Todo bajo el cielo (23 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: Todo bajo el cielo
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—¿Lucha Shaolin? —pregunté al anticuario mientras caminábamos cierta tarde sobre un ancho terraplén levantado entre bancales, en dirección a la puesta de sol. Nos acercábamos a un pueblecito llamado Mao-ch'en-tu, situado en el centro de un pequeño valle.

—No,
madame
, la lucha Shaolin es un estilo externo de artes marciales budistas muy agresivo. Los monjes de Wudang practican estilos internos taoístas, pensados para la defensa, mucho más poderosos y secretos, basados en la fuerza y la flexibilidad del torso y de las piernas. Son dos técnicas marciales completamente diferentes. Según la tradición, los ejercicios taichi del monasterio de Wudang...

—¿También practican taichi en Wudang? —pregunté, ilusionada. Durante las últimas semanas, mientras mi sobrina jugaba al Wei-ch'i con Biao, yo aprendía taichi con Lao Jiang y, no sólo había descubierto que me encantaba, sino que, además, la concentración que requería calmaba mis nervios y el esfuerzo físico ponía en condiciones los descuidados músculos de mi cuerpo, acostumbrados a la inactividad. La lentitud, suavidad y fluidez de los movimientos (que tenían nombres tan curiosos como «Coger la cola del pájaro», «Tocar el laúd» o «La grulla blanca despliega las alas») los volvía mucho más agotadores que los de cualquier gimnasia normal. Sin embargo, lo más complicado para mí era la extraña filosofía que envolvía cada uno de esos movimientos y las técnicas de respiración que los acompañaban.

—De hecho —me explicó Lao Jiang—, los ejercicios taichi, tal y como los practicamos hoy día, nacieron en Wudang de la mano de uno de sus monjes más famosos, Zhang Sanfeng.

—Entonces ¿no proceden del Emperador Amarillo?

Lao Jiang, sujetando con firmeza las riendas de su caballo, sonrió.

—Sí,
madame
. Todo el taichi procede del Emperador Amarillo. El nos legó las Trece Posturas Esenciales sobre las que Zhang Sanfeng trabajó en el monasterio de Wudang en el siglo XIII. Cuenta la leyenda que, cierto día, Zhang estaba meditando en el campo cuando, de pronto, observó que una garza y una serpiente habían iniciado una pelea. La garza intentaba inútilmente clavar su pico en la serpiente y ésta, a su vez, intentaba sin éxito golpear a la garza con su cola. Pasó el tiempo y ninguno de los dos cansados animales lograba vencer al otro de modo que terminaron separándose y marchándose cada uno por su lado. Zhang se dio cuenta de que la flexibilidad era la mayor fuerza, que se podía vencer con la suavidad. El viento no puede romper la hierba, como usted ya sabe, así que Zhang Sanfeng se consagró a partir de entonces a aplicar este descubrimiento a las artes marciales y dedicó toda su vida como monje a cultivar el Tao, llegando a poseer unas asombrosas capacidades marciales y de sanación. Estudió en profundidad los Cinco Elementos, los Ocho Trigramas, las Nueve Estrellas y el I Ching y ello le permitió comprender cómo funcionan las energías humanas y cómo conseguir la salud, la longevidad y la inmortalidad.

Me quedé muda de asombro. ¿Había oído bien o es que el murmullo del riachuelo que discurría junto a nosotros me había confundido? ¿Lao Jiang había dicho «inmortalidad»?

—Supongo que no me dirá que Zhang Sanfeng sigue vivo, ¿verdad?

—Bueno... El empezó a estudiar en Wudang a los setenta años y dicen las crónicas que murió con ciento treinta. Eso es lo que nosotros, los chinos, llamamos inmortalidad: conseguir una larga vida para poder perfeccionarnos y alcanzar el Tao, que es la auténtica inmortalidad. Claro que ésta es la versión de los últimos mil o mil quinientos años. Antes, muchos emperadores murieron envenenados por las píldoras de la inmortalidad que les preparaban sus alquimistas. De hecho, Shi Huang Ti, el Primer Emperador, vivió obsesionado por encontrar la fórmula de la vida eterna y llegó a hacer verdaderas locuras para conseguirla.

—¡Vaya! Yo creía que las supuestas píldoras de la inmortalidad, el elixir de la eterna juventud y la transmutación del mercurio en oro se habían cocinado en los hornos europeos medievales.

—No,
madame
. Como muchas otras cosas, la alquimia nació en China y tiene miles de años de antigüedad respecto a la de su Europa medieval, que no era más que una burda imitación de la nuestra, si se me permite decirlo.

¡Mira por dónde ya teníamos ahí el sentimiento de superioridad de los chinos respecto a los Diablos Extranjeros!

Aquella noche acampamos en las afueras de Mao-ch'en-tu. Llevábamos tres días de viaje y los niños —y quienes ya no éramos tan niños— empezaban a estar cansados. Sin embargo, según Lao Jiang, avanzábamos con mucha lentitud y debíamos apurar la marcha. Repitió unas cuantas veces aquello de «rápido como el viento, lento como el bosque, raudo y devastador como el fuego, inmóvil como una montaña» pero Fernanda, Biao y yo estábamos cada día más magullados por culpa de dormir sobre el suelo y con los pies más lastimados y las piernas más doloridas por las larguísimas caminatas. Era una marcha demasiado extenuante para unos andariegos de nuevo cuño como nosotros. Algunas noches nos alojábamos en hogares campesinos que aparecían solitarios en mitad de la nada, pero mi sobrina y yo preferíamos mil veces pernoctar a cielo abierto con serpientes y lagartos antes que someternos a la tortura de las pulgas, las ratas, las cucarachas y los insoportables olores de esas casas donde personas y animales compartían una misma habitación llena de salivazos del dueño y excrementos de cerdos y gallinas. China es el país de los olores y es necesario crecer allí para no sufrir por ello como sufríamos nosotras. Por fortuna, el agua abundaba en aquella extensa región de la provincia de Hubei, por lo que podíamos asearnos y lavar la ropa con cierta regularidad.

Pronto se hizo evidente que no éramos el único grupo de personas que se desplazaba por los inmensos campos de China con un larguísimo viaje por delante. Familias enteras, aldeas en pleno avanzaban lentamente como caravanas de la muerte por los mismos caminos que nosotros huyendo del hambre y de la guerra. Era una experiencia espantosa y triste contemplar a madres y padres cargando en brazos con sus hijos enfermos y desnutridos, a viejos y viejas llevados en carretillas entre muebles, fardos y objetos que debían de ser las exiguas pertenencias familiares que no habían podido ser vendidas. Un día, un hombre quiso darnos a su hija pequeña a cambio de unas pocas monedas de cobre. Quedé horrorizada por la experiencia y aún más al saber que era una práctica habitual, ya que las hijas, al contrario que los hijos, no eran muy valoradas dentro del seno familiar. Quise, con el corazón roto, adquirir a la niña y darle de comer (estaba hambrienta), pero Lao Jiang, enfadado, me lo impidió. Me dijo que no debíamos participar en el comercio de personas porque era una manera de fomentarlo y porque, en cuanto la noticia se supiera, serían cientos los padres que nos hostigarían con las mismas pretensiones. El anticuario me explicó que la gente había empezado a emigrar hacia Manchuria huyendo del bandolerismo, de las hambrunas provocadas por las sequías y las inundaciones y de los impuestos abusivos y las matanzas de los caudillos militares, indiferentes a las amarguras del pueblo. Manchuria era una provincia independiente desde 1921, gobernada por el dictador Chang Tso-lin
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, un antiguo señor de la guerra, y, como en ella reinaba una paz relativa que estaba permitiendo el desarrollo económico, los pobres intentaban llegar masivamente hasta allí.

Inmersos en aquellos ríos de gente seguíamos nuestro camino hacia Wudang, pasando junto a pueblos recientemente saqueados e incendiados cuyas ruinas aún humeaban entre campos sembrados de tumbas. Con frecuencia nos cruzábamos con regimientos de soldados malcarados que disparaban sobre cualquiera que se resistiera a sus hurtos y violencias. Por fortuna, nosotros no sufrimos ninguno de estos percances pero había días en que Fernanda y Biao no podían dormir o se despertaban sobresaltados después de haber visto morir a alguien o de contemplar los cuerpos despojados que quedaban a un lado del camino. Era muy significativo, decía Lao Jiang, que en un país donde los antepasados y la familia tenían tanta importancia, los vivos abandonaran a sus muertos en tierra extraña y sin darles sepultura.

A los quince días de haber salido de Hankow —y justo un mes después de que Fernanda y yo hubiéramos llegado a China—, cerca de una localidad llamada Yang-chia-fan, un grupo armado de jóvenes harapientos y sucios se plantó frente a nosotros impidiéndonos el paso. Nos llevamos un susto de muerte. Mientras los soldados les apuntaban rápidamente con sus fusiles, los niños y yo nos parapetamos detrás de los caballos. Uno de los mocetones avanzó hacia Lao Jiang y, sacudiéndose antes las manos en los deshilachados pantalones, le presentó una especie de carpeta de mediano tamaño que el anticuario abrió y examinó con atención. Empezaron entonces a parlamentar. Ambos parecían muy tranquilos y Lao Jiang no hizo ningún gesto que delatara peligro. Aunque me moría de curiosidad, no me atrevía a preguntarle a Biao de qué estaban hablando, ya que temía que el resto de la banda, que permanecía en pie detrás de su compañero, se alterara y empezara a disparar o a cortarnos los tendones de las rodillas. Al cabo de unos minutos, el anticuario regresó junto a nosotros. Le dijo algo al cabecilla de los soldados y éstos bajaron las armas, aunque no por ello cambiaron el gesto adusto de la cara y alguno, incluso, hizo una mueca de profundo desagrado que no me pasó desapercibida.

—No se alarmen —nos dijo Lao Jiang, apoyando una mano en la silla del caballo tras el que estábamos escondidos—. Son jóvenes campesinos miembros del ejército revolucionario del Kungchantang, el Partido Comunista.

—¿Y qué quieren? —murmuré.

Lao Jiang frunció el ceño antes de contestar

—Verá,
madame
, alguien del Kuomintang se ha ido de la lengua.

—¡Qué me dice!

—No, no..., por favor, calma —pidió; se le veía preocupado—. No quiero pensar que haya sido el propio doctor Sun Yatsen, viejo amigo de Chicherin, el ministro de Relaciones Exteriores de la Unión Soviética —reflexionó en voz alta—. En cualquier caso, al día de hoy, los nacionalistas y los comunistas tenemos buenas relaciones, así que va a ser muy difícil averiguar cómo se han enterado.

—Entonces, ¿saben toda la historia de la tumba del Primer Emperador?

—No. Sólo saben que se trata de dinero, de riquezas. Nada más. El Kungchantang, por supuesto, también quiere su parte. Estos jóvenes van a unirse a nuestros soldados para protegernos de la Banda Verde y de los imperialistas. Esa es su misión. Quien les dirige es ese muchacho con el que he estado hablando. Se llama Shao.

El tal Shao no le quitaba el ojo de encima a Fernanda y eso no me gustó.

—Adviértales que no se acerquen a mi sobrina.

Quizá las relaciones políticas entre los nacionalistas del Kuomintang y los comunistas del Kungchantang fueran buenas, no digo que no, pero, durante todo el tiempo que duró nuestro peculiar viaje, ni los cinco soldados nacionalistas, ni Shao y sus seis hombres cruzaron media palabra como no fuera para pelearse a gritos. Creo que, de haber podido, se habrían matado y yo, también de haber podido, los hubiera dejado atrás a todos en algún pueblo abandonado del que no supieran salir. Sin embargo, las cosas no eran tan sencillas: de vez en cuando, en el momento más inesperado, escuchábamos disparos en la distancia y gritos que nos ponían los pelos de punta. Entonces, nuestros doce paladines, sin importarles sus diferencias políticas, sacaban sus armas y nos rodeaban, apartándonos de los caminos o escondiéndonos tras cualquier montículo o loma cercana y no dejaban de protegernos hasta que consideraban que había pasado el peligro. Con todo, la convivencia se había vuelto muy incómoda y para cuando llegamos a las montañas Qin Ling, cerca ya de mediados de octubre —un mes desde que habíamos dejado el Yangtsé en Hankow—, no veía la hora de entrar por la puerta del monasterio. Sin embargo, aún nos quedaba la parte más dura del viaje porque el ascenso a las montañas coincidió con el principio del frío invernal. Los hermosísimos paisajes verdes bañados en brumas blancas nos dejaban sin aliento. Lo malo era que también dejaban sin aliento a nuestros caballos, que se agotaban pronto con las subidas a pesar de que su carga había disminuido mucho. Apenas nos quedaban alimentos y sandalias de repuesto y, aunque nosotros llevábamos abrigos de mangas muy largas —llamadas «mangas que detienen el viento»— y gorros de piel, los jóvenes campesinos de Shao afrontaban las heladas nocturnas y los vientos glaciales con la misma ropa raída con la que aparecieron en Yang-chia-fan. Esperé inútilmente a que se marcharan, a que desistieran de seguir viaje con nosotros, pero no fue así. Las primeras nieves les hicieron reír a carcajadas y con un pequeño fuego tenían suficiente para sobrevivir a las gélidas noches; sin duda, estaban acostumbrados a la dureza de la vida.

Por fin, una tarde, llegamos a un pueblo llamado Junzhou
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, situado entre el monte Wudang y el río Han-Shui, el mismo afluente del Yangtsé que habíamos dejado en Hankow un mes y medio atrás. En Junzhou se levantaba el inmenso y ruinoso palacio Jingle, una antigua villa de Zhu Di, el tercer emperador Ming
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, devoto taoísta, que mandó construir la casi totalidad de los templos de Wudang a principios del siglo XV. Al tratarse de un pueblo montañés aislado, solitario y venido a menos, decidimos que sería un buen lugar para pasar la noche pero, por supuesto, no había posadas, así que tuvimos que alojarnos en casa de una familia acomodada que, previo pago de una considerable cantidad de dinero, nos cedió sus cuadras y nos proporciono una olla grandísima llena de un cocido hecho con carne, col, nabo, castañas y jengibre. Los niños y yo bebimos agua, pero el resto, por desgracia, se empapó de un terrible licor de sorgo que les calentó la sangre y les mantuvo despiertos buena parte de la noche entre enardecidos discursos políticos, cantos de los himnos de sus partidos y ruidosas disputas. La brutalidad de aquellos muchachos no estaba, por desgracia, iluminada por la reflexión. No vi al anticuario cuando los niños y yo nos acurrucamos al calor de los animales para dormir, entre la maloliente paja seca y las mantas, pero, al día siguiente, antes de la salida del sol, allí estaba el anciano practicando silenciosamente sus ejercicios taichi sin haber bebido siquiera el tazón de agua caliente que tomaba por todo desayuno desde que iniciamos el viaje. Sin despertar a Fernanda y a Biao, y helada de frío, me incorporé a los ejercicios viendo cómo las primeras luces de la mañana iluminaban un cielo perfectamente azul y unos inmensos y escarpados picos cubiertos de selva que cambiaban de matiz verdoso sin perder ni un ápice de intensidad.

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