Titus solo (15 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus solo
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—Yo también la amaba —dijo Titus—. No sé si lo creerá.

—Seguro que la amabas, mi pequeña croqueta. Y sigues amándola. Pero eres joven y quisquilloso; apasionado e insensible; y por eso la has dejado.

—¡Oh, Dios! —dijo Titus—. Señor, hable con menos palabras. Estoy harto de palabras.

—Lo intentaré —dijo Trampamorro—. Pero es difícil romper con los viejos hábitos.

—Oh, señor, ¿he herido sus sentimientos?

Trampamorro se dio la vuelta y miró por la ventana. Justo debajo, veía una familia de leopardos a través de los barrotes de un tejado abovedado.

—¡Herir mis sentimientos! ¡Ja ja ja ja! Yo soy como un cocodrilo de pie. Yo no tengo sentimientos. En cuanto a ti. Sigue con tu vida. Cómetela. Viaja. Hazlo con tu mente. Con tus pies. Ve a la cárcel vestido con sucias ropas. Saborea la gloria en un coche dorado. Disfruta de la soledad. Esto es sólo una ciudad. No es lugar para hacer un alto. —Trampamorro seguía dándole la espalda—. ¿Y ese castillo del que hablas… ese mito crepuscular? ¿Volverías después de un viaje tan corto? No, debes continuar. Juno es parte de tu viaje. Y yo. Adéntrate más en la corriente. Ante ti se extienden las colinas y sus reflejos. ¡Escucha! ¿Has oído eso?

—¿El qué?

Trampamorro no se molestó en contestar. Se incorporó sobre un codo y miró por la ventana.

A lo lejos, hacia el este, vio una columna de científicos que avanzaba hacia su casa. Casi al mismo tiempo, las bestias del zoo empezaron a levantar sus cabezas y miraron todas en la misma dirección.

—¿Qué pasa? —preguntó Titus.

Trampamorro siguió sin hacerle caso, pero esta vez Titus no esperó su respuesta. Se acercó a la ventana y contempló el panorama junto a Trampamorro.

Y entonces oyeron la música: el sonido de trompetas que parecían venir de otro mundo; el distante retumbar de los tambores y luego, haciendo añicos la distancia, el rugido descamado e inmoderado de un león.

—Vienen a por nosotros —dijo Trampamorro—. Nos buscan.

—¿Por qué? —preguntó Titus—. ¿Qué he hecho?

—Acabas de destruir un milagro. Quién sabe las posibilidades que ofrecía ese globo. Cabeza de chorlito, una cosa como ésa hubiera podido aniquilar a medio mundo. Y ahora tendrán que volver a empezar. Te estaban observando. Te vigilaban. Quizá encontraron tu piedra. Quizá nos han visto juntos. Quizá esto… quizá lo otro. Una cosa está clara: tienes que desaparecer. Ven aquí.

Titus frunció el ceño y luego se puso muy erguido. Dio unos pasos hacia el hombretón.

—¿Has oído hablar del Subrío? —le preguntó Trampamorro.

Titus negó con la cabeza.

—Esta insignia te ayudará a llegar hasta allí. —Trampamorro se dobló el puño de la camisa y arrancó un pedazo del forro. En aquella pequeña insignia de tela había una señal impresa.

—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó Titus.

—Calla. No hay tiempo. Los tambores se oyen el doble de fuerte. Escucha.

—Los oigo. ¿Qué quieren? ¿Qué pasa con sus…?

—¿Mis animales? Que se atrevan a tocarlos. Soltaré al gorila albino en el césped. Guarda la insignia, amigo mío. No la pierdas. Te ayudará a llegar abajo.

—¿Abajo?

—Abajo. Abajo, a un orden de oscuridad. No pierdas más tiempo.

—No lo entiendo —dijo Titus.

—No es momento para entender nada. Es hora de correr.

Y entonces, de pronto, un gran griterío de monos inundó la habitación, e incluso Trampamorro, con su garganta estentórea, tuvo que levantar la voz para hacerse oír.

—Baja por las escaleras a las bodegas. En cuanto llegues al pie de la escalera gira a la izquierda… y ten cuidado con los clavos de la baranda. Vuelve a girar a la izquierda y delante, escasamente iluminado, verás un túnel con techo abovedado y sucias telarañas tupidas como mantas. Síguelo al menos durante una hora. Y ve con ojo. Ten cuidado con el suelo. Está plagado de reliquias de otro tiempo. Ahí abajo hay una quietud en la que no conviene demorarse. Toma, guarda esto en tus bolsillos.

Trampamorro cruzó la habitación a grandes zancadas y, tras abrir el cajón de un viejo bargueño, sacó un puñado de velas.

—¿Dónde estábamos? Ah, sí. Escucha. Para entonces estarás debajo de la ciudad, en el extremo norte, y la oscuridad será muy intensa. Los muros del túnel serán cada vez más bajos. No quedará mucho sitio por encima de tu cabeza. Tendrás que avanzar inclinado. Eso resultará más fácil para ti que para mí. ¿Me estás escuchando? Maldito seas, niño. Esto no es ningún juego.

—Oh, señor —dijo Titus—, no puedo concentrarme. ¿No oye esas trompetas? ¿No oye a las bestias?

—¡Tienes que escucharme a mí! Irás con la vela en alto y ante ti verás una verja. Al pie de ésta hay un plato negro, boca abajo. Levántalo y encontrarás una llave. Puede que no sea la llave que solucione tu miserable vida, pero te permitirá abrir la verja. Cuando la hayas cruzado, delante de ti verás una pendiente estrecha y larga que, yendo a paso normal, se extiende durante cuarenta minutos. Si susurras allí dentro, el mundo susurrará contigo. Si gritas, la tierra reverberará.

—Oh, señor —dijo Titus—, no se ponga poético. No lo soporto. El zoo se está volviendo loco. Y los científicos… los científicos…

—¡Que se vayan al cuerno los científicos! —exclamó Trampamorro—. Ahora escúchame como un zorro. He dicho pendiente. He dicho ecos. Pero hay otra cosa. El sonido del agua…

—Agua —repitió Titus—. Maldito sea si me ahogo.

—Serénate de una vez, señor Titus Groan. Inevitablemente, llegarás a un punto en que, de pronto, al doblar una esquina, oirás un ruido por encima, como un trueno lejano, porque estarás debajo del río… el mismo río que te trajo a la ciudad hace meses. Delante se extiende un campo semi iluminado de losas, en cuyo extremo más alejado verás el resplandor de una linterna verde. Esa linterna está colocada sobre una mesa. Sentado a ella, con la luz reflejada en el rostro, verás a un hombre. Enséñale la insignia que te he dado. Él la examinará con una lupa, luego te mirará con un ojo tan amarillo como la cáscara de un limón y silbará a través de un hueco que tiene en los dientes hasta que aparezca un niño trotando entre las sombras y te indique que le sigas hacia el norte.

CUARENTA Y OCHO

A pesar del estruendo del agua sobre su cabeza, también había silencio. A pesar de la oscuridad, había jirones de luz. A pesar de la estrechez y la mugre, había también grandes espacios y una profunda sensación de recogimiento.

Las largas hileras de mesas parecían balsas con patas, o los puestos de un mercadillo, pues había figuras sentadas a esas mesas, con cajones y sacas delante o a los lados o amontonados sobre el suelo mojado… restos empapados y patéticos, testimonio de tiempos y lugares pasados. Tiempos en que la burbuja de la esperanza, meciéndose en sus pechos, olvidó o no había oído hablar de la disolución. Tiempos de bravatas. Tiempos dorados o verdes. Tiempos semiolvidados. Tiempos cubiertos de rocío. Y en cambio, allí estaban, a cientos, en sus puestos, esperando, o eso parecía, un momento que nunca llegaba, el momento en que el mercadillo abriera y las campanas repicaran. Pero no había mercancías. No había nada que comprar o vender. Lo que habían dejado atrás era justamente lo que hubieran querido conservar. Aquel lugar también recordaba en parte, a una espantosa sala de hospital, porque, siguiendo los muros que rezumaban agua y se extendían en todas direcciones, había camas y literas de todo tipo, jergones, catres y colchones de paja.

Pero allí no había doctores, ninguna autoridad: los enfermos eran libres de saltar entre las sombras y elevarse vertiginosamente con su fiebre. Y los que estaban sanos eran libres de pasar el día en la cama, hechos un ovillo como gatos, o estirados, rígidos como hombres con armadura.

Un mundo de sonido y silencio superpuestos. Un hábitat bajo tierra… bajo el río; un reino de proscritos, fugitivos, fracasados, mendigos, conspiradores; un mundo secreto con un techo que goteaba perpetuamente, de modo que había extensas películas de agua que reflejaban las camas y las mesas, a los habitantes que se apoyaban contra puntales o columnas y que hacía mucho tiempo se habían visto obligados a organizarse en grupos desiguales; parecía como si aquella oscura escena fuera resultado de un seísmo que había hecho aflorar islas de madera y metal. Allí todo se reflejaba en los pálidos espejos de agua. Si una mano se movía, o una cabeza se echaba atrás, o si alguien tropezaba, su reflejo tropezaba con él, o gesticulaba en las profundidades. Y el hecho de que hubiera cientos de lámparas y que muchas de ellas se reflejaran en los «lagos» no contribuía a dar luminosidad, sino que acentuaba la oscuridad. Era una zona tan extensa que necesariamente tenía que haber bolsas de oscuridad que quedaban fuera del alcance de teas o linternas, vastos volúmenes en cuyo interior el aire era denso y negro, y olía a desolación. E incluso en el borde de estas implacables bolsas de oscuridad las velas parpadeaban, parpadeaban y se apagaban…

Un panorama desolador de mesas, camas y bancos. Estufas y cocinas estrambóticas. Figuras que se movían a varios niveles, con diferentes grados de definición; algunas eran meras siluetas, aceradas como las de los insectos; otras se veían con claridad, recortadas contra la penumbra. Y los «lagos», con su naturaleza cambiante: aquí cubrían hasta el tobillo y dejaban ver los ladrillos baratos y gastados del fondo y entonces, un momento después, a un movimiento de la cabeza, revelaban un mundo tan profundo, una inversión tan meticulosa que podía engullir al ojo que lo observaba y arrastrarlo a su interior.

Y, por encima, el eterno rugido del río: una voz, un tumulto, una lucha lunática de las aguas, cuya reverberación amortiguada era el trasfondo de todo cuanto sucedía en el Subrío.

Aquellos que desconocían la extrema pobreza y los actos de degradación a los que conduce; la persecución y los horrores que comporta; los disparatados extremos del amor y el odio; aquellos que desconocían estas cosas no tenían necesidad de soportar un lugar semejante. Era suficiente con que la gran ciudad lo supiera y hubiera oído hablar de él por un eco o un rumor y que guardara un silencio tácito tan terrible como aceptado. Tanto si era por vergüenza o por miedo o por la determinación de no saberlo, o incluso de no creer lo que sabían que era cierto, por el motivo que fuera, era inaudito que aquel lugar ultrajante fuera mencionado por quienes, estando menos desesperados, podían vivir sus vidas en el exterior, en alguna de las dos grandes ciudades que había en cada orilla.

Y así, a la manera de una pesadilla, para las gentes que habitaban en las márgenes del río, las salas y los túneles de la fría vida que palpitaba bajo las furiosas aguas eran demasiado aberrantes como para tomarlos en serio, pero lo bastante espantosos para especular sobre su existencia, descartarla en seguida, volver a especular, descartarla de nuevo y desgarrar así las telarañas que se aferraban a la mente.

¿Cuáles eran los pensamientos de aquellos que vivían y dormían en la fortaleza bajo el agua? ¿Estaban aquellos ladrones o poetas destrozados? ¿Estaban aquellos fugitivos afectados por algún estigma? ¿Estaban celosos o asustados del mundo? ¿Cómo se habían congregado todos ellos en aquella región crepuscular? ¿Qué tenían en común para necesitar de la presencia de los demás? Sólo la esperanza. Una esperanza vacilante como una luz en la marisma; como un sol apagado; como una hoja flotante.

De pronto, muy cerca, el sonido áspero e inesperado de alguien afilando metal surgió en un terrible contraste con el suave plop plop plop del agua que goteaba desde arriba.

A lo lejos, un furioso sonido se quebró en fragmentos que resonaron un buen rato por las huecas mazmorras.

Alguien, en algún lugar, estaba ajustando la llama de una linterna y, por un rato, la luz jugó erráticamente en la oscuridad, resaltando grupos escogidos de figuras a diferentes distancias, grupos como montecillos de diferentes alturas, algunos piramidales, otros irregulares, cada uno con una vida y Una forma propias.

Antes de que la portezuela de la linterna quedara por fin asegurada, el haz de luz se había detenido en un grupo de personas. Durante largo rato éstas habían permanecido en silencio; bajo la luz del color de una magulladura que pendía sobre ellas, arrojando ese resplandor que hace pensar en el crimen. Bajo esa luz, hasta la sonrisa más afable parecía cadavérica.

CUARENTA Y NUEVE

El señor Congrejo estaba tumbado en un catre, con la frente arrugada por horas de pensamientos semiinconscientes: su rostro inexpresivo y especulador estaba dirigido al techo oscuro y sin embargo reluciente, donde la humedad se congregaba y colgaba en cuentas que se hinchaban como fruta y caían al suelo cuando estaban maduras.

¿Qué veía este hombre entre las sombras por encima de su cabeza? Algunos, en su lugar, hubieran visto batallas, las grandes mandíbulas de carnívoros o paisajes de infinito misterio e invención, con puentes y profundos abismos, bosques y cráteres. Pero Congrejo no veía nada de todo esto. En las sombras él no veía nada salvo perfiles de sí mismo, uno detrás de otro.

Estaba tumbado en silencio, con los brazos por fuera de la manta gruesa y roja que lo cubría. A su izquierda estaba Tirachina, sentado en el borde de un cajón, con las rodillas bajo el afilado mentón y éste apoyado en las rótulas. Llevaba puesta una gorra de lana y, al igual que el señor Congrejo, llevaba un rato en silencio.

Al pie de la cama, encorvado como un cóndor junto a sus crías, Rapiño cocinaba, removiendo una especie de masa de espantosa fibra gris en una olla de cuello ancho, silbando entre dientes. El sonido de esta ocupación meditabunda pudo oírse durante uno o dos minutos resonando levemente a lo lejos, hasta que otro centenar de sonidos se levantaron para silenciarlo.

El señor Congrejo estaba recostado, no en unas almohadas o un soporte de paja, sino en unos libros; y cada tomo era el mismo volumen, con su lomo gris oscuro. A su espalda, amontonados como una pared de ladrillos, estaban los llamados «recordatorios» de una historia épica escrita hacía mucho, olvidada hacía mucho, excepto por su autor, porque la obra de su vida yacía pegada a su espalda.

De los quinientos ejemplares impresos treinta años atrás por una editorial que había quebrado hacía una eternidad, sólo se habían vendido doce.

Alrededor de su lecho se elevaban trescientos volúmenes idénticos… como paredes o murallas que lo protegían de… ¿de qué? Y había más debajo de la cama, juntando polvo y lepismas.

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