Titus la atrajo hacia sí suavemente. Era como una muñeca en sus brazos, pequeña, exquisita, aromática, infinitamente rara.
—Allí estaré —susurró—, no temas.
Los árboles inmensos y soñadores del camino se extendían hasta perderse en la distancia, suspirando; y, mientras la abrazaba, un espasmo cruzó las perfectas facciones de la chica.
Cuando por fin se separaron, Gueparda se alejó por el corredor de robles y Titus se adentró en el bosque. Y entonces, los tres vagabundos, Grieta-Campana, Tirachina y Congrejo se levantaron y lo siguieron. En esos momentos, no estaban a más de doce metros de su presa.
No era tarea fácil seguirle los pasos a Titus, porque los libros de Congrejo pesaban mucho.
Mientras se deslizaban entre las sombras, un sonido les hizo detenerse. Al principio los tres vagabundos no fueron capaces de situarlo; miraron a su alrededor. A veces el sonido venía de aquí, otras, de allá. No era un sonido que pudieran entender, aunque los tres estaban versados en la vida del bosque y podían descifrar un centenar de sonidos, desde el roce de unas ramas a la voz de la musaraña.
Y entonces, de pronto, las tres cabezas se volvieron simultáneamente en la misma dirección, hacia Titus, y se dieron cuenta de que andaba musitando para sus adentros.
Los tres se acuclillaron y lo vieron rodeado por una cordillera de hojas. Deambulaba con apatía en la penumbra y, mientras miraban, vieron que apoyaba la cabeza contra el duro tronco de un árbol. Y que susurraba algo con apasionamiento, y entonces levantó la voz y gritó a los cuatro vientos…
—¡Oh, traidor! ¡Traidor! ¿Qué significa todo esto? ¿Dónde podré encontrarme a mí mismo? ¿Dónde está el camino a casa? ¿Qué gentes son éstas? ¿Qué significado tienen estos sucesos? ¿Quién es esa Gueparda, o Trampamorro? Este no es mi sitio. Lo único que quiero es aspirar el olor de mi hogar, sentir el aliento del castillo en mis pulmones. ¡Dadme alguna prueba de mi existencia! ¡La muerte de Pirañavelo! Las ortigas, los corredores. Dadme a mi madre. Dadme la tumba de mi hermana. El nido, devolvedme mis secretos… porque estoy en tierra extraña. Oh, devolvedme el reino de mi cabeza.
Juno ha dejado su casa junto al río. Ha dejado la ciudad que en otro tiempo frecuentaba Trampamorro. Va conduciendo velozmente por el perímetro de un valle. Su silencioso compañero va sentado a su lado. Parece un bandolero. Un mechón de pelo rojo y oscuro se agita sobre su frente movido por el viento.
—Es extraño —dice Juno— que aún no sepa tu nombre. Y, por alguna razón, no deseo saberlo. Así que tendré que inventar un nombre para ti.
—Hazlo —dice el acompañante de Juno con un suave gruñido, tan hondo y cultivado que resulta difícil creer que pueda haber salido de una cabeza tan pirática.
—¿Cuál?
—Ah, en eso no puedo ayudarte.
—¿No?
—No.
—Entonces me ayudaré yo misma. Creo que te llamaré mi «Ancla» —dijo Juno—. Me produces una intensa sensación de seguridad.
Al volver el rostro para mirarlo, Juno toma una curva a demasiada velocidad y están a punto de volcar.
—Tu forma de conducir es única —dice el Ancla—. Pero no puedo decir que me dé seguridad. Mejor cambiamos el sitio.
Juno se detiene a un lado de la carretera. El coche es como un pez espada. Más allá, la línea extensa y errática de las montañas de color amatista. El cielo que se cierne sobre todo el paisaje está despejado, salvo por el pequeño jirón de una nube allá lejos, hacia el Sur.
—Cuánto me alegra que me hayas esperado —dice Juno—. Durante todos estos años, en el bosquecillo de cedros.
—Ah —dice el Ancla.
—Has evitado que me convierta en una vieja sentimental y aburrida. Me imagino con el rostro bañado en lágrimas pegado al cristal de la ventana… Llorando por los tiempos pasados. Gracias por enseñarme el camino, señor Ancla. El pasado pasado está. Mi casa es un recuerdo. Jamás volveré a verla. Porque tengo estos rayos de sol y estos colores. Una nueva vida me espera.
—No esperes demasiado —dice el Ancla—. El sol puede apagarse sin previo aviso.
—Lo sé, lo sé. Quizá estoy siendo un tanto simplona.
—No —dice el Ancla—. No creo que ésa sea la mejor palabra para describir el desarraigo. ¿Podemos continuar?
—Quedémonos aquí un poco más. Es un sitio adorable. Luego podrás seguir. Y conducir como el viento… llevarme a otro país.
Se hace un largo silencio. Están totalmente relajados; con las cabezas echadas atrás. A su alrededor se extiende el colorido paisaje. Los dorados campos de maíz; las montañas amatista.
—Ancla, amigo mío —dice Juno en un susurro.
—Sí, ¿qué pasa?
Juno ve su rostro de perfil. Jamás ha visto un rostro tan relajado y distendido.
—Soy tan feliz… —dice Juno—, aunque hay muchas cosas por las que estar triste. Supongo que a la tristeza también le llegará su turno. Pero ahora… en este momento, me siento como si flotara en una nube de amor.
—¿Amor?
—Amor. Amor hacia todo. Amor por esas colinas rojizas; amor por el mechón rojizo de tu frente.
Juno se recuesta contra el respaldo, cierra los ojos y, al hacerlo, el Ancla vuelve su cabeza bamboleante hacia ella. Sin duda, es bella, con una belleza que está más allá de su sabiduría. Majestuosa más allá de lo que ella misma puede saber.
—El mundo pasa —dice Juno— y nosotros vamos con él. Y sin embargo hoy me siento joven; joven, a pesar de todo. A pesar de mis errores. A pesar de mi edad. —Se vuelve hacia el Ancla—. Tengo más de cuarenta años —susurra—. Oh, mi querido amigo, ¡tengo más de cuarenta años!
—Yo también —dice el Ancla.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Juno.
Le coge del antebrazo con sus manos enjoyadas y aprieta.
—No podemos hacer nada, salvo vivir.
—¿Por eso pensaste que debía dejar mi casa? ¿Mis posesiones? ¿Mis recuerdos? ¿Todo? ¿Es por eso?
—Ya te lo he dicho.
—Sí, sí. Vuelve a decírmelo.
—Estamos empezando de nuevo. Por muy incompatibles que seamos. Tú con tu belleza serena que supera la de cien damiselas, y yo con…
—¿Con qué?
—Con una especie de felicidad.
Juno se vuelve hacia él pero no dice nada. El único movimiento visible es el de la seda negra de su pecho, sobre el que un gran rubí sube y baja como una boya en una bahía a medianoche.
Al cabo, Juno dice:
—El sol parece más adorable que nunca, porque hemos decidido volver a empezar. Los días irán pasando y nosotros los pasaremos juntos. Pero… Oh…
—¿Qué tienes?
—Es Titus.
—¿Qué pasa con él?
—Se ha ido. Se ha ido. Le decepcioné.
Con una determinación lenta y ociosa, el Ancla se sienta al volante, pero antes de que el pez espada se sacuda, dice:
—Pensaba que lo que buscábamos era el futuro…
—Oh, sí, claro que sí —exclama Juno—. Mi querido Ancla, desde luego.
—Pues entonces vamos a cogerlo por la cola y echemos a volar.
Con expresión radiante, Juno se inclina hacia delante en el pez espada acolchado y se alejan, sin más sonido que el aliento de la velocidad.
Por el oeste, arrastrando los pies, apareció Trampamorro. En otro tiempo no había ese arrastrarse ni en su porte ni en su mente. Ahora era distinto. La arrogancia seguía ahí, aflorando en cada gesto, pero ahora iba acompañada de algo más aberrante. El cuerpo ágil se había convertido en una parodia que los niños imitaban. La mente ágil le jugaba malas pasadas. Avanzaba como si el mundo no existiera. Y así era, salvo por una cosa. Del mismo modo que Titus suspiraba por Gormenghast, por abrazar sus muros decrépitos, Trampamorro se había impuesto la tarea de descubrir el foco de origen de la destrucción.
Su cabeza volvía una y otra vez a aquel simple experimento; la aniquilación de su zoo. No había forma en nada de cuanto le rodeaba, ya fuera rama o roca, que no le recordara a una u otra de sus amadas criaturas. Su muerte había despertado en él algo que jamás había sentido; una lenta e insaciable sed de venganza.
En algún lugar la encontraría, esa espantosa colmena de horrores; una colmena cuya miel era el cieno gris y definitivo del abismo. Día tras día caminaba a rastras de sol a sol. Día tras día sus pasos lo llevaban aquí y allá.
Era como si de una extraña forma su obsesión dirigiera sus pasos. Como si siguiera un camino que sólo ella conocía.
De los fermentos de su mente, del odio crónico que llevaba en su interior, Gueparda, la virgen, estilizada como una aguja para el ojo ajeno, negra para el interno, había por fin concebido un plan para hacer que Titus mordiera el polvo, una forma de herirlo.
Se negaba a aceptar que una parte de su ser no pudiera vivir sin él. Lo que en otro tiempo hubiera podido convertirse en una suerte de amor, se había vuelto abominable. ¿Cómo podía una brizna llevar consigo una amargura tan grande? Sufría por la humillación del visible aburrimiento de Titus… por su forma indiferente de evitarla. ¿Qué quería de ella? ¿El acto y ya está? Su figura menuda se estremeció de asco.
Y sin embargo, su voz sonaba tan indiferente como siempre. Sus palabras flotaban. Era la viva imagen de la sofisticación: deseable, inteligente, distante. ¿Quién hubiera podido decir que, unidos en un dúo mortal bajo las costillas, habitaban los poderes del miedo y el mal?
De todo esto y debido a ello, surgió un plan; algo terrible y retorcido que demostraba, cuando menos, la capacidad de invención de su mente.
Una fría determinación la impulsaba. Un estado que se asocia más fácilmente con la mentalidad del hombre que con la de la mujer. Y sin embargo, en un ser asexuado como ella, era más espantosa que en ninguno de los otros dos.
Le había hablado a Titus de la fiesta de despedida que preparaba en su honor. Le había suplicado; había hecho que sus ojos brillaran, que sus labios hicieran pucheros, que su pecho temblara. Y él, espoleado por el deseo, dijo que iría. Muy bien, todo estaba preparado. Ella era quien daría la señal de salida; quien llevaba la iniciativa y contaba tanto con el elemento sorpresa como con la ventaja de poder elegir las armas.
Pero para llevar a cabo su plan necesitaba la cooperación de un centenar o más de invitados, así como de decenas de trabajadores. La actividad era frenética pero secreta. Hubo cooperación, y sin embargo nadie sabía que estaba cooperando; o, si lo sabía, no sabía con quién, dónde, por qué o de qué forma. Sólo conocían su papel.
Con su magnetismo, Gueparda había convencido a cada hombre y cada mujer de que era el centro de todo. Los había halagado de forma grotesca, desde los de más baja estofa a los de posición más encumbrada. Y era tal la variedad con que los abordaba que no hubo ni uno solo de aquellos incautos que no pensara que sus órdenes estaban dirigidas sólo a él.
Como trasfondo a todo aquello, había una especie de presagio nebuloso y acumulativo; una congregación de cúmulos en el cielo; una exaltación que iba en aumento en medio del secretismo; algo semejante a una colmena que sólo Gueparda conocía en su totalidad, porque no era uno de los zánganos, sino la reina, el alma de la colmena. Los demás, aunque trabajaban sin descanso, no veían otra cosa que su celdilla particular.
Incluso el enigmático padre de Gueparda, el alfeñique, con su espantoso cráneo de color manteca, no sabía nada, salvo que la noche fatídica debía ocupar su lugar en una mascarada.
Podría pensarse que, puesto que todos trabajaban aparentemente con diferentes objetivos, sólo era cuestión de tiempo que aquella intrincada estructura se colapsara irremediablemente. Pero Gueparda, desplazándose de un confín de sus dominios a otro, sincronizó de tal manera las actividades de los invitados y los trabajadores —carpinteros, pedreros, electricistas y así sucesivamente— que, sin saberlo ellos, empezaron a confluir.
¿De qué se trataba? Nunca había sucedido nada parecido. Las especulaciones eran de lo más disparatadas. No tenían fin. De una invención surgía otra nueva. Para cada pregunta, Gueparda encontraba una respuesta.
—Si te lo dijera, no sería una sorpresa.
A aquellos hombres quisquillosos que no veían razón para que se dedicara tanto gasto y atención a Titus Groan, Gueparda les guiñaba un ojo como sugiriendo una conspiración entre quienes la criticaban y ella misma.
Gueparda se movía aquí y allá, como una sombra, dejando instrucciones por doquier, en esta habitación, en aquélla, en el gran almacén de madera; en la cocina; donde las costureras se arracimaban como murciélagos; en las casas de sus amigos.
Pero una buena parte de su tiempo la pasaba en otro sitio.
A partir de aquel momento, allá donde fuera, sin saberlo Titus llevaba una sombra.
Pero quienes le seguían eran a su vez seguidos, por Congrejo, Tirachina y Grieta-Campana.
Estos expertos en viejos crímenes habían aprendido la importancia del silencio, y si una rama se movía o una ramita se partía, se puede tener la seguridad de que ninguno de estos caballeros era el responsable.
Cuando concibió su plan, Gueparda había dado por sentado que su fiesta se celebraría en el gran estudio que ocupaba la planta superior de la mansión de su padre. Desde luego, era un estudio con una iluminación adorable, suelo de parquet, de vastas proporciones —el caballete, que desde la puerta no parecía más grande que un bolo, se levantaba sobre sus patas como un alto insecto.
Pero estaba equivocada, fatalmente equivocada, porque aquella estancia tenía un algo… un aire de inocencia que nada podía erradicar. Y la inocencia no tenía lugar en el plan de Gueparda.
Y aunque era una mansión inmensa, no había en ella ninguna otra sala que se amoldara a sus propósitos. Había barajado la posibilidad de tirar abajo una larga pared en el ala sur para conseguir un salón largo e imponente; pero, de nuevo, la atmósfera hubiera sido la equivocada; igual que en el más largo de los doce cobertizos, aquellas estructuras que se pudrían en el límite norte de sus tierras.
Conforme los días pasaban, la situación se volvía más extraña. No porque la actividad decreciera entre sus amigos y los trabajadores, sino porque la imagen de los innumerables objetos aparentemente incompatibles que se estaban construyendo hacía que las especulaciones crecieran hasta un grado casi insostenible.
Y entonces, una mañana nublada, cuando Gueparda estaba a punto de salir a supervisar los diferentes talleres, se paró en seco, como si la hubieran golpeado. Algo que había visto u oído acababa de despertar un recuerdo. Como en un destello, supo la respuesta.