Titus solo (31 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus solo
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No eran sólo estas personas las que se movían. Gueparda había ordenado a un grupo de amigos íntimos que la siguieran —con la excepción de su padre, que estaba en la habitación olvidada, donde los actores principales esperaban, mordiéndose las uñas.

La banda de música, con una imponente disposición de los instrumentos, se adelantó en medio de la penumbra, mientras Titus se debatía llevado por una ola humana.

Era parte del plan que Titus se asustara, y la delicada boca de Gueparda —con los labios fruncidos como un pequeño capullo bermejo— manifestó una cierta satisfacción por la forma en que estaba saliendo todo. Porque se había empeñado en desconcertarlo y avergonzarlo, y aún más. Había llegado el momento de que Titus subiera los tres escalones del trono… y al hacerlo tropezó. Ahora tenía que darse la vuelta, le soltarían las manos y la venda de los ojos y luego Gueparda exclamaría: «Ahora».

Y así fue, porque su voz, como en una mazmorra, despertó una sucesión de ecos. Todo sucedió en el mismo instante, quitaron las cuerdas de las manos y el pañuelo de los ojos de Titus. La banda se puso a tocar una música marcial espantosa. Titus se sentó en un trono. No veía nada, salvo el borrón impreciso de la hoguera de enebro. La multitud se adelantó encrespada mientras las antorchas destellaban desde las copas de los árboles circundantes. Todo adoptó un matiz diferente… otra luminosidad. Un reloj dio la medianoche. La luna apareció, junto con la primera de las apariciones.

CIENTO DOS

Bajo una luz hecha para asfixiar a los niños, la flor inmensa y horrible abrió sus pétalos bulbosos uno a uno; una flor cuyas raíces extraían su sustento del fango gris del hoyo y cuyo horrible aroma ensombreció el delicado olor del enebro. Esta flor era el mal, algo satánico, y aunque era invisible, sus manifestaciones estaban por todas partes.

Aquél no era el humor intrínseco y permanente de la Casa Negra, que por sí solo ya asustaba bastante, con los hongos como platos de las paredes y el sudor de la piedra. No, era todo eso combinado con la sensación de conspiración, una conspiración de oscuridad y decadencia, y también de una diabólica ingenuidad; un escenario en el que los personajes interpretaban sus respectivos papeles bajo los focos, como cuando una criatura predestinada queda atrapada en un haz de luz y no puede moverse.

Y entonces volvió a oírse la voz de Gueparda. Esta vez a Titus le pareció percibir en ella un matiz que nunca le había oído.

—Inundación en el heliotropo. —Ante esta incomprensible orden, el escenario entero se estremeció en su paso a otro mundo de luz, una extraña luz rojiza, y, por primera vez, Titus, sentado muy tieso en su trono, sintió un miedo palpable que jamás había experimentado.

Titus, que había matado a Pirañavelo en combate entre la hiedra… Titus, que había estado perdido en los túneles subterráneos de Gormenghast, temblaba ahora ante lo desconocido. Volvió la cabeza, pero no había ni rastro de Gueparda.

Sólo una gran cantidad de cabezas de heliotropos… un mundo de espectadores que parecían estar esperando a que se levantara y hablara.

Pero ¿dónde estaban las cabezas que él conocía? Aparte de Gueparda, ¿dónde estaba el padre de ésta, aquel hombre impresentable y sin pelo?

Era como si formaran un territorio ajeno, como si, entre aquella multitud no hubiera ni uno solo que no le conociera, y en cambio él no podía encontrar ni uno solo a quien reconociese.

A su alrededor, por detrás de la muchedumbre, las paredes estaban cubiertas de banderas. Banderas que medio recordaba; banderas rotas; banderas salidas del olvido. ¿Qué hacía él allí? Oh, Dios, ¿qué estaba haciendo? ¿Qué eran aquellas sombras? ¿Aquellos ecos? ¿Dónde había un amigo que pudiera ponerle la mano en el hombro? ¿Dónde se había metido Trampamorro? ¿Dónde estaba su amigo? ¿Qué era esa especie de ronroneo? ¿Qué podía haber que ronroneara aparte de los gatos?

La voz de Gueparda volvió a hablar. Con cada nueva orden sonaba más hosca. La luz cambió y un nuevo estado de ánimo, más siniestro si cabe que el anterior, cayó sobre el lugar, cambiando el aspecto de todo hasta el más mínimo detalle; hasta la más pequeña fronda en verde ácido.

Con las manos temblorosas, Titus apartó el rostro de la multitud, con la intención de levantarse de aquel insufrible trono en cuanto se le pasara el mareo. Y no sólo volvió la cabeza, también el cuerpo, porque el falso mundo verde que veía ante él era repulsivo para el alma.

Al volverse, vio lo que jamás debiera haber visto, siete búhos posados sobre el respaldo del trono, y justo en ese momento se oyó un largo silbido. Venía de detrás del trono, de cerca y de lejos a la vez. En cuanto a los búhos, estaban rellenos de paja. Detrás, más allá de los búhos, la oscuridad estaba encendida, surcada por una filigrana de telarañas verdes como llamas.

Titus, que estaba a punto de ponerse en pie, se quedó muy quieto contemplando aquella brillante malla, y mientras lo hacía, una nueva oleada de miedo se apoderó de él.

Cuando vio los búhos, algo empezó a roerle el corazón. Al principio fue un arrebato de exaltación; no sabía por qué… una especie de entusiasmo… de recuerdo o redescubrimiento. ¿Acaso estaba volviendo a un dominio que podía entender? ¿Había viajado a través del tiempo o el espacio, o de ambos para encontrarse con aquella reaparición de tiempos pasados? ¿Estaba soñando?

Pero esto no duró, este resurgir de la esperanza no duró. No estaba dormido. No estaba soñando.

Sólo había soñado durante su postración a causa de la fiebre. Y fue entonces cuando involuntariamente se puso a merced de Gueparda.

Incapaz de encontrar satisfacción, aunque su capacidad organizativa era brillante, Gueparda se puso a dar instrucciones a un pequeño grupo de elegidos. Estos caballeros se pusieron en seguida a su tarea, que consistía en despejar un corredor desde el trono hasta donde, en un oscuro salón, acechaban los Doce.

Y entonces, de pronto, estaba al lado de Titus, y su cabeza pequeña e inescrutable le miraba; la boca menuda y perfecta temblaba, como si estuviera deseando que la besaran.

—Has sido educado y paciente —le dijo—. Casi parece que estés vivo. Como ves, te he traído tus juguetes. No me he olvidado de nada. Mira, Titus, mira el suelo. Está cubierto de cadenas oxidadas. Mira las raíces coloreadas… y mira… oh, Titus, mira el follaje de los árboles. ¿Alguna vez ha estado el bosque de Gormenghast tan verde como esas brillantes ramas?

Titus trató de incorporarse, pero una profunda angustia le oprimía el corazón.

Gueparda volvió a levantar la cabeza como si escuchara. Pero la voz ya no era sólo ronca; rechinaba…

—Que entre la noche —exclamó con esta nueva voz.

Y así, desapareció el verdor y la luna brilló a su antojo y un centenar de criaturas del bosque se arrastraron hasta los muros de la Casa Negra, olvidando los horribles colores que hacía un momento les habían asustado.

Y sin embargo había algo en aquella escena lunar que era más terrible que todo lo anterior. Ya no había figuras en una representación. Ya no había artificio. El escenario se había evaporado. Ya no había actores en un drama bajo una extraña luz. Eran ellos mismos.

—¡Esto es lo que habíamos pensado para ti, cariño! Una luz que ningún hombre puede alterar. Siéntate muy quietecito. ¿Por qué estás tan pálido? ¿Es que te estás derritiendo? Después de todo, tu sorpresa viene de camino. El secreto está en marcha. ¿Qué ocurre?

—Un mensaje, señora, desde el árbol del vigía.

—¿Qué quiere? ¡Habla!

—Un gran vagabundo con un grupo que le sigue.

—¿Y qué?

—Pensamos que…

—¡Déjame!

La interrupción en el monólogo de Gueparda había hecho que Titus se levantara. ¿Qué había dicho aquella joven para que su miedo se redoblara? Cuánto terror; no por la chica en sí, ni por ningún ser humano, sino por la duda. La duda de su propia existencia; porque ¿dónde estaba? Solo. Eso es. Solo sin nada que tocar. Incluso la piedra de la alta torre se había perdido. ¿Qué quedaba que pudiera guiarle? ¿A qué se refería Gueparda cuando decía «Casi parece que estés vivo»? ¿Qué significaba eso de «Te he traído tus juguetes»? ¿Qué era lo que estaba atravesando los muros de su mente? Gueparda le había dicho que se estaba derritiendo. ¿Y los búhos? ¿Y el ronroneo de los gatos? Los gatos blancos.

Fuera lo que fuese lo que había pasado con su mundo, una cosa estaba clara; mezclada con su añoranza había algo más: el principio de una conflagración bajo sus costillas. Tanto si su hogar era verdadero o falso, existente o inexistente, no había tiempo para la metafísica. «Ya me dirán más tarde —pensó para sus adentros— si estoy muerto o vivo; cuerdo o loco. Ahora es hora de pasar a la acción.» Acción, sí, pero ¿de qué clase? Podía saltar desde su trono, pero ¿de qué iba a servir? Ella estaba ahí abajo, pero ya no deseaba seguir viéndola. Y parecía tener alguna influencia sobre él cuando lo miraba; influencia para debilitarlo y confundirlo.

Y sin embargo, no debía olvidar que aquella fiesta era en su honor. Aquellos símbolos que había repartidos por la Casa Negra ¿se suponía que eran felices recordatorios de su hogar? O quizá los búhos y el trono y la corona de latón eran una forma de burla.

Ahí estaba, como un tonto, mientras sus miembros se morían por entrar en acción. Se le había pasado el mareo. Esperaba el momento para lanzarse al centro de todo aquello y hacer algo, bueno o malo. Pero algo.

La expresión de los ojos de Gueparda ya no estaba velada por una capa de amor engañoso. El velo había sido levantado o retirado, y en su lugar había ahora una malicia inequívoca y desnuda. Porque ella lo odiaba, y lo odió todavía más cuando se dio cuenta de que no lograría hacerlo sufrir tan fácilmente. Aunque, aparentemente, todo estaba saliendo bien. El joven se veía claramente desconcertado, a pesar de su pose afectada y el ángulo despectivo de la cabeza. Tenía miedo. Y sin embargo ese miedo no era suficiente para quebrantarlo. Ni era ésa la intención. Eso aún estaba por llegar, y estaba tan segura que se consumía de impaciencia. Porque el momento se acercaba, y lo único que era capaz de hacer era apretar sus manilas contra el pecho.

Un espasmo se adueñó de su rostro y, por un instante, dejó de ser Gueparda, la invencible, la impecable, la exquisita miniatura, y se convirtió en algo repulsivo. Este espasmo o crispación, por más que breve, se fijó con tal fiereza que mucho después de que el rostro volviera a su estado normal seguía allí… una imagen bestial. Algo que había sucedido en una décima de segundo permaneció de tal manera que a Titus le pareció que siempre había estado ahí; un rostro con una crispación tan extraordinaria que había convertido una belleza gélida en algo diabólico. Casi grotesco.

Pero lo que nadie esperaba, y menos aún Titus o la propia Gueparda, era que él se fijara en la parte grotesca y no en la aterradora.

A esto se sumó otro elemento que decantó la balanza hacia el descontrol; porque el espectáculo del duende con el rostro levantado hacia él le hizo pensar en un perro sentado sobre los cuartos traseros esperando su comida.

La glacial Gueparda y el rostro que involuntariamente había liberado se contradecían de tal forma que casi resultaba cómico. Terrible e inapropiadamente cómico.

Una sensación semejante puede resultar demasiado poderosa para un humano. Y es tan fácil controlarla como controlar una avalancha. Toma una convención sacrosanta y la parte en dos como si fuera una simple ramita. Sostiene en alto alguna reliquia sagrada y la arroja por los aires. Es la risa. La risa que pelea el suelo; que lanza las campanas al vuelo. Una risa con los gorjeos del Edén.

De este miedo y aprensión surgió algo fresco e increíblemente joven que se adueñó de Titus y se coló furtivamente en sus entrañas. Subió con rapidez al esternón y desde allí se dispersó por diferentes lugares; luego volvió a converger y, vertiéndose por su interior como un calor helado, pasó dando volteretas por sus ijares y volvió a subir, sin dejar intacto ni un milímetro de su cuerpo debilitado. Titus estaba medio vencido. Pero su rostro seguía rígido, y no emitió ningún sonido; ni contuvo la respiración, ni movió el labio. No hubo ningún estadio previo de sofoco ni una lucha visible por mantener la compostura. La presión se liberó de una forma extraordinariamente repentina; y, una vez rompió a reír, Titus no hizo ningún esfuerzo por contenerse. Oía su risa elevarse de manera desproporcionada. Y la siguió. Se gritaba a sí mismo como si fuera dos personas que se llaman la una a la otra desde extremos opuestos de un valle. Y en un abrir y cerrar de ojos, en un acceso sísmico, arrancó los búhos disecados de lo alto del trono y los dejó caer al suelo. No era capaz de sostenerlos. Se llevó las manos a los costados y volvió a sentarse tambaleándose.

Mientras su cuerpo se sacudía ante un nuevo e incontrolable ataque de risa, Titus abrió un ojo y vio el rostro de Gueparda ante él y en ese instante dejó de ser el gran reidor; el rompe copas; el despojo cataléptico con ojos llorosos, que sacudía los brazos, medio derrumbado sobre el trono y prácticamente enloquecido por el delirio de otro mundo. De pronto se había convertido en piedra, porque en el rostro de Gueparda vio la maldad más pura.

Y sin embargo, cuánta dulzura en su voz. Sus palabras revoloteaban como hojas que caen del árbol. Pero los ojos no pueden seguir fingiendo. Sólo la lengua. Sus ojos negros lo miraban fijamente.

—¿Has oído eso? —le dijo Gueparda.

Titus, que jamás había visto una expresión tan despectiva en una mujer, contestó con una voz tan neutra como un yermo.

—¿Oír el qué?

—Alguien reía —dijo ella—. Pensaba que te iba a despertar.

—Yo también he oído la risa —dijo otra voz—. Pero él estaba dormido.

—Sí —dijo otro—. Dormido en el trono.

—¿Cómo? ¿Titus Groan, señor de los caminos y heredero de Gormenghast?

—El mismo. ¡Tiene un sueño profundo!

—¡Mirad cómo nos mira!

—Está desconcertado.

—Necesita a su madre.

—¡Por supuesto, por supuesto!

—¡Qué suerte tiene!

—¿Por qué?

—Porque su madre viene hacia aquí.

—¿Con el pelo rojo, los gatos blancos y todo lo demás?

—Exacto.

Furiosa, Gueparda había tenido que alterar sus planes. Justo cuando estaba a punto de hacer entrar a los fantasmas y hacer que la mente desorientada de Titus perdiera el rumbo para siempre.

Y así, dedicando una dulce sonrisa a quienes tenía a su lado, de nuevo empezó a crear una atmósfera propicia a la locura.

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