Todo lo que tengo lo llevo conmigo (12 page)

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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

BOOK: Todo lo que tengo lo llevo conmigo
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El ansia de matar me había arrebatado el juicio. No sólo a mí, éramos una jauría. Arrastramos fuera a Karli, en plena noche, con su ropa interior ensangrentada y meada, junto al barracón. Corría el mes de febrero. Tras apoyarlo en la pared del barracón, se tambaleó y se desplomó. Sin habernos puesto de acuerdo, el tamborilero y yo nos abrimos los pantalones y a continuación Albert Gion y todos los demás nos secundaron. Y como ya estábamos a punto de irnos a dormir, orinamos uno detrás de otro sobre el rostro de Karli Halmen. Hasta el abogado Paul Gast participó. Dos perros guardianes ladraron, detrás de ellos vino corriendo un centinela. Los perros olieron la sangre y gruñeron, el guardia mascullaba maldiciones. El abogado y el centinela trasladaron a Karli al barracón de los enfermos. Los seguimos con la mirada mientras nos limpiábamos la sangre de las manos con nieve. Todos regresamos mudos al barracón y nos metimos en la cama. Yo tenía una mancha de sangre en la muñeca, la expuse a la luz y pensé en lo clara que era la sangre de Karli, parecía lacre, gracias a Dios procedía de la arteria, no de la vena. En el barracón reinaba un silencio sepulcral, y escuché resonar a la lombriz de goma en el reloj de cuco, tan cerca como si saliera de mi propia cabeza. Ya no pensaba en Karli Halmen, ni en el interminable paño blanco de Fenja, ni siquiera en el pan inalcanzable. Caí en un sueño profundo y sin sobresaltos.

A la mañana siguiente, la cama de Karli Halmen estaba vacía. Nos dirigimos a la cantina, como de costumbre. También la nieve estaba limpia, sin manchas rojas, había nevado. Karli Halmen pasó dos días en el barracón de los enfermos. Después, con heridas purulentas, ojos hinchados y labios morados, volvió a sentarse entre nosotros en la cantina. El asunto del pan estaba resuelto, todos se comportaban como siempre. No echamos en cara el robo a Karli Halmen. Y él jamás nos reprochó el castigo. Sabía que se lo había merecido. El tribunal del pan no delibera, castiga. La tolerancia cero no conoce artículos, no necesita leyes. Ella misma es una ley, porque el ángel del hambre también es un ladrón que roba el seso. La justicia del pan no tiene prólogo ni epílogo, es sólo presente. Totalmente transparente o totalmente misteriosa. En cualquier caso, la justicia del pan desata una violencia diferente a la violencia sin hambre. Al tribunal del pan no se puede acudir con la moral corriente.

Lo del tribunal del pan sucedió en febrero. En abril, Karli Halmen estaba sentado en una silla al lado de Oswald Enyeter en la barbería; sus heridas habían sanado, su barba, crecido como hierba pisoteada. A mí me tocaba después de él, y esperaba a su espalda en el espejo, como otras veces hacía Tur Prikulitsch detrás de mí. El barbero colocó sus manos peludas sobre los hombros de Karli y preguntó: Desde cuándo nos faltan dos dientes delanteros. Karli Halmen, dirigiéndose no a mí, ni al barbero, sino a las manos peludas, contestó: Desde el crimen del pan.

Apenas le afeitaron la barba, me senté en la silla. Fue la única vez que Oswald Enyeter silbó una especie de serenata mientras me afeitaba, y de la espuma brotó una manchita de sangre. No roja clara como el lacre, sino oscura, como una frambuesa en medio de la nieve.

La Madona de la Media Luna

C
uando el hambre aprieta, hablamos de la infancia y de comida, las mujeres con más detalle que los hombres. Pero son las mujeres de los pueblos las que refieren más pormenores. Para ellas cada receta de cocina se compone como mínimo de tres actos, igual que una obra de teatro. Las diferentes opiniones sobre los ingredientes aumentan la emoción, que se incrementa vertiginosamente cuando el relleno de tocino, pan y huevo exige no media cebolla, sino una entera, y seis dientes de ajo en lugar de cuatro, amén de que las cebollas y el ajo no deben picarse, sino rallarse. O cuando los panecillos desmigajados son mejores que el pan, y el comino superior a la pimienta, y la mejorana sin duda lo más excelso, mejor incluso que el estragón, que le va bien al pescado, no al pato. Cuando se discute si el relleno ha de introducirse entre la piel y la carne para que pueda absorber la grasa de la piel durante el asado, o forzosamente en la cavidad abdominal para que pueda chupar la grasa de la piel al asarse, la obra de teatro ha alcanzado el punto culminante. A veces tiene razón el pato con relleno evangélico, otras el del relleno católico.

Y cuando las mujeres de pueblo preparan verbalmente pasta para la sopa, seguro que dura media hora debatir el número de huevos y si se remueve con la cuchara o se amasa con la mano hasta que la masa de la pasta se estira y adquiere la delgadez del cristal sin romperse, y reposa seca sobre la tabla de hacer pasta. Hasta que se enrolla y se corta, pasa de la tabla a la sopa, hierve lenta y tranquilamente o brevemente y a borbotones, se sirve y se espolvorea encima un buen puñado o tan sólo una pizca de perejil recién picado, ha transcurrido otro cuarto de hora.

Las mujeres de ciudad nunca discuten cuántos huevos se utilizan para la masa de la pasta, sino cuántos se pueden ahorrar. Y como ahorran de todo continuamente, sus recetas de cocina no valen ni como introducción a una obra de teatro.

Contar recetas de cocina es un arte aún mayor que contar chistes. La chispa tiene que ser acertada aunque no sea graciosa. Aquí, en el campo, el chiste empieza con:
Tómese
. Que no se tiene nada, ésa es la chispa. Pero nadie la explica. Las recetas de cocina son chistes del ángel del hambre. Hasta que te sientas en el barracón de las mujeres, es una carrera de baquetas. Al entrar, antes de que te pregunten, tienes que revelar a quién buscas. Lo mejor es preguntar uno mismo: Está Trudi. Y mientras se pregunta, lo mejor es dirigirse hacia la izquierda, tercera fila, hacia la cama de Trudi Pelikan. Las camas son catres de hierro de un piso como los de los barracones de los hombres. Algunas camas están tapadas con mantas colgadas para el amor nocturno. A mí nunca me apetece meterme detrás de la manta, sólo busco recetas de cocina. Las mujeres creen que soy demasiado tímido, porque una vez tuve libros. Piensan que leer te convierte en un hombre delicado.

Nunca leí en el campo de trabajo los libros que me llevé. El papel estaba rigurosamente prohibido; a mediados del primer verano escondí mis libros detrás del barracón, debajo de unos ladrillos. Después trapicheé con ellos. Por 50 páginas de papel de fumar de Zaratustra me dieron 1 medida de sal, por 70 páginas incluso 1 de azúcar. Peter Schiel me fabricó mi propia lendrera de hojalata a cambio de un Fausto entero encuadernado en tela. La antología lírica de ocho siglos me la comí en forma de harina de maíz y manteca de cerdo, y transformé el delgado Weinheber en mijo. Eso no te convierte en un hombre delicado, sólo discreto.

Después del trabajo observo con discreción a los jóvenes rusos de servicio mientras se duchan. Con tanta discreción que yo mismo ya no sé por qué. Ellos me matarían a golpes sí yo lo supiera.

Cedí de nuevo. Me comí todo mi pan en el desayuno. Estoy sentado otra vez en el barracón de las mujeres, junto a Trudi Pelikan, al borde de la cama. Se han sumado las dos Siris, que se sientan frente a frente en la cama de Corina Marcu. Ella lleva semanas en el
koljós
. Observo los pelitos dorados y la verruga oscura en los dedos flacos de las dos Siris y, para no hablar enseguida de comida, saco a colación la niñez.

Nosotros, es decir mi madre, yo y Lodo, la criada, nos trasladábamos todos los veranos de la ciudad al campo a pasar las vacaciones. Nuestra casa de verano estaba en el Wench, y la montaña de enfrente era el Schnürleibl. Permanecíamos allí ocho semanas. En esas ocho semanas hacíamos siempre una excursión de un día a Schässburg, la ciudad vecina. Teníamos que tomar el tren abajo, en el valle. La estación se llamaba Hétur en húngaro y Siebenmänner en alemán. En el tejado de la garita del guardabarrera repiqueteaba la campanilla, porque el tren salía en ese instante de Danesch. Llegaría al cabo de cinco minutos. No había andén. Cuando entraba el tren, la escalera me llegaba al pecho. Antes de subir, yo inspeccionaba el vagón por debajo, las ruedas negras de contorno brillante, las cadenas, ganchos y topes. Después pasábamos por delante de la zona de baños, de la casa de Toma y del campo del viejo Zacharias. Éste recibía todos los meses dos paquetitos de tabaco a modo de peaje, pues teníamos que atravesar su cebada cuando íbamos a bañarnos. Luego aparecía el puente de hierro, por debajo corría el agua amarilla. Detrás estaba la erosionada roca arenosa sobre la que está situada la localidad de Villa Franca. A esas alturas estábamos ya en Schässburg. Lo primero que hacíamos era ir enseguida a la plaza del mercado, al elegante Café Martini. Llamábamos un poco la atención entre los clientes porque llevábamos un atuendo demasiado informal, mi madre falda pantalón y yo pantalones cortos y calcetines grises hasta la rodilla, que tardaban más en ensuciarse. Sólo Lodo vestía su ropa de domingo, la blusa blanca de campesina y el pañuelo negro a la cabeza con una orla de rosas y flecos de color verde. Rosas matizadas en rojo, del tamaño de manzanas, mayores que las auténticas. Ese día podíamos comer todo lo que nos apetecía hasta hartarnos. Podíamos elegir entre trufas de mazapán, negritos y borrachos, pasteles de crema, rollo de nuez, rollo de nata y pastas de mermelada, buñuelos de avellana, tarta de ron, pasteles Napoleón, turrón de chocolate y tarta Dobosch. Después, además, helado: de fresa en copa de plata, de vainilla en copa de cristal o de chocolate en platitos de porcelana, siempre con nata montada. Y para terminar, si aún éramos capaces, bizcocho de guindas con jalea. Yo notaba en los brazos el mármol frío del tablero de la mesa y en las corvas el tapizado blando de la silla. Y arriba, encima del mostrador negro, con un largo vestido rojo y la punta del pie sobre una luna muy muy fina, se balanceaba, al aire del ventilador, la Madona de la Media Luna. Cuando terminaba de contarles esto a todos los que estaban al borde de la cama, se nos balanceaba el estómago. Trudi Pelikan metía el brazo detrás de mí, bajo la almohada, y sacaba el pan que había ahorrado. Todos cogían su escudilla de hojalata y se guardaban la cuchara en la chaqueta. Yo ya llevaba conmigo mis útiles de comer, nos marchábamos juntos a cenar y nos colocábamos en fila delante de la cazuela de sopa. Luego nos sentábamos ante las largas mesas. Cada uno daba cucharadas a su estilo, para alargar la sopa. Todos callaban. Trudi Pelikan, en medio del tintineo de la vajilla de hojalata, preguntó desde el final de la mesa: Leo, cómo se llama el café.

Café Martini, respondí a gritos.

Dos, tres cucharadas después, ella volvió a la carga: Y cómo se llama la mujer que está de puntillas. Yo grité: La Madona de la Media Luna.

Del pan propio al pan de mejilla

T
odos caen en la trampa del pan.

En la trampa de resistir en el desayuno, en la trampa de intercambiarlo en la cena, en la trampa de la noche con el pan ahorrado bajo la cabeza. La peor trampa del ángel del hambre es la trampa de la resistencia: tener hambre y tener pan, pero no comerlo. Ser más duro con uno mismo que la tierra congelada. El ángel del hambre dice todas las mañanas: Piensa en la noche.

Por la noche, delante de la sopa de col, se intercambia pan, porque el pan propio parece siempre más pequeño que el ajeno. Y a los demás les sucede lo mismo.

Antes del intercambio se produce en el cerebro un momento de vértigo, e inmediatamente después del cambio, otro de duda. Después del cambio, en la mano del otro, el pan del que acabo de deshacerme es más grande que el que yo poseía. Y lo que he recibido se ha encogido en mi mano. Qué deprisa se vuelve el otro, tiene mejor vista que yo, ha salido ganando. Tengo que volver a cambiar. Pero al otro le sucede lo mismo, cree que he salido ganando yo y se dispone a efectuar el segundo cambio. Y el pan se encoge de nuevo en mi mano. Me busco a un tercero y cambio. Otros comen ya. Si el hambre lo soporta un rato más, llegará el cuarto trueque, el quinto. Y cuando ya no se puede remediar se produce el cambio de regreso. Entonces vuelvo a tener mi propio pan.

El intercambio de pan siempre es necesario. Se hace deprisa y siempre fracasa. El pan te engaña, igual que el cemento. Del mismo modo que enfermas por el cemento, también puedes enfermar por cambiar el pan. El intercambio de pan es el alboroto de la noche, un negocio brillante para los ojos y tembloroso para los dedos. Por la mañana, los platillos palpan la balanza del pan, por la noche los ojos. Para el intercambio de pan buscas el pan adecuado, pero también el rostro adecuado. En el otro se valora la ranura de la boca. Lo mejor es que sea estrecha y larga como un trozo de guadaña. Se evalúa el pelo del hambre en sus mejillas hundidas, si los finos pelos blancos son largos y lo bastante espesos. Antes de morir de hambre, una liebre te crece en la cara. Entonces piensas que con ése se desperdicia el pan, que en su caso alimentarse ya no compensa porque pronto la liebre blanca habrá crecido del todo. Por eso el pan intercambiado con los de la liebre blanca se llama pan de mejilla.

Por la mañana no hay tiempo, pero tampoco nada que cambiar. El pan recién cortado parece igual. Para la noche cada rebanada se habrá secado de forma distinta, angulosa y recta o tripuda y curvada. La óptica del secado suscita la sensación de que tu pan te engaña. Esa sensación la tienen todos aunque no se engañen. Y el intercambio estimula la sensación. Se intercambia un engaño óptico por otro. Después, siempre sigues engañado, pero estás cansado. El cambio del pan propio por el pan de mejilla termina como ha comenzado, de repente. El alboroto se disuelve, la mirada se dirige a la sopa. En una mano sostienes el pan, en la otra la cuchara.

Solos en la manada, todos empiezan a estirar su sopa. También las cucharas son manada, y los platos de hojalata, y el sorber y el arrastrar de pies debajo de las mesas. La sopa calienta, vive en el cuello. Yo sorbo ruidosamente en alto, necesito oír la sopa. Me obligo a no contar las cucharadas. A ojo serán más de 16 ó 19. Tengo que olvidar estas cifras.

Una noche el acordeonista Konrad Fonn hizo un trueque con Imaginaria-Kati. Ella le entregó su propio pan, pero él le puso en la mano un trocito cuadrado de madera. Ella lo mordió, se asombró mucho y tragó saliva. Nadie rió, salvo el acordeonista. Karli Halmen le arrebató la tablita a Imaginaria-Kati y la hundió en la sopa de col del acordeonista. A Imaginaria-Kati le devolvió su pan.

Todos caen en la trampa del pan. Pero nadie puede convertir el pan de mejilla de Imaginaria-Kati en su propio pan. Esta ley también forma parte del tribunal del pan. En el campo hemos aprendido a retirar los cadáveres sin horrorizarnos. Los desvestimos antes de que llegue el
rigor mortis
, necesitamos sus ropas para no helarnos, y nos comemos el pan que el muerto ha ahorrado. Tras exhalar el último aliento, la muerte es un beneficio para nosotros. Pero Imaginaria-Kati vive, aunque no sepa dónde está. Nosotros lo sabemos y la tratamos como si fuera propiedad nuestra. En ella podemos reparar lo que nos hacemos entre nosotros. Mientras ella viva entre nosotros, se podrá decir que somos capaces de muchas cosas, pero no de todo. Este hecho seguramente es más valioso que la misma Imaginaria-Kati.

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