Pero esa noche, al oír el silbido, ella levanta la cabeza de su labor.
—Querido Jonah —dice—, ¿estás ahí?
—Por supuesto, amor mío. ¿Qué tienes? —dice el anciano.
—Mi mente ha viajado a un tiempo… un tiempo… casi antes de que yo… casi como si… ¿qué es lo que hacía yo antes? No consigo recordarlo… No lo puedo recordar.
—Desde luego, ardillita mía; fue hace mucho tiempo.
—Pero sí recuerdo una cosa, Jonah, querido: aunque ignoro si estábamos juntos o no… oh, pero sin duda lo estábamos. Porque huimos, ¿no es cierto?, y escapamos de nuestros enemigos flotando como plumas. Qué hermosos éramos, Jonah, y cabalgaste conmigo a tu lado hasta el bosque… ¿me estás escuchando, cariño?
—Por supuesto, por supuesto…
—Eras mi príncipe.
—Sí, mi pequeña ardilla, eso es.
—Estoy cansada, Jonah…, cansada.
—Recuéstate, cariño mío. —El hombre trata de inclinarse hacia adelante para tocarla, pero se ve obligado a desistir, porque el movimiento ha traído consigo una punzada de dolor.
Uno de los cuatro hombres que están jugando a cartas en la mesa de mármol se vuelve al oír el pequeño gemido, pero no acaba de saber de dónde procede. Vuelve de nuevo su atención a las cartas que tiene en la mano. Ese gemido también lo ha oído un bebé prácticamente desnudo que va gateando hacia la decrépita pareja, arrastrando la pierna izquierda como si fuera un añadido inútil y muerto.
Cuando el bebé alcanza el sofá donde la vieja pareja ha vuelto al silencio, los mira a uno y luego al otro con una atención que hubiera resultado embarazosa viniendo de un adulto. Y llegados a este punto se incorpora y mantiene el equilibrio agarrándose al borde del sofá. En los ojos del bebé andrajoso parece haber una inocencia conmovedora. Una inocencia que ha sobrevivido a pesar de un mundo de maldad.
¿O acaso era, como algunos pudieran pensar, un simple vacío? ¿Un vacío azul celeste? ¿Sería demasiado cínico pensar que el bebé no tenía un solo pensamiento en su cabeza ni un destello de luz en su alma? Porque, de otro modo ¿por qué iba a volverse en el momento de mayor emotividad y abrir el grifo, lanzando un arco dorado en la penumbra?
Después de orinar con una mezcla incongruente de indiferencia y solemnidad, el bebé ve una cuchara brillando en las sombras, bajo el sofá, así que se deja caer sobre las nalgas desnudas, se pone a cuatro patas y se arrastra tratando de alcanzar el tesoro. Es la viva imagen de la determinación. Su minúsculo apéndice ha quedado olvidado: cuelga como una babosa. Ha perdido el interés por él. La cuchara lo es todo.
Pero el colgajo ha hecho un gran daño… inocentemente, sin saberlo, pues ha ahogado a una falange de hormigas guerreras que, sin imaginar que la tormenta era inminente, atravesaban terreno peligroso.
El niño y también el padre y la madre son refugiados de la Costa de Acero. Ambos progenitores están sentados frente a frente a la mesa. El padre juega sus cartas utilizando una ínfima fracción de su mente. El resto, como un instrumento cortante, está muy lejos, en el dominio de las ecuaciones puras.
La esposa, una mujer con mandíbula poderosa, lo mira con gesto reprobador por pura costumbre. Como siempre, ha ganado el suficiente dinero simbólico para tener varias fortunas. Pero, que ella sepa, para ellos no hay dinero en el Subrío, ni en ningún otro sitio. Todo ha salido mal. Hace mucho tiempo, su tío era general; y su hermano fue presentado a un duque. Pero ¿de qué les servía aquello ahora? Ellos eran hombres de verdad. Pero su marido sólo era un cerebro. Jamás tendrían que haber tratado de escapar de la Costa de Acero. No tendrían que haberse casado, y en cuanto a su hijo… hubiera sido mejor que no naciera. La mujer vuelve la cabeza con su poderosa mandíbula hacia su esposo. Qué distante parece… ¡qué asexuado!
Se pone de pie.
—¿Eres un hombre? —le grita.
—¡Deliciosa pregunta! —exclama una voz como una campana agrietada—. «¿Eres un hombre?», pregunta la señora. ¡Qué gracia! ¡Qué traviesa! Bueno, señor Zeta, ¿lo es?
El brillante y articulado señor Zeta, con pestañas blancas, vuelve los ojos a su mujer y no ve más que un Tx1V4 p3/4 = 1/2 — prx1/4 (invertido). Luego los vuelve hacia el hombre delgado de la voz agrietada y de pronto se da cuenta de que ha malgastado sus últimos tres años de pensamiento constructivo. Sus premisas le han fallado. Él había dado por sentado que el Espacio estaba moldeado intrínsecamente.
Viendo que el caballero está en otro mundo, Grieta-Campana se aparta el pelo de la frente, ríe como un carillón y gesticula ampliamente ante sus compañeros de mesa, como diciendo: «Oh, ¿no es maravilloso?».
Pero su compañero, el sobrio Carter, no ve nada maravilloso en aquello y se retrepa contra el respaldo de la silla entornando los ojos. Es un hombre imponente y reflexivo, poco dado a extravagancias, ni en pensamiento ni en palabra. Mantiene a su compañero bajo observación, porque Grieta-Campana es propenso a los excesos.
Sí, Grieta-Campana está contento. Para él la vida sólo es el momento presente, nada más. Se olvida del pasado en cuanto pasa, y desconoce por completo la noción de futuro. Pero vive plenamente cada instante. Tiene la costumbre de sacudir la cabeza, no porque esté en desacuerdo con algo, sino porque es la sal de la vida. La mueve hacia aquí, hacia allá, meneando los cabellos.
—Este marido suyo es la monda, ¿eh? —exclama Grieta-Campana inclinándose sobre la mesa y dando unas palmaditas en la muñeca cubierta de manchas de la señora Zeta—. No se puede negar que es la monda, ¿eh? ¿Eh? Pero es tan sombrío… ¿Por qué no se ríe y juega?
—Odio a los hombres —dice la señora Zeta—. Incluido usted.
—Jonah, querido, ¿estás bien? —dijo la dama vieja, muy vieja.
—Por supuesto que lo estoy. ¿Qué tienes, mi ardillita? —El viejo se atusó la barba.
—Debo de haberme dormido.
—Me preguntaba… me preguntaba…
—Estaba soñando —dijo la anciana.
—¿Con qué?
—No lo recuerdo… algo sobre el sol.
—¿El sol?
—Ese gran sol redondo que nos calentaba hace tanto tiempo.
—Sí, lo recuerdo.
—¿Y los rayos? Sus largos y dulces rayos…
—¿Dónde estábamos nosotros entonces…?
—En algún lugar en el sur del mundo.
La vieja dama frunció los labios. Sus ojos estaban muy cansados. Sus manos desenredaban lana y más lana, y el anciano la observaba como si, de todas las cosas, ella fuera la más adorable.
—¡Ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja! —hizo Grieta-Campana echando la cabeza atrás con una risa de loza.
—Ya basta —le dijo Sobrio-Carter, el hombre pesado—. Haría bien en estarse callado. La vida tal vez le parezca divertida, pero Ellos le siguen la pista.
—Pero si yo no tengo pista —repuso Grieta-Campana—. Desapareció hace mucho. No pensemos en ello. Soy feliz en la penumbra. Siempre he amado la humedad. No lo puedo evitar. Va conmigo. ¡Ja ja!
—Algún día esa risa suya será su ruina —sentenció Carter.
—No lo creo. Aquí abajo estoy tan seguro como un higo en la niebla. Al infierno con la cuarta dimensión. ¡Lo que importa es el ahora! —Se apartó unas greñas de los ojos y, volviéndose sobre unos alegres talones, señaló a una figura entre las sombras—. Mírela —exclamó—, ¿por qué no se mueve? ¿Por qué no se ríe y canta?
La sombra era una joven. Estaba inmóvil. Sus enormes ojos negros hacían pensar que estaba enferma. Un hombre cruzó la puerta y, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, fue directamente a donde estaba la joven.
Mientras este hombre se acercaba con zancadas largas y raquíticas, ella miraba con gesto inexpresivo por encima de su hombro. Como si, conociendo aquellas facciones como las conocía, los pómulos altos y duros, la piel pálida, los ojos brillantes, la barbilla hendida, no viera razón para fijar la vista en él. Cuando el hombre llegó a su altura, se plantó delante con actitud agresiva, como una mantis, con la rodilla ligeramente flexionada, los largos dedos de sus manos enlazados en un puñado de huesos.
—¿Cuándo? —dijo ella.
—Pronto. Pronto.
—¿Pronto? ¿Qué clase de respuesta es ésa? ¡Pronto! ¿Diez horas? ¿Diez días? ¿Diez años? ¿Has encontrado el túnel?
Sudario apartó los ojos de ella y por un momento los clavó en cada uno de los presentes.
—¿Qué has descubierto? —preguntó la joven, todavía mirando por encima de su hombro.
—¡Tranquila, maldita sea! —dijo el tal Sudario levantando el brazo.
La Rosa Negra estaba inflexiblemente erguida, pero sin los muelles y espirales de la carne. Había pasado por demasiadas cosas y toda elasticidad había desaparecido. Estaba allí, erguida pero rota. Tres revoluciones le habían pasado por encima. Había oído los gritos. Sin saber a veces si era ella o alguna otra persona quien gritaba. El grito de niños que habían perdido a su madre.
Una noche la sacaron desnuda de la cama. Dispararon a su amante. Lo dejaron tirado en un charco de sangre. A ella la llevaron a un campo de prisioneros, y entonces su belleza empezó a espesarse y la abandonó.
Y un día lo vio, a Sudario, uno de los guardianes. Una figura alta y larguirucha, con los labios muy finos y ojos como cuentas de cristal. Él la animó a huir con él. Al principio creyó que era una trampa, pero conforme pasaba el tiempo, la Rosa Negra se dio cuenta de que él tenía otros planes en su vida y estaba decidido a escapar del campo. También formaba parte de su plan llevar un señuelo.
Así que escaparon, él, de la asfixiante vida de crueldad oficial; ella, del dolor de látigos y colillas ardientes.
Y llegaron los vagabundeos. Llegó una época de una crueldad mayor que la que había experimentado detrás del alambre espino. Llegó su degradación. Siete veces trató de escapar. Pero él siempre la encontraba. Sudario. El hombre de la cabeza pequeña.
Un día asesinó a un mendigo como si fuera un cerdo y robó de su bolsillo manchado de sangre la insignia secreta del Subrío. La policía estaba muy cerca. Sudario se ocultó con la Rosa Negra al amparo de una estatua y, cuando la luna desapareció tras una nube, la arrastró con él hasta la orilla del río. Allí, entre las sombras, por fin encontró lo que buscaba, una entrada al túnel secreto, porque, con una astuta combinación de engaño y fortuna había aprendido mucho en el campo.
Pero eso fue un año atrás. Un año entre tinieblas. Y ahora estaba allí, de pie y en silencio en la pequeña habitación, bien erguida, con los ojos clavados en la nada.
Por primera vez la Rosa Negra miró al hombre que tenía delante.
—Casi preferiría volver a ser una esclava —susurró— que tener esta clase de libertad. ¿Por qué me sigues? La vida se me escapa. ¿Qué has descubierto?
Y sin embargo, el hombre volvió a recorrer con la mirada al pequeño y silencioso grupo antes de volverse a ella. Desde donde estaba, la mujer sólo podía ver su silueta.
—Dime —dijo la Rosa Negra. Su voz seguía siendo tan neutra que casi parecía absurda—. ¿Lo has encontrado? ¿Has encontrado el túnel?
El hombre huesudo se frotó las manos con un sonido de lija. Luego asintió con su pequeña cabeza.
—A kilómetro y medio de aquí. No más. La entrada está cubierta de helechos. Vi salir a un joven. Acércate. No quiero que nos oigan. ¿Recuerdas el látigo?
—¿El látigo? ¿Por qué preguntas eso?
Antes de contestar, la silueta aferró a la Rosa Negra, y unos segundos después habían salido de la cámara iluminada. Giraron a la izquierda una vez y luego otra, y llegaron a una esquina de rocas, como la esquina de una calle. Una franja de luz caía sobre el suelo mojado. Los brazos de ella estaban rígidos, apresados por las manos de él.
—Ahora podemos hablar —dijo él.
—Suéltame o por Dios que grito.
—Dios nunca te ha ayudado, ¿es que lo has olvidado?
—¿Olvidar qué, saco de huesos? ¡Sucia cabeza! ¡No he olvidado nada! Recuerdo perfectamente tus sucios juegos. Y el hedor de tus dedos.
—¿No recuerdas el látigo de Kar, y el hambre? ¡Y cuando yo te daba ración doble de pan! Sí, y te alimentaba a través de los barrotes. Y tú ladrabas pidiendo más.
—¡Oh, sucio fango de un cenagal!
—Aunque te acostabas con cualquiera, se veía que en otro tiempo habías sido espléndida. Se veía perfectamente por qué te daban ese nombre, «Rosa Negra». Eras famosa. Eras deseable. Pero cuando llegó la revolución tu belleza no te sirvió de nada. Así que te azotaron, quebrantaron tu orgullo. Cada vez estabas más delgada. Tus extremidades se convirtieron en tubos. Te afeitaron la cabeza. No parecías una mujer. Parecías más bien una…
—No quiero volver a oír todo eso… déjame en paz.
—¿Recuerdas lo que me prometiste?
—No.
—¿Y cómo te volví a salvar y te ayudé a escapar?
—¡No, no, no!
—¿Te acuerdas de cómo me suplicabas que tuviera piedad? Me suplicabas de rodillas, con la cabeza afeitada inclinada como en una ejecución. Y tuve piedad contigo, ¿no es verdad?
—Sí, oh, sí.
—A cambio de tu cuerpo, como me prometiste.
—¡No!
—Huye conmigo o púdrete a la luz de estas lámparas.
Volvió a agarrarla con violencia y ella gritó agónicamente; pero en ese mismo momento hubo otro sonido que pasó inadvertido… el sonido de unos pasos ligeros.
—¡Levanta la cabeza! ¿Por qué tanto miramiento? No eres más que una puta.
—No soy ninguna puta, saco putrefacto de huesos. Tengo tantos deseos de que me toques como una llaga abierta.
Entonces el hombre con la cabeza pequeña y huesuda levantó el puño y la golpeó en la boca. Una boca que en otro tiempo fue suave y roja; bonita a la vista; excitante en un beso. Pero ahora parecía como si no tuviera forma, porque estaba cubierta de sangre. Al recibir el golpe, la joven se golpeó la cabeza contra la pared y sus ojos se cerraron por el dolor; esos ojos, esos iris que parecían tan negros como las pupilas y se fundían con ellas formando un enorme pozo que tragaba todo cuanto miraban. Pero, antes de cerrarse, una especie de fantasma se apareció ante ellos. No era un reflejo, sino algo terrible y triste… el fantasma de una desilusión insoportable.
Los pasos se habían detenido al gritar ella pero, cuando cayó de rodillas, una figura echó a correr. Las pisadas sonaban más cercanas a cada momento.
El hombre de cráneo pequeño y extremidades largas y flacas ladeó la cabeza y se pasó la lengua por sus labios invisibles con un movimiento deliberadamente suave. Esta lengua era como la lengüeta de una bota, igual de larga, igual de ancha y delgada.