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Authors: Matilde Asensi

Todo bajo el cielo (19 page)

BOOK: Todo bajo el cielo
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—Así se escribe el nombre de Xin'an —dijo complacido— y así el de la provincia de Chekiang. Chekiang sigue llamándose igual pero a Xin'an hoy se la conoce como Quzhou. En cualquier caso, debemos buscarla por su antigua denominación, que es la que nos interesa. Este grupo de caracteres que acabo de escribir debe encontrarse forzosamente unido a Wei en los ladrillos que buscamos.

Aplicadamente, los alumnos de aquella improvisada escuela inclinamos la cabeza sobre la mesa para copiar los nuevos trazos con diligencia. Incluso Biao, que antes había rehusado mi oferta de papel y lápiz, se afanaba ahora en el trabajo con verdadero interés. Sentí una cierta pena por Pequeño Tigre. Era un pobre expósito de trece años atrapado entre dos culturas, la oriental y la occidental, que se enfrentaban violentamente entre sí desde hacía mucho tiempo y que, para él, estaban representadas por el padre Castrillo y el señor Jiang, y a los dos les tenía miedo.

Para mi alegría, después de la lección pude darme, al fin, un baño caliente: una vieja criada me tiraba por encima de la cabeza los baldes de agua humeante que traía de la cocina y que iban rellenando la gran tina de madera que servía de bañera. El jabón, por suerte, no era demasiado malo a pesar de su desagradable aspecto, aunque me dejó la piel seca y escamada, y los trapos que me trajeron para secarme estaban limpios, al contrario que mi ropa, que, sucia y todo, regresó a mi cuerpo por unos cuantos días más. Breve para mi disgusto (los demás esperaban su turno cayéndose de sueño), el baño me dejó fresca y renovada. Sin embargo, esta buena disposición se fue rápidamente al garete en cuanto vi la miserable habitación en la que Fernanda y yo íbamos a dormir —de techo tan bajo que se podía tocar con las manos y con las paredes de adobe sucias y desconchadas— y no digamos el sórdido k’ang de bambú colocado sobre un horno de ladrillos —apagado, por suerte— en el que tendría que acostarme.

Pero estaba tan necesitada de sueño que no me enteré ni de la llegada de mi sobrina tras su baño y la noche pasó en un suspiro. De pronto, me encontré abriendo los ojos, totalmente despejada, atenta a un leve roce de tela en el patio. Me levanté con cuidado (aún era noche cerrada) y entreabrí la puerta de listones de madera con el corazón palpitándome como un tambor, dispuesta a gritar como una energúmena en cuanto viera a los secuaces de la Banda Verde. Pero no, no eran ellos. Aquella sombra oscura era Lao Jiang haciendo sus ejercicios taichi a la luz de un menudo farolillo que colgaba de una viga. No sé qué me impulsó a acercarme en lugar de volver al k'ang pero el caso es que lo hice y no sólo eso, sino que, además, me escuché a mí misma diciendo:

—¿Podría enseñarme, señor Jiang?

El anticuario se detuvo y me miró sonriente.

—¿Quiere aprender taichi?

—Si a usted no le molesta...

—Las mujeres también pueden practicar taichi si quieren —murmuró para sí mismo.

—¿Me enseña?

—Hoy no,
madame
, es tarde. Mañana daremos la primera clase.

Así que allí me quedé, sentada en un banco, viendo girar y evolucionar lentamente a Lao Jiang hasta que éste dio por terminada su sesión de aquel día. Lo cierto era que había una gran armonía en ese extraño baile, una belleza misteriosa que yo sentía acrecentada por el hecho de que una persona tan mayor pudiera realizar ágilmente determinados movimientos que hubieran resultado imposibles para mí y, encima, con mucha lentitud, lo que aún lo hacía más difícil. Pero en ese taichi debía de residir el secreto de la asombrosa flexibilidad de los chinos y yo quería aprenderlo. Me encaminaba hacia los cincuenta a velocidades vertiginosas y no deseaba de ningún modo terminar como mi madre o como mi abuela, sentadas todo el día en un sillón, melindrosas y llenas de achaques.

Poco después, abandonábamos la posada. Nos precedía Biao portando una larga vara en cuyo extremo bailaba un farol que proyectaba un tenue círculo de luz. Como estaba amaneciendo, los gallos cantaban en los patios y algunos comerciantes barrían el suelo frente a las puertas de sus establecimientos. No caminamos mucho, en realidad. Recorrimos unas cuantas calles y en seguida cruzamos un puentecillo jorobado sobre un canal de agua y nos encontramos frente a Zhonghua Men. No podía ni imaginar cómo se vería extramuros pero, desde luego, por dentro era impresionante, abrumadora. ¿Qué enemigo se hubiera atrevido a soñar siquiera con tomar aquella fortaleza colosal formada, en realidad, por cuatro puertas consecutivas a cuál más inexpugnable? De hecho, según nos dijo el señor Jiang, Zhonghua Men jamás había sido atacada. Los ejércitos invasores preferían intentar el asalto a Nanking por cualquier otro lugar antes que ser masacrados desde aquel castillo defensivo que, en verdad, era digno de Goliat.

—Este conjunto —dijo el señor Jiang, orgulloso— mide 45 ren de este a oeste y 48 de sur a norte.

—Unos 119 metros de largo por unos 128 de ancho, más o menos —aclaró Paddy, tras pensar un poco—. El ren es una antigua medida de longitud equivalente a poco más de dos metros y medio.

—¡Es enorme! —dejó escapar mi sobrina, que mantenía la cabeza echada hacia atrás para poder abarcar con la vista todo aquel mazacote—. ¿Cómo vamos a encontrar los ladrillos de Wei? ¡Debe de haber millones! Y, además, estos muros son altísimos. Medirán unos quince o veinte metros.

—Visitemos los recintos donde se ocultaban los soldados —propuso Lao Jiang encaminándose hacia la mole—. Si yo quisiera esconder algo disimuladamente tras un ladrillo, intentaría que fuera en un lugar lo más alejado posible de la vista de la gente, un lugar discreto y, como ven, estas puertas y sus muros de discretos no tienen nada.

—¿Se imaginan al médico Yao subido en una escalera o colgando de unas cuerdas, quitando un ladrillo y escondiendo algo? —soltó Biao antes de romper a reír a carcajadas.

El anticuario se volvió hacia él y sonrió.

—Tienes razón, muchacho. Por eso creo que los túneles subterráneos de Zhonghua Men van a ser los mejores lugares para empezar. Hasta siete mil soldados se escondían allí, además de servir como almacenes para armas y alimentos.

Biao resplandeció como una de esas nuevas ampollas eléctricas. Sentí rabia por la manera en que Lao Jiang ignoraba a mi sobrina mientras que no ocultaba que Pequeño Tigre le había entrado por el ojo. No era justo. Empezaba a cansarme aquella actitud despectiva hacia las mujeres que exhibía el viejo chino.

—El complejo de Zhonghua Men tiene veintisiete recintos subterráneos —continuó el señor Jiang mientras los demás le seguíamos y entrábamos por una extraña puerta en el muro con forma de cruz rechoncha—. No hay más remedio que examinarlos todos. ¿Cuántas velas tenemos, Paddy?

—Bastantes, no te preocupes. Traje un buen puñado.

—Danos una a cada uno, por favor. El farol de Biao no ilumina lo suficiente.

A pesar de la buena temperatura matinal del exterior, allí dentro hacía un frío terrible y tanto las paredes como los peldaños de la escalera que descendía hacia el centro de la tierra estaban cubiertos por un moho aceitoso que podía hacernos perder pie al menor descuido.

Con los cirios encendidos y avanzando en procesión, iniciamos el resbaladizo descenso atentos a los pasos que iba dando el que teníamos delante. Tichborne resoplaba de vez en cuando, Fernanda gimoteaba mientras descendíamos lentamente y yo intentaba contener la claustrofobia que empezaba a cerrarme la garganta. De pronto, un pensamiento positivo me animó: ¿cuántos días llevaba sin crisis nerviosas? Hubiera jurado que no había sufrido ninguna desde que salimos de Shanghai. ¡Era magnífico!

—¡Hay culebras! —aulló entonces Biao para aguarme la fiesta. Creí morir del asco.

—¡Silencio! —profirió Tichborne de malos modos.

—¡Quiero salir de aquí! —suplicó Fernanda, empezando a retroceder. No me quedó otro remedio que darle un terrible pellizco de monja en cuanto se puso a mi altura.

—¡Estáte quieta y callada! —susurré en castellano en su oído—. ¿O quieres que Lao Jiang te desprecie aún más? Demuéstrales que no somos débiles damiselas que se desmayan por un simple bicho.

—¡Pero tía...!

—Continúa bajando o te mando de vuelta a Shanghai en el primer vapor que salga de Nanking.

No volvió a incordiar nunca más; su talón de Aquiles era muy sensible. Frotándose el brazo para aliviar el dolor del pellizco se tragó los lloros y el miedo y, juntas, una detrás de la otra, seguimos descendiendo hasta que, por fin, alcanzamos el primero de los largos túneles que horadaban el subsuelo de la Puerta Jubao. Aquello ya era otra cosa. A pesar de las extraordinarias dimensiones del lugar, las paredes tenían una altura humana y el techo, también de ladrillos, podía examinarse sin grandes dificultades.

—No perdamos tiempo —advirtió Lao Jiang.

Rápidamente, los cinco empezamos a inspeccionar aquel túnel por todos sus lados. Los ladrillos eran muy distintos unos de otros en cuanto a color (los había negros, blancos, rojos, marrones, amarillentos, anaranjados, grises...), sin duda por los diferentes materiales utilizados en su fabricación y como, además, los del suelo habían sido pisados por miles de soldados a lo largo de los siglos, presentaban también diversos grados de deterioro. En cambio, todos eran iguales en forma y tamaño (unos cuarenta centímetros de largo por veinte de ancho). Yo llevaba mi libreta en una mano y la vela en la otra y forzaba la vista para no dejarme engañar por aquel fárrago de signos que singularizaba cada ladrillo, pero, aunque todos presentaban largas inscripciones parecidas a pisadas de gorriones grabadas en el barro antes de meterlos en el horno, ninguna de ellas contenía los caracteres Wei, Xin'an y Ghekiang.

Tampoco aparecieron en el segundo túnel, ni en el tercero, ni siquiera en el cuarto o en el quinte. La mañana transcurrió sin éxito y se acercaba ya la hora de comer cuando, de pronto, en el decimoquinto túnel, uno de los más pequeños y mejor conservados, que parecía haber estado destinado más a despensa que a escondite de la soldadesca, Paddy Tichborne profirió una exclamación de júbilo:

—¡Aquí, aquí! —gritó, enarbolando su vela como si fuera una bandera para llamar nuestra atención.

Menos mal que no había nadie en aquellas galerías abandonadas.

—¡Aquí! —seguía gritando el irlandés a pesar de que ya estábamos todos a su lado contemplando los ladrillos del suelo que señalaba con un dedo—. ¡Hay muchos!

Y era cierto. Bajo nuestros pies, diez, cien, ciento cincuenta, doscientos..., doscientos ochenta y dos ladrillos exactamente exhibían la marca del artesano Wei y de su lugar de origen, Xin'an, en Chekiang.

—Son sólo los ladrillos negros y blancos del piso —comentó Paddy, pasándose la palma de la mano por la tersa piel de la cabeza.

Con un sobresalto, Lao Jiang puso cara de haber tenido una súbita revelación.

—No es posible... —murmuró, dirigiéndose hacia el centro de la cámara—. Sería una locura. ¿Traigan todas las luces! Mira esto, Paddy. ¡Es una partida de Wei-ch'i!

—¿Cómo...? —exclamó Tichborne avanzando hacia el anticuario. Los demás nos afanamos por llevar luz a los lugares que el señor Jiang iba señalando con el dedo.

—¡Mira, fíjate bien! —pedía el señor Jiang, presa de una excitación que jamás había manifestado hasta ese momento—. Diecinueve filas por diecinueve columnas de ladrillos... El suelo es el tablero, no hay duda. Ahora observa sólo los ladrillos blancos y los negros. ¡Es una partida! Cada jugador ha realizado ya más de doscientos movimientos.

—¡No vayas tan rápido, Lao Jiang! —objetó el irlandés, sujetándole por el brazo—. Puede tratarse de una casualidad. Quizá sean sólo ladrillos puestos al azar y nada más.

El anticuario se volvió hacia él y le miró con helada inexpresividad.

—Llevo toda mi vida jugando al Wei-ch'i
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. Reconozco una partida en cuanto la veo. Fui yo quien te enseñó, ¿o lo has olvidado? Y, por si no te has dado cuenta, el nombre del médico amigo del Príncipe de Gui es Yao, el mismo que el del sabio emperador que inventó el Wei-ch'i para instruir al más torpe de sus hijos, y el nombre del fabricante de ladrillos es Wei, «cercado». Todo encaja.

Yo no tenía ni idea de lo que era el Wei-ch'i ese del que hablaban. A mí, el suelo, me recordaba más bien a un gigantesco tablero de damas o de ajedrez, con sus escaques blancos y negros (pero también de otros muchos colores, pues había ladrillos de todas clases), y muy distinto de todo lo que yo había visto en materia de juegos de mesa hasta ese momento: de entrada, había muchísimas más casillas de las necesarias, así como unas doscientas o trescientas. Lo que no sabía yo es que no eran casillas lo que veía sino las propias piezas del juego.

—¿No conoce usted el Wei-ch'i, Joven Ama? —Los susurros de Biao, que hablaba con Fernanda a poca distancia de mí, me llegaron con toda claridad en aquel silencio—. ¿De verdad? —La voz del niño expresaba tal incredulidad que a punto estuve de volverme y recordarle que mi sobrina y yo veníamos del otro lado del mundo. Pero Paddy Tichborne le había escuchado también:

—Fuera de China —empezó a explicar el irlandés con la intención de zafarse de la fría mirada del anticuario—, al Wei-ch’i se le conoce como Go. Los japoneses le llaman Igo y fueron ellos quienes lo exportaron a Occidente, no los chinos.

—Pero es un juego chino —matizó Lao Jiang, volviendo a fijar la mirada en el suelo.

—Sí, es un juego totalmente chino. La leyenda dice que lo inventó el emperador Yao, que reinó en torno al año dos mil trescientos antes de nuestra era.

—En este país —dije yo—, todo tiene más de cuatro mil años de antigüedad.

—En realidad,
madame
, puede que sea mucho más antiguo, pero los registros escritos empiezan en esas fechas.

—En cualquier caso, tampoco he oído hablar del Go —añadí.

—¿Conoces las reglas, Biao? —preguntó el anticuario al niño.

—Sí, Lao Jiang.

—Pues explícaselas a Mme. De Poulain para que no se aburra mientras Paddy y yo estudiamos esta partida. Y traigan más luz, por favor.

Encendimos unas cuantas velas más y Lao Jiang nos hizo ponerlas sobre los ladrillos que no eran ni blancos ni negros. Al parecer, sólo esos contaban. Los demás, no.

—Verá, Ama —empezó a explicarme Pequeño Tigre, nervioso por tener una función tan importante; Fernanda, a mi lado, también le escuchaba—. Imagine que el tablero es un campo de batalla. El vencedor será el que, al final, se haya apoderado de más territorio. Un jugador utiliza piedras blancas y otro piedras negras y cada uno pone una piedra por turno sobre alguno de los trescientos y sesenta y un cruces que forman las diez y nueve líneas verticales y las diez y nueve horizontales. Así van marcando su terreno.

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