Titus solo (28 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus solo
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Ocurrió mucho tiempo atrás, cuando era niña. Durante una expedición cuyo propósito principal era el de establecer las fronteras exactas de los extensos territorios que se extendían en dirección sudoeste como un oscuro enigma apenas cartografiado.

La expedición fue un fracaso, porque el área que se pretendía explorar estaba poblada de traicioneras marismas, sobre cuyos márgenes resbaladizos se inclinaban para beber los grandes árboles.

A pesar de su juventud, Gueparda, haciendo una soberbia imitación del histerismo, obligó a sus padres a que le permitieran unirse a la expedición. La responsabilidad de tener que llevar a una niña en una expedición semejante era como poco exasperante, y en el viaje de regreso hubo quien se mostró abiertamente disgustado por la presencia de la niña y la culpó del fracaso de la misma.

Pero de eso hacía mucho tiempo y estaba prácticamente olvidado; salvo por un detalle, y dicho detalles había permanecido adormecido en su inconsciente hasta aquel momento. Como algo que se reprime durante mucho tiempo y que un día se libera y salta de entre las sombras de la mente con una claridad devastadora.

Gueparda no estaba segura de si aquello era un recuerdo de algo que estaba allí realmente, a ciento cincuenta kilómetros de su casa, o no era más que un sueño, pues no guardaba memoria del momento en que se descubrió el lugar o de cuando se marcharon. Aunque así, Gueparda no vaciló durante mucho rato. Seguía allí, inmóvil, con las pupilas dilatadas, y las imágenes volvían una tras otra a su mente. No había duda. Cada vez lo veía con mayor nitidez. La Casa Negra.

Allí, en aquel entorno de robles ancestrales ensartados entre los meandros de aquel extenso río cuyas aguas cubrían hasta la rodilla… allí, sí, donde la piedra se desintegraba con el paso del tiempo, estaba el lugar ideal para su Fiesta.

Ahora Gueparda debía encontrar a alguien que hubiera estado allí en aquel día lejano. Alguien que pudiera volver a encontrarlo.

Con su coche más veloz, la chica se plantó en un momento a las puertas de la fábrica. Al punto quedó rodeada por una docena de hombres ataviados con monos de trabajo. Sus rostros eran todos iguales. Uno de ellos abrió la boca. Aquel solo hecho era obsceno.

—¿Señorita Gueparda? —dijo con un hilo de voz, fino como un junco.

—Eso es —dijo ella—. Llévame en seguida ante mi padre.

—Por supuesto… por supuesto —dijo la cara.

—Y date prisa.

La llevaron a la sala de espera. El techo estaba cubierto por una maraña de cables de color carmesí. Había una mesa de cristal negro de una longitud antinatural, y la pared del extremo más alejado de la sala estaba monopolizada por una pantalla opaca como el ojo de un bacalao.

Once hombres permanecían de pie, en fila, mientras su líder apretaba un botón.

—¿Qué es ese olor tan extraño?

—Alto secreto —dijeron los once hombres.

—Señorita Gueparda —dijo el que hacía doce—. Ahora mismo la paso.

Tras unos segundos un rostro apareció en la pantalla opaca. Ocupaba toda la pared.

—¿Señorita Gueparda? —dijo el rostro.

—Encógete —dijo ella—. Estás demasiado grande.

—Ja ja ja! —hizo el inmenso rostro—. Siempre me olvido.

El rostro se contrajo más y más.

—¿Mejor así? —preguntó.

—Más o menos —dijo la chica—. Tengo que ver a mi padre.

—Su padre está en una reunión —dijo la imagen de la pantalla. Seguía estando a un tamaño mayor que el natural, y una pequeña mosca que aterrizó en la gran cúpula de su frente parecía del tamaño de una uva.

—¿Acaso no sabes quién soy? —dijo Gueparda con su voz distante.

—Por supuesto…

—Entonces, muévete.

El rostro desapareció y Gueparda se quedó sola.

Un momento después, se dirigió a la pared que quedaba frente a la pantalla de ojo de bacalao y se puso a jugar delicadamente con una larga hilera de palancas de colores, tan bonitas que parecían juguetes. Tenían un aspecto tan inocente que empujó una hacia delante. Se oyó un grito.

—¡No, no, no! —gritó la voz—. Quiero vivir.

—Pero eres muy pobre y estás enfermo —dijo otra voz con la consistencia de unas gachas—. Te sientes desgraciado. Tú me lo dijiste.

Gueparda bajó la palanca y se sentó a la mesa negra.

Y, mientras seguía allí, muy erguida, con los ojos cerrados, ignoraba que la observaban. Cuando finalmente levantó la cabeza, le molestó ver el rostro de su madre ocupando la talla.

—¡Tú! —dijo—. ¿Qué haces aquí?

—Es muy absorbente —dijo la madre de Gueparda—. Papá me deja mirar.

—Me preguntaba Adónde ibas todos los días —musitó la chica—. ¿Y qué demonios haces aquí?

—Es fascinante —dijo la mujer del científico, que nunca parecía contestar a las preguntas.

Un gran brazo apareció en la pantalla y la echó a un lado. Y al brazo le siguieron un hombro y una cabeza. De pronto el rostro de su padre se abalanzó sobre Gueparda. Sus ojos se movían sin descanso tratando de averiguar si algo se había tocado. Se detuvieron en su hija.

—¿Qué quieres, querida mía?

—Primero dime una cosa. ¿Dónde estás? ¿Estamos cerca?

—Oh, no, querida —dijo el científico—. Estamos muy lejos.

—¿Cuánto tardaría en llegar a…?

—No puedes venir aquí —la atajó el científico con tono casi alarmado—. Nadie viene aquí.

—Pero quiero hablar contigo. Es urgente.

—Estaré en casa para la cena. ¿No puedes esperar hasta entonces?

—No, no puedo. Escucha. ¿Me estás escuchando?

—Sí.

—Hace veinte años, cuando yo tenía seis, se organizó una expedición para delimitar nuestros territorios por el suroeste. El cieno nos impedía avanzar y tuvimos que dejarlo. En el camino de vuelta, nos encontramos de forma inesperada con unas ruinas. ¿Te acuerdas?

—Sí, me acuerdo.

—Esto es un secreto, padre.

—Sí.

—Debo ir a ese lugar hoy mismo.

—¡No!

—Sí. Pero ¿quién me guiará?

Se hizo un largo silencio.

—¿Pretendes dar la fiesta allí?

—Exacto.

—Oh, no… no…

—Oh, sí. Pero ¿cómo voy a encontrar a quien me lleve? ¿Quién era? ¿Quién dirigió la expedición? ¿Aún vive?

—Es un anciano.

—¿Dónde vive? No hay tiempo que perder. El día de la fiesta se acerca. Oh, date prisa, padre. ¡Date prisa!

—Vive —dijo el científico— en el punto donde confluyen los dos ríos.

Gueparda se fue inmediatamente, y su padre se alegró, porque ella era lo único que le asustaba.

No podía saber que alguien a quien debía temer mucho más se dirigía en esos momentos hacia la fábrica. Una figura con una luz salvaje en la mirada, barba de cinco días y una nariz que parecía un timón.

NOVENTA

Gueparda no tardó en encontrar al anciano, que resultó ser perro viejo. En seguida le preguntó si recordaba la expedición, y más concretamente la inquietante noche que sus miembros pasaron en la Casa Negra.

—Sí, sí. Por supuesto que me acuerdo. ¿Por qué quiere saberlo?

—Tiene que llevarme allí en seguida —dijo Gueparda sintiendo repugnancia por dentro, pues la edad de aquel hombre era palpable.

—Y ¿por qué iba a hacerlo? —inquirió él.

—Le compensaré… le compensaré sobradamente. E iremos en helicóptero.

—¿Yeso qué es? —dijo el septuagenario.

—Iremos volando, y buscaremos el lugar desde el aire.

—Ah —dijo el anciano.

—La Casa Negra… ¿Lo entiende?

—Sí, ya la he oído. La Casa Negra. Sur-sureste. Siguiendo el río que cubre hasta la rodilla. ¡Aja! Y luego hay que adentrarse en el territorio de los perros salvajes, en dirección oeste. ¿Cuánto? —dijo, y meneó sus cabellos canosos y sucios.

—Venga —lo apremió Gueparda—. Ya hablaremos de eso más tarde.

Sin embargo eso no era suficiente para el sucio anciano, el antiguo explorador. Hizo un centenar de preguntas; a veces sobre el vuelo, o sobre el aparato, aunque la mayoría se referían al aspecto económico, que parecía ser su principal preocupación.

Finalmente, todo quedó arreglado y dos horas después ya estaban en el aire, rozando las copas de los árboles.

Allá abajo, poco podía verse, salvo los extensos mares de follaje.

NOVENTA Y UNO

Titus, adormecido en brazos de una moza campesina, una criatura rosada y dorada, abrió un ojo mientras yacían tendidos a orillas del río cantarín, pues entre el sonido del agua le había parecido oír otra cosa. Al principio no podía ver nada, pero, al levantar la cabeza, vio con sorpresa un vehículo aéreo amarillo que pasaba sobre las copas de los árboles. Estaba muy cerca, y sin embargo Titus fue incapaz de ver quién lo pilotaba. En cuanto a la moza, ni lo sabía ni le importaba.

NOVENTA Y DOS

El tiempo era perfecto, y el helicóptero se deslizaba sin problemas sobre los árboles. Durante un buen rato viajaron en silencio, pero finalmente Gueparda, que pilotaba, se volvió hacia su acompañante. Había algo repugnante en el hecho de que hubiera llevado su suciedad a las alturas, por aquel aire puro. Y lo peor de todo era la forma en que la miraba.

—Si no deja de mirarme, no veremos las señales. ¿Qué tenemos que buscar ahora?

—Sus piernas —dijo el viejo—. Bajarían divinamente con una buena salsa de cebolla. —Le dedicó una mirada lasciva, y entonces, de pronto, con voz ronca, gritó—: ¡Los bajíos! Desvíese hacia el sur.

Tres montañas azul cobalto se habían instalado en el horizonte y, junto con el sol que bañaba las frondas allá abajo y bailaba sobre las aguas del río, formaban una escena tan tranquila que el frío que se levantó de pronto, como si una corriente de aire lo impulsara desde abajo, fue mucho más terrible por lo inesperado. Era como si aquel frío fuera dirigido contra ellos y Gueparda, al mirar abajo como si tratara de encontrar la causa, gritó involuntariamente…

—¡La Casa Negra! ¡Mire! ¡Mire! Debajo de nosotros.

Suspendidos mientras trataban de descender; descendiendo mientras estaban suspendidos, aquel par mal avenido no era más que una veleta sobre las ruinas… pues eso es lo que eran… aunque se las conociera —en un tiempo ya olvidado— como la Casa Negra.

Poco quedaba del tejado, y las paredes interiores habían desaparecido, pero Gueparda, al mirar abajo, recordó en seguida el espacioso interior del edificio.

Tenía una atmósfera que resultaba indeciblemente lúgubre, y esto no podía atribuirse únicamente al hecho de que se estuviera desmoronando a que el musgo cubriera el suelo o a que las paredes hubieran desaparecido entre helechos. Había otra cosa, algo que le daba un aire de oscuridad infinita; y esa oscuridad no tenía nada que envidiar a la noche y parecía teñir el día. De negro.

—Voy a aterrizar —anunció Gueparda y, cuando empezaron a descender para hacer un aterrizaje perfecto sobre un manto gris de ortigas, un pequeño zorro aguzó los oídos y se escabulló y, como si fuera su turno, el murmullo de los estorninos se elevó en una densa nube que se elevó más y más en el cielo.

El anciano, al verse en tierra firme, no parecía tener prisa por apearse: estiró sus brazos y sus piernas marchitos, como si fuera un destartalado molino, y sólo entonces se levantó…

—¡Eh, usted! —exclamó—. Ahora que lo ha encontrado, ¿qué es lo que busca? ¿Un montón de malditas ortigas?

Gueparda lo ignoró, y se dedicó a ir de acá para allá, ligera y veloz como un pajarillo, por lo que en otro tiempo debió de ser el exterior de una abadía, porque había un montón de piedras que quizá fueran una especie de altar, sagrado o profano, o quizá no.

Revoloteando entre el moho y las hojas caídas, con el sol apagado en lo alto y el bosque que la rodeaba respirando suavemente, Gueparda reparaba en todo tipo de detalles. Para ella era normal recordar cualquier cosa que pudiera serle de utilidad, de modo que ahora se trataba de absorber no sólo la disposición exacta de todo cuanto allí había, así como la orientación y las proporciones y la escala de aquel escenario tan insólito, sino las entradas y salidas que habría que ocupar con figuras imprevistas.

Entretanto, el anciano se puso a mear sin ningún reparo.

—Eh, usted —gritó con su voz rasposa—. ¿Dónde está?

—¿Dónde está el qué? —susurró Gueparda. Por su voz era evidente que su mente estaba en otro sitio.

—El tesoro. Para eso hemos venido, ¿no? El tesoro de la Casa Negra.

—Yo no sé nada de eso —replicó Gueparda.

El rostro del viejo enrojeció de ira, tanto que su barba blanca adoptó un tono rojizo.

—¿Que no sabe nada? —gritó—¿Por qué…?

—Una palabra más —lo amenazó Gueparda con una voz horrible por lo indiferente— y le dejaré aquí. Aquí. Entre todas estas cosas putrefactas.

El viejo hizo una mueca.

—Vuelva a su asiento —dijo Gueparda—. Si me toca, haré que le azoten.

El viaje de vuelta fue una carrera contra la oscuridad, pues Gueparda había permanecido en la Casa Negra más de lo previsto. Mientras se deslizaban sobre el cambiante paisaje, tuvo tiempo de hacer sus cálculos.

Por ejemplo, estaba el problema de cómo hacer que los trabajadores, y luego los invitados, encontraran el camino por entre aquellos bosques descuidados, por las marismas y los valles. Es cierto, aquí y allá se conservaban todavía restos de antiguos caminos, pero no eran de fiar, porque podían ceder en cualquier momento o adentrarse en una marisma o en la arena.

Al poco, aún en pleno vuelo, Gueparda consideró el problema prácticamente resuelto, al menos en teoría. Porque se le ocurrió la idea de ir dejando grupos de hombres a intervalos regulares en una larga línea que fuera de los límites conocidos de la tundra, hacia el sureste, hasta los bosques de la Casa Negra.

En un momento determinado, estos grupos aislados debían encender grandes montones de leña que habrían recogido durante el día. Con el humo de estas grandes hogueras para orientarse, sin duda hasta el viajero menos avezado podría encontrar el camino sin dificultad, y de la forma que quisiera, por aire o tierra.

«Los trabajadores —pensó Gueparda examinando el paisaje—, deben estar allí al menos con tres días de antelación, y deben regresar antes que ninguno de los invitados. Trabajarán siguiendo mis indicaciones y en silencio, sin que ninguno de ellos sepa lo que hace su vecino. Y llegarán en toda clase de vehículos, desde grandes furgonetas cargadas con los objetos más inverosímiles, hasta carros tirados por ponis; de coches a carromatos. Al alba, el día de la fiesta, por toda la región se oirá un gong.»

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