—Es un lugar, señoría —recordó el secretario del tribunal—. El prisionero ha insistido en que es un lugar.
—Sí, sí —dijo el magistrado—. Pero ¿dónde está? ¿Está al norte, sur, este u oeste? Ayúdame para que pueda ayudarte, muchacho. Me imagino que no quieres pasarte el resto de tu vida durmiendo en tejados de ciudades extranjeras. ¿Qué te pasa, chico? ¿Qué problema tienes?
Un rayo de luz se coló por una alta ventana del juzgado y tocó la corta nuca del señor Droguen como si estuviera revelando algo con un significado místico. El secretario echó la cabeza atrás y la luz se desplazó a su oreja. Titus la observó mientras hablaba.
—Señor, os lo diría si lo supiera —declaró—. Lo único que sé es que me he perdido. No es que quiera volver a mi casa… que no quiero; sino que, si quisiera hacerlo, no podría. Tampoco es que haya viajado muy lejos; he perdido la orientación, señoría.
—¿Huíste, muchacho?
—A caballo —dijo Titus.
—¿De… Gormenghast?
—Sí, señoría.
—¿Dejando a tu madre…?
—Sí.
—¿Y a tu padre…?
—No, a mi padre no.
—Ah… ¿está muerto, muchacho?
—Sí, señoría. Se lo comieron los búhos.
El magistrado enarcó una ceja y se puso a escribir en un papel.
Esa nota, destinada evidentemente a algún personaje importante, seguramente alguno de los responsables del manicomio local o el hogar para jóvenes delincuentes…, esa nota no llegó a cumplir su cometido y, tras caer al suelo y ser pisoteada, fue recuperada y pasada de mano en mano hasta que descansó por un rato en la zarpa arrugada de un tonto que, después de intentar leerla, la convirtió en un avión y la mandó volando entre las sombras hasta un lugar menos lóbrego de la sala.
Algo más atrás había una figura casi perdida en las sombras. En el bolsillo llevaba una salamandra hecha un ovillo.
Este hombre tenía los ojos cerrados y la nariz apuntaba al techo como un enorme timón.
A su izquierda se encontraba la señora Yerbas, con un sombrero que parecía una col amarilla. En diversas ocasiones había intentado susurrar algo al oído de Trampamorro, pero no obtuvo respuesta.
Algo más allá, a la izquierda de estos dos, se hallaban sentados media docena de hombres fuertes, fornidos y erguidos. Habían seguido las vistas con una rigurosa atención, aunque algo ceñudos. En su opinión, el magistrado estaba siendo demasiado indulgente. Después de todo, el joven que estaba en el banco de los acusados había demostrado que no era un caballero. No había más que ver sus ropas. Aparte de esto, la forma en que había irrumpido en la fiesta de la señora Cúspide-Canino era imperdonable.
La señora Cúspide-Canino estaba sentada con la barbilla apoyada levemente sobre su pequeño índice. Su sombrero, a diferencia de la col creación de la señora Yerbas, era negro como la noche, casi como el nido de un cuervo. Desde debajo de la multiforme ala de ramitas, su rostro menudo se veía blanco como un champiñón, salvo por la pequeña herida roja de la boca. Su cabeza permanecía inmóvil, pero los pequeños botones negros de sus ojos miraban aquí y allá a fin de no perderse nada.
Desde luego, pocas cosas escapaban a su vista cuando estaba presente, y ella fue la primera que vio salir el avión de la penumbra del fondo de la sala y trazar un ocioso semicírculo. El magistrado, cuyos párpados caían pesadamente sobre sus inocentes globos oculares, empezó a escurrirse hacia adelante en su alto asiento hasta que quedó en una posición que recordaba la de Trampamorro al volante de su vehículo. Pero ahí se acababa todo el parecido, pues el hecho de que en aquel momento los dos hubieran cerrado los ojos no significaba nada. Lo importante es que el magistrado estaba medio dormido, mientras que Trampamorro estaba completamente despierto.
A pesar de su aparente sopor, Trampamorro había notado que en un rincón, medio ocultas tras un pilar, había dos figuras sentadas, inmóviles y erguidas; con una extraordinaria elasticidad de articulación; una imperceptible vibración de la columna. Estaban tan tiesas que resultaba antinatural. No se movían. Incluso las plumas de sus yelmos estaban inmóviles y eran en todos los sentidos idénticas.
Él, Trampamorro, también había reparado en el inspector Filomargo (una agradable alternativa a los dos altos enigmas), pues no podía haber nada más terreno que el inspector, quien no creía en nada con tanto fervor como en su trabajo de sabueso, el rastro y el cartílago; la dureza de su oficio. En su cabeza siempre había una presa. Fea o bonita, pero una presa. La moral no tenía nada que ver. Era un cazador, nada más. Su mentón agresivo se proyectaba desafiante. Su robusta constitución tenía un algo de intrepidez.
Trampamorro lo observó con los ojos entornados, los párpados separados apenas por un tenue hilo. No había en la sala muchas personas a quienes no estuviera observando. De hecho, sólo había una. Estaba sentada muy quieta, sin que la vieran, a la sombra de una columna, y contemplaba a Titus en su banco, con la figura del magistrado cerniéndose sobre él como una nube. El rostro olvidadizo del hombre era casi invisible, pero la coronilla de su peluca estaba iluminada por la lámpara que tenía por encima de la cabeza. Sin dejar de mirar, Juno frunció el ceño, y ese gesto fue una expresión de bondad, como la sonrisa cálida y burlona que solía tener en los labios.
¿Qué había en aquel mozalbete del banco de los acusados? ¿Por qué la conmovía de aquella forma? ¿Por qué temía por él? «Mi padre está muerto —había contestado—. Se lo comieron los búhos.»
Un grupo de ancianos, con las piernas y los brazos apoyados sobre los respaldos y los reposabrazos de asientos que parecían bancos de iglesia, estaban alborotando. El secretario del tribunal les había llamado al orden en varias ocasiones, pero la edad les había hecho insensibles a las reconvenciones, y sus viejas mandíbulas se movían sin descanso.
En aquel momento el avión de papel describió una curva en el aire y empezó a descender, y he ahí que la figura central del grupo de ancianos —el mismísimo poeta— se levantó de un salto y exclamó «¡Armagedón!» con una voz tan fuerte que el magistrado abrió los ojos.
—¿Qué es eso? —musitó, cuando el avión pasaba ante su campo de visión.
No hubo respuesta, porque en ese momento se puso a llover. Al principio no era más que un suave repiqueteo; pero luego la lluvia arreció, convirtiéndose en una palpitación acuática y, finalmente, aflojó de nuevo y se convirtió en un siseo continuo.
Y este siseo llenaba la sala del tribunal. Hasta las piedras siseaban y, con la lluvia, llegó una oscuridad prematura que acentuó la lobreguez de la sala.
—¡Más velas! —exclamó alguien—. Más linternas. Teas y antorchas, electricidad, gas, luciérnagas.
Para entonces era imposible reconocer a nadie, salvo por la silueta, pues las luces que iban apareciendo eran succionadas por el efecto arrollador de la oscuridad.
Llegados a este punto, alguien bajó una pequeña palanca de emergencia al fondo de la sala, y el lugar en pleno se sacudió en un espasmo de luminosidad desnuda.
Por unos momentos, el magistrado, el secretario del tribunal, los testigos, el público, todos quedaron cegados. Montones de párpados se cerraron; montones de pupilas empezaron a contraerse. Todo quedó transformado excepto el rugido de la lluvia sobre el tejado. Y, mientras que este ruido hacía imposible oír nada, cada detalle había cobrado importancia para el ojo.
No quedaba ningún misterio; todo estaba al descubierto. El magistrado nunca había estado bajo una luz tan atroz. La esencia de su vocación era el distanciamiento. Pero ¿cómo podía parecer distante bajo aquella luz dura y despiadada que lo delataba como un hombre normal? Él era un símbolo. Era la ley. Era la justicia. Era la peluca que llevaba en la cabeza. Cuando dicha peluca desaparecía, él también. Volvía a ser un pequeño hombre entre hombres pequeños. Un hombrecillo con la mirada blanda; sus ojos azules y cándidos le daban un aire de magnanimidad cuando estaba en el tribunal; pero se volvían irritantemente débiles y vacíos en cuanto se quitaba la peluca y volvía a su casa. Y ahora aquella luz antinatural caía sobre su persona, fría e implacable: la clase de luz bajo la que se cometen las malas acciones.
Con aquella fiera luminosidad en el rostro, no le resultó difícil imaginar que él era el acusado. Abrió la boca para hablar, pero no se oyó nada, porque la lluvia caía con violencia contra el tejado.
Ahora que sus voces habían quedado sofocadas, el corrillo de ancianos se había ocultado bajo sus caparazones, volviendo sus viejos rostros de tortuga para evitar la violencia de la luz.
Siguiendo la mirada de Titus, Trampamorro vio que observaba a los hombres de los yelmos y que éstos, a su vez, observaban al joven, cuyas manos temblaban sobre la baranda del banco de los acusados.
Uno de los seis ancianos había cogido el avión de papel y lo aplanó con la palma de su mano grande e insensible. Leyó con el ceño fruncido y luego echó un vistazo al joven del banquillo. Astillo, el caballero alto y sordo, trataba de leer por encima de su hombro. Su sordera le hizo sorprenderse de la ausencia de conversación en el tribunal. No podía saber que un cielo fosco se estaba volcando sobre el tejado ni que la luz que bañaba los paneles de nogal de la sala coincidía de forma tan incongruente con el sombrío aguacero del mundo exterior.
Pero podía leer, y lo que leyó le hizo lanzar una mirada a Titus, quien, apartando por fin la mirada de los hombres de los yelmos, vio a Trampamorro. La luz cegadora lo había arrancado de las sombras. ¿Qué estaba haciendo? Una especie de señal. Y entonces vio a Juno y, por un instante, sintió una especie de calidez, de ella y hacia ella. Y vio a Astillo y a Cernícalo. A la señora Yerbas y al poeta.
Todo parecía terriblemente próximo y vivido. Trampamorro, que parecía medir tres metros, se había llegado al centro de la sala del tribunal y, escogiendo el momento adecuado, liberó al anciano de la nota arrugada.
Mientras leía, la lluvia se suavizó y, para cuando terminó, como si fuera sólido, el cielo fosco se había desplazado de una sola pieza y pudo oírse que se adentraba en alguna otra región.
Se hizo un silencio en la sala del tribunal, hasta que una voz anónima gritó:
—Apagad esa espantosa luz.
Esta orden imperiosa fue obedecida por alguien igualmente anónimo, y las linternas y las lámparas volvieron a ser ellas mismas: las sombras se extendieron. El magistrado se inclinó hacia adelante.
—¿Qué lee, amigo mío? —le preguntó a Trampamorro—. Si el surco que veo entre sus ojos no me engaña, diría que se trata de noticias.
—Bueno, pues sí, señoría, sí, ciertamente. Malas noticias —dijo Trampamorro.
—Ese pedazo de papel que tiene en las manos —prosiguió el magistrado— se parece notablemente a una nota que le pasé antes a mi secretario, aunque está arrugado y sucio. ¿Es posible?
—Lo es —dijo Trampamorro—. Lo es. Pero os equivocáis: él no lo está. No más que yo.
—¿No?
—¡No!
—¿No está qué?
—¿No recuerda su señoría lo que escribió?
—Refrésqueme la memoria.
Trampamorro, en lugar de leerle el contenido de la nota, se acercó al estrado y le entregó el sucio papel.
—Esto es lo que escribisteis —dijo—. No conviene que el público lo oiga. Ni el joven acusado.
—¿No? —dijo el magistrado.
—No —repuso Trampamorro.
—Veamos… veamos… —dijo el magistrado, apretando los labios mientras cogía la nota de manos de Trampamorro y leía para sus adentros.
Ref. n.° 1721536217
Mí querido Filby:
Tengo delante de mí a un joven, un vagabundo, un intruso, un muchacho muy peculiar, procedente de Gorgonblás o un nombre igual de inverosímil y con desuno a ninguna parte. Dice llamarse Titus y a veces Groan, aunque es difícil decir si Groan es su verdadero nombre o es una invención.
Es evidente que este muchacho sufre de delirios de grandeza y debería ser sometido a un detenido examen… en otras palabras, Filby, viejo amigo, aunque suene algo brusco, el chico está como una cabra. ¿Tienes sitio para él? Por supuesto, no puede pagar nada, pero quizá te sea de interés y hasta puede que te sirva para ese tratado que estás escribiendo. ¿Cómo lo llamabas, «Entre emperadores»?
¡Oh, amigo mío, lo que tiene que aguantar un magistrado! A veces me pregunto qué sentido tiene todo esto. El corazón humano es excesivo. Las cosas van demasiado lejos. Adquieren un tinte malsano. Pero prefiero estar en mi posición que en la tuya. Tú estás en el meollo de todo. Le pregunté al muchacho si su padre vivía. «No —me dijo—, se lo comieron los búhos.» ¿Qué deduces de eso? Haré que te lo manden. ¿Cómo va tu neuritis? Hazme saber de ti, viejo amigo.
Siempre tuyo
WILLY
El magistrado levantó la vista y miró al joven.
—Esto parece resolver el problema —dijo—. Y sin embargo… pareces cuerdo. Me gustaría poder ayudarte. Lo intentaré una vez más, porque tal vez me equivoque.
—¿En qué sentido? —dijo Titus; sus ojos estaban clavados en Filomargo, que había cambiado de asiento y ahora estaba muy cerca—. ¿Qué hay de malo en mí, su señoría? ¿Por qué me mira de esa manera? —dijo Titus—. Estoy perdido, nada más.
El magistrado se inclinó hacia adelante.
—Dime, Titus… háblame de tu hogar. Nos has hablado de la muerte de tu padre. ¿Qué hay de tu madre?
—Era una mujer.
Esta respuesta hizo que la sala prorrumpiera en carcajadas.
—¡Silencio! —exclamó el secretario del tribunal.
—No me gustaría verme obligado a pensar que estás mostrando desacato al tribunal —dijo el magistrado—, pero si esto sigue así, tendré que entregarte al señor Filomargo. ¿Está viva tu madre?
—Lo está, señoría, a menos que haya muerto.
—¿Cuándo la viste por última vez?
—Hace mucho tiempo.
—¿No eras feliz a su lado?… Nos has dicho que huiste de tu hogar.
—Me gustaría volver a verla —dijo Titus—. No la veía con frecuencia. Era demasiado vasta para mí. Pero no fue de ella de quien huí.
—¿Y de qué huiste?
—De mis deberes.
—¿Tus deberes?
—Sí, señoría.
—¿Qué clase de deberes?
—Mis deberes hereditarios. Ya os lo he dicho. Soy el último de mi linaje. He traicionado a mi familia. He traicionado mi hogar. He huido de Gormenghast como una rata. Dios tenga piedad ¿Qué queréis de mí? ¡Estoy harto de todo esto! ¡Harto de que me sigan! ¿Qué mal he hecho… si no es a mí mismo? Así que no tengo los papeles en regla, ¿verdad? Tampoco mi mente y mi corazón. Algún día yo también acecharé a alguien.