no fuera dirigida a nadie en particular, un sonido distante y etéreo.
Con la voz indiferente de Gueparda en la cabeza, Titus se olvidó de la fábrica y, aceptando el desafío, se lanzó a una feroz persecución.
Por tres lados estaban rodeados de montañas, cuyas cimas brillaban débilmente bajo la luz del amanecer. Contra ellas, como el decorado en un escenario, el tenue resplandor de algunas casas, entre las que estaba la del padre de Gueparda, el científico. Al sur de esta casa había un gran aeródromo, resplandeciente; base para toda clase de vehículos aéreos. Y, más al sur, de nuevo una franja de árboles, desde cuyo interior llegaban los gritos intermitentes de las criaturas del bosque.
Todo esto estaba recortado en el horizonte. Muy lejos de Gueparda, que cabalgaba velozmente, irracional, irritante, una virgen al vuelo, con los labios entreabiertos, encendidos con un brillo húmedo y rosado; su cabeza se movía como la de un animal, mientras cabalgaba al ritmo de su caballo.
Titus, que iba en su persecución, de pronto se sintió un estúpido. En circunstancias normales hubiera desdeñado aquella sensación, pero ese día era distinto. No es que le preocupara actuar de modo absurdo. Eso estaba en concordancia con su carácter y, simplemente, seguía o rechazaba el impulso según el humor que tuviera en cada ocasión. No. Aquello era algo especial. Había algo incurablemente evidente en todo aquello. Algo pueril. Estaban cabalgando a lomos de un cliché. ¡Hombre persigue mujer al amanecer! ¡Hombre necesita consumar su lujuria! ¡Mujer que cabalga como loca hacia su futuro inmediato! ¡Y además rica! Tan rica como pueda hacerla la fábrica de su padre. ¿Y él? Él es heredero de un reino. Pero ¿dónde está? ¿Dónde?
A su derecha había un pequeño soto y Titus se dirigió hacia allí, pasando las riendas sobre el cuello del caballo. Cuando estuvo junto a los tilos, se arrodilló con una ácida sonrisa en los labios, pensando que la había evitado, a ella y sus designios. Cerró los ojos, pero sólo un momento, porque el aire se impregnó de un perfume seco y fresco, y al volver a abrirlos se encontró mirando a la hija del científico.
Se puso en pie.
—Oh, diablos —exclamó—. ¿Es que siempre tienes que salir de la nada? Como ese condenado fénix. Mitad sangre, mitad ceniza. No me gusta. Estoy cansado de esto. Cansado de abrir los ojos y encontrarme mujeres extrañas que me observan desde una gran altura. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Cómo lo has sabido? Pensaba que te había despistado.
Gueparda ignoró sus preguntas.
—¿Has dicho «mujeres»? —susurró ella. Su voz era como hojas secas en un árbol.
—Sí, eso he dicho. Estaba Juno.
—No me interesa Juno. Ya he oído bastante sobre ella…, demasiado.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Qué tonto —dijo Titus, haciendo una mueca de desprecio—. Debes de haber saqueado mi inconsciente. Con entrañas y todo. ¿Qué vas a hacer con un botín tan absurdo? ¿Hasta dónde te he contado? ¿Qué dije? ¿Cómo la violé en un lecho de perejil?
—¿A quién? —preguntó la hija del científico.
—A mi bisadama. La de los dientes afilados.
—Vaya. ¡No lo recuerdo!
—Tu cara es sorprendente. Pero equivale al desastre. Tomarte sería como tomar una bomba de relojería. Y no porque pretendas ser peligrosa. ¡Oh, no! Pero tus facciones llevan consigo su propio peligro. No puedes evitarlo, ni ellas tampoco.
Gueparda se quedó mirando a su interlocutor durante un buen rato. Finalmente, dijo:
—¿Qué es lo que causa que nos aislemos, Titus? Parece que haces lo posible por mermar nuestra amistad. Eres una persona difícil. Yo sería feliz hablando contigo durante horas, pero tú no me tomas en serio. Sé que no soy una gran conversadora. Pero una palabra de respuesta de vez en cuando no estaría de más. Lo único que parece interesarte es hacer el amor conmigo o mostrarte chistoso.
—Sé lo que intentas decirme —dijo Titus—. Lo sé muy bien.
—Entonces… ¿por qué…?
—Es demasiado complejo para explicarlo con palabras. Necesito crear una barrera entre los dos. Una barrera de estupidez. No puedo, no debo tomarme en serio esta tierra vuestra, una tierra de fábricas, ni a ti. Llevo aquí el tiempo suficiente para saber que este lugar no es para mí. Tu peculiar riqueza y tu belleza no me sirven de nada. No llevan a ningún sitio. Me hacen sentirme como un oso bailando en lo alto de una cuerda. Ah…, eres una joven extraña. Pasas tu tiempo conmigo, presumiendo de mí ante tu padre. Pero ¿por qué? ¿Por qué? Para escandalizarlos a él y sus amigos. Desdeñas a tus pretendientes uno a uno y les haces enloquecer. Y los celos se avivan como un fuerte hedor. ¿Qué tienes?