Luego se oyó un gruñido, cuando los dientes de uno de los chacales se clavaron en los intestinos de alguna bestia muerta, y al oírlo aquel par tan alto giró sobre sus talones y se alejó como si flotara. Resultaba mucho más amedrentador que cualquier zancada o paso.
Ahora que se habían ido, los chacales también se fueron, porque ya no quedaba nada que roer en los huesos de la pobre bestia. Como una bóveda, un número incontable de moscas flotaba sobre el esqueleto, como si quisieran formar un sudario o manto para el muerto.
Al cabo, los tres huidos del Subrío treparon a lo alto de la colina y, a la luz de la luna, vieron un paisaje lunar que se extendía en todas direcciones, infinitamente quebradizo. Pero no estaban de humor para tonterías.
—Esta noche no vamos a dormir —anunció Congrejo—. Este sitio no me gusta nada. Me siento los muslos mojados como rodaballos.
Sus dos compañeros estuvieron de acuerdo en que aquél no era buen lugar para dormir, pero, como siempre, recayó sobre Tirachina la tarea de empujar la silla de ruedas arriba y abajo de las pendientes de aquel espantoso terreno, no sólo con Congrejo sentado en ella, sino también con su «recordatorio» de sesenta y un volúmenes.
Grieta-Campana —quien, a pesar del efecto blanqueador de la luna sobre su rostro era por derecho propio blanco como el papel— caminaba algo rezagado y, en un intento por parecer valiente, silbaba una melodía chillona y desafinada.
Sucedió así que los tres avanzaron en fila por el paisaje blanco y no vieron ni rastro de criatura viva alguna. Congrejo iba sentado en su silla de ruedas de respaldo recto; con su saco de libros idénticos en el regazo. Tirachina, su sirviente, empujaba a su señor laboriosamente por angostos desfiladeros, frías crestas, desiertos de esquisto. En cuanto a Grieta-Campana, hacía ya rato que había renunciado a silbar, y reservaba su aliento para la poco agradecida tarea de cargar con una vieja cocina, algunos utensilios para acampar y un pavo robado. Trastabillando en la retaguardia de esa caravana de tres, sin otra cosa que la fría noche por delante, debido a su naturaleza, Grieta-Campana no podía evitar la sonrisa irritante que se había instalado en las regiones más meridionales de su rostro, ni el brillo demencial de sus ojos vacíos. «La vida es bella —parecía decir—. La vida es tan bella…»
De no ser por que ocupaba la posición de retaguardia, es bien posible que sus fatuos gestos faciales hubieran enloquecido a sus dos compañeros. Pero el caso es que avanzaba con dificultad sin ser visto.
Estaba sentada inmóvil ante su espejo sin par, mirándose, no a sí misma, sino a través de ella, pues sus pensamientos eran profundos y amargos, y sus ojos habían perdido la capacidad de ver. De haber sido consciente de su reflejo y haber liberado sus ojos del velo que los cubría como una catarata, para empezar hubiera advertido la rigidez anormal de su cuerpo y relajado la columna, y también los músculos de la cara.
Porque, a pesar de su hermosura, había algo macabro en su cabeza; algo que sin duda hubiera tratado de ocultar de haber sabido que se manifestaba en sus facciones. Pero no era consciente de nada de eso, de modo que seguía allí sentada, completamente erguida, mirando con los ojos desenfocados, mientras los reflejos vacíos de sus órbitas le devolvían la mirada.
Esta inmovilidad era terrible, sobre todo cuando se coaguló en algo palpable y sofocó prácticamente el único sonido real, el de una hoja seca que de vez en cuando rozaba el cristal de una ventana lejana.
En el vestidor de Gueparda se respiraba una atmósfera tan fría y severa que le hubiera helado la sangre a cualquiera. Y sin embargo, aunque hacía subir un espantoso escalofrío por la columna, no era feo. Al contrario, era majestuoso en sus proporciones y soberbio en su economía.
Para empezar, el suelo estaba cubierto de esquina a lejana esquina con una tundra de pieles blancas de camello, apagadas como arena blanca y suaves como lana.
De las paredes colgaban tapices que despedían una luminosidad mortecina y anaranjada debido a un sistema de iluminación oculto que producía la sensación de que la luz amortiguada no caía sobre los tapices, sino que procedía de ellos. Como si fueran resplandecientes y sus vidas se pasaran consumiéndose.
No hace tantos años, ella gritó: «¡Oh, cómo os odio a todos!». Los ancianos menearon la cabeza. «¿Qué quiere decir? —preguntaron—. ¿Es que no tiene todo lo que puede comprarse con dinero? ¿Acaso no es la hija del científico?»
Pero Gueparda estaba inquieta. Que si le gustaba esto. Que si le gustaba lo otro. No. ¿Aceptaría los tapices de los Greeziorthspi? Sí, los aceptaría.
Los compraron para ella, despojando así a un pequeño país de su único tesoro.
Y ahora colgaban en la gran habitación diseñada para albergarlos, más hermosos que nunca, consumiéndose en rosas y dorados polvorientos, sin nadie que los admirara, porque Gueparda había abandonado lo que en otro tiempo fue su alegría.
Habían muerto para ella; o ella para ellos. Los unicornios saltaban sin ser vistos. Los riscos que se sonrojaban bajo los rayos de sol ya no significaban nada. Las peligrosas olas ya no eran tales.
El suelo de pelo de camello; las paredes tapizadas; el tocador. Estaba tallado a partir de una pieza entera de granito. Sobre su superficie, como siempre, descansaban sus cosas en perfecto orden.
La superficie de granito negro era inmaculadamente suave, y sin embargo era irregular al tacto, pues parecía oscilar bajo la palma de la mano, y los reflejos de los diferentes objetos que había en ella eran tan marcados como los objetos mismos, pero vacilaban. A pesar de la multiplicidad de su tocador, aquellos artículos coloridos sólo ocupaban una pequeña fracción de la superficie. A derecha e izquierda, el granito se extendía en ondulaciones adamantinas y suntuosas.
Pero Gueparda, inmóvil en el asiento de pelo de camello de su silla, hoy no estaba de humor para pasar las manos por encima y sentir aquel placer silencioso y sensual. Algo había pasado. Algo que no le había ocurrido nunca antes. Por primera vez era consciente de que no era necesaria. Titus Groan había descubierto que podía vivir sin ella.
Bajo la rigidez de su columna menuda, esbelta y marcial, se retorcía una serpiente. Bajo la indiferencia de sus ojos aparentemente muertos había todo un mundo de horror febril, porque ahora sabía que lo odiaba. Odiaba su independencia. Odiaba una cualidad que él tenía y a ella le faltaba. Levantó sus ojos vidriosos al cielo, más allá del espejo. Estaba cuajado de pequeñas nubes y su mirada se despejó por fin, sus párpados se cerraron.
Sus pensamientos empezaron a mudar como escamas, hasta que no quedó más que un absoluto vacío en su mente, una nada necesaria, pues la intensidad de sus oscuros pensamientos era terrible y no podía mantenerla para siempre si no quería caer en la locura.
Del otro lado del espejo, cortando el cielo, estaba el orgullo de su padre, la más reciente de sus fábricas. Un penacho de humo salía por una de las chimeneas formando espirales.
Sus objetos de tocador, tan rígidos como ella en su agonía, estaban en orden de batalla, en una disposición excéntrica; artículos de belleza, coloridos como el arco iris, brillantes como acero o cera; frascos para los ungüentos tallados en alabastro; el kohol; el nardo.
La fragancia de los tarros de ónice y pórfido; el nardo aromático y esquivo… aceites de oliva, almendra y sésamo. Los perfumes en polvo, machacados sólo para ella; rosa, almendra, membrillo. Los carmines, las especias. Los lápices de ojos, y la raya colorida; rímel y borla para colorete. Las pinzas para las cejas y los rizadores de pestañas. Los algodones, las toallitas y varias pequeñas esponjas. Cada uno en su sitio ante el espejo perfecto.
Y entonces se oyó algo. Al principio era tan leve que era imposible adivinar qué estaba diciendo, o si realmente se trataba de su voz. De no ser porque estaba sola en la habitación, nadie hubiera creído que aquel sonido procedía de unos labios tan bellos. Pero el sonido era cada vez más fuerte, hasta que Gueparda golpeó con sus minúsculos puños el tocador de granito y gritó:
—¡Bestia, bestia, bestia! ¡Vuelve a tu sucia madriguera! ¡Vuelve a tu Gormenghast! —Y, poniéndose en pie, barrió con el brazo la superficie del tocador y arrojó al suelo todo lo que antes estaba tan hermosamente colocado, haciendo que se rompiera y se echara a perder sobre el pelo blanco de camello de la moqueta y el rojo crepuscular de los tapices.
De la amargura que ahora forma parte de ella, como una alergia, algo había comenzado a aflorar a la superficie de su consciencia; algo que podría compararse a un monstruo marino, repulsivo y con escamas, que sale de las profundidades del océano. Al principio Gueparda no fue consciente ni notó ningún tipo de contracción pero, conforme los días pasaban, sus nebulosas meditaciones empezaron a encontrar un eje. Y fueron sustituidas por algo más duro, hasta que un día se dio cuenta de que ansiaba no sólo saber cómo hacer daño a Titus, sino cuándo. Así que, finalmente, quince días después de su discusión con él, supo que estaba planeando activamente su caída, y que todo su ser estaba empeñado en la tarea.
Al arrojar su maquillaje al suelo había apartado todo cuanto había de nebuloso en su mente y su ansia. Eso no sólo la hizo más venenosa, sino también más calculadora, de modo que cuando volvió a ver a Titus, su comportamiento fue la viva imagen del aplomo.
—¿Es éste el joven? —preguntó el padre de Gueparda, apenas un alfeñique.
—Sí, padre, lo es.
La voz del hombre sonaba completamente vacía. Su presencia era una especie de sustracción. Él mismo, un ser indescriptible, hasta el punto de resultar embarazoso. Sólo su cráneo era positivo… como un montecillo de color manteca.
Sus facciones, si se describían por partes, quedaban en nada. Resultaba difícil creer que la suya era la misma sangre que corría por las venas de Gueparda. Y sin embargo había algo… una emanación que vinculaba a padre e hija. Una especie de atmósfera que les pertenecía sólo a ellos dos; aunque las facciones no formaran parte de ella. Porque él no era nada: meramente una criatura de intelecto solitario, ajena al hecho de que, desde el punto de vista humano, era una especie de vacío, a pesar de que había genialidad en el interior de su cráneo. Él sólo pensaba en su fábrica.
Gueparda, siguiendo la mirada de su padre, vio a Titus claramente.
—Para el coche —dijo con una voz lacónica como la de una gaviota.
El padre apretó un botón y el coche se detuvo con un suspiro.
Titus se encontraba en el extremo más alejado del camino, hablando aparentemente consigo mismo, pero cuando padre e hija estaban a punto de concluir que había perdido el juicio, tres mendigos salieron de la distante maraña de hojas y se pusieron a su lado.
Al parecer, este grupo de cuatro no había oído ni había visto acercarse el coche.
El extenso sendero estaba moteado por la suave luz del otoño.
—Le hemos estado siguiendo —confesó Grieta-Campana—. Ja ja ja! Se podría decir que íbamos pisándole los talones.
—¿Siguiéndome? ¿Para qué? Ni siquiera los conozco —dijo Titus.
—¿No se acuerda usted, joven? —inquirió Congrejo—. El Subrío. Cuando Trampamorro le salvó.
—Sí, sí —dijo Titus—. Pero no los recuerdo a ustedes. Había miles de personas… y además… ¿lo han visto?
—¿A Trampamorro?
—Sí, a Trampamorro.
—No —dijo Tirachina.
Hubo una pausa.
—Mi querido joven… —dijo Grieta-Campana.
—¿Sí?
—Qué elegante está. Yo antes también lo era. La última vez que le vimos era usted un mendigo. Como nosotros. ¡Ja jaja! Un sucio mendigo. Pero mírese ahora.
O la la!
—Cállese —dijo Titus.
Los miró a los tres con detenimiento. Tres fracasados. Pomposos como sólo los fracasados pueden serlo.
—¿Qué quieren de mí? No tengo nada que darles.
—Lo tiene usted todo —repuso Congrejo—. Por eso le seguimos. Sois diferente, mi señor.
—¿Quién me ha llamado así? —susurró Titus—. ¿Cómo lo habéis sabido?
—Pero si todo el mundo lo sabe —exclamó Grieta-Campana con una voz que llegó hasta donde Gueparda y su padre esperaban, observando la escena.
—¿Cómo han sabido dónde encontrarme?
—Hemos pegado nuestras orejas al suelo y hemos tenido los ojos bien abiertos, y también hemos hecho uso del ingenio que Dios nos ha dado.
—Después de todo, le han estado vigilando. No es ningún desconocido.
—¡Desconocido! —exclamó Grieta-Campana—. ¡Ja ja ja! ¡Ésa sí que es buena!
—¿Qué hay en el saco? —preguntó Titus dándoles la espalda.
—La obra de mi vida —dijo Congrejo—. Libros, montones de libros, aunque son todos el mismo. —Alzó la cabeza con orgullo y la meneó—. Éstos son mis «recordatorios». Son mi vida. Por favor, coged uno, milord. Llevad uno con vos a Gormenghast. Mirad. Yo os lo saco.
Congrejo, apartando a Tirachina de la silla de ruedas, desgarró el saco e, introduciendo el brazo por su garganta, extrajo un ejemplar de la oscuridad. Dio un paso hacia Titus y le ofreció el enigmático volumen.
—¿De qué trata? —preguntó Titus.
—De todo. De todo lo que sé sobre la vida y la muerte.
—No soy muy aficionado a la lectura.
—No hay prisa —dijo Congrejo—. Leedlo a vuestro ritmo.
—Muchas gracias —dijo Titus. Pasó unas páginas—. Veo que también hay poemas, ¿no es cierto?
—Entreverados —dijo Congrejo—. Es bien cierto; hay poemas entreverados. ¿Puedo leeros uno… milord?
—Bueno…
—Ah, sí, eso es… humm… humm. Un pensamiento… sólo un fugaz pensamiento. ¿Dónde estamos? ¿Estáis listo, señor?
—¿Es muy largo? —preguntó Titus.
—Es muy corto —dijo Congrejo cerrando los ojos—. Dice así…
¿Cómo vuelan las aves de los cielos sino con sus alas? ¿Cómo andan los venados, reyes enormes y peludos, sino con sus patas? ¿Cómo se impulsan los peces en los acuosos confines donde moran las sirenas si no es con sus colas? ¿Cómo brota la planta si no es con la raíz, sin la que no podría sobrevivir?
Congrejo abrió los ojos.
—¿Entendéis su significado?
—¿Cómo se llama usted? —dijo Titus.
—Congrejo.
—¿Y sus amigos?
—Grieta-Campana y Tirachina.