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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus solo (13 page)

BOOK: Titus solo
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—Es la segunda vez que caes a mis pies. ¿Te has hecho daño, querido? ¿Es algo simbólico? —preguntó Juno.

—Debe de serlo —dijo Titus—, sin duda.

De no haberla conocido Titus tan bien, aquella absurda caída hubiera podido distraerle del poco original propósito que lo impulsaba, pero, al ver a Juno inclinada sobre él, oliendo a paraíso, su pasión, lejos de verse apagada, adoptó un extraño tinte —ridículo y adorable— y la risa se sumó a la ternura que había entre los dos.

Cuando Juno rió, el proceso se puso en marcha, como los gorjeos de un crío.

En cuanto a Titus, su risa salió a borbotones.

Era el tañido a muerto del falso sentimiento, el de cualquier cliché, o del comportamiento reconocido. Era algo que ellos habían inventado. Una nueva palabra compuesta.

Un espasmo se apoderó de él. Atravesó furtivamente su diafragma y se deslizó por sus entrañas. Subió disparado como un cohete a su garganta, bifurcándose en diversas ramificaciones, para luego converger de nuevo, llevándolo a un territorio de casi lunatismo en el que Juno se unió a él. No tenían ni idea de por qué reían, y eso es más impresionante que un mundo entero de audacias.

Titus, volviéndose con un grito, estiró la mano, se dio cuenta de que la había apoyado en el muslo de Juno y de pronto la risa lo abandonó, y a ella también, así que Juno se puso en pie y cuando Titus se levantó, se abrazaron y fueron hasta la puerta, subieron las escaleras, siguieron un corredor y entraron en una habitación cuyas paredes estaban cubiertas de libros y cuadros bañados por la luz del sol otoñal.

En aquella remota habitación se respiraba una extraña sensación de paz, con los largos rayos de sol cuajados de motas de polvo. Sin estar desordenada, la biblioteca parecía extrañamente informal. Y había en ella la lejanía de un barco en alta mar… una especie de distanciamiento de lo cotidiano, como si no hubiera sido creada por carpinteros y albañiles y fuera una proyección de la mente de Juno.

—¿Por qué? —preguntó Titus.

—¿Por qué qué, sol mío?

—Esta habitación inesperada.

—¿Te gusta?

—Por supuesto, pero ¿por qué tanto secreto?

—¿Secreto?

—No sabía que existía.

—En realidad no existe, no cuando está vacía. Sólo se materializa cuando nosotros estamos en ella.

—Qué ocurrente, mi amor.

—Bruto.

—Sí lo soy, pero no te pongas triste. ¿Quién ha encendido el hogar? Y no me digas que los duendes, ¿vale?

—Nunca volveré a mencionar a los duendes. Yo lo he encendido.

—Estás muy segura de mí, ¿verdad?

—En realidad no. Siento una proximidad. Hay algo que nos une. A pesar de la edad. A pesar de todo.

—Oh, la edad no importa —dijo Titus cogiéndola de los brazos.

—Gracias —dijo Juno.

Una sonrisa amarga brotó de sus labios y se desvaneció. Su cabeza esculpida permaneció. Mientras Juno y Titus se desprendían de sus ropas y, temblando, se tumbaban juntos en el suelo y empezaban a ahogarse, la luz del atardecer fue suavizando los contornos de la adorable habitación.

La luz del hogar parpadeaba y perdía fuerza; bailaba y se extinguía. Sus cuerpos proyectaron una sombra por la habitación. Y la sombra pululó sobre la alfombra; trepó por una pared de libros y se sacudió con alegría por el solemne techo.

CUARENTA Y TRES

Mucho más tarde, cuando la luna ya se había elevado en el cielo y Juno y Titus dormían uno en brazos del otro junto al fuego moribundo, Trampamorro, de humor travieso, al ver que no contestaban cuando llamó a la puerta, se había encaramado a un castaño cuyas altas ramas rozaban la ventana de la biblioteca y, con gran riesgo para su vida, saltó en la oscuridad y aterrizó en el alféizar, aferrándose al marco de la ventana abierta.

Más por suerte que por pericia, había conseguido mantener el equilibrio y no hacer ruido, salvo por el susurro de las ramas al volver a su sitio y una leve sacudida de la hoja de la guillotina.

Hacía ya bastante que no veía a Juno. Es cierto que durante unos días, después de la inesperada punzada que sintió en el corazón al verla alejarse por el camino, la había visto varias veces; se había dado cuenta de que no se puede recuperar el pasado, aun queriendo, así que le dio la espalda, igual que se le da la espalda a la juventud.

¿Por qué entonces aquella visita a deshoras en plena noche a su antiguo amor? ¿Por qué estaba en aquel alféizar, impidiendo el paso a la luz de la luna y contemplando las ascuas del hogar? Porque necesitaba hablar. Hablar como un torrente. Expresar en palabras el sinfín de extrañas ideas que habían estado pidiendo a gritos que las dejara salir; que encendiera su lengua. Llevaba todo el día deseándolo.

La mañana, la tarde, el anochecer los había pasado yendo de una jaula a otra en su zoo descomunal.

Pero, aunque los quería mucho, esa noche no estaba con sus animales. Quería otra cosa. Quería palabras y, en su deseo, mientras el sol se ponía, se dio cuenta de que estaba la imagen de la única persona del ancho mundo a los pies de cuyo lecho podía sentarse; bien erguido, con la cabeza muy alta, el mentón hacia delante, el rostro encendido por la secuencia interminable de ideas. ¿Quién, sino Juno?

Pensaba que había obtenido todo lo que ella podía dar. Habían acabado por cansarse. Sabían demasiado del otro. Pero ahora, de forma inesperada, la necesitaba. Podía hablarle de las estrellas y de los peces del mar. De los demonios y el vello que se encarama al pecho de los serafines, De ropa vieja y enfermedades terribles. De misiles voladores y de los extraños caminos del corazón. De cualquier cosa… podía hablarle de cualquier cosa. Lo importante era hablar.

Así que Trampamorro, haciendo caso omiso de su antiguo vehículo, escogió entre sus animales una gran llama olorosa; la ensilló, salió a medio galope del patio y se alejó cantando por las colinas en dirección a la casa de Juno.

No tenía ningún deseo de molestar al resto de habitantes de la casa, pero las piedrecillas que arrojó a la ventana de Juno no recibieron respuesta, y no le quedó más remedio que llamar a la puerta. Tampoco esto dio resultado y, puesto que no tenía intención de entrar por la fuerza o forzar una ventana, decidió encaramarse al castaño cuyas ramas rozaban las ventanas de la segunda planta. Ató la llama al pie del castaño, trepó por él y luego dio el salto.

Mientras estaba en el alféizar, con una caída de diez metros a sus pies, durante un rato siguió contemplando las ascuas del hogar y luego, finalmente, pasó bajo la hoja de la ventana y penetró en la oscuridad de la habitación.

Había estado antes en ella, varias veces, pero eso fue mucho tiempo atrás y aquella noche le pareció muy distinta. Sabía que el dormitorio de Juno estaba justo debajo, así que se dispuso a dirigirse a la puerta.

Esbozó una mueca al imaginar su sorpresa cuando lo viera. Su forma de tomarse las sorpresas era maravillosa. Nunca parecía sorprendida. Simplemente parecía contenta de verte… como si te hubiera estado esperando. Muchas veces, al despertar de un sueño profundo, había sorprendido a Trampamorro volviendo la cabeza y sonriéndole con una dulzura casi insoportable antes siquiera de abrir los ojos. Necesitaba ver aquello otra vez antes de dejar brotar las palabras ardientes.

Cuando le separaban apenas unos pasos de la puerta, oyó el primer sonido. Con un movimiento reflejo que provenía de tiempos muy lejanos, su mano fue en seguida al bolsillo de la cadera. Pero no había ningún revólver allí y devolvió su mano vacía al costado. Se dio la vuelta y clavó la vista en las últimas ascuas bermellonas de la chimenea.

No sabía exactamente qué había oído. Quizá había sido un suspiro. O las hojas del árbol de la ventana, aunque el sonido parecía proceder del rincón del hogar.

Y entonces volvió a oírlo, pero esta vez acompañado de una voz.

—Cariño… oh, mi amor.

Las palabras eran tan suaves que, de no haber sido pronunciadas en el profundo silencio de la noche, jamás las hubiera oído.

Trampamorro, inmóvil en la pieza aparentemente encantada, esperó durante varios minutos, pero no hubo más palabras, ni ningún otro sonido, salvo un largo suspiro, como el susurro del mar.

Así que avanzó y se desplazó ligeramente a la derecha, y al punto reparó en un tramo de oscuridad más intensa que el resto, y se inclinó hacia adelante con las manos levantadas como si se preparara para entrar en acción.

¿Qué clase de criatura podía estar tendida en el suelo y suspirar? ¿Qué clase de monstruo trataba de atraerlo?

Y entonces algo se movió en la oscuridad cerca de las ascuas mortecinas; luego silencio, no hubo más movimientos.

La luna se desprendió de las nubes y su luz penetró en la biblioteca, iluminando una pared de libros; cuatro cuadros; un tramo de la alfombra y las cabezas durmientes de Juno y el muchacho.

Las zancadas lentas y silenciosas hasta la ventana; el salto; el descenso por el castaño, rama a rama, perdiendo pie y magullándose la rodilla; el momento en que tocó el suelo, desató la llama, volvió a casa… todo esto fue un sueño. La realidad estaba en su interior… y era un dolor sordo y oscuro.

CUARENTA Y CUATRO

Los días se sucedían en una larga y dulce secuencia de luz y aire. Y cada uno era nuevo. Y sin embargo, detrás de todo esto había otra cosa. Algo ominoso. Juno lo había notado. Su amante estaba inquieto.

—¡Titus!

El nombre voló escaleras arriba hasta donde el joven estaba tumbado.

—¡Titus!

¿Era un eco o un segundo grito? Fuera lo que fuese, no consiguió despertarlo. No hubo movimiento alguno… salvo en sus sueños, donde la bestia rojiblanca caía de cabeza desde una torre.

La voz sonó doce pasos más cerca.

—¡Titus, mi amor!

Su párpado se movió, pero el sueño luchaba por mantenerse, y la bestia con la cara de dos colores caía y giraba en un cielo tras otro.

La voz había llegado al descansillo…

—¡Loco mío! ¡Malo! ¿Dónde estás, hijo?

A través de las cortinas de la habitación, atravesando el aire cálido y oscuro, un haz de rayos solares formó un charco de luz sobre la almohada. Y junto a este charco de luz, en la sombra cenicienta del lino, yacía la cabeza de Titus, igual que hubiera podido hacerlo una piedra, o un pesado libro; inmóvil; indescifrable… un idioma extranjero.

La voz estaba en la puerta; una nube ocultó el sol; y los rayos desaparecieron de la almohada.

Pero la voz profunda seguía en su sueño, aunque Titus tenía los ojos abiertos. Mezclada con aquella avalancha de imágenes y sonidos que burbujeaban y se expandían mientras la criatura de su pesadilla, cayendo por fin en un lago de pálidas aguas de lluvia, desaparecía envuelta en un chorro de vapor.

Y, mientras él se hundía, centímetro a oscuro centímetro, una gran hueste de cabezas, extrañas y al mismo tiempo familiares, salieron de las profundidades y cabecearon sobre el agua… y un centenar de voces extrañas y al mismo tiempo reminiscentes empezaron a llamar sobre las olas hasta que, de horizonte a horizonte, Titus se sintió dominado por una gran turbulencia de visión y sonido.

Y entonces, de pronto, sus ojos estaban muy abiertos…

¿Dónde estaba?

La vacía oscuridad del muro que tenía delante no le dio ninguna respuesta. Lo tocó con la mano.

¿Quién era él? Imposible saberlo. Sus ojos volvieron a cerrarse. Durante unos momentos no hubo ningún tipo de sonido; luego, el ajetreo de un pajarillo entre la hiedra al otro lado de la alta ventana le recordó ese otro mundo que existía fuera de su persona… un mundo ajeno a aquel terrible vacío.

Cuando se incorporó sobre un codo, mientras su memoria volvía a él en pequeñas oleadas, Titus no podía saber que una figura ocupaba el umbral de la habitación… y no tanto por tamaño como por la intensidad de su presencia… lo colmaba como una tigresa la entrada de su guarida.

También ella iba listada como una tigresa: de amarillo y negro; y a causa de las oscuras sombras que había a su espalda, sólo se veían las franjas amarillas, de modo que era como si estuviera cortada en trozos por los tajos horizontales de una espada. Esto la convertía en una suerte de número de magia, «la mujer cercenada», en algo asombroso y extraordinario para la vista. Pero no había quien la viera, porque Titus estaba de espaldas a ella.

Titus tampoco veía que su sombrero, emplumado y pirático, brotaba de su cabeza con la misma naturalidad con que brotan las verdes frondas de lo alto de una palmera datilera.

Juno se llevó la mano al pecho. No con nerviosismo, sino con una especie de determinación tensa y tierna.

Al verlo apoyado sobre el codo, de espaldas a ella, la soledad de Titus la conmovió profundamente. No era bueno que estuviera tan solo; tan contenido; tan poco fundido con la existencia de ella.

Era una isla rodeada de aguas profundas. No había ningún istmo que llevara a la generosidad de ella; ningún camino que lo comunicara con su continente de amor.

A veces el aire que flota entre los mortales, por su quietud y su silencio, se convierte en algo tan cruel como el filo de una guadaña.

—¡Oh, Titus! ¡Titus, cariño! —exclamó Juno—. ¿En qué piensas?

Él no volvió la cabeza inmediatamente, aunque al oír su voz supo de forma instantánea dónde estaba. Y supo que estaba siendo observado… que Juno se hallaba muy cerca.

Cuando por fin se dio la vuelta, ella dio un paso hacia la cama y sonrió con auténtico placer al verle el rostro. Éste no era particularmente llamativo. Ni con las mejores intenciones se hubiera podido decir que su frente o el mentón o la nariz o los pómulos estaban cincelados. No, más bien era como si las formas de su cabeza hubieran sido moldeadas por la acción de muchas mareas, como las irregularidades de una piedra. La juventud y el tiempo estaban unidos indisolublemente.

Juno sonrió al ver el desarreglo de sus cabellos castaños, las cejas enarcadas y la media sonrisa de sus labios, que no parecían tener más pigmentación que el cálido color arena de su piel.

Sólo los ojos negaban a la cabeza la absoluta simplicidad del monocromatismo. Eran del color del humo.

—¡Vaya horas para estar durmiendo! —dijo Juno, sentándose al borde de la cama.

Sacó un espejo de su bolso y por un momento enseñó los dientes, mientras examinaba la línea de su labio superior, como si no fuera suyo, sino algo que quizá compraría, o quizá no. Estaba totalmente tenso… en un trazo único de carmín.

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