Al día siguiente tenía la cara hinchada de tal manera que Loba Gris, de ser mujer y no estar ciega, se habría reído. Las encías parecían almohadones y los ojos se habían quedado reducidos a dos estrechas aberturas. Cuando salió a la luz del día parpadeó, porque apenas podía ver algo mejor que su ciega compañera. Pero el dolor había desaparecido casi del todo. Por la noche empezó ya a pensar en la caza y a la mañana siguiente, antes que fuese de día, llevó a la guarida un conejo que logró coger. Pocas horas después habría llevado una perdiz a Loba Gris, pero cuando se disponía a saltar sobre su presa, oyó cerca el parloteo de un puercoespín y se detuvo en el acto. Pocas cosas eran capaces de causarle miedo, pero a partir de aquel día la presencia o vecindad de un puercoespín lo hacía huir más que de prisa y con la cola entre piernas. Y del mismo modo que el hombre aborrece y elude a la serpiente, así Kazán huyó en adelante de aquel pequeño habitante de los bosques que nunca, en la historia animal, ha dado muestras de perder su buen humor o de buscar querella con otro.
Dos semanas de días cada vez más largos, de calor creciente, de cielo despejado y de cacerías alegres, sucedieron a la aventura de Kazán con el puercoespín. La última nieve se fundió rápidamente y de la tierra empezó a surgir la hierba. La vid
bakneesh
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se ponía cada día más roja, se abrían las yemas de los álamos y en los lugares más soleados entre las rocas, las pequeñas florecillas de las nieves dieron la última prueba de que había llegado la primavera.
Durante la primera de estas dos semanas, Loba Gris cazó frecuentemente con Kazán, pero no se alejaban mucho porque las cercanías de la guarida estaban pobladísimas de caza menor y todos los días obtenían carne fresca. Después de la primera semana Loba Gris cazó cada día menos.
Luego llegó la suave y embalsamada noche,, radiante con la luz de la luna llena y primaveral en que ella se negó a salir de la guarida. Kazán no la molestó insistiendo, porque el instinto le hizo comprender y aquella noche no se alejó mucho. Al regresar llevaba un conejo, pero Loba Gris, desde el rincón más obscuro de la guarida, le avisó con un gruñido para que retrocediese. El, que estaba en la entrada con el conejo entre dientes, no se ofendió por el gruñido, sino que miró a la obscuridad en donde su compañera se ocultara. Luego dejó caer el conejo y se tendió en la entrada. Poco después se levantó inquieto y salió, pero sin alejarse. Al entrar de nuevo era ya de día, y husmeó la entrada, como lo hiciera mucho tiempo antes, entre las rocas de la cima de la Roca del Sol. Lo que había en el aire ya no era misterioso para él. Acercóse y Loba Gris ya no gruñó, sino que gimió cariñosamente cuando la tocó. Luego su hocico tocó algo más; era suave, estaba caliente y producía un ruido semejante a la respiración. De su garganta salió un ligero gemido y en la obscuridad sintió la rápida y suave caricia de la lengua de Loba Gris.
Kazán volvió a la luz del sol y se tendió ante la entrada de la guarida. Abrió las mandíbulas y se sintió invadido de extraño contento.
Privados una vez de las alegrías de la paternidad por el asesinato ocurrido en la Roca del Sol, tanto Kazán como Loba Gris eran distintos de lo que habrían sido si el enorme lince no hubiese intervenido en sus vidas de tan trágica manera. Como si la tragedia fuese de ayer, recordaban la noche de luna en que el lince causó la ceguera a Loba Gris y despedazó a sus pequeñuelos, así como la venganza que Kazán tomara del asesino en la terrible lucha que con él sostuvo. Y ahora, con aquel montón viviente que respiraba a su lado, Loba Gris vio, a través de sus ciegos ojos, mucho más claramente que en otra ocasión cualquiera el trágico cuadro de aquella noche, y temblaba de miedo a cada uno de los sonidos que llegaban a ella, dispuesta a saltar al cuello del invisible enemigo, para destrozar a todo el que no fuese Kazán. E incesantemente y poniéndose en pie al oír el más pequeño ruido, Kazán vigilaba atento. Desconfiaba hasta de las sombras, y el crujido de una rama le hacía arrugar los labios para enseñar los dientes que brillaban también amenazadores cuando a su olfato llegaba algún extraño olor. También en él el recuerdo de la Roca del Sol, la muerte de su, pequeñuelos y la ceguera de Loba Gris, habían hecho nacer un nuevo instinto. Ni siquiera por un instante se distraía y tan seguramente como se espera que se levante el sol por la mañana, él esperaba que más tarde o más temprano su mortal enemigo se acercaría a escondidas a ellos desde el bosque. En otra hora semejante a aquella, el lince trajo la muerte y la ceguera, y así, día y noche, esperaba y vigilaba la para él segura llegada del enemigo. Desgraciado de cualquier animal que se atreviera a acercarse a la guarida en aquellos primeros días de la maternidad de Loba Gris.
Pero en aquellos lugares reinaba la más completa paz. Por allí no había intruso alguno, a excepción de los pájaros, los ratones y los armiños, que no podían ser considerados como tales. Kazán iba a menudo a visitar a Loba Gris, y a pesar de que más de una vez husmeó, buscando, junto a su compañera, solamente pudo encontrar un pequeñuelo. Un poco más lejos, al Oeste, los
Dog-Ribs
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habrían llamado al pequeñuelo Bari por dos razones: la primera porque no tenía hermanos y la segunda por ser mestizo de perro y de lobo.
Era un animalito brillante, muy vivaracho desde el primer día, porque entonces la atención y el vigor de la madre no tenía que dividirse entre varios hijos. Se desarrolló con la rapidez propia de los lobatos y no tan lentamente como los perros. Los tres primeros días de su vida permaneció junto a su madre, mamando cuando sentía necesidad de alimentarse y durmiendo la mayor parte del tiempo mientras su madre lo lavaba lamiéndolo casi constantemente. A partir del cuarto día ya empezó a dar muestras de vida activa, haciendo verdaderos progresos de hora en hora. Encontró la cara de su ciega madre y, con tremendo esfuerzo, quiso encaramarse a ella; pero cayó en seguida lanzando lastimeros chillidos. No tardó mucho en reconocer a Kazán como cosa inseparable de su madre y apenas tenía una semana cuando se revolcó por entre las patas delanteras del perro para echar un sueñecito. El padre sentía la mayor extrañeza. En cuanto a Loba Gris, dio un suspiro y apoyó la cabeza en una de las patas de su compañero, de modo que su hocico tocaba casi a su cachorro, que por vez primera se alejaba de ella.
Cuando tuvo ya diez días de edad, Bari descubrió que era muy divertido jugar con una piel de conejo. Poco después hizo otro importantísimo descubrimiento; el de la luz del sol. Este había llegado a un lugar del cielo desde donde podía mandar algunos de sus rayos por una abertura del techo de la guarida. Al principio Bari se contentó con mirar el hilo dorado, pero luego quiso jugar con él como lo hacía con la piel de conejo. Y desde entonces cada día se acercaba un poco más a la entrada de la guarida, por la que Kazán salía al enorme mundo exterior. Finalmente llegó la ocasión en que se atrevió, a situarse en la entrada de su vivienda y allí se echó, parpadeando y asustado por lo que veía. Loba Gris ya no trató de retenerlo, sino que salió a la luz del sol y lo llamó para que se reuniera con ella. Ello sucedía tres días antes de que los débiles ojos del cachorro se hubiesen reforzado lo bastante para poder seguir a su madre, y muy poco después Bari aprendió a querer al sol, al aire cálido y a la dulzura y suavidad de la vida, así como a temer la obscuridad de la guarida en que naciera.
Pero pronto pudo convencerse de que el mundo no era tan agradable como se figuraba. Ante las señales de que se acercaba una tormenta, Loba Gris trató de hacerlo entrar en la guarida. Era aquel su primer aviso a Bari y él no lo entendió. Pero donde fracasó Loba Gris logró la naturaleza dar una lección al cachorro, porque éste fue cogido por un verdadero diluvio y se tendió en el suelo aterrorizado, de modo que se mojó y casi se ahogó antes de que se acerca la madre para llevarlo a su cobijo. Y así, una a una, recibió las lecciones de la vida y uno a uno nacieron sus instintos. El más memorable de los días que siguieron, fue aquel en que su curiosa nariz tocó la carne de un conejo recién muerto y que aun sangraba. Fue la primera vez que probó la sangre y esto lo llenó de extraña excitación. En adelante ya supo por qué Kazán llevaba la carne entre sus dientes. Pronto empezó a pelear con ramitas en vez de entretenerse con la blanda piel de conejo y sus dientes se endurecieron y afilaron como pequeñas agujas.
Por último descubrió el Gran Misterio cuando un día Kazán le llevó un conejo que aun estaba vivo, pero tan mal herido que no podía correr. Bari ya sabía lo que significaban los conejos y las perdices: aquella dulce y caliente sangre que le gustaba más que la leche de su madre. Pero hasta entonces los animales que vio habían llegado muertos a él y nunca había visto vivo a ninguno de aquellos monstruos. Y, naturalmente, el conejo que Kazán dejó caer al suelo, que agitaba convulso las patas y que luchaba en vano con la espalda rota, hizo retroceder a Bari, muy atemorizado. Por unos instantes observó los movimientos agónicos de la presa de Kazán, en tanto que éste y Loba Gris parecían comprender muy bien que aquella era para su hijo la primera lección de cómo debía matarse un ser de carne comestible, y permanecían cerca del conejo, sin tratar de que acabara de sufrir. Media docena de veces Loba Gris olió al conejo y luego volvió su ciego rostro a Barí. Mientras tanto Kazán se tendió en el suelo a poca distancia del conejo, dispuesto a ser espectador de la escena que esperaba. Cada vez que Loba Gris bajaba la cabeza para oler al conejo, se erguían curiosas las orejas de Bari y al ver que no sucedía nada y que su madre no recibía daño alguno, se acercó a su vez. Llegó junto al conejo, con las patas rígidas, y se atrevió a tocar la cosa cubierta de piel que aún no estaba muerta. En una de sus últimas convulsiones espasmódicas el conejo encogió sus patas traseras y dio a Bari una coz que lo mandó a alguna distancia, aullando de pánico espantoso. Se puso nuevamente en pie y entonces, por vez primera, la cólera y el deseo de venganza se apoderaron de él. La coz completó su educación. Volvió junto al conejo sin tomar tantas precauciones como la vez pasada, pero con las patas más rígidas aún, y un momento después había clavado sus dientecitos en el cuello del conejo. Podía sentir el latido de la vida en el blando cuerpo, y los músculos del moribundo conejo se retorcían bajo sus dientes, que siguió apretando hasta que ya no hubo el más pequeño temblor de vida en su primera «víctima». Loba Gris, muy satisfecha, acarició a Bari con la lengua. Y el mismo Kazán se dignó oler a su hijo aprobando lo hecho, cuando el cachorro se acercó de nuevo al conejo. Y nunca encontró Bari la sangre caliente y dulce tan agradable como aquel día.
Rápidamente, el cachorro se convirtió de animal aficionado a la sangre en devorador de carne. Uno a uno se le revelaron los misterios de la vida, los odiosos gritos del celo de los búhos grises, el ruido que hacía al caer un tronco de árbol, el estampido del trueno, el rumor del agua corriente, el maullido de un gato silvestre, el mugido de la hembra del alce y la distante llamada de los de su propia raza. Pero el más importante de todos esos misterios y el cual formaba parte de su propio instinto, era el del olfato. Un día vagaba a poca distancia de la guarida cuando su hocico descubrió el rastro reciente de un conejo. Instantáneamente, sin razonar en lo más mínimo, se dio cuenta de que para llegar a la dulce sangre y a la carne que tanto le gustaba, era preciso seguir aquel rastro. Marchó con la nariz pegada al suelo, hasta llegar a un enorme tronco que el conejo traspusiera de un salto, y perdió el rastro, de manera que se volvió atrás. Desde entonces no pasaba día sin que emprendiera una nueva aventura. Al principio parecía un explorador sin brújula en un mundo extraño y desconocido. Todos los días encontraba algo nuevo, siempre maravilloso y con frecuencia aterrador. Pero sus terrores cesaron gradualmente a medida que la confianza en sí mismo iba en aumento. Y cuando se daba cuenta de que ninguna de las cosas que lo asustaban le causaba daño alguno, se bacía más atrevido en sus investigaciones. Su mismo aspecto cambiaba, así como el modo de considerar las cosas. Su cuerpo, antes tan redondo y parecido a una pelota, tomaba forma diferente.
Se hizo ágil y diestro en movimientos. Oscureciéndose los pelos amarillos de su cuerpo y a lo largo de su espinazo apareció una línea grisácea, semejante a la de Kazán. Tenía la garganta y la hermosa cabeza de su mache, pero, por lo demás, parecíase en todo a Kazán. Sus miembros indicaban que alcanzaría mucha fuerza y robustez. Tenía el pecho ancho, los ojos muy separados uno de otro y en su comisura inferior había una manchita de color rojo. Los habitantes de las regiones del Norte ya saben lo que puede esperarse de los cachorros que muestran en la comisura inferior de los ojos estas manchitas rojas. Es una prueba de que descienden del lobo por la línea paterna o materna. En Bari la maneja roja era tan pronunciada que solamente podía significar una cosa: que aun teniendo alguna sangre de perro en las venas, pertenecía por siempre jamás a la vida salvaje.
Pero hasta el día en que tuvo el primer combate con un ser vivo, no entró Bari en plena posesión de su herencia. Habíase alejado de la guarida más de lo acostumbrado; tal vez un centenar de metros. Y allí encontró una nueva maravilla. Era el arroyo. Ya lo había oído antes y hasta lo había contemplado desde lejos, desde cincuenta metros, por lo menos, pero aquel día se atrevió a acercarse a la orilla, en la que permaneció largo rato, mientras el agua corría tumultuosa a sus pies, mirando al mundo que en la otra orilla se ofrecía a sus ojos. Luego avanzó prudentemente a lo largo de la corriente, pero apenas había dado una docena de pasos cuando junto a él sintió un ruido furioso. Un grajo, de enormes ojos y de batalladoras costumbres, cosa frecuente en aquella región, estaba en su camino. No podía volar, por tener un ala rota, tal vez a consecuencia de una pelea con alguno de los pequeños animales de rapiña. Pero, por un instante se mantuvo atrevido y retador ante Bari.
Erizáronse los pelos del espinazo de éste y el grajo no se movió hasta que el cachorro se halló a un metro de distancia. Entonces, dando saltitos, empezó a retirarse, pero en aquel preciso momento desapareció por completo la indecisión de Bari. Dando un aullido se arrojó sobre el Herido volátil; y, tras una corta carrera, logró clavar los dos dientes en las plumas del grajo. Este, rápido como el rayo, empezó a picotear a su enemigo. Es de advertir que el grajo es el rey de los pajarillos. En la estación de la puesta mataba a los gorriones, a los grajos más pequeños y a los picamaderos. Una y otra vez golpeó a Bari con su pico poderoso, pero el hijo de Kazán había llegado ya a la edad de las luchas y el dolor de los picotazos le dio ánimos para apretar con más fuerza con los dientes. Por fin encontró la carne y un rugido infantil salió de su garganta. Afortunadamente había hecho presa por debajo de una ala y después de haber dado una docena de golpes, la resistencia del grajo disminuyó. Cinco minutos después Bari aflojó las mandíbulas y retrocedió un paso para contemplar el inanimado cuerpo que tenía delante. El grajo estaba muerto; Bari había ganado su primera batalla. Y con la victoria llegó el amanecer del instinto mayor de todos, que le dijo que no era ya un zángano en el maravilloso mecanismo de la vida salvaje, sino uno de sus individuos activos,
porque ya había matado
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