Toda la Historia del Mundo (38 page)

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Authors: Jean-Claude Barreau & Guillaume Bigot

Tags: #Historia

BOOK: Toda la Historia del Mundo
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El 26 de junio, ante una nueva amonestación de Pétain justificando el armisticio, De Gaulle lanzó al viejo jefe esta algarada: « ¡La derrota! ¿Quién la necesita, señor mariscal? Usted, que era el más alto mando militar, ¿alguna vez ha apoyado, pedido, exigido, la reforma indispensable de un sistema que no funcionaba? ¡Ah! Para firmar ese armisticio de servilismo no había necesidad de vencer en Verdún. Cualquiera habría podido firmarlo».

Y como Pétain aconsejaba la sumisión, él explicó que Francia «no volverá a levantarse bajo la bota alemana. Se alzará con la victoria».

El mariscal y el general se habían encontrado en un restaurante de Burdeos unos días antes. De Gaulle cuenta la escena en sus
Memorias.
Él se acerca a saludar a Pétain: «Estoy convencido de que en otros tiempos el mariscal habría continuado el combate... Pero la edad que tenía había destruido su carácter. La vejez es un naufragio y, para no ahorrarnos nada, la vejez de Pétain tenía que identificarse con la derrota de Francia».

Las llamadas del general a través de la radio sólo las escucharon unos cuantos miles de personas, todavía no había costumbre de escuchar la BBC.

En Francia reinaba el terrible desorden del éxodo. El país entero estaba destruido. Las familias separadas se buscaban. El caos y la muerte se daban la mano. Se necesitaba la sangre fría y la mentalidad profética del general para ver más allá de aquella «cagalaolla» —palabra que se utilizará en 1968, pero que describe aún mejor la situación de 1940.

El Partido Comunista, que hubiera podido controlar la anarquía, había quedado mentalmente aniquilado por el pacto germano-soviético y también predicaba la sumisión. Los pacifistas como Céline gritaban: «¡Ya os lo habían advertido!».

Las personas más destacadas sentían algo de vergüenza por haber abandonado sus puestos a la debacle, pero se sentían justificados por las palabras de Pétain. Además, tenían más miedo de los comunistas que de los nazis. Una verdad inconfesable: muchos de ellos admiraban en secreto a los alemanes. Éstos eran altos, rubios, guapos, fuertes, organizados,
korrekt.
Hay una parte de masoquismo en las víctimas con relación a sus verdugos (el síndrome de Estocolmo). En cuanto a los monárquicos de la Acción Francesa, poco numerosos pero influyentes, para ellos la derrota fue «una divina sorpresa», tal y como confesará su gurú Maurras.

Todos aquellos generales vencidos, como Huntzinger, todos los almirantes que habían dejado sus barcos en puerto, todos los notables que habían huido de sus puestos, se reencontraron en Vichy, sin vergüenza y sin pudor, alrededor o en el gobierno del mariscal. Entonces instilaron en la mentalidad de los ciudadanos de a pie que no tenían más que lo que se merecían por su comportamiento (bajas por enfermedad pagadas, los tándems, las vacaciones, los votos para el Frente Popular).

Pero los hechos dicen obstinadamente lo contrario de lo que expresaba el discurso de culpabilidad de las élites: en junio de 1940 fue la clase dirigente (salvo algunas excepciones) la que se quebró y no el pueblo, cuyo coraje y dignidad en aquella dura prueba fueron grandes.

El desprecio por el pueblo siempre es la tentación y la excusa de los dirigentes débiles.

Capítulo
31
La apuesta de la Francia libre

¿E
N JUNIO DE
1940 había alternativa al armisticio?

Seguro que sí, y en este asunto la responsabilidad del presidente del Consejo, Paul Reynaud, fue abrumadora. Es cierto que había cometido el error de llamar al gabinete al mariscal Pétain, hasta entonces embajador en la España de Franco, cuyo escepticismo era notorio. Pero también hizo que De Gaulle entrara en el gabinete. Su ministro del Interior, Georges Mandel, no era en absoluto partidario de la capitulación. Reynaud habría podido transportar la sede de la República a Argelia, entonces parte integrante del territorio metropolitano.

Las posibilidades de que el combate continuara eran muchas: que la Asamblea Nacional, el Senado y Lebrun se instalaran en Argel; que la flota de combate, la mejor que Francia haya tenido nunca (aunque el almirante Darían no supiera combatir, había sabido construir una flota ultramoderna) zarpara de Brest y Toulon para ir a amarrar a Mers al Kebir, Dakar y Bizert; que las grandes escuelas se replegasen a África del Norte; la aviación ya estaba salvada (los aviadores fueron por sí mismos a Argelia y a Marruecos; Vichy los hizo volver); y que los regimientos que todavía podían salir de Francia o los que ya estaban replegados en Inglaterra (cazadores alpinos, la Legión) acudieran a reforzar el ejército de África.

Francia se guardaba una baza: un ejército colonial, una magnífica marina, un Imperio inmenso en África y en Asia.

Se dice que los alemanes habrían invadido inmediatamente África del Norte. Una hipótesis absurda: si eran incapaces de franquear el paso de Calais, ¿cómo iban a poder cruzar el Mediterráneo con la supremacía naval anglo-francesa frente a ellos?

Quedaba Italia, pero ya hemos señalado que, hostil a los nazis, el pueblo italiano no estaba entusiasmado —y esto es lo menos que se puede decir— con esta guerra. En cuanto a Franco, negaba el paso a Hitler. Invadir España no era un camino de rosas. Una vez invadida, el tumultuoso estrecho en el que se asienta la base, aún inglesa, de Gibraltar habría supuesto un obstáculo insuperable. Es verdad que Libia era italiana, pero cuando los alemanes desembarcaron allí en ayuda de Italia, con Rommel, sólo pudieron hacerlo unos pocos. El ejército francés de África, aun mal equipado, durante el terrible invierno de 1942-1943 supo detener —solo, pues los americanos habían huido— a los alemanes que llegaron a Túnez a causa de la traición del almirante Esteva. Habría hecho lo mismo en 1940-1941.

Claro está que los alemanes habrían ocupado la Francia metropolitana. Pero hay que preguntarse: ¿habrían sido más desgraciados los franceses? La respuesta es no. Habrían seguido la misma suerte que los belgas y los holandeses. Por otra parte, la ocupación total del territorio sólo fue repelida poco más de dos años. Moral-mente, la situación habría estado clara para los ciudadanos.

Si la guerra hubiera seguido desde Argelia, Francia, desafortunada en 1940, se habría mantenido en combate hasta la victoria final. Por lo demás, es lo que se hará con De Gaulle en 1943, pero para entonces las fuerzas ya estaban considerablemente reducidas y el crédito extremadamente mermado por Vichy. Sabemos que Paul Reynaud no fue el hombre de aquel destino.

Una vez aclarado este punto, el balance del Gobierno de Vichy es catastrófico. Recordemos que las gentes de Vichy nunca habrían llegado al poder por medio de unas elecciones. Representaban a la eterna extrema derecha, alrededor del 10% del cuerpo electoral, y las últimas elecciones libres, en 1936, habían llevado al poder al Frente Popular.

Recordemos, sobre todo, que el canciller Adolf Hitler deseaba apasionadamente Vichy. Francia, inmenso país a escala europea, era un pedazo difícil de digerir para la
Wehrmacht,
al contrario que la pequeña Bélgica. En Francia, el ejército alemán corría el riesgo de hundirse entero. Por eso el empeño del Führer en favorecer la instalación, en junio de 1940, de un gobierno francés en Vichy, en manos del mariscal Pétain, héroe emblemático de la Gran Guerra. Los ingleses no se equivocaron cuando, el 3 de julio, hundieron en Mers al Kebir la parte más accesible para los alemanes de la flota francesa. Churchill no podía correr ningún riesgo: ver a la «Real» en manos de los alemanes era inaceptable.

Hitler hizo a Pétain dos grandes y aparentes concesiones: la no confiscación de la flota de Toulon; una «zona (llamada) libre», es decir, que no habían ocupado las tropas alemanas, en donde se encontraba situado (en la ciudad termal de Vichy) el Gobierno Pétain-Laval; y el respeto al Imperio colonial. Esta última concesión no suponía nada, puesto que, ya lo hemos dicho antes, Hitler sabía muy bien que no tenía medios para apoderarse de él.

Pero Vichy permitía que Francia, aún administrada por sus prefectos y funcionarios oriundos, sirviera de burdel y de lugar de reposo para la
Wehrmacht.
Vichy permitía que Alemania saqueara todo a su antojo, los recursos económicos y la industria francesa. Vichy permitió que la
Kriegsmarine
y la marina italiana no midieran sus fuerzas contra la marina francesa, algo que hubiera sido peligroso para los primeros. Nunca se señalará bastante la responsabilidad en esta cuestión del almirante de la flota, el siniestro Darían.

Se afirma que Vichy evitó a los franceses algunos de los horrores de la guerra. Es justamente lo contrario de la verdad.

Vichy hizo la guerra tres veces, y con gran energía, pero contra las democracias occidentales y contra los franceses libres: en Dakar, en septiembre de 1940; en Siria, en la primavera de 1941, y en Casablanca, en noviembre de 1942. Los soldados de Pétain masacraron a centenares de G.I.
[17]

El error de la extrema derecha fue creer que ella podía llevar a cabo una «Revolución nacional» bajo la bota del enemigo. Aquél no era el momento. Pétain, Laval, Darían se deshonraron. Vichy se hundió en el lodo: cuando se entra en la vía de las concesiones ante un tirano, hay que hacer cada vez más. Para su vergüenza, Vichy acabó mandando a la policía, que seguía bajo sus órdenes, a organizar detenciones masivas de judíos —entre ellas la de Vel’d'Hiv', en París—. Y, sobre todo, Vichy no dudó en empezar una guerra civil, con la famosa milicia. Los traslados masivos de obreros franceses a Alemania fueron los que hicieron funcionar la maquinaria de guerra alemana.

Desde un punto de vista puramente jurídico, se puede admitir, a pesar de los abusos de poder del mariscal, que el Gobierno de Vichy tuvo una base legal hasta 1942. Pero cuando, en noviembre de 1942, los alemanes rompieron lo estipulado en el armisticio de 1940, que era lo que fundamentaba su legalidad, con el voto de un Parlamento engañado, Vichy cayó al vacío. Si Pétain entonces hubiera querido llegar a Argel, o al menos dimitir con brillantez en Francia, habría podido salvar su honor. El viejo prefirió conservar una ridícula dignidad a cambio del abandono nacional.

Abordemos ahora la cuestión fundamental sobre el grado de adhesión de los franceses al Gobierno de Vichy.

Durante veinte años, la leyenda gaullista describió a un pueblo unánime a favor de la resistencia. Desde que se estrenó la película
Le Chagrin et la pitié, [La pena y la pie
dad]
de Marcel Ophuls, una corriente de moda nos pinta, por el contrario, como una nación servil y antisemita. ¿Cuál es la verdad?

Los franceses, excepto De Gaulle y un puñado de fieles seguidores suyos, todos fueron más o menos partidarios de Pétain durante cuatro meses —hasta la entrevista, el 24 de octubre de 1940, del mariscal con el
Führer,
en Montoire—. Su famoso apretón de manos, cuya foto difundió masivamente la
Propagandastaffel,
rompió el encanto; la imagen de un general republicano —entonces Pétain pasaba por serlo— y con gloria estrechando la mano al jefe nazi fue insoportable para los franceses. Ni Pétain ni Hitler tuvieron la fineza de evitar ese impacto: Pétain porque no entendía nada de la situación y confundía, ya lo hemos dicho, a Hitler con Bismarck; Hitler porque, aunque conociese bien la psicología de masas de Baviera, ignoraba la mentalidad retorcida de los galos.

A partir de entonces se acabó el apoyo. Es verdad que se siguió respetando la figura del «vencedor de Verdún» casi hasta el final, pero prácticamente desde el principio, la mayoría de los franceses detestó los gobiernos que formó —sobre todo el de Laval— tanto como a los alemanes. Los notables masoquistas y endiabladamente serviles de los que ya hemos hablado siempre fueron una minoría.

Uno de los autores de este libro, un septuagenario, recuerda muy bien el ambiente del metro de París. Se marcaban las distancias con los
doryphores
[18]
(nombre con el que se conocía a los soldados alemanes). Se hacían juegos de palabras del tipo:
«Métropolitain -
Pétain mollit
trop».
[19]
Se comentaban los últimos aciertos de Pierre Dac (uno de los presentadores de la emisión francesa de la BBC): «Radio París miente, Radio París miente, Radio París es alemana». Por lo demás, a la hora de la emisión de la radio inglesa del programa nocturno «Los franceses hablan a los franceses», las calles se quedaban vacías, todo el mundo escuchaba la BBC.

Hacía falta una inteligencia visionaria como la de un De Gaulle para saber entonces que los alemanes perderían. Hitler iba a atacar Rusia —aquello estaba escrito en el
Mein Kampf—,
y el general nunca subestimó a sus adversarios. En aquella época, De Gaulle anunciaba por la radio la llegada de las «inmensas fuerzas de América»; pero en esas mismas fechas, Roosevelt consiguió ser reelegido gracias a su eslogan
«He kept us out of war»
(«El nos ha mantenido al margen de la guerra»).

En ese momento, De Gaulle todavía estaba bastante solo. Es verdad que pudo poner de su parte —con ayuda de algunos héroes locos como el capitán Hauteclocque, escapado de Francia y que se hizo llamar Leclerc— al África ecuatorial francesa y a las islas del Pacífico, pero los americanos tenían a su embajador en Vichy. La suerte de De Gaulle fue que Winston Churchill lo comprendió, lo protegió, lo admiró y lo detestó, todo a la vez.

Las sórdidas concesiones de Vichy revolucionaban cada vez más a los franceses. Al contrario de lo que se nos quiere hacer creer, los franceses no eran antisemitas (en cualquier caso, mucho menos de lo que lo fueron, en un momento concreto, cuando el caso Dreyfus). Los historiadores israelíes indican con honestidad que fue en Francia donde más judíos sobrevivieron a las persecuciones. Uno de los autores de este libro, cuyo abuelo materno era judío, da fe de ello.

La STO —Servicio de Trabajo Obligatorio—, ley promulgada por Vichy que pretendía obligar a los jóvenes reclutados para el servicio militar a marchar a Alemania, fue, en 1942, la gota que colmó el vaso. En aquel momento, la mayoría de la población se declaró «gaullista». Los informes de los prefectos de Vichy lo demuestran. Por supuesto, esto no quiere decir que la mayoría de ellos fueran héroes.

Por entonces, la Resistencia ya estaba estructurada en corrientes. Tres eran las principales: «Combate», de Henri Frenay, oficial en activo; «Liberación» de D'Asister de La Vigerie, un aristócrata, y «Francotiradores» de Jean-Pierre Levy, más bien de izquierdas.

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