Kazán, Perro Lobo (1914) es una historia que se dibuja a través de una extensa zona narrativa, que prescinde casi totalmente de los diálogos, y que atribuye, desde allí, una serie de condiciones humanas —envidia, tristeza, amor, pasión— a los personajes animales que presenta. El juego del libro es mucho más complejo, sin embargo, porque Curwood no se molesta en establecer un contraste entre hombre y animal, en el que lo humano es precisamente lo que designa lo salvaje, mientras que al animal se le atribuyen valores y talentos sobresalientes.
Un largo relato, que se ubica en un escenario salvaje (la vida de los perros de trineo, las factorías y la cruda naturaleza del noroeste canadiense), pero que pretende poner en claro, ante todo, ciertas cualidades tradicionalmente atribuidas a los hombres —como la inteligencia, el odio o el sufrimiento— a partir de la personificación de animales. Curwood fue un “amigo de los animales”, un defensor ambientalista que descubrió, luego de un pasado de caza y destrucción, la fuerza superior de la Naturaleza, la armonía y trascendencia que puede alcanzar la vida animal, y la maravillosa tranquilidad de la gente humilde…
Kazán, Perro Lobo es una novela que puede ser leída por jóvenes y adultos debido a que su apuesta no se encuentra dentro de los marcos arquetípicos de la literatura infantil, sino, como se ve, en un mundo mucho más amplio y revelador. Ahora bien, tal vez para cierta clase de lectores, la escritura de Curwood pueda parecer excesivamente lenta y lineal, incluso, es posible que se piense que le sobran muchas páginas para lo que tiene que decir, pero eso es algo que define cada quien.
James Oliver Curwood
Kazán, perro lobo
ePUB v1.1
Pepotem19.09.12
Título original: Kazan
James Oliver Curwood, 1914.
Traducción: Manuel Vallvé
Editor original: Pepotem2 (v1.1)
ePub base v2.0
Kazán estaba echado, mudo e inmóvil, con su gris hocico entre las patas delanteras y los ojos medio cerrados. Una roca no habría parecido más desprovista de vida que él. No se movía ni un solo músculo de su cuerpo; ni siquiera le temblaba un pelo o un párpado. Sin embargo, cada una de las gotas de sangre salvaje de su espléndido cuerpo corría por sus venas con la mayor excitación que experimentara en su vida; cada nervio y cada fibra de sus maravillosos músculos estaban tirantes como alambres de acero. Era mestizo de lobo y de perro
husky
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y los primeros cuatro años de su vi da los pasó en la libertad de la selva.
Había sentido los tormentos del hambre furiosa y sabía lo que significaba helarse. Había escucha do los gemidos de los vientos de las largas noches árticas de las Estepas. Oyó el trueno del torrente y de las cataratas y había buscado abrigo contra la furia de la tormenta. Sus flancos y su cuello estaban llenos de cicatrices, recuerdos de las peleas sostenidas, y sus ojos enrojecidos por el brillo cegador de las nieves. Lo llamaban Kazán, el Perro Salvaje, porque entre los de su especie era un gigante y tan valeroso como los hombres que lo llevaron a través de los peligros de un mundo helado.
Nunca había conocido el miedo hasta ahora. Nunca había sentido el deseo de huir, ni siquiera el terrible día en que, en el bosque, peleó con un enorme lince gris y lo mató. Ignoraba la causa de su miedo, pero sabía que se hallaba en otro mundo diferente, en el que había muchas cosas que lo asustaban. Era su primer contacto con la civilización. Deseaba el regreso de su amo a la extraña estancia en que lo dejara. Tratábase de una habitación llena de cosas horribles. Había en la pared grandes rostros humanos, que no se movían ni hablaban, pero que lo miraban fijamente, como nunca observara en las demás personas. Recordaba haber tenido un amo que se quedó muy quieto y muy frío en la nieve y él entonces se sentó sobre su cuarto trasero y aulló la canción de la muerte; pero aquellas caras de la pared miraban como si estuvieran vivas y, sin embargo, parecían muertas.
Repentinamente Kazán enderezó las orejas, pues había oído pasos y voces quedas. Una de ellas era la de su amo. En cuanto a la otra, le causó ligero temblor a lo largo de su cuerpo. Una vez, hacía ya tanto tiempo, que, sin duda, fue en los primeros días de su vida, le pareció haber soñado una risa semejante a la de la muchacha que se acercaba. Y aquella risa lo inundó de felicidad maravillosa, de amor in tenso y de dulzura tal, que levantó la cabeza. Cara a cara y con los ojos brillantes y rojizos miró a los recién llegados. En seguida comprendió que la joven era muy querida por su amo, porque el brazo de éste la rodeaba la cintura. Observó que el cabello de la joven era dorado y brillante y que en su rostro había el color carmesí de la vid de otoño y que sus ojos resplandecientes tenían la tonalidad de la flor azul. De pronto la joven vio al perro y, dando un grito le alegría, se acercó a él.
—¡Cuidado —exclamó el hombre—! ¡Es peligroso! Kazán es…
Ella estaba ya arrodillada al lado del perro, esbelta, dulce y hermosa, mirándolo con sus maravillosos ojos y con las manos prontas a tocarlo. ¿Debía apartarse de ella? ¿La mordería? ¿Sería ella una de las cosas de la pared y, por consiguiente, enemiga? ¿Saltaría a su blanco cuello? Vio que el hombre se adelantaba a toda prisa, pálido como un muerto. Entonces la mano de ella cayó sobre la cabeza del perro y este contacto hizo estremecer todos los nervios de su cuerpo. Con ambas manos la joven le cogió la cabeza y le aproximó tanto el rostro que él la oyó decir casi sollozando:
—¿Y tú eres Kazán, mi querido Kazán, mi héroe, el que lo trajo a mi lado cuando todos los demás murieron? ¡Kazán querido! ¡Kazán heroico y valiente!
Y, entonces, milagro de milagros, ella tenía apoyado el rostro sobre el perro, que sentía ¿a cálido y suave contacto.
En aquellos momentos Kazán no se movió y apenas respiraba. Aparentemente transcurrió mucho rato antes de que la joven separara su rostro de él. Y cuando lo hizo, había lágrimas en sus azules ojos y el hombre los observaba a los dos, en pie, con los puños y las mandí bulas apretados.
—Nunca vi que se dejara tocar por nadie —dijo maravillado—. Retrocede despacio, Isa bel. ¡Dios mío, mira!
Kazán gimió suavemente, los enrojecidos ojos fijos en el rostro de la muchacha. Deseaba sentir nuevamente las caricias de aquella mano, experimentaba la necesidad de rozar su cara. ¿No le pegarían con un garrote si se atrevía a ello? Desde luego no quería hacerle daño alguno. Por el contrario, sería capaz de matar por ella. Se arrastró hasta la mujer poquito a poco, sin dejar de mirarla. Oyó que el hombre decía «¡Dios mío, mira!» y tembló de miedo. Pero no recibió golpe alguno que le hiciera retroceder. Su frío hocico tocó el ligero vestido de la joven y ella lo miró, sin moverse, con los ojos húmedos y brillantes como estrellas.
—¡Mira! —murmuró dirigiéndose al hombre—. ¡Mira!
Kazán fue aproximándose lentamente y de pronto su enorme cuerpo gris se abalanzó hacia ella. Entonces fue levantando despacio el hocico hacia el regazo de la muchacha, hasta tocar la caliente manita que allí había. Tenía aún los ojos fijos en su rostro y observó una extraña palpitación en su garganta blanca y desnuda y después un temblor en los labios mientras miraba al hombre, maravillada. Este también se arrodilló junto al grupo y rodeó a la joven con uno de sus brazos, acariciando luego la cabeza del perro. A Kazán no le gustaba el contacto de la mano del hombre; desconfiaba de él, porque la naturaleza le había enseñado a recelar de los hombres, pero lo permitió en aquel momento, observando que ello parecía complacer a la muchacha.
—Kazán, viejo camarada, no le harás ningún daño ¿verdad? —decíale cariñosamente su amo—. Los dos la amamos ¿no es así? No podemos sino amarla. Nos pertenece a mí y a tí y vamos a cuidar de ella durante toda nuestra vida, y, si es preciso, nos pelearemos por ella como si fuésemos dos diablos. ¿No es así, Kazán?
Durante mucho rato, después de que lo hubieron dejado echado sobre la alfombra, los ojos de Kazán no se separaron de la joven. Observaba y escuchaba y cada vez sentía mayor anhelo de arrastrarse hacia ella y rozar su mano, su pie o su vestido. Al cabo de un rato su amo dijo algo y, riéndose un poco, la muchacha se puso en pie y fue corriendo hacia una cosa enorme, cuadrada y brillante que estaba de través en un rincón y que tenía una hilera de dientes blancos más grandes que todo él. Ya había mirado con extrañeza a aquellos dientes cuyo fin desconocía. Los dedos de la joven los tocaron y todos los sonidos de los vientos que él oyera en su vida, toda la música de las casca das y de los rápidos y el trino de los pájaros en primavera, no habrían podido igualar a los so nidos que se produjeron entonces. Era la primera vez que la música llegaba a Kazán. Por un momento se asombró y se asustó, y luego sintió que el miedo se desvanecía y que una extraña vibración corría a lo largo de su cuerpo. Experimentó la necesidad de sentarse sobre las patas y de aullar, como había aullado a los billones de estrellas de los cielos en las frías noches de invierno. Pero algo le contuvo y ese algo fue la joven. Despacito empezó a acercarse a rastras hacia ella, pero como sintiera pesar sobre sí la mirada del hombre, se detuvo. Luego se acercó un poquito más, avanzan do gradualmente, rasando el suelo con la garganta. Estaba ya a mitad de camino, cuando los maravillosos sonidos se hicieron más suaves y más quedos.
—¡Continúa! —le estimuló el hombre en voz baja y apremiante—. Continúa; no te detengas.
La joven volvió la cabeza, vio a Kazán alargado sobre el suelo y continuó tocando el piano. El hombre seguía mirándolo, pero ahora no logró contenerle, pues el perro fue acercándose más y más hasta que su hocico, que se tendía hacia adelante, tropezó con la parte de su vestido que arrastraba por el suelo, y entonces se echó a temblar porque ella había empezado a cantar. Una vez oyó a una mujer
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canturrear ante su vivienda y también escuchó la «Canción del Reno», tonadilla salvaje, pero nada de eso podía compararse a la dulzura que surgía de los labios de la joven.
Olvidó ya la presencia de su amo y sin hacer ruido, arrastrándose de modo que ella no lo notara, se acercó más y levantó la cabeza. Vio que ella lo mi raba y en sus maravillosos ojos descubrió algo que le inspiró confianza y apoyó la cabeza en su regazo. Por segunda vez experimentó el contacto de una mano femenina y cerró los ojos dando un largo suspiro. Cesó la música y entonces llegó hasta Kazán un ruido especial, que participaba de la risa y del sollozo. Oyó también la tos de su amo.
—Siempre he querido a ese viejo tunante, pero nunca lo creí capaz de hacer eso —dijo. Y su voz pareció extraña a Kazán.
Llegaron días maravillosos para Kazán, el cual echaba de menos los bosques y las nevadas copiosas, la lucha diaria para mantener su puesto entre los compañeros de tiro, los ladridos lanzados a su espalda, las largas carreras en línea recta por los espacios abiertos y las estepas. Echaba de menos también el «¡Hala, hala!» del conductor, el terrible restallar del látigo de nervio de reno, de seis metros de largo, y aquellos ladridos lanzados tras él, los cuales indicaban que los demás perros estaban debidamente alineados. En cambio, algo había venido a substituir esto de que ahora carecía. Y ese algo estaba en la habitación, en el aire que respiraba, en todas partes, aun cuando sus amos no se hallaran cerca. Donde quiera que ella hubiese posado sus plantas, percibía él aquel algo extraño que le hacía olvidar su soledad. Era un perfume de mujer que muchas veces, cuando era de noche, hora en que él hubiera podido estar ladrando a las estrellas, le hacía gemir débilmente.