Titus solo (14 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus solo
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Juno apartó el espejo y estiró sus fuertes brazos. Las franjas amarillas de su vestido destellaban en las sombras del mediodía.

—¡Vaya horas para dormir! —repitió—. ¿Tantas ganas tenías de huir, pollito mío? ¿Tan decidido estás a evitarme que te escabulles al piso de arriba y desperdicias una tarde de verano? Pero sabes que en mi casa eres libre de hacer lo que quieras, ¿verdad? De vivir como quieras, donde quieras. Lo sabes, ¿verdad, mi niño mimado?

—Sí —contestó Titus—. Recuerdo que lo habías dicho.

—Y lo harás, ¿verdad?

—Oh, sí —dijo Titus—. Lo haré.

—Querido, tienes un aspecto tan adorable…

Titus respiró hondo. Qué suntuosa, que monumental y enorme parecía, allí, sentada junto a él, con aquel maravilloso sombrero que casi parecía tocar el techo. Su aroma estaba suspendido en el aire entre los dos. Su blanca mano, suave aunque fuerte, estaba apoyada en la rodilla de él… pero algo iba mal… o se había perdido; porque su mente pensaba en lo imprecisa que se estaba volviendo su respuesta al magnetismo de Juno, y en que algo había cambiado o estaba cambiando con cada día que pasaba y lo único en que podía pensar era lo mucho que deseaba volver a estar solo en aquella gran ciudad llena de árboles del río… solo, para poder deambular sin objeto bajo el sol.

CUARENTA Y CINCO

—Eres un joven extraño —dijo Juno—. No acabo de comprenderte. A veces me pregunto por qué me tomo tantas molestias, querido. Pero, por supuesto, en seguida me doy cuenta de que no tengo elección. ¿No es así? Me conmueves tanto, cruel joven. Lo sabes, ¿verdad?

—Es lo que tú dices… —dijo Titus—, aunque sabe Dios por qué.

—¿Bromeas? —dijo Juno—. ¿Estás bromeando otra vez? ¿Tengo que explicarte a qué me refiero?

—Ahora no, por favor.

—¿Te aburro? Si te aburro sólo tienes que decirlo. Dímelo. Y si estás furioso conmigo, no lo ocultes. Grítame. Lo entenderé. Quiero que seas tú mismo… nada más. Así es como mejor te manifiestas. ¡Oh, loco mío! ¡Perverso!

La pluma de su sombrero se balanceaba en la dorada oscuridad. Los orgullosos ojos negros de Juno se humedecieron.

—Has hecho mucho por mí —dijo Titus—. No pienses que soy insensible. Pero quizá debería marcharme. Me das demasiado. Me pone enfermo.

Se hizo un repentino silencio, como si la casa hubiera dejado de respirar.

—¿Adónde podrías ir? Tu sitio no está fuera. Eres mío, mi descubrimiento, mi… mi… ¿es que no lo entiendes? Yo te quiero. Sé que tengo el doble de tu… Oh, Titus, te adoro. Eres mi misterio.

Fuera, del otro lado de la ventana, el sol caía con furia sobre la piedra de color de miel de la alta casa. El muro descendía monótonamente hasta la rápida corriente.

Por el otro lado estaba el enorme cuadrángulo de ladrillos de color gamba y las espantosas estatuas cubiertas de musgo de atletas desnudos y caballos rotos.

—¿Qué puedo decir? —dijo Titus.

—Por supuesto que no puedes decir nada. Lo entiendo. Hay cosas que no se pueden expresar con palabras. Son demasiado profundas.

Juno se levantó de la cama y, dándole la espalda, echó atrás su orgullosa cabeza. Tenía los ojos cerrados.

Algo cayó y golpeó el suelo con un leve sonido. Era el pendiente de su oreja derecha, y ella supo que la causa había sido el orgulloso movimiento de su cabeza. Pero también sabía que no era momento para preocuparse por un detalle tan trivial. Sus ojos permanecieron cerrados y sus fosas nasales, dilatadas.

Lentamente, cruzó las manos y las llevó bajo el mentón alzado.

—Titus —dijo, con una voz que era poco más que un susurro, un susurro menos afectado que el que se esperaría de una dama que adopta aquella postura, con las plumas del sombrero rozando los hombros.

—Sí —dijo Titus—. ¿Qué pasa?

—Te estoy perdiendo. Te estás evaporando. ¿Qué es lo que he hecho mal?

Titus se levantó de un salto, le hizo volverse cogiéndola por los codos y quedaron frente a frente en medio del cálido polvo de la alta habitación. Entonces sintió que su corazón se encogía, porque vio que sus mejillas estaban húmedas y, en aquella humedad que descendía por sus mejillas, una mancha de las pestañas se extendió como un hilo, abriendo su corazón ante él.

—¡Juno! ¡Juno! Esto es demasiado para mí. No puedo soportarlo.

—No hay necesidad, Titus… por favor, no me mires.

Pero Titus, sin hacerle caso, la abrazó con más fuerza. Las mejillas de Juno estaban bañadas en lágrimas. Pero su voz era firme.

—Déjame, Titus. Prefiero estar sola.

—Nunca te olvidaré —le dijo él con las manos temblorosas—. Pero debo irme. Nuestro amor es demasiado intenso. Soy un cobarde. No puedo aceptarlo. Soy egoísta, pero no desagradecido. Perdóname, Juno… Dime adiós.

Pero en cuanto Titus la soltó, Juno le dio la espalda y, acercándose a la ventana, sacó el espejo de su bolso.

—Adiós —dijo Titus.

De nuevo no hubo respuesta.

La sangre le subió al chico a la cabeza y, sin saber apenas qué hacía, salió corriendo de la habitación, bajó las escaleras y salió precipitadamente a una tarde invernal.

CUARENTA Y SEIS

Y sucedió así que Titus huyó de Juno. Corrió y corrió por el jardín, por el camino que seguía las márgenes del río. Y mientras lo hacía lo embargaba una sensación de vergüenza y a la vez de liberación. Vergüenza por haber abandonado a su señora a pesar de toda la bondad y el amor que había volcado sobre él; y liberación por encontrarse al fin solo, sin nadie que lo abrumara con sus afectos.

Pero, al cabo de un rato, la sensación de soledad no le resultó tan grata. Era consciente de que le faltaba algo. Algo que casi había olvidado durante su estancia en la casa de Juno. Y no tenía nada que ver con ella. Era la sensación de que, al dejarla, tenía que afrontar nuevamente el problema de su propia identidad. Él formaba parte de algo más grande que su persona. Era una piedrecilla, pero ¿dónde estaba la montaña de la que se había desprendido? Era la hoja, pero ¿y el árbol? ¿Dónde estaba su hogar? ¿Dónde?

Sin saber apenas Adónde se dirigía, al cabo de un buen rato se dio cuenta de que se estaba acercando al entramado de calles que rodeaban la casa y el zoo de Trampamorro; pero antes de llegar a aquel tortuoso barrio se apercibió de otra cosa.

La calle por la que avanzaba era larga y recta, con altas paredes sin ventanas a ambos lados. Las líneas de perspectiva convergían a no muchos grados del horizonte.

No había nadie allá delante, a pesar de la longitud de la calle, y sin embargo le parecía que ya no estaba solo. Algo se había unido a él. Mientras corría se volvió y, al principio, no vio nada, pues su mirada estaba clavada en la distancia. Y entonces se detuvo de pronto, porque advirtió que había algo flotando a su lado, a la altura de sus hombros.

Era una esfera, no mayor que el puño cerrado de un niño, hecha de una materia transparente, tan translúcida que sólo era visible según cómo incidía en ella la luz, de modo que parecía que iba y venía.

Perplejo, Titus se apartó del centro de la calle, hasta que notó la pared norte contra la espalda. Durante unos segundos se quedó apoyado contra ella, sin ver ni rastro de la esfera cristalina, hasta que de repente…, ahí estaba de nuevo, cerniéndose sobre él.

Esta vez, mientras la observaba, Titus vio que estaba llena de relucientes cables, una filigrana increíble, como escarcha sobre cristal. Y entonces, una nube ocultó el sol y una luz apagada y mortecina se extendió por la calle sin ventanas, y el pequeño globo empezó a despedir de forma intermitente una extraña luz, como una luciérnaga.

Al principio, Titus no se asustó, estaba asombrado ante aquel globo móvil que había salido de ninguna parte y que seguía o parecía seguir cada uno de sus movimientos; pero entonces el miedo hizo que las piernas le temblaran, pues comprendió que estaba siendo observado, no por el globo en sí, que no era más que un agente, sino por algún remoto informador que en aquel mismo instante estaba recibiendo mensajes. Fue esto lo que convirtió el miedo de Titus en ira, y le hizo echar los brazos hacia atrás como si fuera a golpear aquel objeto esquivo que flotaba como un ave del paraíso.

En el momento en que Titus levantó la mano, el sol volvió a aparecer y el pequeño globo reluciente, con sus coloridas entrañas de exquisito cable, se desplazó fuera de su alcance y siguió flotando, como un ojo que observaba cada uno de sus movimientos.

Y entonces, como si estuviera inquieto, girando sobre su eje, fue a toda velocidad hasta el extremo de la calle, donde dio la vuelta inmediatamente para detenerse, de nuevo a metro y medio de Titus. Éste, rescatando la piedra de su bolsillo, se la arrojó a la bola, que se rompió en una cascada de pedacitos relucientes y emitió una especie de suspiro, como si el globo hubiera dejado salir a su fantasma plateado….como si tuviera su propia conciencia, o estuviera en un estadio de perfección tan avanzado que, por unos instantes, había entrado en el mundo de los vivos.

Dejando aquella cosa rota atrás, Titus echó a correr otra vez, y no se detuvo hasta llegar al patio de Trampamorro.

CUARENTA Y SIETE

Mucho antes de ver a Trampamorro, Titus pudo oírlo. Su voz poderosa y ronca hubiera podido romperle el tímpano a un sordomudo. Resonaba por la casa, subiendo a los pisos superiores, volviendo a bajar, entrando y saliendo de las habitaciones casi desiertas y colándose por las ventanas abiertas, de modo que las bestias y las aves levantaban sus cabezas, o las ladeaban como si quisieran saborear el eco.

Trampamorro estaba tendido cuán largo era en un sofá bajo y miraba por los cristales de una amplia puertaventana de la tercera planta. Desde allí tenía una panorámica ininterrumpida de la larga hilera de jaulas de abajo, donde sus animales yacían adormecidos bajo la pálida luz del sol.

Aquéllas eran su habitación y su vista favoritas. Junto a él, en el suelo, había libros y botellas. Su pequeño mono estaba sentado en el otro extremo del sofá. Se había liado en una manta y miraba con tristeza a su amo, que unos momentos antes había entonado una lúgubre canción cosecha propia.

De pronto, el monito se puso en pie de un brinco y empezó a sacudir sus largos brazos de forma extrañamente absurda, porque había oído ruido de pisadas en la escalera, dos pisos más abajo.

Trampamorro se incorporó sobre un codo y escuchó. Al principio no oía nada, pero entonces también él reconoció el ruido de pisadas.

Al cabo, la puerta se abrió y un viejo sirviente con barba asomó la cabeza.

—Bueno, bueno —dijo Trampamorro—. Por las fibras grises del árbol del
xadnos
, tienes un aspecto espléndido, amigo mío. Tu barba nunca ha parecido más auténtica. ¿Qué quieres?

—Hay un joven que quiere verlo, señor.

—¿De verdad? Qué gusto tan espantosamente malo. Ése sólo puede ser Titus.

—Sí, soy yo —dijo el aludido, entrando en la habitación—. ¿Puedo pasar?

—Por supuesto que puedes, dulce acertijo. ¿Debería alzarme sobre mis pies paralíticos? Lo cual, unido a ese traje que llevas, que es como una migraña y la corbata a topos y los zapatos a juego…, ¡qué humillación! Pero, ¡ciertamente, estás elegante como una vara de sauce! Sin duda ha habido unas tijeras haciendo de las suyas con tu persona.

—¿Puedo sentarme?

—Siéntate, por supuesto. Tienes todo el suelo a tu disposición. Eh —musitó Trampamorro, cuando el monito saltó a su hombro—, cuidado con mis ojos, chico, los necesitaré más tarde. —Y, volviéndose a Titus—: En fin, ¿qué quieres?

—Hablar —dijo Titus.

—¿De qué, muchacho?

Titus levantó la vista. La cabeza inmensa y escarpada estaba ladeada. La luz que entraba por la ventana la rodeaba de una especie de halo de escarcha, distante y siniestro. A Titus le recordaba la luna, con sus hoyos y sus cráteres. Un territorio de cuero, roca y hueso.

—¿De qué, muchacho? —insistió.

—Para empezar, del miedo que siento —dijo Titus—. Créame, señor, no me ha gustado.

—¿De qué hablas?

—Tengo miedo del globo. Me estuvo siguiendo hasta que lo rompí. Y cuando lo rompí, suspiró. Y olvidé mi piedra. Y sin mi piedra estoy perdido… más perdido que antes. Porque no tengo ninguna otra cosa para demostrar de dónde vengo, o cuál es mi lugar de origen. Esa piedra es una prueba sólo para mí. No demuestra nada, salvo para mí. Y ahora no tengo nada que sostener en mi mano. Nada que me ayude a convencerme de que no fue un sueño. A demostrarme mi propia existencia. Nada que demuestre que usted y yo estamos hablando en esta habitación. Que tengo una voz, o unas manos. ¡Y el globo! ¡Ese globo inteligente! ¿Por qué me seguía? ¿Qué quería? ¿Me estaba espiando? ¿Es fruto de la magia o de la ciencia? ¿Sabrán quién lo ha roto? ¿Me perseguirán?

—Tómate un brandy —sugirió Trampamorro.

—¿Los ha visto, señor Trampamorro? ¿Qué son?

—Sólo son juguetes, muchacho. Sólo juguetes. Pueden ser tan simples como el sonajero de un bebé o complejos como el cerebro de un hombre. Juguetes, juguetes, juguetes para entretenerse. En cuanto al que tú decidiste romper, el número LKZ00572 ARG 39 576 AÍJ9843K2532, he leído sobre él y, si no recuerdo mal, se dice que es casi humano. No del todo, pero casi. Así que «eso» es lo que ha pasado. Has roto algo repugnantemente eficiente. Has blasfemado contra el espíritu de nuestra época. Has destrozado la mismísima vanguardia del progreso. Y, tras cometer ese crimen reaccionario, acudes a mí. ¡A mí! Dadas las circunstancias, permite que mire por la ventana. Nunca está de más ser precavido. Esos globos tienen un origen. En algún lugar hay un joven inventor trabajando en cuerpo y alma en la oscuridad primordial de un cerebro enfermo de sesenta caballos de potencia.

—Hay algo más, señor Trampamorro.

—Estoy seguro. De hecho, está todo lo demás.

—Se burla usted de mí con sus palabras —dijo Titus, dándose la vuelta—. Para mí todo esto es muy serio.

—Todo es serio o no dependiendo del color del cerebro que se tenga.

—Mi cerebro es negro —dijo Titus—, si eso es un color.

—¿Y bien? Escúpelo. Cuéntamelo todo.

—He abandonado a Juno.

—¿Abandonado?

—Sí.

—Tenía que pasar. Es demasiado buena para los hombres.

—Pensé que me odiaría usted.

—¿Odiarte? ¿Por qué?

—Bueno, señor, ¿no era ella su… su…?

—Ella era mi todo. Pero, como la maldita criatura que soy, inevitablemente la canjeé por la libertad de mis extremidades. Por una soledad que engullo como si fuera comida. Y, si lo prefieres, por los animales. He errado. ¿Por qué? Porque la añoro y soy demasiado orgulloso para admitirlo. Así que Juno se me escapó como un barco cuando baja la marea.

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