—¡Pobre Lobo! —dijo—. ¡Debiera haberte dado una de las pieles de oso!
Levantó la lona de la entrada y penetró en tienda. Vio entonces el rostro de su padre a la luz del día, y, desde fuera, Kazán oyó el terrible y lamentable grito que exhaló. Nadie que mirara entonces una sola vez el rostro de Radisson, hubiera dejado de comprender la verdad.
Después de aquel grito de agonía, Juana se arrojó sobre el pecho de su padre, sollozando tan silenciosamente que ni siquiera el fino oído de Kazán pudo percibir el más pequeño sonido. Allí permaneció sumida en su dolor hasta que su energía vital de mujer y de madre se despertó al oír el llanto de la niñita. Púsose rápidamente en pie, cogió a la niña y salió. Kazán tiró del extremo de su cadena para ir a su encuentro, pero la huérfana no lo vio siquiera. El terror de la soledad del desierto es mayor aún que el de la misma muerte y en un instante habíase desplomado sobre Juana. Nada temía por sí misma sino por su hija, y los sollozos de ésta atravesáronle el corazón como agudos puñales.
De pronto, recordó cuanto le dijera su padre la noche anterior, sus palabras acerca del río, de los respiradores en el hielo, del hogar que se hallaba a sesenta kilómetros de allí. «
No podrías extraviarte, Juana
». Sin duda alguna, previo lo que iba a suceder.
Envolvió cuidadosamente a la niña en las pieles y volvió a donde la noche anterior encendieron la hoguera. Dijóse que lo primero era tener fuego. Recogió un montón de cortezas de abedul, lo cubrió con trozos de madera a medio quemar y entró en la tienda en busca de un fósforo. Pierre Radisson los llevaba en una caja impermeable, en un bolsillo de su abrigo de piel de oso. Sollozando, la joven se arrodilló junto a su padre y tomó la caja. Y cuando el fuego prendió en el combustible, añadió leña y luego algunas ramas grandes que su padre llevara al campamento. El fuego la reanimó moral y físicamente. Sesenta kilómetros siguiendo el río… Era preciso hacerlos en compañía de la niña y de Lobo. Por primera vez se volvió hacia él y, llamándolo por su nombre, le puso la mano sobre la cabeza. Después le dio un trozo de carne que antes desheló al fuego, y licuó nieve para hacer té. No tenía apetito, pero recordaba perfectamente que su padre la obligaba a comer cuatro o cinco veces por día, y se obligó a sí misma a tomar una galleta, un poco de carne, y tanto té como pudo beber.
Siguió entonces la terrible hora que tanto temía. Envolvió el cadáver de su padre en mantas y lo ató con correas. Luego metió todas las mantas y pieles restantes en el trineo que estaba junto al fuego y colocó a la niñita entre los abrigos. Desarmar la tienda era un trabajo enorme para ella. Las cuerdas estaban rígidas y Heladas y cuando tras muchos esfuerzos hubo logrado su objeto, una de sus manos estaba herida y ensangrentada. Puso la tienda sobre el trineo y medio cubriéndose el rostro con las manos, miró hacia atrás.
Pierre Radisson yacía en su lecho de bálsamo, bajo el único abrigo del cielo gris y las ramas de los árboles. Kazán se quedó rígido y husmeó el aire. Erizáronse los pelos de su espinazo cuando Juana retrocedió lentamente y se arrodilló junto al bulto envuelto en mantas. Al volver junto a Kazán su rostro estaba pálido y triste; luego en sus ojos hubo una mirada extraña y terrible, al fijarse en la extensión de las estepas.
Pasó una correa del tiro por su delicada cintura, y así, ella y el perro emprendieron el camino hacia el río, hundiéndose hasta la rodilla en la nieve recién caída. Antes de llegar al río, Juana cayó y se le soltó el pelo sobre la nieve, causando el efecto de un velo resplandeciente. Dando un poderoso tirón, Kazán se acercó a ella y su frío hocico le tocó el rostro cuando ella trataba de ponerse nuevamente en pie. Y entonces Juana tomó la cabeza del perro y la retuvo un momento entre sus manos.
—¡Lobo! —sollozó—. ¡Oh, Lobo!
Siguieron adelante, pero la pobre muchacha jadeaba a causa de su penoso aunque corto ejercicio. La capa de nieve no era tan alta sobre el hielo del río; mas empezó a soplar el viento, procedente del Noroeste, dando de cara a los pobres viajeros y Juana tuvo que inclinar la cabeza mientras tiraba del trineo en unión cíe Kazán. A cosa de un kilómetro más lejos se detuvo y no pudo contener más el desaliento que acudió a sus labios en forma de sollozo. ¡Sesenta kilómetros! Se oprimió el pecho con las manos. Dando la espalda al viento, respiraba penosamente como si alguien la hubiese golpeado. La niñita estaba tranquila. Juana retrocedió, miró por entre las pieles y la contemplación de su hija le dio nuevos ánimos, pero durante los quinientos metros siguientes se cayó dos veces de rodillas.
Luego encontraron en la superficie del hielo un espacio barrido por el viento y Kazán arrastró solo el trineo. Juana andaba a su lado, sintiendo extraño dolor en el pecho. Un millar de agujas parecía pinchar su rostro y el dolor le hizo pensar en el termómetro. Lo expuso por pocos minutos encima de la tela de la tienda y al mirarlo vio que señalaba diez y siete grados bajo cero. ¡Sesenta kilómetros! Y su padre le dijo que podría recorrerlos y que le sería imposible extraviarse. Pero ignoraba ella que su mismo padre habría temido dirigirse al Norte aquel día con tan baja temperatura y un viento bastante violento y precursor de una tempestad de nieve.
Había dejado el bosque más atrás. Hacia adelante no había nada, nada más que las despiadadas estepas y el bosque que había más allá estaba oculto por la bruma gris del día. De haber visto árboles, Juana no sintiera como ahora su corazón lleno de terror. Pero ante ella no tenía nada, nada más que una bruma gris, espectral, y a dos kilómetros de distancia se confundía el cielo con la tierra.
La nieve era cada vez más espesa bajo sus pies. La joven iba vigilando en busca de los traidores agujeros cubiertos de delgada capa de hielo de que su padre le hablara, pero nada pudo descubrir porque todo el hielo y toda la nieve eran iguales para ella y cada vez sentía mayor dolor en sus ojos. El frío era intenso.
El río se ensanchaba en una laguna y al llegar allí el viento le dio en la cara con tal fuerza que a su pesar no pudo seguir tirando del trineo, y Kazán tuvo que arrastrarlo solo. La joven se quedaba atrás, pues la nieve le impedía cada vez más seguir adelante. Kazán no la abandonaba y, al mismo tiempo, arrastraba él solo el trineo gracias a su fuerza enorme. Al dejar la laguna y de nuevo en el cauce del río, Juana andaba penosamente, incapaz de ayudar al perro, pues cada vez sentía que le pesaban más la piernas. No había más que una esperanza, y era el bosque. Si no llegaban pronto a él, dentro de media hora no le sería posible seguir adelante. La pobre Juana empezó a rezar mientras luchaba con su falta de fuerzas y por ñu cayó en la nieve. Kazán y el trineo se alejaron. De pronto, se dio cuenta de que le abandonaban. En realidad no estaba más que a cosa de seis metros, pero sentía la impresión de que estaba muy lejos. Y reuniendo la fuerza que quedaba en su cuerpo, se apresuró a proseguir la marcha y alcanzar al trineo y a su pequeña Juana.
En aquellos momentos los minutos le parecían horas. Aunque el trineo estaba a dos metros de distancia le pareció luchar una hora, antes de poder llegar a él y tocarlo. Dando un gemido lo alcanzó y se echó en él, y entonces ya no sintió tanta tristeza, porque al aproximar su rostro a las pieles bajo las cuales se hallaba la niña, tuvo una visión de su hogar y del agradable calor que en él reinaba. Y se desvaneció la visión, sucediéndola la negra noche.
Kazán se detuvo en su camino y retrocediendo fue a sentarse al lado de su ama, esperando que se moviera y le hablara, pero ella permaneció inmóvil.
Hundió su hocico en el cabello de la joven y exhaló un gemido. Luego levantó la cabeza y husmeó cara al viento, el que le trajo un olor nuevo. Volvió a tocar a Juana con el hocico, pero ella no se movió siquiera. Entonces volvió a su sitio, frente al trineo y esperó dispuesto a arrastrarlo, aunque mirando hacia atrás. Pero Juana no se movía ni hablaba, y el gemido de Kazán se convirtió en agudo y penetrante ladrido.
El extraño olor que el viento le traía se acentuó un momento. Kazán empezó a tirar del trineo, pero los patines se habían helado en la nieve y tuvo que hacer uso de su fuerza extraordinaria para despegarlos. Por dos veces, durante los cinco minutos siguientes, se detuvo para olfatear el aire y la tercera vez que interrumpió la marcha en un torbellino de nieve, se volvió al lado de Juana y gimió para despertarla. Luego reanudó la marcha y paso a paso arrastró el trineo a través del torbellino. Más allá había una faja de hielo despejada donde Kazán se detuvo para descansar. En un momento de calma en el viento; notó el olor que tanto le interesaba, con más fuerza que otras veces.
Al extremo de la faja de hielo había una estrecha fisura en la orilla, en donde un arroyo desembocaba en la corriente principal. Si Juana no hubiera estado sin sentido habría indicado al perro que tomara el camino en línea recta. Pero Kazán se encaminó a la fisura y durante diez minutos luchó con la nieve sin descanso, gimiendo cada vez con más fuerza y frecuencia hasta que, por último, su gemido se convirtió en un claro y alegre ladrido. Frente a él, y pegada al arroyo, había una cabaña, de cuya chimenea salía una columna de humo cuyo olor llevara el viento a Kazán. Una pendiente bastante acentuada conducía a la puerta de la cabaña, y, con toda la fuerza que le restaba, Kazán arrastró su pesada carga hasta allí. Luego se volvió hacia Juana, levantó su cabeza hacia el oscuro cielo y aulló.
Poco tardó en abrirse la puerta de la vivienda y salió un hombre. Los ojos de Kazán, enrojecidos e irritados por la nevada, siguieron sus movimientos con la mayor atención cuando se acercaba al trineo. Oyó su exclamación de asombro al inclinarse sobre Juana y pocos instantes después surgió de entre las pieles que la abrigaban el llanto de la niña.
Del pecho de Kazán salió un profundo suspiro de alivio. Estaba derrengado y sin fuerza. Tenía las patas heridas y ensangrentadas, pero la voz de la niñita lo llenó de extraña felicidad y se echó junto a las correas del tiro mientras el hombre transportaba a Juana y a la niña al interior de la cabaña para que se reanimaran con el calor.
Pocos minutos más tarde reapareció el hombre. No era viejo como Pierre Radisson. Acercóse a Kazán y lo miró atentamente.
—¡Dios mío! —exclamó—. Y ¿tú has hecho eso? ¿Tú solo?
Se inclinó sin demostrar el menor miedo, desató al perro y lo guió hacia la puerta de la cabaña. Kazán sintió una ligera vacilación cuando ya estaba en el umbral. Volvió la cabeza, vigilante y alerta, y confundido con el aullido del viento parecióle que oía la llamada de Loba Gris.
Luego la puerta de la cabaña cerróse tras él. Se tendió en el rincón más oscuro de la estancia, mientras el hombre preparaba algo sobre la caliente estufa, para dárselo a Juana, pero transcurrió bastante tiempo antes de que ésta se levantara del lecho que el dueño de la cabaña había improvisado para ella. Luego Kazán la oyó llorar; el hombre la obligó a comer y luego hablaron los dos. En seguida el desconocido colgó una gran manta delante de la litera y se sentó al lado de la estufa. Sin hacer ruido, Kazán se deslizó a lo largo de la pared, se metió debajo de la cama y desde allí oyó largo tiempo el llanto de la joven. Después reinó el silencio.
A la mañana siguiente salió de la cabaña en cuanto el hombre abrió la puerta y apresuradamente huyó al bosque. A un kilómetro de distancia encontró la pista de Loba Gris y la llamó. No tardó en oír su respuesta, procedente del helado río y se apresuró a ir a su encuentro.
En vano Loba Gris trató de inducirlo a que la acompañara a los lugares en que hasta entonces vivieran y se alejara de la cabaña y del olor del hombre. Más tarde, durante aquella misma mañana, el hombre enganchó sus perros al trineo y desde el lindero del bosque Kazán lo vio cómo hacía entrar en éste a Juana y a la niñita y la envolvía muy bien en las pieles como hiciera el viejo Pierre cuando vivía. Kazán siguió durante todo el día las huellas del trineo, y Loba Gris, a su vez, marchaba detrás de Kazán. No se detuvieron al oscurecer sino que bajo la luz de las estrellas y de la luna, que salió después de la tormenta, el hombre siguió azuzando a los perros del trineo. Era ya noche cerrada cuando llegaron a otra cabaña y el hombre llamó a la puerta. Apareció una luz, se abrió la puerta y se oyó la alegre bienvenida de otro hombre, y el sollozo de Juana. Kazán había presenciado la escena desde lejos y volvió a reunirse con Loba Gris.
Durante los días y las semanas que siguieron al regreso de Juana a su hogar, el encanto de la cabaña y de la mano de la joven ejercieron su acostumbrada influencia en Kazán. Y así como había tolerado a Pierre, toleraba ahora al hombre joven que vivía con Juana y la niña. Dióse cuenta de que el hombre era muy querido para Juana, y que los dos amaban mucho a la niñita. Hasta el tercer día no logró Juana que entrara en la cabaña, cuando su marido llegó con el cadáver congelado de Pierre Radisson. El marido de Juana se dio entonces cuenta de que el nombre de Kazán estaba grabado en el collar que llevaba el perro y a partir de aquel momento se le dio su nombre verdadero.
A unos ochocientos metros de la cabaña, en lo alto de una enorme masa de rocas que los indios conocían por el nombre de Roca del Sol, él y Loba Gris encontraron un abrigo que eligieron como madriguera; y desde allí salían a la llanura a cazar. Muchas veces la voz de Juana llegaba hasta ellos cuando llamaba: —¡Kazán! ¡Kazán! ¡Kazán! Durante todo aquel largo invierno Kazán alternó su vida entre el encanto de Juana y de la cabaña… y de Loba Gris.
Luego llegó la primavera… y con ella el gran cambio.
Las rocas, los montes y los valles tomaban otro aspecto gracias al calor que llegaba. Los botones de los álamos estaban hinchados y prontos a abrirse. El aroma de los bálsamos y de los pinos era cada día más intenso y en toda la región, en la llanura y en el bosque, oíase el dulce murmullo de las corrientes primaverales que recorrían su camino hacia la Bahía de Hudson.
En ésta oíase el fragoroso ruido y los estampidos de los campos de hielo que se rompían y resquebrajaban a través de las Roes Welcome —la puerta para las regiones árticas —y por esa razón llegaron con el viento de abril algunos fríos de poca duración que parecían el último esfuerzo del invierno.
Kazán se había guarecido contra aquel viento. En su soleada guarida no se sentía el más pequeño soplo; estaba más cómodo que en cualquiera de los días de aquel largo y terrible invierno… y cuando dormía soñaba cosas agradables.