Titus, aferrándose con fuerza a los lados del banco, se volvió directamente hacia el magistrado.
—¿Por qué me han metido en la cárcel como si fuera un criminal, señoría? —susurró—. ¡Yo! ¡Septuagésimo séptimo conde y heredero de un nombre!
—Gormenghast —musitó el magistrado—. Cuéntanos algo más, muchacho.
—¿Qué puedo contaros? Se extiende en todas direcciones. No tiene fin. Y sin embargo ahora me parece que tiene fronteras. La luz del sol y la luz de la luna tocan sus muros, igual que en este país. Hay ratas y mariposas nocturnas… y garzas. Hay campanas que repican. Hay bosques y lagos, y está lleno de gente.
—¿Qué clase de gente, querido muchacho?
—Cada uno tenía dos piernas, señoría, cuando cantaban abrían la boca y cuando lloraban les salía agua de los ojos. Perdonadme, señoría, no pretendo hacerme el gracioso. Pero ¿qué puedo decir? Estoy en una ciudad extraña, en una tierra extraña. Dejad que me vaya. No podría soportar esa cárcel por más tiempo. Gormenghast era una especie de prisión. Gobernada por el ritual. Pero, de pronto, sentí la necesidad de marcharme.
—Sí, muchacho. Continúa.
—Hubo una inundación, señoría. Una gran inundación. Y el castillo parecía flotar sobre las aguas. Cuando por fin salió el sol, el lugar chorreaba y brillaba… Tenía un caballo, señoría… clavé mis talones en sus flancos y partí galopando hacia la perdición. Necesitaba saber.
—¿Y qué es eso que necesitabas saber, mi joven amigo?
—Necesitaba saber —contestó Titus— si había algún otro lugar.
—¿Otro lugar?
—Sí.
—¿Has escrito a tu madre?
—Le he escrito. Pero siempre me devuelven las cartas. Dirección desconocida.
—¿Y qué dirección es ésa?
—Sólo tengo una —dijo Titus.
—Es extraño que hayas recuperado tus cartas.
—¿Por qué? —dijo Titus.
—Porque tu nombre es bastante raro. ¿No es cierto?
—Es el que tengo.
—¿Cuál, Titus Groan, septuagésimo séptimo señor?
—¿Por qué no?
—Es improbable. Estas cosas pertenecen a otra época. ¿Sueñas por la noche? ¿Tienes lapsos de memoria? ¿Eres poeta? O quizá todo esto no sea más que una elaborada broma.
—¿Una broma? ¡Oh, por Dios!
Sus palabras eran tan apasionadas que en la sala se hizo el silencio. Aquélla no era la voz de un bromista. Era la voz de alguien plenamente convencido de su verdad… aquella que guarda en la cabeza.
Trampamorro observó al joven y se preguntó por qué habría sentido el impulso de asistir al juicio. ¿Por qué interesarse en las idas y venidas de aquel joven vagabundo? En ningún momento se le había pasado por la imaginación que estuviera loco, aunque en la sala había algunos convencidos de que el muchacho estaba como una cabra y no habían ido más que para satisfacer una curiosidad morbosa.
No; Trampamorro asistió porque, si bien nunca lo hubiera reconocido, había acabado por interesarle el destino y el futuro de aquella enigmática criatura que encontró medio ahogada en los escalones que bajaban al río. Y aquel interés le preocupaba, pues sabía que, mientras él estaba allí sentado, su pequeño oso pardo estaría suspirando por verlo, y que todos y cada uno de sus animales estarían mirando entre los barrotes de sus jaulas, curiosos porque apareciera.
Mientras estos pensamientos cruzaban por su mente, una voz rompió la quietud de la sala solicitando permiso para dirigirse al magistrado.
Con gesto cansado, su señoría asintió y, al ver quién era la persona que se había dirigido a él, se irguió en su asiento y se puso bien la peluca. Porque se trataba de Juno.
—Dejad que lo lleve conmigo —dijo, clavando sus ojos elocuentes y devoradores en el rostro de su señoría—. Está solo y resentido. Quizá yo pueda averiguar cuál es la mejor forma de ayudarlo. Entretanto, señoría, está hambriento, sucio y cansado.
—Me opongo, su señoría —protestó el inspector Filomargo—. Lo que dice esta señora es cierto. Pero el muchacho está aquí por una grave violación de la ley. No podemos mostrarnos sentimentales.
—¿Por qué no? —repuso el magistrado—. Sus pecados no son graves.
Se volvió hacia Juno con una nota casi de entusiasmo en su cansada y vieja voz.
—¿Desea hacerse responsable de él ante mí? —le preguntó.
—Me hago totalmente responsable —dijo Juno.
—¿Se mantendrá en contacto conmigo?
—Desde luego, señoría… pero… hay otra cosa.
—¿De qué se trata, señora?
—La voluntad del joven. No lo llevaré conmigo a menos que él así lo quiera. No podría.
El magistrado se volvió hacia Titus y estaba a punto de hablar, pero al parecer cambió de opinión. Miró de nuevo a Juno.
—¿Está usted casada, señora?
—No lo estoy —dijo Juno.
Hubo una pausa antes de que el magistrado volviera a hablar.
—Joven —dijo—, esta señora se ha ofrecido a actuar como tu guardiana hasta que estés bien… ¿qué dices?
Todo lo que había de débil en Titus afloró como aceite en la superficie de aguas profundas.
—Gracias —dijo—. Gracias, señora. Muchas gracias.
Al principio ¿qué fue sino una intuición dulce como el distante canto de un pájaro… algo trémulo… la conciencia de que el destino los había unido; de que un nuevo mundo era nacido, recién descubierto? Un mundo, un universo cuyas fronteras no se habían atrevido a traspasar y a cuyos bosques no habían osado aventurarse. Un mundo que podían atisbar, no desde alguna cresta de la imaginación, sino mediante simples palabras, vacías en sí mismas como el aire, y frases huecas y sin color; pero que hacían que sus corazones se aceleraran.
La suya era una charla insustancial… que evocaba las avenidas inconmensurables de la noche y los verdes claros del mediodía. Cuando decían «Hola» nuevas estrellas aparecían en el firmamento; cuando reían, ese mundo desbocado se moría de risa, aunque ninguno de los dos sabía muy bien qué le había hecho tanta gracia. Era un juego de los fantásticos sentidos, febril, tierno. Se recostaban en el alféizar de la ventana de la hermosa habitación de Juno y durante horas contemplaban las colinas distantes donde árboles y edificios estaban tan cerca, tan unidos, que era imposible saber si era una ciudad en un bosque o un bosque en una ciudad. Se recostaban bajo la luz dorada, felices por poder hablar unas veces, solazándose en un milagroso silencio otras.
¿Estaba Titus enamorado de su guardiana y ella enamorada de él? ¿Cómo podía ser de otra manera? Antes de que ninguno de los dos tuviera la más remota idea de cómo era el carácter de su amado, a los pocos días, ya se estremecían al sonido de los pasos del otro.
Pero por la noche, mientras permanecía en vela, ella se maldecía por su edad. Tenía cuarenta años, algo más del doble que Titus. Al lado de otras mujeres de su quinta o incluso más jóvenes, seguía siendo una mujer sin par, con la testa de una guerrera de leyenda… pero cuando Titus estaba con ella no tenía más remedio que reconciliarse con la naturaleza, y sentía un dolor furioso y rebelde en el pecho. Pensaba en Trampamorro y en cómo se la llevó veinte años atrás, y en sus viajes por tierras extrañas; en lo enloquecedor que acabó por resultarle su entusiasmo, en el carácter tan fuerte de los dos, tan obstinado, y lo angustiosos que se volvieron aquellos viajes, porque se estrellaban contra el otro como las olas se estrellan contra un saliente rocoso.
Pero con Titus era tan diferente… Titus de ninguna parte… un joven con un algo, con su mundo particular sobre los hombros como si fuera una capa, y de cuyos labios brotaban historias tan extrañas sobre su infancia que la arrastraba hasta los mismísimos confines de aquella tierra de sombras. «Tal vez —pensaba— estoy enamorada de algo tan misterioso y esquivo como un fantasma. Un fantasma que nunca podría sostener contra mi pecho. Algo que siempre se desvanece.»
Y entonces recordaba lo felices que eran a veces; que cada día se sentaban juntos en el alféizar de la ventana, sin tocarse, saboreando la fruta más rara de todas… la ácida fruta del suspense.
Pero otras veces lloraba en la oscuridad, mordiéndose los labios… lloraba por la solidez de sus años, pues era ahora cuando hubiera debido ser joven; ahora, de todos los momentos del mundo, con una sabiduría que desperdició en su adolescencia, que dejó arrinconada en la veintena y que ahora estaba ahí, como algo palpable, con cuarenta veranos a su espalda. Cruzaba las manos con fuerza. ¿De qué servía la sabiduría, de qué sirve nada cuando el cervato ha huido del bosquecillo?
—¡Dios! —susurraba—. ¿Dónde está la juventud que siento? —Y entonces se le escapaba un suspiro largo y tembloroso y recostaba la cabeza en la almohada y hacía acopio de fuerzas y reía; porque, a su manera, era invencible.
Se incorporaba sobre un codo, tomando profundas bocanadas del aire de la noche.
—Me necesita —musitaba en una especie de gruñido dorado—. Yo soy quien debe darle alegría… orientarlo… darle amor. Que la gente diga lo que quiera… él es mi misión. Siempre estaré a su lado. Quizá él no lo sepa, pero estaré ahí. En cuerpo o en espíritu, siempre estaré junto a él cuando me necesite. Mí hijo de Gormenghast. Mi Titus Groan.
Y entonces, en ese momento, la luz que iluminaba sus facciones se oscurecía y una sombra de duda ocupaba su lugar… porque ¿quién era aquel muchacho? ¿Qué era? ¿Por qué? ¿Qué es lo que tenía? ¿Quién era aquella gente de la que hablaba? Aquel mundo interior, aquellos recuerdos, ¿eran auténticos? ¿Sería un mentiroso… un liante? ¿Una especie de descarriado? ¿O estaría loco? ¡No! ¡No! No podía ser. No debía ser.
Habían pasado cuatro meses desde que Titus pusiera por primera vez los pies en casa de Juno. Una luz acuosa llenaba el cielo. Se oían voces en la distancia. Susurro de hojas… una bellota que caía… los ladridos de un perro a lo lejos.
Juno apoyó su cabeza soberbia y tropical contra la ventana de su sala de estar y contempló las hojas que caían o, para ser más exactos, miraba a través de las hojas, que caían aleteando y girando hasta el suelo, pues su cabeza estaba en otro lugar. Detrás de ella, en la elegante habitación, un fuego ardía en el hogar, proyectando un resplandor rojizo en la mejilla de mármol de un pequeño busto que había en un pedestal.
Y entonces, de pronto, Titus estaba allí. Una criatura muy distinta del mármol, saludándola desde el jardín de las estatuas, y aquella visión alejó las cavilaciones de su rostro como si le hubieran quitado una telaraña de encima.
Al advertir este cambio en su aspecto y el movimiento de su maravilloso pecho, el joven Titus sintió que lo asaltaban emociones encontradas. Una punzada de avidez completamente carnal cantó, resonó como una campana; era su escroto que se tensaba; y esta punzada se deslizó por sus ijares y los tejidos inquietos y el tembloroso miembro empezó a quemarle como el hielo. Y sin embargo, al mismo tiempo, había una cierta reserva en él… incluso desconfianza, una perversidad injustificada. Algo que Juno siempre había intuido y que temía más que al fracaso, algo que no podía abarcar con sus brazos.
Pero había algo en Titus que era incluso peor, una especie de lástima por ella. Una lástima que minaba su amor. Ella se lo había dado todo, y la compadecía por ello. No sabía que eso era algo letal e infinitamente triste.
Y estaba también el miedo a quedar atrapado en los generosos pliegues de su amor desesperado, fiero y leal.
Se miraron. Juno, con una increíble ternura, algo que no es fácil asociar con una dama distinguida, y Titus, sintiendo que su lascivia regresaba al mirarla, abrió los brazos en un gesto expansivo, salvaje y bastante falso, melodramático; él lo sabía, y también ella; pero en aquel momento estuvo bien, pues aquella lujuria era real y ésta es una bestia arrogante y altanera que no entiende de sutilezas.
Con tanta rapidez se sucedían estas sensaciones, la lástima, la avidez física, la repulsa, la excitación y la ternura, que se fundieron en un único impulso irresistible, el deseo de sostener todo aquello en los brazos extendidos de Titus y llevar su relación a un punto de ignición. Llevarla a su fin. Aquello era lo más triste. No sintió la necesidad de crear un acto que llevara a la gloria, sino que acabara con ella… de apuñalar el dulce amor hasta matarlo. Librarse de él.
Nada de esto pasaba por la mente de Titus. Estaba muy lejos, en algún recoveco perdido de su ser. Ahora, los ojos de Juno puestos en él, la sombra de una rama temblando en su pecho, lo importante era el juego inmemorial del amor: un juego para la solemnidad. No menos solemne por lo disparatado. Solemne como un gran cielo verde. Como el bisturí de un cirujano.
—Así que has vuelto, mi perverso amigo. ¿Dónde has estado?
—En el infierno —respondió Titus—. Bebiendo sangre y mascando escorpiones.
—Suena divertido, querido.
—En realidad no. Se le da al infierno más importancia de la que tiene.
—Pero ¿has escapado?
—Cogí un avión. El aparato más estilizado que hayas visto. Un millón de años han pasado junto a nosotros en medio minuto. Rajé el cielo en dos. Y ¿para qué?
—Bueno… ¿para qué?
—Para deleitarme en tu compañía.
—¿Qué ha sido del avión estilizado?
—Apreté un botón y se fue volando.
—¿Y eso es bueno o malo?
—ES muy bueno. No queremos que nos observen, ¿verdad? Las máquinas son tan inquisitivas… te veo muy lejos. ¿Puedo subir?
—Por supuesto. Si no se te van a salir los brazos.
—No, quédate donde estás. No bajes… ya subo yo. —Con un gesto salvaje y curioso de la cabeza, desapareció del jardín de estatuas y, unos minutos después, Juno oyó sus pasos en la escalera.
Titus ya no estaba enredado en una maraña de estados de ánimo. Lo que fuera que sucedía en su inconsciente no hizo ningún esfuerzo por aflorar a la superficie. Su mente se adormeció. Sus sentidos despertaron. Su miembro temblaba como la cuerda de un arpa.
La vio en cuanto abrió la puerta de la habitación, orgullosa, monumental, relajada; con un codo apoyado en la repisa de la chimenea, una sonrisa en los labios, una ceja levemente enarcada. Los ojos de Titus estaban tan concentrados en ella que no es de extrañar que tropezara con un escabel que había por medio y, al tratar de recuperar el equilibrio, volviera a tropezar y cayera de bruces.
Antes de que tuviera tiempo de recuperarse, ella se había sentado a su lado en el suelo.