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Authors: Matilde Asensi

Todo bajo el cielo (58 page)

BOOK: Todo bajo el cielo
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Sin embargo, no todos íbamos a regresar a Shanghai, El maestro Rojo anhelaba recuperar su tranquila vida de estudio en Wudang y sólo podía hacerlo volviendo a Xi'an, recogiendo los caballos y las mulas que habíamos dejado en el apeadero de T'ieh-lu al cuidado del dueño de la tiendecilla de comestibles y cruzando de nuevo los montes Qin Ling en dirección al sur. En cuanto tuviéramos el dinero, lo dividiríamos en tres partes: una para el monasterio, otra para Paddy Tichborne, y la tercera para los niños y para mí. Aún debíamos inventar una buena historia que justificase ante los ojos de Paddy el dinero que le íbamos a entregar sin vernos en la obligación de explicarle peligrosos secretos sobre la muerte de Lao Jiang que pudieran despertar en él el deseo de ponerse a husmear en los círculos políticos del Kuomintang y del Partido Comunista en busca de un buen artículo de investigación.

El primer día visitamos a los comerciantes de oro de Pekín, a los más importantes, y negociamos hasta obtener los precios que consideramos justos por nuestros artículos. Ninguno de ellos pareció extrañarse al ver a dos mujeres europeas con piezas chinas de tanto valor ni tampoco preguntaron por su origen. Al día siguiente fuimos a los mejores establecimientos de piedras preciosas, con idéntico resultado; y, por último, acudimos a los anticuarios instalados en la calle de la «Paz Terrena» de los que nos habían hablado muy bien, indicándonos que eran sumamente discretos y formales. Todo lo que había contado Lao Jiang sobre la compraventa de antigüedades procedentes de la Ciudad Prohibida era absolutamente cierto: muebles, piezas caligráficas, rollos de pinturas y objetos decorativos a todas luces demasiado valiosos para no proceder del otro lado de la alta muralla que separaba Pekín del palacio del derrocado emperador Puyi, se vendían en cantidades sorprendentes y a precios irrisorios. Me impresionó pensar que allí, tan cerca, estaba ese joven y ambicioso Puyi del que habíamos estado huyendo durante tantos meses. El nunca había salido de la Ciudad Prohibida y, si alguna vez lo hacía, se rumoreaba en el barrio de las Legaciones, sería, sin duda, para marchar al exilio.

Obtuvimos una cantidad de dinero tan absolutamente vergonzosa que tuvimos que abrir a toda prisa varias cuentas bancadas en distintas entidades para no llamar demasiado la atención. Con todo, esta estratagema resultó inútil. Los directores de las oficinas del Banque de l'Indo-Chine, del Crédit Lyonnais y de la sucursal del Hongkong and Shanghai Banking Corp. no pudieron por menos que hacer su aparición para presentarme ceremoniosamente sus respetos en cuanto les fue comunicada la cantidad de dinero que estaba ingresando en sus bancos. Todos me ofrecieron cartas de crédito ilimitado y empezaron a llegar al hotel presentes e invitaciones para cenas y fiestas.

Ese fue otro problema. En cuanto el embajador francés y el ministro plenipotenciario de España, el marqués de Dosfuentes, descubrieron que la rica hispano-francesa de la que tanto empezaban a hablar los banqueros estaba alojada en el Grand Hotel des Wagons-Lits, se empeñaron en organizar recepciones oficiales para exponerme ante las personalidades más destacadas de ambas comunidades. Tuve que presentar mis excusas reiteradamente para poder librarme de tales acontecimientos porque, entre otras cosas —como escapar de las crónicas sociales de la prensa internacional de Pekín—, ya teníamos el equipaje en el maletero del automóvil de alquiler que nos iba a llevar hasta la estación en la que debíamos coger el ferrocarril que nos conduciría hasta Shanghai, un expreso de lujo protegido por el ejército de la República del Norte, muy preocupado por la seguridad de los extranjeros y los chinos acaudalados que debíamos desplazarnos hacia el sur.

Éramos tan absurdamente ricos que hubiéramos podido comprarnos el tren y hasta el propio barrio de las Legaciones de haber querido (algunas de las piezas vendidas resultaron tan valiosas —especialmente las del magnífico y ya inexistente jade Yufu— que los comerciantes llegaron a pujar por ellas, alcanzando así precios exorbitantes). Sería insensato mencionar la cantidad pero, desde luego, el monasterio de Wudang iba a poder remozarse por entero y Paddy Tichborne podría comprar la producción completa de whisky de Escocia durante el resto de su vida. Yo, por mi parte, además de saldar las deudas de Rémy y de hacerme cargo de Fernanda y Biao hasta que ambos fueran mayores de edad, no tenía ninguna idea concreta sobre lo que deseaba hacer. Volver a casa, continuar pintando, participar en exposiciones... Ésos eran mis únicos deseos. Ah, y también, por supuesto, comprarme ropa bonita, zapatos caros y sombreros preciosos.

Durante aquellos pocos días en Pekín, leíamos cada mañana cuidadosamente tanto los periódicos chinos como los extranjeros para cerciorarnos de que nadie —ni el Kuomintang ni el Kungchantang ni los imperialistas chinos ni los japoneses— mencionaba el
affaire
del mausoleo. La situación política china no estaba como para andarse con tonterías y así, unos por temor a las reacciones de las potencias imperialistas extranjeras, como ellos las llamaban, y otros para no verse hundidos en el descrédito y la repulsa de la opinión mundial, todos callaron el asunto y lo dejaron correr. Total, el Primer Emperador ya no podía representar el papel que habían querido asignarle los que buscaban la Restauración y, los que habían querido impedirla, conseguido su objetivo, ¿para qué ensuciarse confesando públicamente haber destruido, o participado en la destrucción, de una obra colosal e histórica como el mausoleo de Shi Huang Ti?

Cuando llegamos a la estación, atestada como siempre por una ruidosa muchedumbre, buscamos un lugar tranquilo para despedirnos del maestro Rojo. Aquel día era el domingo 16 de diciembre, de modo que sólo habíamos pasado juntos un mes y medio. Parecía increíble. Había sido un período tan intenso y tan lleno de peligros que hubiera podido valer por toda una vida. Nos resultaba imposible admitir que, en pocos minutos, fuéramos a separarnos y, lo que aún era peor, que quizá no volviésemos a vernos nunca. Fernanda, cubierta por un precioso abrigo de piel y tocada con un bonito gorro de marta cibelina como el mío, tenía los ojos llenos de lágrimas y un evidente gesto de tristeza en la cara. Biao, asombrosamente guapo con aquel traje occidental de tres piezas de
tweed
inglés y con el pelo muy corto y acharolado por la brillantina, ofrecía una apariencia magnífica, necesaria para ser admitido en aquel ferrocarril y en los vagones de primera clase.

—¿Qué hará usted cuando vuelva a Xi'an, maestro Jade Rojo? —le pregunté con un nudo en la garganta.

El maestro, que guardaba su parte del dinero en pesadas bolsas cautelosamente escondidas bajo su amplia y desgastada túnica, parpadeó con sus ojillos pequeños y separados.

—Recuperaré a los animales y regresaré a Wudang,
madame
—sonrió—. No veo la hora de descargar en las mulas el peso abrumador de toda esta riqueza.

—Correrá un gran peligro viajando solo por aquellos caminos.

—Mandaré aviso al monasterio para que envíen gente en mi ayuda, no se preocupe.

—¿No volveremos a verle, maestro? —gimoteó mi sobrina.

—¿Vendrán ustedes a Wudang alguna vez? —En la voz del erudito taoísta había una nota de nostalgia.

—El día que menos se lo espere, maestro Jade Rojo —afirmé— alguien le dirá que tres extraños visitantes han cruzado a toda prisa
Xuariyue
Men
, la «Puerta de la Montaña Misteriosa», y han ascendido corriendo el «Pasillo divino» preguntando a gritos por usted.

El maestro se sonrojó y bajó la cabeza con una tímida sonrisa, haciendo ese gesto tan suyo que siempre me provocaba el temor de que se clavara aquella barbilla tan peligrosamente pronunciada.

—¿No ha vuelto a preguntarse nunca, madame, por qué flotaba en el aire el pesado féretro del Primer Emperador?

La mención a la cámara del féretro, que ahora parecía tan lejana, fue como una nota discordante que rompió la emoción del momento. Aquel lugar estaría unido para siempre en mi memoria a la última imagen que tenía de Lao Jiang en aquellas horribles circunstancias, con sus explosivos y sus arengas. De repente fui consciente de la gran cantidad de occidentales que nos rodeaban y que nos miraban con curiosidad, de las numerosas familias procedentes del barrio de las Legaciones que habían acudido a la estación para despedirse de sus parientes o amigos que se marchaban con nosotros.

—¿Por qué flotaba? —preguntó Biao, rápidamente interesado.

—Era de hierro —explicó el maestro con énfasis como si aquello fuera la clave de todo el asunto.

—Eso ya lo vimos —repuse.

—Y las paredes de piedra —continuó. ¿Por qué no le entendíamos si la respuesta era tan obvia?, parecía estar diciendo.

—Sí, maestro, de piedra —repetí—. Toda la cámara era de piedra.

—La aguja de mi
Luo P'an
giraba enloquecida. Lo vi cuando abrí mi bolsa.

—Deje de jugar con nosotros, maestro Jade Rojo —se indignó Fernanda sujetando su bolso, sin darse cuenta, como si fuera a darle con él en la cabeza.

—¿Imanes? —insinuó tímidamente Biao.

—¡Exacto! —exclamó el maestro con alegría—. ¡Piedras magnéticas! Por eso mi
Luo P'an
no funcionaba. Toda la cámara estaba construida con grandes piedras magnéticas que atraían al féretro proporcionalmente y lo mantenían flotando en equilibrio. Las fuerzas de las piedras imán estaban igualadas en todas direcciones.

Yo sí que me quedé de piedra al oír aquello. ¿Tanta resistencia tenían los imanes? Por lo visto, sí.

—Pero, maestro —objetó Biao—, cualquier movimiento del sarcófago hubiera desequilibrado esas fuerzas haciéndolo caer.

—Por eso lo pusieron tan alto. ¿No recuerdas ya dónde estaba? Era imposible llegar hasta él y, a esa distancia del suelo y de la entrada a la cámara, nada le afectaba, ni el aire ni la presencia humana. Todo había sido cuidadosamente ajustado para que aquel gran cajón de hierro permaneciera eternamente quieto en el centro de las fuerzas magnéticas.

—Eternamente no, maestro Jade Rojo —murmuré—. Ahora ya no existe.

Los cuatro guardamos silencio, apenados por la pérdida irreparable de las cosas maravillosas que habíamos visto y que nadie podría volver a ver nunca. El silbato de vapor de la locomotora atronó en la gran estructura de la estación.

—¡Nuestro tren! —me alarmé. Teníamos que irnos.

No me importó mi recobrado y elegante aspecto occidental ni tampoco la gente que pudiera estar contemplándome desde las cercanías; cerré mi puño derecho y lo rodeé con mi mano izquierda y, subiéndolo a la altura de la frente, hice una profunda y larga inclinación ante el maestro Jade Rojo.

—Gracias, maestro. Nunca le olvidaré.

Los niños, que me habían imitado y seguían con la cabeza inclinada cuando me incorporé, murmuraban también palabras de agradecimiento.

El maestro Rojo, muy conmovido, nos devolvió a los tres la reverencia y, sonriendo con una gran ternura, se dio la vuelta y se alejó en dirección a la puerta de la estación.

—Perderemos el tren —anunció de repente Fernanda, tan pragmática como siempre.

Durante las siguientes treinta y seis horas cruzamos China de norte a sur en el interior de aquellos agradables vagones en los que disponíamos de amplios y lujosos dormitorios, salones con piano y zona de baile y magníficos comedores donde los camareros chinos servían unas comidas exquisitas. Los platos hechos con pato o faisán, que en China son tan corrientes como las gallinas, eran los mejores porque estos animales, antes de ser asados, recibían una fina capa de laca —la misma que se utilizaba en los edificios, los muebles y las columnas— que los convertía en patos o faisanes laqueados, un manjar reservado en la antigüedad a los emperadores.

Gracias a los soldados que custodiaban el tren y que resultaron una presencia incómoda por su grosería y su brutalidad, el viaje transcurrió sin incidentes a pesar de atravesar zonas realmente peligrosas, en manos de señores de la guerra o de ejércitos de bandoleros (que, para mí, eran lo mismo, aunque me abstuve de hacer comentarios sobre el tema con nuestros amables compañeros de viaje porque éstos desconocían por completo la auténtica situación política de China y las condiciones en que vivía el pueblo chino). Durante el segundo día de viaje, el tiempo cambió y, aunque hacía frío, ya no era ese frío glacial de Pekín, de manera que pudimos pasar algún tiempo en los balcones del vagón disfrutando del paisaje. Nos acercábamos al Yangtsé, un río al que, por absurdo que parezca, me sentía unida por los muchos días pasados en sus aguas en dirección a Hankow. Si toda aquella gente tan elegante y simpática que nos rodeaba hubiera siquiera sospechado que los dos niños y yo habíamos remontado aquel río a bordo de barcazas y sampanes mugrientos, vestidos como pordioseros y huyendo de algo llamado Banda Verde, se habría alejado de nosotros como si tuviésemos la peste. ¡Qué lejos quedaban aquellos días y qué maravillosos habían sido!

Atravesamos durante horas inmensos arrozales cubiertos de agua antes de llegar a Nanking, la antigua Capital del Sur fundada por el primer emperador Ming, que yo recordaba ruinosa y de calles sucias por las que Lao Jiang caminaba alegremente evocando sus tiempos de estudiante. Pero sobre todo, lo que nunca olvidaría de Nanking era aquella inmensa Puerta Jubao o
Zhonghua Men
, como se llamaba en la actualidad, con aquel túnel subterráneo cuyo suelo representaba un antiquísimo problema de Wei-ch'i de dos mil quinientos años de antigüedad conocido como «La leyenda de la Montaña Lanke», que, ya entonces, resolvió el listísimo Biao. Allí nos atacó por segunda vez la Banda Verde, a resultas de lo cual Paddy Tichborne perdió una pierna al ponerse delante de los niños y de mí para protegernos. Tendría que mentirle a Paddy cuando llegáramos a Shanghai, pero le estaría eternamente agradecida por aquel gesto y, desde luego, le daría su parte completa del tesoro.

Tuvimos que abandonar el ferrocarril al llegar a Nanking, ya que la locomotora y los vagones debían ser transportados hasta el otro lado del Yangtsé en una operación que resultaba algo peligrosa y para la que convenía que el pasaje se encontrara fuera. Cruzamos el río, aquel inmenso, interminable río Azul en unos bonitos y cómodos vapores que esquivaban los pequeños juncos, los sampanes y las numerosas embarcaciones de gran calado con ágiles maniobras y aparente facilidad. Al anochecer, regresamos al tren y reanudamos nuestro viaje hacia Shanghai, adonde ya no nos faltaban muchas horas para llegar. Las estaciones por las que pasábamos sin detenernos se iban haciendo más numerosas y veíamos brillar los farolillos de papel rojo iluminando al gentío que se reunía en ellas.

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