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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

Kazán, perro lobo (19 page)

BOOK: Kazán, perro lobo
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Media hora más tarde llegó Loba Gris siguiendo su rastro. El grajo estaba despedaza­do, con las plumas diseminadas por el suelo, y Bari tenía el hociquito lleno de sangre. El cachorro se había echado, triunfante, junto a su víctima. Loba Gris comprendió en seguida y lo tu acarició alegremente. Y cuando volvieron a la guarida, Bari llevaba entre sus mandíbulas lo que quedara del grajo.

A partir de entonces la caza fue la pasión dominante de Bari. Cuando no dormía al sol o en la guarida por la noche, buscaba incesantemente algo vivo que destruir. Asesinó a una familia entera de ratones. Los grajos fueron también sus víctimas, pues mató a tres de ellos. Luego encontró un armiño y el fiero y blan­co asesino de los bosques le infligió la primera derrota. Este fracaso enfrió sus entusiasmos por algunos días, pero le aleccionó acerca de que había otros animales provistos de dientes y devoradores de carne, además de él mismo, y que la naturaleza había dispuesto las cosas de tal manera que convenía ser prudente con los que, como él, poseían colmillos. Muchas cosas habían nacido en él. Instintivamente se desvió del camino del puercoespín, aun sin haber si­do víctima de sus espinas. Un día, quince después de su derrota, se vio cara a cara con un gato salvaje. Los dos buscaban comida y como no había presa alguna entre ellos que justificara la lucha, cada uno se alejó por su lado.

Cada día Bari se aventuraba más lejos de la guarida, siempre siguiendo el curso del arroyo. A veces permanecía fuera por espacio de horas. Al principio Loba Gris se manifestaba intranquila en su ausencia y pocas veces lo acompañaba, hasta que por último ya no se in­quietó. La naturaleza obraba rápidamente. Kazán era el que manifestaba ahora cierta intranquilidad. Habían llegado las noches de luna y el deseo de vagabundear un poco se hacía ca­da vez más fuerte en sus venas. Como Loba Gris, sentía la necesidad de echar a correr hacia el enorme mundo.

Llegó la tarde en que Bari partió para su cacería más larga. Medio kilómetro más lejos mató su primer conejo y se quedó al lado de la víctima hasta el obscurecer. Salió la luna, enorme y dorada, inundando los bosques y las llanuras con luz tan viva que semejaba la del día. Era una noche divina. Y Bari, ante la luz de la luna, dejó el conejo. Echó a correr, y la dirección que seguía era opuesta a la de la guarida.

Toda aquella noche Loba Gris esperó vigilante, pero en vano. Por fin, cuando la luna se hundía por el Sudoeste, se sentó sobre las ancas, levantó hacia el cielo su ciego rostro y exhaló el primer aullido desde que naciera Ba­ri. Muy lejos, éste pudo oír a su madre, pero no contestó. Un mundo nuevo le llamaba. Y habíase despedido de su morada y de sus padres.

Corrían los espléndidos días precursores del verano y las noches del Norte tenían la luminosidad de la luna y de las estrellas.

Kazán y Loba Gris se alejaron por el valle que había entre las dos montañas para emprender tina larga cacería. Era el deseo de correr que sienten todos los animales salvajes poco después de que los cachorros les han abandonado para recorrer el mundo por su cuenta. Se encamina­ron hacia el Oeste y cazaban principalmente de noche, dejando tras ellos un rastro de huesos, pieles y plumas de los conejos y las perdices que devoraban. Era la estación de la matanza y no del hambre. A diez kilómetros de su gua­rida dieron muerte a un cervatillo, pero dejaron la mayor parte de la carne después de haber comido una sola vez. Su apetito se saciaba todos los días con carne recién matada. Engorda­ron, se les hizo el pelo brillante y cada día pasaban más rato tomando el sol. Tenían pocos rivales, porque los linces habitaban más hacia el Sur, entre los bosques más selváticos. No había lobo alguno en la región que recorrían. Los gatos silvestres, las martas y las comadrejas abundaban a lo largo del arroyo; pero no eran cazadores rápidos ni tenían colmillos temibles. Un día se vieron frente a frente con una vieja nutria. Era un gigante entre los de su especie y estaba cambiando su pelaje, que se tornaba en gris pálido con la proximidad del verano. Kazán, que se había puesto gordo y era va algo perezoso, la miró con cierta indiferencia, y en cuanto a la ciega Loba Gris, se limitó a olfatear en el aire el fuerte olor de pescado que despedía. Para ellos la nutria no represen­taba más que hubiera representado una rama flotante en el arroyo, y continuaron su camino, ignorando que aquel peligroso animal había de ser muy pronto su aliado en uno de los extraños y mortales conflictos tan frecuentes y tan sangrientos en la vida animal como en la vida de los seres humanos.

Al día siguiente al de su encuentro con la nutria, Loba Gris y Kazán prosiguieron su viaje recorriendo cinco kilómetros hacia el Oeste, siguiendo siempre la corriente. Allí encontraron un obstáculo en su camino que les hizo volver hacia la montaña del Norte. El obstáculo era un enorme dique de castores que mediría muy bien doscientos metros de ancho y retenía de tal manera el agua, que quedaba inundado más de un kilómetro de bosque. Ni Loba Gris ni Kazán sentían interés alguno por los castores, porque estos animales vivían también fuera de su elemento, como los peces, las nutrias y los pájaros de rápido vuelo.

Así, pues, se volvieron hacia el Norte, sin saber que la naturaleza había proyectado que los cuatro —el perro, la loba, la nutria y el castor— estarían en breve empeñados en una de aquellas luchas sin cuartel que ocurren en la vida salvaje y que impiden la supervivencia de los animales menos aptos y cuyas trágicas historias se conservan en secreto bajo las estrellas, la luna y los vientos.

Durante muchos años ningún hombre había llegado a aquel valle, situado entre las dos montañas, para molestar a los castores. Si un cazador hubiese seguido el curso de aquel arroyo sin nombre y cogido al patriarca y jefe de la colonia, al punto lo habría juzgado demasiado viejo y en su lenguaje indio le hubiese da­do un nombre. Lo habría llamado «Diente Roto», porque uno de los cuatro largos dientes con los cuales cortaba los árboles y construía presas estaba roto. Seis años antes Diente Roto guió a unos cuantos castores de su edad corriente abajo y construyeron su primera presa pequeñita y su primera colonia. Al siguiente mes de abril la hembra de Diente Roto tuvo cuatro pequeñuelos y cada una de las madres de la colonia aumentó también la población en dos, tres o cuatro individuos. Al final del cuarto año, esta primera generación de hijos, de haber se­guido las leyes usuales de la naturaleza, se habrían apareado y abandonarían la colonia para establecerse en otra parte y construir su propia presa. Pero aunque se aparearon, no emigraron. Al otro año la segunda generación de los castores, de cuatro años entonces, se aparea­ron a su vez, pero no emigraron tampoco, de manera que a principios de verano del sexto año la colonia se parecía mucho a una gran ciudad largo tiempo sitiada por un enemigo. Contaba con quince viviendas y un centenar de habitantes, sin comprender los pequeñuelos nacidos en marzo y abril de aquel año. La presa fue alargada hasta que alcanzó doscientos metros y el agua inundaba una extensión bastante grande de bosque poblado de álamos y abedules y llanos pantanosos de sauces y alisos. Pero aun así, el alimento escaseaba y las viviendas estaban demasiado llenas de habitantes, lo cual se debía a que los castores tienen sentimientos casi humanos, por lo que se refiere a su amor hacia el hogar. La vivienda de Diente Roto medía cerca de tres metros de largo por dos y medio de ancho y allí habitaba en compañía de sus hijos y nietos en número de veintisiete. Por esta razón Diente Roto se disponía a romper los precedentes de su tribu. Cuando Loba Gris y Kazán husmeaban descuidadamente los fuertes olores de la ciudad de los castores, Diente Roto estaba disponiendo a su familia y a dos de sus hijos, también con sus respectivas familias, para emprender el éxodo.

Diente Roto era el jefe reconocido en la colonia, pues ningún otro castor había alcanzado su tamaño o su fuerza. Su grueso cuerpo tenía noventa centímetros de altura y por lo menos pesaba treinta kilos. Tenía una cola de treinta y cinco centímetros de largo y de doce y medio de ancho y en una noche tranquila podía dar un golpe de plano en el agua que se oyese a cuatrocientos metros de distancia. Sus patas traseras, palmeadas, tenían, por lo menos, doble tamaño que las de su hembra y era sin duda el mejor nadador de la colonia.

Después de la tarde en que Kazán y Loba Gris se dirigieron hacia el Norte, llegó la no­che clara y tranquila en que Diente Rojo se encaramó en lo más alto del dique, se sacudió el agua y miró hacia abajo para cerciorarse de que su ejército estaba allí para seguirle. El agua del pantano, bastante alumbrada por resplandor de las estrellas, se rizaba y saltaba a causa del movimiento de tantos cuerpos. Algunos de los castores más viejos se situaron al lado de Diente Roto, y el anciano patriarca se hundió en la estrecha corriente, por la parte opuesta al dique, seguido de los emigrantes de sedosos cuerpos, los cuales iban de uno en uno, por parejas y en grupos de tres. También les acompañaban una docena de pequeñuelos na­cidos tres meses antes. Fácil y rápidamente emprendieron el viaje corriente abajo; sola­mente los pequeños nadaban con ardor para mantenerse junto a los viejos. En total eran unos cuarenta. Diente Roto nadaba precediéndolos a todos y sus más viejos subordinados lo seguían. Y más atrás, iban las madres y los pequeños.

Continuaron nadando toda la noche. La nutria, el más mortal enemigo del castor, mucho más terrible para él que el hombre, se ocultó en unos arbustos cuando pasaron. La naturaleza la había hecho enemiga de aquellos seres que pasaban nadando por el arroyo. La nutria era devoradora de peces y su papel consistía tanto en conservar como en destruir los animales de que se alimentaba. Tal vez la naturaleza le dio a entender que demasiados diques de castores interrumpían la propagación de los peces que no podían efectuar cómodamente su desove y que donde había muchos diques, escaseaba el número de peces. Probablemente razonaba que la pesca era es­casa y que su hambre aumentaba en la misma proporción en que disminuía el pescado. Y así, incapaz de batirse con tribus enteras de sus enemigos, se esforzaba en destruir sus diques. De cómo con ello aniquilaba al mismo tiempo a los castores, es cosa que se verá en el conflicto que la naturaleza había proyectado hacer surgir y en el cual debían verse envueltos la nutria, Kazán y Loba Gris.

Por lo menos una docena de veces durante la noche, Diente Roto se detuvo para investigar las posibilidades de aprovisionamiento a lo largo de las orillas. Pero en los dos o tres lugares en que halló gran cantidad de la corteza de que se alimentaba, comprendió que habría sido muy difícil construir un dique. Su maravilloso instinto de ingeniero prevalecía aun sobre el de la nutrición. Y cada vez que resolvía continuar la marcha, ningún castor se permitía contrariarle ni se quedaba atrás. Hacia el alba cruzaron la llanura incendiada un año antes y llegaron al extremo del terreno pantanoso que constituía el dominio de Loba Gris y de Kazán. Por derecho de descubrimiento y de ocupación, aquel terreno pertenecía al perro y a la loba, y en todos lados habían dejado pruebas de su dominio. Pero Diente Roto era un habitante de las aguas y el olfato de su tribu no era muy agudo para poder notarlo. Continuó avanzando, aunque más despacio cuando llegaron al bosque; se detuvo precisamente junto a la guarida de Kazán y de Loba Gris y, tomando tierra, se equilibró sobre sus palmea­das patas traseras y su ancha cola. Allí encontraba condiciones ideales de instalación. Podía construirse fácilmente un dique a través de la estrecha corriente y quedaría inundada una gran extensión de tierra abundantemente poblada de alisos, sauces, álamos y abedules. Además, el lugar estaba abrigado por el bosque, de manera que los inviernos serían menos fríos. Diente Roto dio a entender rápidamente a sus compañeros que aquella era su nueva patria. En ambos lados de la corriente tomaron tierra dirigiéndose a los árboles más próximos. Los pequeñuelos empezaron a devorar hambrientos las cortezas tiernas de los sauces y alisos, en tanto que los mayores, convertido cada uno de ellos en un ingeniero, investigaban muy excitados, y desayunábanse apenas con algunos bocados que de vez en cuando daban a la corteza.

Aquel mismo día empezó la construcción de las viviendas. Diente Roto eligió un enorme abedul que se inclinaba hacia el agua y empezó el trabajo de cortar el tronco, que tenía veinticinco centímetros de diámetro, por medio de sus tres largos dientes. Aunque el anciano patriarca había perdido uno, los tres que le quedaban no se habían deteriorado con la edad. El filo exterior de los mismos era del esmalte más duro; y la cara interior, de blanco mar­fil. Eran como los mejores cinceles de acero. El esmalte no se desgastaba nunca, en tanto que el marfil se renovaba a medida que se consumía. Sentado sobre sus patas posteriores, apoyadas las anteriores en el árbol y equilibrando su cuerpo por medio de la pesada cola, Diente Roto empezó a practicar con su dentadura una muesca circular en el tronco. Incansable, trabajó por espacio de varias horas y cuando, por fin, se detuvo para reposar, otro obrero se en­cargó de la tarea. Mientras tanto una docena de castores trabajaban rudamente, cortando madera. Mucho antes de que el árbol de Diente Roto estuviera dispuesto para caer a través de la corriente, se desplomó sobre el agua un álamo pequeño. El corte alrededor del enorme abedul tenía la forma de un reloj de arena. A las veinte horas caía a través del arroyo.

Aunque los castores prefieren trabajar de noche, también lo hacen durante el día, y Diente Roto otorgó a su tribu muy pocos descansos durante los días siguientes. Con inteligencia casi humana continuaban su trabajo los pequeños ingenieros. Cortaron árboles de poca altura y los dividieron en trozos de un metro poco más o menos. Estos trozos fueron echa­dos al agua uno a uno y llevados por los casto­res que los empujaban con la cabeza y las patas anteriores hasta donde estaba el abedul, y allí, por medio de ramitas de plantas los sujetaron. Terminada la armazón, empezaron la maravillosa obra de relleno, en la cual los castores aventajan a los hombres. Una vez que pusieron la especie de argamasa, nada hubiera podido destruir aquel dique. Debajo de las barbillas, que tenían forma cóncava, llevaban de la orilla una mezcla de barro y ramitas, en cantidad de una a dos libras cada viaje, con la que empezaron a rellenar la armazón. Se creerá que no iban a concluir nunca, pero Diente Roto y sus compañeros eran capaces de transportar de este modo casi una tonelada de material en veinticuatro horas. A los tres días el agua empezó a crecer hasta que cubrió los tocones de una docena de árboles cortados y cierta extensión de los matorrales. Esto facilitó el trabajo, porque así los materiales podían ser cortados en el agua y, una vez desprendidos, flotaban ya en ella. Mientras una parte de la colonia de los castores se aprovechaba de la elevación del agua, otros derribaban árboles para unirlos por los extremos con el abedul, de manera que la armazón del dique alcanzara treinta metros de anchura.

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