—Tendrás tu lino —terció Trampamorro—. Blanco como el ala de un serafín. Ya falta menos.
—¿Adónde me lleva?
—A una casa junto al río donde podrá descansar.
—Pero Sudario me encontrará.
—Sudario está muerto —dijo Titus—. Muerto como la muerte.
—Entonces su fantasma me perseguirá. Su fantasma me retorcerá el brazo.
—Los fantasmas son tontos —sentenció Trampamorro—, se les sobrevalora. Juno cuidará de tí. En cuanto a este joven, Titus Groan, puede hacer lo que le plazca. Si yo fuera él, me separaría del grupo y desaparecería. El mundo es muy grande. Sigue tus instintos y deshazte de nosotros. Por eso dejaste eso que tú llamas Gormenghast, ¿no es así? ¿Eh? Para descubrir qué había más allá del horizonte. ¿No es eso? Y, como dijiste en una ocasión…
—Ha dicho «eso que tú llamas Gormensghast». Maldito sea. ¡Que lo diga usted! ¡Usted! ¡Que usted precisamente sea tan incrédulo! ¡Usted! Que ha sido como un dios para mí, un dios toscamente tallado. Ha habido momentos en que le he odiado, pero la mayor parte de las veces le he querido. Le he hablado de mi hogar, de mi familia, de nuestros rituales, de mi infancia, de la inundación, de Fucsia, de Pirañavelo y cómo lo maté; de mi huida. ¿Cree que lo he inventado todo? ¿Cree que he estado engañándolo? Me ha fallado. ¡Deje que me vaya!
—¿A qué esperas? —le retó Trampamorro dándole la espalda. Su corazón latía con violencia.
Titus pateó el suelo con rabia pero no se fue. Un momento después, cuando las rodillas de la Rosa Negra flaquearon, Trampamorro llegó a tiempo de cogerla en sus poderosos brazos, como si fuera una muñeca hecha jirones.
Habían llegado a un espacio abierto, y se detuvieron en el punto donde la sombra terminaba.
—¿Ves esa nube? —preguntó Trampamorro con una voz extrañamente alta—. La que parece un gato hecho un ovillo. No, allí, pedazo de burro, detrás de aquella cúpula verde. ¿No la ves? Tiene la luna detrás.
—¿Qué le pasa? —dijo Titus en un susurro irritado.
—Tú vas en esa dirección. Ve hacia allí. Camina en esa dirección durante más de un mes y serás relativamente libre. Libre de los enjambres de aviones sin piloto; de la burocracia; de la policía. Libre de moverte por donde quieras. Es territorio en su mayor parte inexplorado. Por allí están mal equipados. No hay escuadrones de agua, mar o aire. Como debe ser. Una región donde nadie recuerda quién está en el poder. Pero hay bosques como el jardín del Edén donde puedes tumbarte tranquilamente y escribir un mal verso. Habrá ninfas para tu deleite, y flautas. Una tierra donde los jóvenes se detienen y mean a la luna, como si quisieran apagarla.
—Estoy cansado de sus palabras —protestó Titus.
—Las utilizo como una celosía —se explicó Trampamorro—. Me esconden de mí mismo… por no hablar de ti. Las palabras pueden ser agobiantes como un enjambre de insectos. ¡Pueden zumbar y picar! Pueden no ser más que una sucesión de pedos; pero también pueden ser duras, inflexibles, inviolables, piedra sobre piedra. Como eso que tú llamas Gormenghast. Como habrás notado, he vuelto a utilizar la misma frase, esa que tanto te mortifica. Porque, aunque pareces haber aprendido el arte de hacer enemigos (y ciertamente eso es bueno para el alma), sin embargo eres ciego, sordo y tonto cuando se trata de otro tipo de lenguaje. Rígido, seco; inequívoco: algo hecho de mendrugos y agua. Si lo que buscas son halagos… Recuerda esto en tus viajes. Y ahora vete… por Dios… ¡Lárgate!
Titus alzó los ojos a su compañero. Y dio tres pasos hacia él. La cicatriz de su mejilla brillaba como seda a la luz de la luna.
—Señor Trampamorro.
—¿Qué pasa, chico?
—Siento pena por usted.
—Siente pena por esta criatura destrozada —le replicó Trampamorro—. Ella es la débil.
En el silencio les llegó la voz apagada de la Rosa Negra.
—Lino —gimió con voz obstinada y hermosa—. Lino… lino blanco.
—Está muy caliente por la fiebre —musitó Trampamorro—. Es como tener ascuas en los brazos. Pero ahí está Juno, ella nos dará refugio, y un gato para que te orientes; y de ahí, al fin del mundo. El gato durmiente —musitó con la voz tomada—. ¿La viste alguna vez… viste a mi pequeña civeta? La silenciaron junto con los demás. Se movía como una ola del mar. La quería mucho, junto con los lobos, Titus, hijo. Nunca has visto unos ojos como los suyos.
—Pégueme —dijo Titus—. Soy un cerdo.
—¡Tonterías! —repuso Trampamorro—. Ya es hora de que ponga a la Rosa Negra en manos de Juno.
—¡Ah, Juno! Dígale que la quiero —dijo Titus.
—¡Vaya! Acabas de retractarte. Ésa no es manera de tratar a una dama. Por Dios que no lo es. Ora le das tu amor, ora se lo quitas; lo ocultas, lo expones… como si estuvieras jugando al escondite.
—Pero usted mismo estuvo enamorado de ella y la perdió. Y ahora vuelve a ella otra vez.
—Cierto —dijo Trampamorro—.
Touché
, tienes toda la razón. Después de todo, está envuelta en una especie de bruma. Es una orquídea… un ser dorado. Generosa como la Vía Láctea, o las fuentes de un gran río. ¿Qué tienes que decir a eso? ¿No es maravillosa?
Titus levantó la cabeza rápidamente hacia el cielo.
—¿Maravillosa? Seguro que lo era.
—¿Era? —preguntó Trampamorro.
Se hizo un extraño silencio y, durante el mismo, una nube empezó a deslizarse sobre la luna. No era una nube grande, así que no había tiempo que perder y, en la semioscuridad, los dos amigos se alejaron el uno del otro y corrieron como si lo necesitaran, uno en dirección a la casa de Juno, con la Rosa Negra en brazos, y el otro avanzando rápidamente en dirección norte.
Pero, antes de que se perdieran definitivamente en la oscuridad, Titus se detuvo y miró atrás. La nube había pasado, y vio a Trampamorro de pie en la esquina de la plaza dormida. Su sombra, y la de la Rosa Negra en sus brazos, yacía a sus pies, como si estuviera sobre un charco de aguas negras. Su cabeza tallada estaba inclinada sobre la criatura frágil que portaba. Y entonces Titus vio que se daba la vuelta y echaba a andar con grandes zancadas, con su sombra siguiéndolo por el suelo. Luego la luna desapareció y se hizo un profundo silencio.
En ese silencio, el joven esperó. No sabía por qué, pero esperó, mientras una enorme sensación de pesar lo embargaba. Pero el pesar se disipó en seguida, porque en la oscuridad, a lo lejos una voz gritó:
—Eh, Titus Groan. Alza el mentón, chico. Nos volveremos a encontrar; no lo dudes. Algún día.
—¿Por qué no? —gritó Titus también—. Gracias para siempre…
Pero Trampamorro interrumpió sus palabras con otro grito. —Adiós, Titus, adiós, mi joven presuntuoso. Adiós…
Al principio no había señal de ninguna cabeza, pero al cabo de un rato, un agudo observador habría concentrado su atención en un grupo apiñado de ramas y, oculto entre el entramado de hojas y zarcillos, hubiera acabado por descubrir una línea que sólo podía ser una cosa… el perfil de Juno.
Llevaba largo rato sentada en el cenador, sin apenas moverse. Sus sirvientes la habían llamado, pero ella no los oyó o, si lo hizo, no contestó.
Tres días antes, había escondido a Trampamorro, su antiguo amor, en el ático. Y ahora se había vuelto a marchar. El fantasma que trajo en los brazos fue aseado y acostado, pero murió en el mismo instante en que su cabeza se apoyó en la nívea almohada.
Hubo un funeral; hubo respuestas que dar. Su adorable casa se llenó de funcionarios, incluido Filomargo, el inspector. ¿Dónde estaba Titus?, preguntó. ¿Dónde estaba Trampamorro? Y ella estuvo negando con la cabeza una hora tras otra.
En ese momento estaba sentada en su cenador, inmóvil, con el corazón apesadumbrado. Pensaba en cuando era joven. Recordaba sus tiempos de galanteo. Tiempos en que los jóvenes la deseaban, arriesgaban sus vidas impetuosas por ella, se retaban unos a otros a balancearse entre las altas ramas de los cedros del oscuro bosquecillo cercano a su casa, o a recorrer a nado la bahía cuando el relámpago destellaba sobre ella. Y no tan jóvenes, hombres que la seducían con su ingenio y su dulzura… caballeros entrados en la cuarentena, que ocultaban su amor ante la gente y lo mimaban como una herida o una magulladura para dejarlo resurgir después con mucha más fuerza en la penumbra.
Y los ancianos, para quienes ella era inalcanzable, una quimera, una luz en la marisma que despertaba sus ansias de vivir o algo más raro aún, un caos de poesía, el aroma de una rosa.
Ante ella, entre las hojas de la parra, veía una pendiente cubierta de margaritas que descendía hasta un alto seto de boj, recortado en forma de pavos reales heráldicos contra el cielo. Y éste, al que alzó la mirada en ese momento, estaba cubierto de pequeñas nubes.
Aquel tupido cenador era uno de sus lugares favoritos, y en numerosas ocasiones había hallado consuelo en su retiro.
Pero ese día era diferente, porque empezó a notar una remota sensación de aprisionamiento, aun cuando no fuera consciente de ello.
Ni lo sería jamás, porque su cuerpo, actuando independientemente del cerebro, se levantó y salió del cenador como un barco que deja puerto.
Juno bajó por el prado de margaritas, dejó atrás el seto recortado de boj, se adentró en pastos donde las libélulas quedaban suspendidas en el aire y echaban a volar con rapidez.
Y siguió deambulando, sin reparar apenas en cuanto la rodeaba, hasta que llegó al oscuro bosquecillo de cedros. No se había dado cuenta de que se acercaba, pues sus ojos no veían prácticamente nada. Pero cuando se encontraba a una corta distancia del bosquecillo, vio que ante ella había una película de rocío helado.
Completamente despierta, clavó sus ojos en las profundidades del rocío y vio invertido uno de sus lugares más queridos en su adolescencia, el casi legendario bosquecillo de cedros.
La primera impresión fue que ella estaba boca abajo, pero esta idea desapareció en cuanto alzó la cabeza. Sin embargo, antes de hacerlo, vio a alguien sentado por la cara inferior de una enorme rama de un cedro, desafiando las leyes de la gravedad. Pero cuando Juno levantó la vista y trató de localizar al hombre de la rama, no fue tan sencillo. Al principio no logró ver más que verdes terrazas de follaje, pero entonces…, sí, ahí estaba. Más cerca de lo que esperaba.
Tan pronto el hombre se dio cuenta de que lo había visto, saltó al suelo e hizo una reverencia, haciendo que sus cabellos rojo oscuro cayeran sobre los ojos como una mopa.
—¿Qué hace en mi bosquecillo de cedros? —preguntó Juno.
—Soy un intruso —dijo el desconocido.
Juno se protegió los ojos con la mano y miró fijamente al hombre… con cabellos rojos y oscuros y nariz de boxeador.
—Bueno, «intruso», ¿qué quiere? —dijo al fin—. ¿Este es uno de sus lugares favoritos o es que me ha tendido una emboscada?
—Le he tendido una emboscada. Si la he asustado, lo siento muchísimo. No era mi intención. No, no más de lo que la hubiera asustado una hormiga en la muñeca, o el zumbido de una abeja.
—Entiendo —dijo Juno.
—Pero llevo esperando una eternidad —contestó el hombre, arrugando la frente—. Cielos, vaya que si he esperado.
—Y ¿a quién esperaba?
—Esperaba este momento —dijo el hombre.
Juno enarcó una ceja.
—Esperaba que quedara abandonada. Sola. Como ahora.
—¿Qué tiene que ver mi vida con usted? —preguntó Juno.
—Todo y nada —dijo el hombre desgreñado—. Su vida es suya, por supuesto. Como su desdicha. Titus se ha ido. Trampamorro se ha ido. Puede que no para siempre, pero sí por mucho tiempo. Su casa junto al río, a pesar de ser tan hermosa, se ha convertido en lugar de sombras y ecos.
Juno cruzó las manos sobre el pecho. Había algo en su voz que acentuaba el efecto de la mata de pelo rojo y ese aire de bandido. Era profunda, ronca… e increíblemente afable.
—¿Quién es usted? —preguntó Juno al cabo—. Y ¿qué sabe de Titus?
—Mi nombre no tiene importancia. En cuanto a Titus, sé bien poco. Bien poco. Pero sí lo suficiente. Suficiente para saber que ha dejado la ciudad por hambre.
—¿Hambre?
—El hambre de estar siempre en algún otro lugar. Eso y la atracción de su hogar, o lo que él considera su hogar ancestral, si es que alguna vez lo ha tenido. Le he visto en este bosquecillo, solo. Golpeando las grandes ramas con los puños. Golpeando ramitas como si necesitara dejar salir a su alma.
Por primera vez, el intruso dio un paso al frente, rompiendo con los pies el espejo verde de rocío.
—No puede quedarse sentada esperándolos. Ni a Titus ni a Trampamorro. Usted tiene su propia vida, señora. Y esa vida empieza a partir de ahora. Llevo observándola desde mucho antes que el tal Titus apareciera en escena, la he observado desde las sombras. De no ser porque ese Trampamorro le robó el corazón, la hubiera seguido hasta el fin del mundo. Pero usted lo amaba. Y también a Titus. En cuanto a mí, bueno, ya ve que no soy ningún galán… soy brusco y directo… pero diga una palabra y le haré compañía. La acompañaré hasta que las puertas se abran, una tras otra, del alba al anochecer, y ¡cada día sea una nueva invención! Si me necesita, estaré aquí, entre los cedros.
Y dicho esto giró sobre sus talones y se alejó rápidamente. En un momento había desaparecido en el bosque, y lo único que quedaba para demostrar su presencia eran sus huellas, como manchas negras sobre el reluciente rocío.
De modo que Juno volvió a casa, y era cierto que se había convertido en un lugar de ecos, sombras y voces; momentos de silencio y suspense; momentos de sufrimiento impreciso y risas menguantes en que la escalera giraba y desaparecía de la vista; momentos de intensa nostalgia en los que sin darse cuenta permanecía ante una ventana en una bruma de estrellas; o de una dulzura difícil de soportar, cuando la sombra de Titus se interponía entre ella y el sol que se elevaba sobre la lluvia.
Y una tarde silenciosa, mientras estaba tendida en la cama, las manos detrás de la cabeza, los ojos cerrados y sus pensamientos sucediéndose unos a otros en una triste cabalgata, a ciento sesenta kilómetros de allí, Trampamorro se hallaba sentado a una mesa coja de tres patas, bajo otro rayo del mismo sol cálido y envolvente.
A izquierda y derecha se extendía una calle desordenada. ¿Calle? Era más bien un camino, porque, en consonancia con todo cuanto quedaba dentro del campo de visión de Trampamorro, estaba a medio hacer, y abandonada. Había proyectos olvidados por todas partes. Si nunca llega a terminarse, nunca estará condenado. Este pueblucho que hubiera podido ser una ciudad diez veces mayor. Nunca tuvo pasado, ni tendría futuro. Pero estaba lleno de sucesos. El momento pasajero florecía febril en un extremo, y el otro estaba saturado de sueño. Repicaban campanas y en seguida callaban.