Titus solo (30 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus solo
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En su lugar veían torres altas e incomprensibles. Conforme su arrojo aumentaba, los felinos echaron a correr por aquí y por allá movidos por la exaltación, pero sin perder en ningún momento su elegancia, con las cabezas erguidas, de una forma tan sentida y señorial que parecía moverlos una especie de sabiduría interior.

¿Qué eran aquellos grandes festones de material? ¿Qué era aquella intrincada bóveda de ramas de color hueso suspendida sobre sus cabezas? ¿Eran las costillas de una gran ballena?

Los dos gatos, cada vez más osados, empezaron a comportarse de una forma curiosa, y no sólo saltaban de un punto desde donde podían verlo todo a otro en un extraño juego, sino que sus cuerpos dúctiles adoptaban todas las posturas concebibles. A veces corrían por corredores cubiertos de viejas alfombras; se enzarzaban y luchaban entre ellos, y de pronto se separaban, como si se hubieran puesto de acuerdo, para que el uno o el otro se pudiera rascar la oreja con una de las patas traseras.

Y sin embargo, seguía sin haber ningún movimiento en el círculo de criaturas que miraban, hasta que, sin previo aviso, un zorro salió de la periferia, saltó por una de las ventanas y, corriendo hasta el centro de la Casa Negra, se sentó sobre una costosa alfombra, alzó su rojizo rostro afilado y aulló.

Eso tuvo el efecto de una toxina, y al punto cientos de criaturas del bosque se pusieron en pie y un momento después llenaban el escenario.

Pero no se quedaron allí mucho tiempo, porque, justo después de que los dos gatos arquearan el lomo y gruñeran al zorro y a los otros invasores, sucedió otra cosa que hizo que todas las bestias y aves volvieran a sus escondrijos.

De pronto, sobre la Casa Negra el cielo se llenó de luces de colores. La vanguardia de la flota aérea había empezado a descender.

NOVENTA Y OCHO

Descendiendo con delicadeza de las diferentes máquinas, las bellezas y los espantajos relucientes, dispuestos como colibríes, entraban y salían de las sombras con sus acompañantes, con las lenguas titilantes, los ojos muy abiertos por la expectación, pues aquello era algo nunca visto… aquel vuelo nocturno. Los bosques agrestes; la exquisita sensación de miedo; la emoción de lo desconocido; las bolsas de oscuridad; las bolsas de luz; el aliento vacilante, contenido y liberado con un estremecimiento de alivio; alivio en cada pecho por no estar solo, aunque las estrellas brillaban a pesar del frío y pequeñas serpientes acechaban entre las ruinas.

Cada grupo deslumbrante que cruzaba de puntillas las puertas medio derrumbadas de la Casa Negra volvía la cabeza involuntariamente hacia la hoguera central; una cuidadosa estructura compuesta por ramas de enebro que, cuando estaba encendida, como en aquel momento, despedía un humo perfumado.

—Oh, querida —dijo una voz saliendo de la oscuridad.

—¿Qué pasa? —inquirió otra saliendo de la luz.

—¡Qué impresión! ¿Dónde estás?

—Aquí, a tu lado.

—¡Oh, Ursula!

—¿Qué pasa?

—¡Y pensar que todo esto es por ese joven!

—¡Oh, no! Es por nosotros. Para nuestro deleite. Es por la luz verde de tu pecho… y los diamantes de mis orejas. Es esplendor. Es brillo.

—Es muy primitivo, querida. Primitivo.

Otra voz intervino:

—Este sitio es para las ranas.

—Sí, sí, pero sigamos adelante.

—¿Adelante de qué?

—Somos la vanguardia. Míranos. Si no somos nosotros el alma de este lugar tan chic, ¿quién lo es?

Otra voz, de hombre. Un pobre añadido:

—Esto es una neumonía doble —dijo resollando.

—Por Dios, cuidado con esa alfombra. A mí se me ha salido el zapato —dijo su amigo.

La multitud crecía por momentos. En su mayor parte, los invitados se dirigían hacia la hoguera de enebro. Los montones de caras parpadeaban y saltaban a capricho de las llamas.

De no haberse tratado de la fiesta de Gueparda, sin duda muchos se hubieran atrevido a criticar aquel ostentoso despliegue… la heterodoxia de todo el asunto hubiera suscitado rencores. Pero lo cierto es que la desagradable sensación que producía la Casa Negra era ideal para la ocasión. Pues eso es lo que era.

El barboteo de voces iba en aumento conforme el número de invitados se multiplicaba. Pero había muchos jóvenes aventureros que, cansados de contemplar las llamas y de tener que aguantar las lenguas chillonas de sus acompañantes, habían empezado a alejarse del calor para explorar las zonas más alejadas de las ruinas. Y allí se encontraron con extravagantes formaciones que se elevaban hacia el cielo de la noche.

Por todas partes en su deambular se topaban con peculiares estructuras de difícil interpretación. Pero no había nada complicado en la mesa oscura y escasamente iluminada por unas velas, con un gran pastel en cuyos lados se habían grabado las palabras «Adiós, Titus». Detrás del mismo, en un estante tras otro, aguardaba el banquete, a media luz. Un centenar de copas centelleaban, y las servilletas se alzaban como si quisieran levantar el vuelo.

Seis espejos que se reflejaban los unos en los otros por los lúgubres confines de la Casa Negra concentraban su luz en algo contradictorio, porque, visto desde un ángulo, parecía una pequeña torre, y sin embargo si se miraba desde otro, parecía más bien un púlpito o un trono.

Fuera lo que fuese, no cabía duda de que era importante, porque, apostados en sus cuatro esquinas, había sendos lacayos que demostraban un celo casi anormal por evitar que los pocos invitados que llegaban hasta allí se acercaran demasiado.

Entretanto, algo estaba pasando, algo… si no en la fiesta de despedida, muy cerca. ¡Algo que andaba a grandes zancadas!

NOVENTA Y NUEVE

Este hombre de las zancadas no respondía del todo al patrón al uso, con su aspecto primitivo, y una silueta que parecía hecha de huesos y cuerda. Y sin embargo era fácilmente reconocible, porque se trataba de Trampamorro.

Cuando se acercó, pudo verse que algo más atrás iban los tres antiguos habitantes huidos del Subrío, que si bien eran muy peculiares, palidecían al lado de su excéntrico cabecilla, que era por sí solo como una puñalada en el seno del mundo ortodoxo.

Habían buscado a este tal Trampamorro y lo habían encontrado, más por suerte que por astucia —aunque conocían bien la espesura—, y le obligaron a descansar sus huesos grandes y agrestes y a cerrar por una hora sus ojos atormentados.

Su esperanza —de Congrejo y los otros— era encontrar a Trampamorro y advertirle del peligro que Titus corría. Porque habían llegado a la conclusión de que una fuerza muy negra se había desatado y Titus corría un grave peligro.

Pero, cuando por fin dieron con su rastro, lo que encontraron no fue el Trampamorro que recordaban, sino un hombre de regiones agrestes; aquéllas de su interior y las del exterior. Y no sólo eso. Trampamorro había estado en el corazón de acero del enemigo; era un hombre con una misión que cumplir. Con un ojo cerrado por la satisfacción y el otro abierto, ardiendo como un ascua.

Poco a poco le sacaron su historia. De cómo llegó a la fábrica y supo en seguida que estaba a las puertas del infierno. La puerta que buscaba. De cómo, mediante engaños y luego por la fuerza, había conseguido llegar a la zona menos frecuentada de ese inmenso lugar, donde empezó a notar el olor nauseabundo de la muerte.

Los tres que le seguían escucharon con atención, pero a pesar de su concentración, apenas lograban entender lo que les decía. De haber sido la interpretación de cada uno reunida y examinada con detenimiento, de forma que hubieran podido hacer un sumario de todo cuanto Trampamorro susurró —porque estaba demasiado cansado para hablar—, entonces, a grandes rasgos, podría decirse que les habló de las caras idénticas; de las interminables cintas transportadoras de piel translúcida por las que se deslizó; y de cómo una gran mano metida en un guante de reluciente goma negra quiso cogerlo y él se vio obligado a levantar a aquella criatura y subirla a la cinta móvil; aquella criatura repulsiva al tacto y vestida de blanco de la cabeza a los pies; una cosa que pataleaba pero que no pudo escapar a sus garras y finalmente cayó muerta.

Parece ser que Trampamorro había despojado al muerto de su sudario de trabajo antes de que la cinta entrara en un túnel de cristal y, una vez allí, vestido de blanco, huyó de la cinta y de la sala vacía y, alejándose a largas zancadas, no tardó en encontrarse en una zona totalmente distinta.

Por extraño que parezca —si pensamos en las horribles y variadas formas que adopta la muerte en estos tiempos—, lo cierto es que un navajazo en las costillas puede producir una sensación tan terrible como cualquier gas o rayo letal. El cuchillo de Trampamorro estaba preparado y afilado, pero antes de que tuviera ocasión de utilizarlo, la luz pasó de un frío gris a un turbio rojo y el suelo entero empezó a descender, como en un ascensor.

Hasta ahí pudieron entender los tres vagabundos, pero entonces se llegó a una fase de balbuceos confusos que, por más que lo intentaron, no lograron desentrañar. Era evidente que se trataba de algo importante, porque el hombre feroz no dejaba de golpear el suelo con los brazos tratando de recuperarse de su terrible experiencia.

En ocasiones la intensidad se aplacaba y las palabras de Trampamorro volvían a salir como criaturas de sus guaridas, pero aquellos tres no tardaron en darse cuenta de que esa locuacidad no implicaba una mayor claridad, porque su señor parecía evadirse en un lenguaje casi privado.

Pero una cosa sí entendieron. Trampamorro debió de esperar casi hasta la locura; esperar la oportunidad de poder atrapar a un hierofante y, amenazándolo con el cuchillo, exigir que lo llevara al «centro».

Y ese momento llegó por fin. La víctima, que casi se desmaya de miedo, llevó a Trampamorro por un corredor tras otro. Y el hombre feroz no dejaba de repetir: «Al centro».

—Sí —decía la voz asustada—. Sí… sí…

—¡Al centro! ¿Es allí Adónde me estás llevando?

—Sí, sí. Al centro de todo.

—¿Es allí donde se esconde?

—Sí, sí…

Mientras avanzaban, hordas de rostros blancos pasaban como una marea. Luego llegaron el silencio y el vacío.

CIEN

Titus ¿dónde te has metido? ¿Tus ojos siguen vendados? ¿Aún llevas los brazos atados a la espalda?

A través de un hueco en el bosque, la noche observaba la carcasa sin tejado de la Casa Negra salpicada de fuegos y joyas. Por encima del hueco, alejándose para siempre de las ramas, había un pequeño globo verde hierba, ligeramente iluminado por la parte inferior. Debía de haberse soltado de su amarradero en la copa de los árboles. En lo alto del globo fugitivo iba una rata sentada. Se había subido a un árbol para investigar en aquel artefacto flotante; y entonces, con arrojo, se subió a la oscura coronilla del globo, sin pensar en ningún momento que la cuerda que lo sujetaba estaba a punto de soltarse. Pero se soltó, y el pequeño globo se alejó por los salvajes confines de la mente. Y entretanto, la rata seguía allí sentada, indefensa en su soberanía global.

CIENTO UNO

Titus no estaba de humor para seguir colaborando, con fiesta o sin ella. Hasta hacía una hora más o menos había estado dispuesto a participar en lo que supuestamente era un elaborado juego en su honor; pero empezaba a ver las cosas de otro modo. Ahora que sus pies estaban en tierra firme sintió el deseo de liberarse. Aquella ceguera había durado demasiado.

—Quítame esta maldita venda de los ojos —exclamó, pero no hubo respuesta, hasta que una voz susurró…

—Sed paciente, mi señor.

Titus, a quien ahora llevaban hacia la gran puerta de la Casa Negra, se detuvo. Se volvió en dirección a la voz.

—¿Has dicho «mi señor»?

—Naturalmente, mi señor.

—Desátame en seguida. ¿Dónde estás?

—Estoy aquí, mi señor.

—¿A qué esperas? ¡Desátame!

Entonces, de la oscuridad surgió la voz de Gueparda, seca y quebradiza como una hoja en otoño.

—Oh, Titus, cariño, ¿te ha resultado muy fastidioso?

Un grupo de personajes sofisticados que se acercaron por detrás de Gueparda repitió sus palabras…

—¿Te ha resultado muy fastidioso?

—Ya no falta mucho, mi amor, para…

—¿Para qué? —gritó Titus—. ¿Por qué no puedes soltarme?

—No está en mis manos, cariño mío.

De nuevo el eco de voces…

—… mis manos, cariño mío.

Gueparda lo observó con los ojos entornados.

—Me lo prometiste, ¿no es cierto? —dijo—, me prometiste que no te enfadarías. Que irías muy tranquilo hasta el lugar de la fiesta. Que darías tres pasos y luego te volverías. Y que entonces, y sólo entonces, te quitaría la venda de los ojos y podrías ver. Entonces tendrás tu sorpresa.

—La mejor sorpresa que podrías darme sería quitarme estas ataduras. ¡Oh, señor de señores! ¿Cómo he dejado que me metas en esto? ¿Dónde estás? Sí, tú, con ese cuerpo de enana. ¡Oh, Dios, ayuda! ¡Qué significa tanto griterío!

Gueparda, que había levantado la mano haciendo una señal, la dejó caer y el griterío se apagó.

—Quieren verte —explicó—. Están exaltados.

—¿A mí? —inquirió Titus—. ¿Por qué a mí?

—¿Acaso no eres Titus, septuagésimo séptimo señor de Gormenghast?

—¿Lo soy? Por Dios que no me siento como si lo fuera; no contigo tan cerca.

—Debe de estar muy cansado para mostrarse tan desagradable —dijo una voz melosa.

—No sabe lo que hace —añadió otra voz.

—¡Gormenghast, ja! —dijo una tercera con una risa disimulada—. Todo esto es tan absurdo.

El tacón alto de Gueparda cayó como un martillo sobre el empeine del último hablante.

—Querido mío —dijo como si tratara de apagar el grito—, las personas que tanto han esperado para esta fiesta se están reuniendo. Todo se está preparando. Y tú serás el centro de atención. ¡Un señor! ¡Un verdadero lord!

—¡Que el diablo se lleve a todos los lores! ¡Quiero mi casa! —exclamó.

La multitud empezaba a cerrarse a su alrededor, porque había algo en el aire; una sensación de frío de amenaza; una horrible oscuridad que parecía rezumar de las paredes y el suelo de aquel lugar. En el arrastrar de pies que siguió al relativo silencio, hubo un murmullo casi de aprensión de la que no eran conscientes y que sin embargo se manifestaba en sus ánimos crispados. Los invitados abandonaron sus alcobas perfumadas y hombres de todas las clases sociales acudieron desde los sectores más alejados y, arrastrados por un agente invisible, se acercaron al centro sin techo de la Casa Negra.

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