Titus solo (16 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus solo
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El hombre yacía con su pasado junto a él, sobre el mismo, que también le servía de almohada: su pasado, repetido quinientas veces, cubierto de polvo y lepismas. Su cabeza, como la de Jacob en la famosa piedra, descansaba sobre los volúmenes de aliento perdido. La escalera de su miserable cama se elevaba hacia el cielo. Pero allí no había ángeles.

CINCUENTA

—¿Qué diablos hace? —preguntó Congrejo con voz profunda, mucho más imponente que nada de lo que tuviera que decir—. He visto cosas repugnantes en mi vida, pero la comida que está haciendo es lo más nauseabundo que puedo recordar, señor Rapiño.

El aludido apenas se molestó en volverse. Aquello formaba parte de la rutina diaria. Hubiera faltado algo si Congrejo se hubiera olvidado de insultar a su amigo encorvado y huesudo, que siguió removiendo el contenido de la olla de latón.

—¿A cuántos de nosotros habrá matado usted en su día? —musitó Congrejo, descansando de nuevo la cabeza en la almohada de libros y haciendo que una nube de polvo se levantara hacia la luz, formando nuevos cielos, nuevas constelaciones—. ¿Eh? ¿Eh? ¿A cuántos ha mandado a su lecho de muerte con su desafortunado veneno?

Incluso Congrejo se cansaba a sí mismo con sus bromas pesadas, así que cerró los ojos. Como de costumbre, Rapiño no contestó. Pero Congrejo estaba satisfecho. Sentía una gran necesidad de compañía, incluso más que la mayoría, y hablaba únicamente para demostrarse a sí mismo que sus amistades eran reales.

Rapiño lo sabía y de vez en cuando volvía sus facciones aguileñas hacia el viejo poeta y levantaba la seca comisura de sus labios en una sonrisa aburrida. Este árido saludo significaba mucho para Congrejo. Formaba parte del día a día.

—Oh, Rapiño —exclamó la figura yaciente de Congrejo—, su sequedad es como un zumo para mí. Le aprecio más que a las galletas. Usted no tiene emociones frescas. Está seco, amigo mío; tan seco que me arruga. No me deje nunca, viejo amigo.

Rapiño volvió los ojos a la cama, pero en ningún momento dejó de remover su caldo gris.

—Hoy está muy hablador —dijo—. No se exceda.

El tercer componente de aquel trío, Tirachina, se puso en pie.

—No sé ustedes —dijo, dirigiéndose al espacio que había entre Rapiño y Congrejo—, pero yo estoy lleno de pesar.

—Siempre lo está —repuso Congrejo—. A esta hora. Como yo. Nuestro eterno dilema. ¿Es mejor pasar hambre o comer las gachas de Rapiño?

—No, no, no me refiero a la comida —dijo Tirachina—. Es mucho peor. Verán, yo perdí a mi mujer. La dejé atrás. ¿Hice mal? —Alzó el rostro al techo que goteaba. Nadie contestó—. Cuando huí de las minas despiadadas —dijo cruzando los brazos—. Cuando los días y las noches eran de sal y tenía los labios resecos y agrietados por la sal, y el sabor de ese vil elemento era como un cuchillo en mi boca y una muerte blanca más terrible que cualquier oscuridad del espíritu… cuando… escapé, juré que…

—Que pasara lo que pasara jamás se quejaría de nada, porque no podía haber nada tan terrible como las minas —acabó por él Congrejo.

—Vaya, ¿cómo sabe todo eso? ¿Quién ha estado…?

—Lo hemos oído un montón de veces. Nos lo cuenta con frecuencia —aclaró Rapiño.

—Lo tengo siempre en la cabeza, y me olvido.

—Pero huyó. ¿Por qué quejarse de su liberación?

—Estoy tan contento de que no puedan atraparme. Oh, no dejen que vuelvan a llevarme a las minas de sal. Hubo un tiempo en que coleccionaba huevos; y mariposas… y mariposas nocturnas…

—Empiezo a tener hambre —anunció Congrejo.

—Antes me aterraba pasar la noche solo; pero con el tiempo, cuando por diversas razones me vi obligado a abandonar la casa y pasar la noche con otras personas, empecé a ver aquellas noches solitarias como momentos de exaltación. Siempre ha sido mi deseo volver a estar solo y beber del silencio.

—Pues a mí no me gustaría estar solo en este sitio —confesó Congrejo.

—No es un lugar agradable, eso es cierto —convino Tirachina—, pero llevo once años aquí, y es mi único hogar.

—Hogar —terció Rapiño—. ¿Qué significa esa palabra? La he oído en algún sitio. Espere… ahora me acuerdo… —Había dejado de remover—. Sí, ahora me acuerdo… —Su voz era chillona y quebradiza.

—Bueno, oigámoslo —dijo Congrejo.

—Se lo diré —dijo Rapiño—. Hogar es una habitación bañada por la luz de la chimenea; y hay libros y cuadros. Y cuando la lluvia susurra y caen las bellotas, se ve un dibujo de hojas contra las cortinas. Hogar es donde estaba seguro. Hogar es de lo que huí. ¿Quién ha dicho hogar? ¿Quién lo ha dicho?

Con los labios apretados, Rapiño, que se preciaba de su autocontrol y despreciaba la emotividad, se puso en pie con un brinco furioso de disgusto, tropezó al tratar de marcharse y volcó la sopa gris, que se derramó debajo de la cama de Congrejo.

Este incidente hizo que dos individuos que pasaban cerca de allí se detuvieran.

Uno de ellos ladeó la cabeza escorbútica como un pájaro y le dio un codazo a su compañero, con tanto ímpetu que hubiera podido romperle una de las costillas flotantes.

—Me ha hecho daño —gruñó su camarada.

—¡Calle! —dijo su irritante amigo. Volvió la mirada a Congrejo y Tirachina, que tenían una expresión tan ceñuda que parecía que llevaran el nido de un pájaro sobre la frente.

Tirachina se puso en pie y dio unos pasos hacia los recién llegados. Luego alzó el rostro hacia el techo oscuro.

—Cuando escapé de las minas de sal —dijo—. Cuando los días y las noches eran de sal y tenía los labios resecos y agrietados por la sal y el sabor de ese vil elemento…

—Sí, amigo… ya lo sabemos —dijo Congrejo—. Siéntese y estése calladito. Y ahora deje que pregunte a estos dos caballeros si les interesa la literatura.

El más alto de los dos, un individuo de largas extremidades con el pelo muy corto y un pañuelo del color de la hierba, se puso de puntillas.

—¡Interesados! —exclamó—. Prácticamente yo mismo soy literatura. Pero sin duda ya lo sabe. Después de todo, mi familia no carece precisamente de lustre. Como ya sabrá, somos mecenas del arte, y llevamos siéndolo cientos de años. De hecho, dudo que la literatura de nuestro tiempo pudiera llegar a ver la luz sin la inspirada orientación de la familia Zorruz. Piense si no en las grandes obras que jamás la hubieran visto sin el patrocinio de mi abuelo. Piense en las obras de Morzch en general, y sobre todo en su obra maestra,
Chis
; y piense cómo le ayudó mi madre a salir del caos y encontrar una límpida visión de…

—Oh, cierre el pico —dijo una voz—. Usted y su familia me ponen enfermo.

Era Congrejo quien, rodeado por y encajonado entre los cientos de ejemplares no vendidos de su fallida novela, sentía que si alguien tenía que juzgar, no sólo la literatura, sino también todo lo que sucedía entre los sórdidos bastidores, ése era él.

—Zorruz, desde luego —siguió diciendo—. Usted y su familia no son más que unos buitres del arte.

—Vaya —dijo Zorruz—. Eso no es muy justo, ¿sabe? No todos podemos ser creativos, pero la familia Zorruz siempre…

—¿Quién es su amigo? ¿Él también es un buitre? —dijo Congrejo, interrumpiéndolo—. No importa. Rapiño ha huido. En su día él me ayudó a aplacar la emoción. Pero ahora se desvanece en un mar de sentimiento. Me ha fallado. Necesito un amigo cínico, viejo. Un cínico que me dé estabilidad. Siéntese, por favor. ¿Su amigo también es un Zorruz? Como ve, me he moderado. No puedo tener enemigos, no por mucho tiempo. Pero es que cuando veo mis libros me pongo furioso. Al fin y al cabo, ahí es donde está la sangre de mi corazón. Pero ¿quién los lee? ¡Contésteme a eso!

Tirachina se puso en pie, como si se hubiera dirigido a él.

—Dejé atrás a mi esposa —dijo—. En la periferia del casquete polar. ¿Hice bien?

Y golpeó el suelo mojado de ladrillo con el talón, haciendo saltar un poco de agua.

Pero como nadie le miraba, perdió fuelle. Se volvió y se dirigió al autor.

—¿Sigo yo con el caldo? —preguntó.

—Sí, si es eso lo que es —dijo Congrejo—. Hágalo. En cuanto a ustedes, caballeros, acompáñennos… coman con nosotros… sufran de un fuerte dolor de estómago con nosotros… y luego, si es necesario, mueran con nosotros como amigos.

CINCUENTA Y UNO

En aquel mismo instante, cuando Congrejo estaba a punto de desahogarse… con Rapiño desaparecido… Tirachina pensando en explayarse sobre el tema de las minas de sal, Zorruz pensando en sacarse un afilado cuchillo del cinturón y su amigo a un tris de ponerse a remover lo que quedaba de la pastosa fibra gris de la olla… en ese mismo instante hubo una pausa, un silencio y, en el corazón preñado de ese silencio, pudieron oír otro sonido, el golpeteo apagado de las patas de unos perros.

El sonido procedía del territorio negro y hueco que se extendía hacia el sur en el panal de celdas de piedra del Subrío; el sonido se hizo más fuerte.

—Ahí están otra vez —dijo Congrejo—. Qué exquisitos, y no me malinterpretéis.

Los otros no contestaron, permanecieron inmóviles, esperando a que aparecieran los perros.

—Se ha hecho más tarde de lo que pensaba —dijo Zorruz—. Oh, miren, miren…

Pero no había nada que ver. Sólo era una sombra que se había movido y una tenue luz sobre los ladrillos saturados. Los perros aún estaban a una legua o más de distancia.

¿Por qué estaban aquellos hombres con las cabezas ladeadas tan impacientes por ver la aparición de los sabuesos? ¿Por qué estaban tan concentrados?

En el Subrío siempre era así, porque los días y las noches podían ser insoportablemente monótonos; tan largos, tan aburridos que si alguna vez sucedía algo de verdad, incluso cuando ya lo esperaban, la oscuridad parecía momentáneamente traspasada, como si un pensamiento hubiera atravesado un cráneo muerto, y el suceso más trivial adquiría proporciones prodigiosas.

Pero entonces, mientras otras figuras salían de la penumbra, siete sabuesos llegaron por el sur acercándose con rapidez.

Eran excepcionalmente delgados, con las costillas muy marcadas, pero no estaban enfermos. Iban con las cabezas bien altas, como para recordar al mundo un orgulloso linaje, y enseñaban los dientes como recordatorio de algo menos noble. Sus lenguas colgaban de un lado de sus bocas. Sus cráneos estaban cincelados. Y jadeaban; con las narices dilatadas, los ojos brillantes. Eran siete, pero ya habían desaparecido, incluso su sonido, y la noche volvió a crecerse.

¿Dónde se han metido estos cuadrúpedos de aliento caliente? Han desaparecido en el bosque de columnas. Han llegado a un lago de diez centímetros de profundidad y kilómetro y medio de largo donde sus patas chapotean sobre las aguas poco profundas y sombrías. La espuma los rodea mientras galopan, y forman un grupo tan compacto que parecen una sola criatura.

En el extremo más alejado de este extenso manto de agua, el suelo se elevaba ligeramente y estaba relativamente seco. Adornando la pendiente iluminada por las luces, había pequeñas comunidades similares al grupo que tenía como centro yaciente a Congrejo. Similares pero no iguales, pues en cada cabeza anidan sueños dispares.

Y así, velozmente, pasando entre grupos iluminados aquí y allá por las lámparas, de pronto aquel conglomerado canino, sin avisar, dobló la velocidad hasta llegar a una zona donde había más luz de la que es habitual bajo el río. Montones de lámparas colgaban de los enormes pilares, sujetas con ayuda de clavos, o estaban colocadas en algún saliente, y fue bajo uno de estos conos de luz donde los perros se detuvieron y levantaron sus cabezas al techo que goteaba, y aullaron simultáneamente. A esto un hombre alto, con una cabeza minúscula y descarnada como la de un pájaro, salió de la penumbra manchada de luces, con un delantal blanco manchado de sangre, porque portaba siete chuletas de caballo. Cuando se acercó, los perros se estremecieron.

Pero no les dio la carne en seguida. Levantó aquellas chuletas aún chorreando sangre por encima de su cabeza, donde brillaron con un rojo fantasmagórico, incluso luminoso. Luego, formando un círculo perfecto con la boca, silbó, y en el silencio el eco le respondió. Al cuarto eco, arrojó las chuletas rojas al aire. Uno tras otro los sabuesos saltaron para atrapar su parte, la aferraron entre los dientes y entonces, volviendo sobre sus pasos, echaron a correr con la cabeza muy alta y atravesaron la gran lámina de agua y desaparecieron en la húmeda oscuridad.

El hombre con cabeza de pájaro se limpió las manos en el delantal y metió los brazos hasta el codo en un barreño de agua tibia. Más allá, siete metros hacia el oeste, había una pared cubierta de helechos malolientes, y en esta pared había un portal con forma de arco. Del otro lado de esta puerta había una habitación iluminada por seis lámparas.

CINCUENTA Y DOS

Aquí, en esta cámara llena de helechos colgantes, decorada con espejos agrietados y rotos para que reflejen la luz de las lámparas, hay un grupo de personas. Algunas, recostadas en sofás mohosos, otras, muy erguidas en sillas de mimbre, aún otras, sentadas a una mesa en el centro.

Hablan desordenadamente, pero cuando oyen silbar al hombre de cabeza de pájaro, el sonido de su conversación se apaga. Lo han oído mil veces, son inmunes a su rareza y, sin embargo, siempre escuchan como si fuera la primera vez.

En un extremo del sofá medio podrido, con su poderoso mentón barbado apoyado en el puño, se ha sentado un anciano. En el otro, su esposa, también anciana, con los pies encogidos debajo del cuerpo. Los tres —hombre, esposa y sofá— forman una imagen de venerable decrepitud.

El anciano está sentado muy quieto, y ocasionalmente levanta la mano y mira con detenimiento algo que se arrastra sobre su muñeca.

La esposa parece más industriosa, porque aquí, allá, por todas partes, hay interminables hilos de lana y de colores, tantos que parece cubierta de guirnaldas. La anciana dama, con los ojos hinchados y enrojecidos, ha renunciado hace mucho a tejer nada, y pasa el tiempo tratando de desenredar los nudos que hay en la lana. En otro tiempo, hace ya mucho, la mujer sabía lo que hacía y, hace más tiempo aún, se la conocía por el sonido incesante de sus agujas. Formaban parte, una diminuta parte, del Subrío.

Pero ya no. Para ella este eterno desenredar lo es todo. De vez en cuando levanta la mirada y sus ojos se cruzan con los de su marido, e intercambian una sonrisa patéticamente dulce. La pequeña boca de la mujer se mueve, como si estuviera formando una palabra; pero sólo lo parece, no es más que el movimiento de sus labios marchitos. En cuanto a él, es imposible ver nada a través de la larga y peluda niebla de su barba; no hay una boca localizable… y todo su amor busca salida por los ojos. Él no participa de la tarea de la mujer, porque sabe que es su única alegría, y los nudos y cruces de lana deben durar más que ella.

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The Spanish dancer : being a translation from the original French by Henry L. Williams of Don Caesar de Bazan by Williams, Henry Llewellyn, 1842-, Ennery, Adolphe d', 1811-1899, Dumanoir, M. (Phillippe), 1806-1865. Don César de Bazan, Hugo, Victor, 1802-1885. Ruy Blas