Todo lo que tengo lo llevo conmigo (11 page)

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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

BOOK: Todo lo que tengo lo llevo conmigo
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Antes de que la rapasen, Imaginaria-Kati se sentaba durante el recuento en medio de la fila en la nieve sobre su gorro de guata. Schischtvanionov gritaba: En pie, fascista. Tur Prikulitsch la levantaba de golpe por la trenza, pero en cuanto la soltaba, ella se volvía a sentar. Le pateaba los riñones hasta que se quedaba tirada, encorvada, apretando su trenza en el puño y el puño en la boca. Fuera colgaba el extremo de la trenza, como si ella ya se hubiera comido la mitad de un pajarillo pardo. Permanecía tendida hasta que alguno de nosotros, después del recuento, la ayudaba a levantarse y la llevaba a la cantina.

Tur Prikulitsch podía disponer de nosotros, pero con Imaginaria-Kati sólo mostraba uno de sus puntos flacos: la brutalidad. Y cuando también ésta le falló, recurrió a otro punto flaco: la compasión. Incorregible y desvalida, Imaginaria-Kati privaba de sentido a su autoridad. Para no ponerse en ridículo, Tur Prikulitsch se apaciguó. Entonces, durante el recuento, Imaginaria-Kati podía sentarse delante, en el suelo, a su lado. Se acomodaba encima de su gorra de guata durante horas y lo miraba asombrada, como a una marioneta. Después del recuento su gorra helada se quedaba adherida a la nieve y había que arrancarla del suelo.

Durante tres tardes de verano sucesivas Imaginaria-Kati perturbó el recuento. Permanecía un rato sentada al lado de Prikulitsch, después se acercaba a sus pies y le limpiaba la bota con su gorro. Él le pisó la mano. Ella la apartó y sacó brillo a la otra bota. Él también le pisó la mano con la segunda. Cuando levantó el pie, ella se incorporó de un salto y recorrió las filas de los que formaban para el recuento agitando los brazos y zureando como una paloma. Todos contuvieron la respiración, y Tur soltó una risa hueca, parecida a los chillidos de los pavos grandes. Tres veces consiguió Imaginaria-Kati limpiar sus botas y ser una paloma. Después ya no volvió a aparecer durante el recuento. Mientras tanto, debía fregar el suelo de los barracones. Cogía agua de la fuente con el cubo, escurría la bayeta, la enrollaba alrededor de la escoba, y después de cada barracón cambiaba el agua sucia en la fuente. En su cabeza no surgió ninguna inseguridad que alterase el proceso. El suelo estaba más limpio que nunca. Ella fregaba a fondo y sin prisas, quizá había tenido esa costumbre en su casa.

Tampoco estaba tan loca. Al recuento lo llamaba
recuelo
. Cuando tintineaba una campanita en las baterías de coque, decía que estaba a punto de empezar la misa en la iglesia. No necesitaba inventarse la ilusión porque su cabeza no estaba ahí. Su conducta no se adaptaba al orden del campo de concentración, pero sí a las circunstancias. En ella habitaba algo elemental que nosotros envidiábamos. Ni siquiera el ángel del hambre conocía a fondo sus instintos. Él la asediaba, como a todos, pero no invadía su cerebro. Ella hacía lo más sencillo a la buena de Dios, se abandonaba al azar. Sobrevivió al campo sin necesidad de buhonear. Nunca se la vio detrás de la cantina, junto a los desperdicios de la cocina. Comía lo que se encontraba en el patio del campo y en el terreno de la fábrica. Flores, hojas y semillas en la maleza. Y todo tipo de animales, gusanos y orugas, larvas y escarabajos, caracoles y arañas. Y en el patio nevado del campo, los excrementos helados de los perros guardianes. Era asombrosa la confianza que habían depositado en ella los perros guardianes, como si esa persona bamboleante con el gorro de orejeras fuese uno de ellos.

La locura de Imaginaria-Kati se mantuvo siempre dentro de unos límites disculpables. No era ni cariñosa ni reservada. Durante todos esos años conservó la naturalidad de un animal doméstico del campo. No tenía absolutamente nada de raro. La queríamos.

Una tarde de septiembre terminó mi turno, el sol aún alumbraba ardiente, y me perdí por los senderos trillados detrás de la
yáma
. Entre el armuelle de color fuego que desde hacía tiempo no se podía comer se mecía, abrasada por el verano, la avena silvestre. Sus espinas brillaban como raspas de pez. En las cáscaras duras, los granos aún eran lechosos. Comí. Durante el trayecto de regreso no quise nadar más entre la maleza y recorrí el camino sin vegetación. Imaginaria-Kati estaba sentada junto al zepelín. Sus manos, colocadas sobre un hormiguero, eran un hervidero negro. Ella se las lamía y comía. Qué haces, Kati, le pregunté.

Me hago guantes, hacen cosquillas, contestó.

Tienes frío, pregunté.

Ella respondió: Hoy no, mañana. Mi madre me ha hecho panecillos con semillas de amapola, aún están calientes. No pises por encima, podrás esperar, no eres un cazador. Cuando se hayan acabado los panecillos, contarán a los soldados en el recuento. Después se irán a casa.

Sus manos volvían a ser un bullicio negro. Antes de chupar las hormigas, preguntó: Cuándo terminará la guerra. La guerra ha terminado hace ya dos años, contesté. Anda, vámonos al campo.

Ella repuso: No ves que ahora no tengo tiempo.

El crimen del pan

F
enja nunca se ponía una chaqueta
fufáika
, sino una bata blanca de trabajo, y encima sus rebecas de ganchillo, siempre una distinta. Una era de color nogal, otra de un lila sucio, como remolachas sin pelar, la tercera de un amarillo fangoso y la última jaspeada en blanco y gris. Todas tenían mangas demasiado holgadas y le apretaban en la tripa. Nunca se sabía qué rebeca tocaba cada día, ni por qué se las ponía, y además encima de la bata. No podían abrigar, tenían demasiados agujeros y poca lana. Lana de antes de la guerra, tejida y destejida muchas veces, que aún servía para hacer ganchillo. A lo mejor la lana de las chaquetas jubiladas de toda una familia numerosa entera o de las chaquetas heredadas de los fallecidos de esa familia. Nosotros no sabíamos nada de la familia de Fenja, ni siquiera si la tuvo antes o después de la guerra. A ninguno de nosotros le interesaba personalmente Fenja. Sin embargo, todos nos mostrábamos sumisos ante ella, porque era la que repartía el pan. Ella era el pan, el ama de cuya mano comíamos a diario.

Nuestros ojos no se apartaban de ella, como si inventase el pan para nosotros. Nuestra hambre observaba a Fenja con suma atención. Sus cejas como dos cepillos de dientes, el rostro de mentón poderoso, sus labios de caballo demasiado cortos que no cubrían del todo la encía, las uñas grises de los dedos sobre el cuchillo grande para cortar con precisión las raciones, su balanza de cocina con los dos platillos. Sobre todo sus ojos pesados, exánimes como las bolas de madera de su ábaco, que apenas utilizaba. Fenja era horrorosamente fea, pero eso no podías confesártelo ni a ti mismo. Tenías miedo de que ella adivinara tus pensamientos.

En cuanto los platillos de su balanza se movían arriba y abajo, yo los seguía con los ojos. La lengua subía y bajaba en mi boca como los platillos, yo apretaba los dientes. Mantenía la boca abierta, para que Fenja viera sonreír a mis dientes. Uno sonreía obligado por la necesidad y por principio, era una sonrisa verdadera y falsa a la vez, indefensa y alevosa, para no hacer peligrar la justicia de Fenja, sino estimularla, si era posible, a aumentar unos gramos la justicia.

No servía de nada, a pesar de todo Fenja seguía de mal humor. Y tenía el pie derecho demasiado corto. Cojeaba tanto al dirigirse al estante del pan que decíamos que era tullida. El pie era tan corto que también tiraba hacia abajo de las comisuras de su boca, de la izquierda continuamente, de la derecha de vez en cuando. Y siempre como si el mal humor se debiera al pan oscuro, no al pie corto. Debido a la contracción de la boca, la mitad derecha de su cara, sobre todo, mostraba un rictus atormentado.

Y como nos entregaba el pan a todos, su cojera y el tormento de su rostro nos parecían una fatalidad, como el curso zigzagueante de la historia. Fenja tenía un punto de santidad comunista. Sin duda era un cuadro leal de la dirección del campo, una oficial del pan, de lo contrario jamás habría logrado ascender al rango de dueña y señora del pan y cómplice del ángel del hambre.

Estaba completamente sola en su cámara encalada en blanco, con el enorme cuchillo detrás del mostrador, entre la balanza de cocina y el ábaco. Debía de tener las listas en su cabeza. Sabía exactamente a quién le correspondía la ración de 600, de 800 y de 1.000 gramos.

Yo había sucumbido a la fealdad de Fenja. Con el tiempo vi en ella una belleza trastornada que desembocó en adoración. La aversión me habría endurecido y habría sido arriesgada ante los platillos de la balanza. Yo me humillaba y solía sentirme repulsivo al hacerlo, pero esto acontecía después de haber paladeado su pan y sentirme más o menos saciado durante unos minutos.

Hoy creo que Fenja repartía las tres variedades de pan que yo conocía entonces. La primera era el pan cotidiano de Siebenbürgen, el del Dios evangélico, ácido, hecho desde siempre con el sudor de su frente. La segunda era el pan integral pardo de las espigas doradas de Hitler, el del Reich alemán. Y la tercera era la ración de jleb en la balanza rusa. Creo que el ángel del hambre conocía esa trinidad del pan, y la aprovechaba. La panificadora suministraba el primer envío al amanecer. Cuando llegábamos a la cantina entre las seis y las siete de la mañana, Fenja ya había terminado de pesar las raciones. Delante de cada uno de nosotros colocaba de nuevo cada trozo en la balanza, la equilibraba, añadía un recorte o cortaba una esquina. A continuación señalaba los platillos con la punta del cuchillo, y ladeaba su barbilla de caballo con una mirada extraña, como si cada mañana me viera por primera vez después de cuatrocientos días.

Medio año antes, cuando aconteció el crimen del pan, yo pensaba que éramos capaces de matar por hambre, porque la fría santidad de Fenja se había metido dentro del pan.

Con el meticuloso repeso del pan, Fenja nos demostraba que era justa. Las raciones recién pesadas yacían cubiertas con paños blancos sobre los estantes. En cada ración, destapaba un poco el pan y volvía a taparlo, igual que hacían los mendigos experimentados con los trozos de carbón al salir a buhonear. En la blanca estancia encalada, con la bata blanca y los paños blancos, Fenja celebraba la higiene del pan como cultura del campo de trabajo. Como cultura universal. Las moscas tenían que posarse sobre los paños en lugar de sobre el pan. No tocaban el pan hasta que pasaba a nuestras manos. Si no se alejaban volando con rapidez, nos comíamos también su hambre junto con el pan. Nunca he meditado sobre el hambre de las moscas, y menos sobre la higiene escenificada con los paños blancos.

La justicia de Fenja, ese emparejamiento de boca torcida y precisión en la báscula, me esclavizaba por completo. En Fenja lo horroroso era una perfección. Fenja no era ni buena ni mala, no era una persona, sino una ley con rebecas de ganchillo. Jamás se me habría ocurrido compararla con otras mujeres, porque ninguna otra exhibía una disciplina tan torturadora y una fealdad tan inmaculada. Era igual que el codiciado, horriblemente húmedo, pegajoso, escandalosamente nutritivo y racionado pan de molde.

Por la mañana nos entregaban la ración de pan para toda la jornada. Como la mayoría, yo formaba parte de los candidatos a los 800 gramos, era la ración normal. 600 gramos se asignaban a quienes desempeñaban trabajos ligeros en el campo de trabajo: llenar cisternas con los excrementos de las letrinas, quitar nieve, realizar la limpieza de otoño y primavera, blanquear los bordillos del paseo principal. Y 1.000 gramos los recibían pocos, era la excepción para los trabajos más duros. 600 gramos parece ya mucho. Pero el pan pesaba tanto que 800 gramos apenas daban para una rebanada del grosor de un pulgar si la cortaban del centro del pan. Si tenías suerte y te tocaba el corrusco con la corteza seca, la rebanada alcanzaba dos pulgares de grosor.

La primera decisión del día era: Resistiré y hoy no me comeré en el desayuno la ración entera con la sopa de col. A pesar del hambre, reservaré un trocito para la cena. Comida no había, estabas trabajando y no había nada que decidir. Por la noche, después de trabajar, en caso de que hubieras permanecido firme en el desayuno, llegaba la segunda decisión: Resistiré la tentación de meter la mano debajo de la almohada para comprobar si el pan que he ahorrado sigue ahí. Puedo esperar a que haya pasado el recuento nocturno y no comérmelo hasta estar en la cantina. Eso podía demorarse dos horas. Si el recuento no salía bien, más aún.

Si no había resistido por la mañana, por la noche no tenía un mendrugo de pan, ni nada que decidir. Llenaba la cuchara hasta la mitad y sorbía a fondo. Había aprendido a comer despacio, a tragar saliva después de cada cucharada de sopa. El ángel del hambre decía: La saliva alarga la sopa, y acostarse pronto acorta el hambre.

Yo me acostaba pronto, pero me despertaba continuamente porque mi úvula se hinchaba y latía. Cerrase los ojos o los mantuviese abiertos, diera vueltas en la cama o mirase fijamente la luz reglamentaria, roncase alguien como si estuviera a punto de ahogarse o la lombriz de goma rechinase fuera de la casita…, la noche era inconmensurable, y en ella los paños de Fenja ofrecían una blancura infinita, y debajo ocultaban el pan, abundante e inalcanzable.

Por la mañana, después del himno, el hambre corría conmigo al desayuno, hacia Fenja. Para tomar esa primera decisión sobrehumana: Hoy resistiré y guardaré un trocito de pan para la noche…, etcétera etcétera.

Hasta cuándo.

Día tras día, el ángel del hambre me sorbía el seso. Y un buen día levantó mi mano. Y con esa mano a punto estuve de matar a Karli Halmen… Fue el crimen del pan.

Karli Halmen libraba un día entero, y ya en el desayuno se había comido todo su pan. Todos estaban trabajando. Karli Halmen tenía el barracón para él solo durante toda la jornada. Por la noche, el pan que había ahorrado Albert Gion había desaparecido. Albert Gion había resistido cinco días seguidos, había conseguido ahorrar cinco trocitos de pan, el equivalente a una ración diaria. Había permanecido todo el día con nosotros en el tajo y, como todos los que tenían pan ahorrado, se había pasado todo ese tiempo pensando en la sopa con pan de la noche. Al regresar del tajo, como todos, miró primero debajo de su almohada. El pan ya no estaba allí.

El pan había desaparecido, y Karli Halmen estaba sentado en su cama en ropa interior. Albert Gion se plantó delante de él y, sin decir palabra, le sacudió tres puñetazos en la boca. Karli Halmen escupió dos dientes encima de la cama sin decir palabra. El acordeonista condujo a Karli cogido por el pescuezo hasta el cubo de agua y le hundió la cabeza en el líquido. Brotaron burbujas de boca y nariz, luego un estertor, después se hizo el silencio. El tamborilero sacó la cabeza del agua y le apretó el cuello hasta que la boca de Karli se contrajo en un rictus tan horrible como el de Fenja. Yo aparté al tamborilero de un empujón y me quité uno de los zapatos de madera. Y se me levantó de tal manera la mano que estuve a punto de matar a golpes al ladrón de pan. El abogado Paul Gast, que hasta entonces se había limitado a contemplar la escena desde su camastro, saltó sobre mi espalda, me arrebató el zapato y lo arrojó contra la pared. Karli Halmen yacía meado junto al cubo, vomitando babas con pan.

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