Kazán, perro lobo (7 page)

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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

BOOK: Kazán, perro lobo
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Juana vio el movimiento y oyó un débil ge­mido con que contestó Kazán. Rápidamente se volvió ella hacia el envoltorio de pieles, arrullando a la niña mientras la tomaba en brazos y luego retiró la piel de oso gris para que Kazán pudiera ver lo que había debajo. Kazán no había visto nunca a un niño de corta edad como el que Juana le mostraba, y así, miró con la mayor atención y pudo ver que era realmente algo maravilloso. Su carita rosada miraba fijamente a Kazán; sacó sus manitas del envoltorio y luego agitó manos y pies, riéndose satisfecha. Al oírlo, Kazán se tranquilizó y se arrastró hasta llegar a los pies de la pequeñuela.

—¡Mira, le gusta la niña! —exclamó la madre—.
Mon pére
, es preciso que le pongamos nombre. ¿Cuál te parece que le pongamos? ¿Cómo te parece que lo bauticemos?

—Espera basta mañana para eso —le con­testó su padre—. Es tarde ya, Juana. Métete en la tienda y duerme. Ahora no tenemos ya perros y tendremos que viajar despacio. Hemos de levantarnos temprano.

Juana, levantando con la mano la lona que tapaba la entrada, se volvió.

—Con los lobos vino —dijo—, vamos a llamarle Lobo—. Con un brazo sostenía a la pequeñuela y el otro lo tendió a Kazán.—¡Lobo! ¡Lobo! —exclamó suavemente.

Los ojos de Kazán estaban fijos en ella. Comprendía que le dirigía la palabra y se arrastró unos centímetros hacia ella.

Una vez se hubo metido en la tienda, el viejo Pierre Radisson se sentó en el borde del trineo, mirando al fuego, con Kazán tendido a sus pies. De pronto el silencio fue nuevamente interrumpido por el solitario y triste aullido de Loba Gris en lo profundo del bosque. Kazán levantó la cabeza y gimió.

—Te está llamando, amigo —dijo Pierre, comprensivo.

Tosió y se llevó la mano al pecho, en donde el dolor lo atenazaba.

—Tengo helado un pulmón —dijo dirigiéndose a Kazán—. Fue al principio del invierno en Fond de Luc, cuando me pasó esto. Tengo esperanzas de llegar a tiempo a casa… con las niñas.

En las soledades de aquellas desiertas regiones norteñas se contrae pronto la costumbre de hablar solo. Pero como Kazán tenía la cabeza erguida y los ojos atentos, Pierre le dirigía la palabra, en lugar de hablar a solas.

—Hay que llevarlas a casa, y para eso ya no queda nadie más que tú y yo —añadió retorciendo su barba. Más de pronto, crispó los puños y la cavernosa y ronca tos hizo nuevamente presa en él.

—¡Mi casa! —exclamó luego fatigado y con una mano en el pecho—. Está a ciento veinte kilómetros al Norte, hacia el río Churchill… y quiera Dios que lleguemos allí… antes que se me acabe la vida.

Se puso en pie y se tambaleó un poco cuando empezó a andar. Kazán llevaba todavía collar y por medio de él, lo ató con una cadena al trineo. Luego echó al fuego tres o cuatro ramas y se metió en la tienda en donde Juana y la niña estaban ya dormidas. Tres o cuatro veces oyó Kazán aquella noche la voz de Loba Gris que llamaba al compañero perdido, pero algo advirtió a éste que no debía contestar entonces. Hacia la aurora, Loba Gris se aproximó al campamento y por vez primera Kazán le contestó.

Su aullido despertó al hombre, que salió de la tienda, miró por unos instantes al cielo, encendió nuevamente la hoguera y empezó a pre­parar el desayuno. Acarició la cabeza de Kazán y le dio un trozo de carne. Juana salió unos momentos más tarde, dejando a la niña dormida en la tienda. Se acercó a Pierre para besarlo y luego se dejó caer de rodillas junto a Kazán, hablándole casi de la misma manera como éste lo oyera dirigirse a la niña. Cuando se puso en pie para ayudar a su padre, Kazán, restablecido, la siguió, y viéndolo Juana en pie y andancio con firmeza, dio un grito de alegría.

Aquel mismo día empezó el extraño viaje al Norte. Pierre Radisson vació el trineo de casi todo lo que contenía, a excepción de la tienda, las mantas, las provisiones y el nido formado con la piel de oso para la pequeña Juanita. Luego se ató las correas al cuerpo y arrastró el trineo por la nieve. Tosía incesantemente.

—Un catarro que he pillado este invierno —mintió a Juana, tratando de impedir que viese sus esputos de sangre—. En cuanto lleguemos a casa, no voy a salir hasta que me haya curado.

Hasta el mismo Kazán, con el extraño conocimiento de los animales que los hombres, incapaces de explicarlo, llaman instinto, sabía que lo que estaba diciendo no era verdad. Tal vez se debía a que oyera toser a muchos hombres como lo hacía Radisson y que por espacio de muchas generaciones sus antepasados, perros de trineo, habían oído toser a otros hombres como aquel… y sabían ya en lo que solía acabar aquella tos.

Más de una vez había olfateado la muerte en cabañas y tiendas, en las que no entrara, y más de una vez también olfateó los misterios de la muerte aún antes de estar presente, precisamente del mismo modo que a distancia percibía la amenaza de la tempestad y del incendio. Y aquella cosa extraña le parecía estar ahora muy cerca, mientras, atado a la cadena seguía al trineo. Ello lo puso intranquilo y más de media docena de veces, cuando se detenía el trineo, olía a la pequeñuela encerrada en la piel de oso. Cada vez que lo hacía, Juana acu­día a su lado, y por dos veces acarició su ruda, cabeza llenando con ello a Kazán de una alegría que hacía circular de prisa la sangre por sus venas, aunque no se traslucía al exterior.

Aquel día la cosa más importante que llegó a comprender fue que la niñita que iba en el trineo era lo más precioso del mundo para la joven que le acariciaba la cabeza y le hablaba, y que el pequeño ser estaba en absoluto indefenso… También observó que Juana se ponía muy contenta, y que su voz era más cariñosa, cuando él se interesaba por aquella cosa pequeña, cálida y viviente, abrigada por la piel de oso.

Después de haber instalado el campamento, Pierre Radisson permaneció largo rato junto al fuego. Aquella noche no fumó. Miraba fijamente las llamas. Y cuando, por último se levantó para meterse en la tienda con la joven y la niña, se inclinó hacia Kazán y le examinó la herida.

—Mañana tendrás que trabajar tirando del trineo, amiguito —dijo—. Hemos de llegar al rió mañana por la noche. De lo contrario…

No terminó la frase, pues se esforzó en sofocar uno de aquellos terribles accesos de tos cuando la lona de la entrada cayó tras él. Kazán se mantuvo rígido y alerta, con la mirada llena de extraña ansiedad. No le gustaba ver que Radisson entrara en la tienda, porque entonces percibía más fuerte que nunca a su alrededor el misterio opresivo que ya le impresionara y al que, según creía, estaba ligado Pierre.

Aquella noche oyó tres veces cómo lo llamaba la fiel Loba Gris desde las profundidades del bosque y las tres veces le contestó. A la aurora la loba se acercó y él la descubrió por el olfato gracias al viento, mientras ella daba la vuelta al campamento; empezó a tirar de la cadena que lo sujetaba y a gemir, esperando que ella acudiera y se echara a su lado. Pero, en cuanto Radisson empezó a moverse dentro de la tienda, Loba Gris se alejó. El rostro del viejo estaba más demacrado aún y tenía los ojos más enrojecidos, pero la tos no era tan violenta ni frecuente. Parecía más bien un silbido, como si algún órgano funcionara con dificultad y antes de que la joven saliera de la tienda, el hombre se llevó frecuentemente las manos al cuello. Cuando Juana lo vio, se puso muy pálida y el temor que sentía se reflejó clara­mente en sus ojos, pero Pierre Radisson se echó a reír mientras ella lo abrazaba y tosió para probar que decía la verdad.

—Fíjate que la tos ya no está tan dura, querida Juana —exclamó—. Va mejorando. Sabes perfectamente que después de un catarro como éste se queda uno débil y con los ojos enrojecidos.

El día que siguió fue frío, obscuro y des­agradable y mientras hubo luz el hombre y el perro tiraron tenazmente del trineo, tras el cual Juana seguía a pie. A Kazán no le molestaba va lo más mínimo su herida. Tiraba firmemente con su magnífica fuerza, y el hombre no le pegó una sola vez, sino que, de cuando en cuan­do, le acariciaba la espalda y la cabeza con su enguantada mano. Poco a poco, el día fue oscureciéndose y en las copas de los árboles se empezó a oír el gemido de la tormenta.

Pero ni la obscuridad ni la tempestad que se aproximaban indujo a Pierre Radisson a acampar.

—Hemos de llegar al río… hemos de llegar al río —repetía una y otra vez. Y acariciando a Kazán, lo animaba a hacer un esfuerzo más, sintiendo al mismo tiempo, que sus propias fuerzas disminuían rápidamente.

Cuando Pierre Radisson se detuvo al medio­día, la tempestad los había alcanzado ya. La nieve caía con fuerza, y tan espesa que ya no se veía nada a cincuenta metros de distancia. Pierre se echó a reír advirtiendo que la joven temblaba de frío y se acurrucaba contra él con la niñita en brazos. Detuviéronse solamente una hora y luego ató a Kazán nuevamente a las correas del tiro y él mismo se dispuso a ayudar al arrastre del trineo, pasándose una correa por el cinturón. En la silenciosa obscuridad que era tan negra casi como la noche, Pierre llevaba la brújula en una mano, y por fin, ya avanzada la tarde, llegaron al borde del bosque y ante ellos se extendió una llanura que Radisson señaló satisfecho.

—Allí está el río, Juana —exclamó con voz débil y entrecortada—. Podemos acampar aquí y esperar que vuelva el buen tiempo.

Bajo unos altos abetos armó la tienda y luego empezó a reunir leña; Juana le ayudaba y, tan pronto como hubieron hecho café y tomado la cena compuesta de carne y galletas tostadas, se metió en la tienda y cayó extenuada en su lecho de espesas ramas de bálsamo, envolviéndose ella y la niña en mantas y pieles.

Aquella noche no dirigió palabra alguna a Kazán. Y Pierre se sintió contento de que ella es­tuviese tan cansada y no tuviera ánimo para sentarse, junto al fuego a hablar. Sin embargo…

Los vivos ojos de Kazán lo vieron estremecer repentinamente. Levantóse de su asiento en el trineo y se dirigió hacia la tienda y en cuanto estuvo junto a ella levantó la lona e introdujo la cabeza y los hombros.

—¿Duermes, Juana? —preguntó.

—Casi, padre. ¿No vendrás pronto?

—Después de fumar —contestó—. ,¿Estás bien?

—Sí. ¡Estoy tan cansada y tengo tanto sueño!

Pierre se rió suavemente. Y en la oscuridad se llevó una mano a la garganta.

—Ya casi hemos llegado al fin de nuestro viaje, Juana. Ahí fuera está nuestro tío, el pequeño Castor… Si me diese la humorada de echar a correr abandonándote, podrías llegar a nuestra cabaña siguiendo su curso. Solamente hay sesenta kilómetros. ¿Me oyes?

—Sí… ya lo sé.

—Sesenta kilómetros, río abajo, sin desviar­te. No podrías extraviarte en manera alguna. Sin embargo, deberías tener cuidado con los respiradores en el hielo.

—¿Quieres venir a acostarte, padre? Estás cansado y no te encuentras bien.

—Sí, ya iré en cuanto haya fumado — repitió—. Ahora te ruego que mañana me hagas acordar de los agujeros del hielo, porque podría olvidarme. Puedes advertirme cada vez que encontremos uno y los conocerás en que la nieve y la costra de hielo que hay sobre ellos es más blanca que el hielo compacto y, además, de apariencia esponjosa. ¿Te acordarás de los respira­dores?

—Sí…

Pierre dejó caer la lona de la entrada y se volvió junto al fuego, vacilando cuando andaba.

—Buenas noches, amigo —dijo al perro—. Me parece que mejor haría metiéndome en la tienda para acompañar a las niñas. Dos días más… sesenta kilómetros… dos días…

Kazán lo miraba cuando entraba en la tienda, y se abalanzó hacia ella, tirando de la cadena hasta que le faltó el aire por la presión que ejercía el collar en su garganta. Sus patas y su espina dorsal se contrajeron. En aquella tienda en que entrara Radisson estaban Juana y la niñita. Sabía que Pierre no les haría daño alguno, pero sabía también, que sobre Pierre y muy cerca de ellas, estaba suspendido algo terrible. Deseaba que el hombre estuviera fuera… junto al fuego… en donde pudiera reposar tranquilo bajo su vigilancia.

En la tienda reinaba absoluto silencio. Kazán oyó más cercano que el día anterior el aullido de Loba Gris. Cada noche lo llamaba más temprano y se acercaba más al campamento. Aquella noche la deseaba cerca de él, pero ni siquiera gimió para contestarle. No se atrevió a interrumpir el silencio reinante en la tienda. Estuvo quieto durante algún tiempo, cansado y quebrantado por la jornada del día anterior, pero sin poder dormir. El fuego iba consumiéndose gradualmente y el viento cesó de agitar las copas de los árboles mientras las nubes rodaban bajas como cortina maciza. Las estrellas empezaron a brillar con resplandor blanco y metálico y del lejano Norte llegó débilmente, un ruido quejumbroso semejante al de los patines de acero de un trineo que se deslizara sobre la nieve helada, ese ruido monótono, misterioso que produce la aurora boreal. Luego el frío aumentó rápida e intensamente.

Aquella noche Loba Gris siguió como una sombra la pista que había dejado Pierre Radisson, sin cuidarse de la dirección del viento, y cuando Kazán la oyó de nuevo, mucho después de media noche, irguió la cabeza y continuó in­móvil, con el cuerpo rígido, pero con una curiosa contracción en sus músculos. Había una nueva nota en la voz de Loba Gris, una noca que significaba más que la llamada ordinaria a su compañero. Era el Mensaje. Y al oírlo, Kazán se levantó, abandonando el silencio y el miedo, y con la cabeza levantada al cielo aulló como los salvajes perros del Norte lo hacen ante las tiendas de sus amos cuando acaban de morir.

Pierre Radisson había muerto.

Capítulo 7 - La tempestad de nieve

A la aurora, la niñita despertó a su madre llorando de hambre. Juana abrió los ojos, separó su espeso cabello de la cara y pudo ver que su padre estaba tendido al otro lado de la tienda y envuelto aún en la sombra. Estaba muy quieto y la joven se alegró de que durmiera aún. Sabía que el día anterior fue muy fatigoso y por eso permaneció quieta media hora más, acariciando a la niñita para que no llorase. Luego se levantó sin hacer ruido, envolvió a la niña en las calientes mantas y pieles, se cubrió con su traje de abrigo y salió.

Fuera era día claro, Juana dio un suspiro de satisfacción al observar que la tempestad se había alejado ya. Hacía un frío extraordinario, tanto, que le pareció no haberlo sentido nunca tan vivo. El fuego estaba completamente apagado. Kazán se había enroscado, y tenía la nariz metida dentro del hueco que le ofrecían sus patas traseras. Levantó la cabeza, temblando, al salir Juana, y ésta, con su pie calzado con gruesos mocasines, desparramó las cenizas y mitas carbonizadas que había en donde ardió la hoguera. No había ya rescoldo y al volver a la tienda la joven se detuvo junto a Kazán y acarició su peluda cabeza.

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