Tres de la manada cayeron ante el fuego del rifle y la mitad de los restantes se dispersaron a derecha e izquierda, pero Kazán siguió avanzando en línea recta y Loba Gris lo seguía fiel mente.
Los perros del trineo fueron puestos en libertad y antes de que Kazán pudiera llegar hasta el hombre, a quien vio empuñar el fusil como si fuera un palo, se vio frente a frente con la masa de combatientes que se oponía a su paso. Batióse como un demonio y Loba Gris lo ayudó tan eficazmente que no parecía sino que en sus mandíbulas hubiese la fuerza y la furia de dos lobas. Dos lobos se adelantaron imprudentemente y Kazán oyó el ruido terrorífico que producía el rifle al caer sobre sus cabezas y romperles el cráneo. Aquel rifle pareció ser el compendio de los garrotes que tantas veces su friera, y lleno de rabia trató de avanzar hacia el hombre que lo empuñaba y, libertándose lo mejor que pudo de la masa de combatientes que lo rodeaba, saltó hacia el trineo. Por vez primera advirtió que en él había algo humano, y de ello se dio cuenta de súbito. Acababa de clavar profundamente sus dientes hundiéndolos en algo blando, suave y velludo y abrió de nuevo las mandíbulas para dar otro mordisco, cuando oyó una voz. ¡Era
la voz de ella
! Sintió una fuerte conmoción y se quedó inmóvil por efecto de la sorpresa.
¡
La voz de ella
! Apartóse la manta de piel de oso y a la luz de la luna vio claramente lo que estuviera cubierto por ella. En él el instinto obraba con mayor rapidez que la razón en el cerebro humano y advirtió en seguida que no era ella. Pero la voz era la misma y el blanco y aniñado rostro que estaba tan cercano a sus ojos enrojecidos tenía la misma expresión que aprendió a querer. Y entonces vio que del envoltorio que ella apretaba sobre su pecho salía un grito extraño.
Con rapidez se volvió, y mordió en el flanco a Loba Gris, que se alejó dando un aullido de asombro. El hombre estaba casi vencido y derribado. Kazán saltó, colocándose debajo del rifle que usaba aquél a guisa de maza, y se puso frente a frente de lo que había quedado de la manada. Sus colmillos se clavaban en los lobos como cuchillos y si había peleado como un demonio contra los perros, ahora habíase multiplicado su furor contra los lobos. En cuanto al hombre ensangrentado y a punto de caer, se apoyó en el trineo, maravillado de lo que sucedía. Porque Loba Gris seguía el instinto de apoyar a su compañero macho y viendo que Kazán atacaba a los lobos, se unió a él en la lucha a pesar de no comprender la causa.
Acabada la lucha, Kazán y Loba Gris quedaron en la llanura. La manada había desaparecido en la noche y la misma luna y las estrellas que dieran a Kazán el conocimiento de sus derechos de nacimiento, dijéronle entonces que en adelante aquellos salvajes hermanos no con testarían a su llamada cuando aullara al cielo.
Estaba herido. Loba Gris también, pero no tan gravemente como Kazán, el cual tenía un desgarrón y sangraba por una de sus piernas a causa de un terrible mordisco. Poco después vio una hoguera en el bosque y su antigua condición de perro predominó sobre él. Sentía la necesidad de arrastrarse hasta allí y sentir la mano de la joven sobre su cabeza, como le ocurriera en aquella otra región que había más allá del monte. Habría ido, induciendo a Loba Gris a que lo imitara, pero allí estaba el hombre. Gimió y Loba Gris acercó su caliente hocico a su cuello. Algo advertía a los dos que eran proscritos, que las llanuras, la luna y las estrellas estarían ahora contra ellos, y comprendiéndolo así, se ampararon en el abrigo que les ofrecían las tinieblas del bosque.
Kazán no pudo ir muy lejos. Cuando se echó, pudo olfatear todavía el campamento. Loba Gris se echó a su lado, y cariñosamente, con la lengua, calmó el dolor de las sangrientas heridas de Kazán. Y éste, levantando la cabeza, gimió a las estrellas.
En el lindero del bosque de cedros y de abetos el viejo Pierre Radison encendió una hoguera. El pobre hombre sangraba por diez o doce heridas, causadas por los dientes de los lobos, y sentía en su pecho aquel dolor antiguo y terrible, cuyo significado nadie conocía más que él. Arrastró varias ramas de árbol, las apiló en el fuego, hasta que las llamas llegaron a las agujas del abeto bajo el cual se hallaba, y amontonó leña de reserva para usarla durante la noche.
Juana lo observaba desde el trineo, con los ojos agrandados por el miedo, temblorosa y bastante asustada todavía. Sostenía a su hijita sobre el pecho y su largo y pesado cabello le cubría los hombros y los brazos con negro y brillante velo que relucía a la luz de las llamas cada vez que se movía. A pesar de ser una madre, su lindo rostro no parecía aquella noche el de una mujer sino el de una niña. El viejo Pierre, su padre, se reía al transportar el último haz de leña y se detuvo para respirar con fuerza.
—Peligrosa estuvo la cosa,
ma chérie
—dijo jadeando—. Estuvimos más cerca de la muerte que nunca. Pero ahora estamos cómodos y calientes ¿No es verdad? ¿Ya no tienes miedo?
Sentóse junto a su hija y cariñosamente retiró la suave piel que envolvía el bulto que ella conservaba entre sus brazos. Apareció la carita sonrosada de la pequeña Juanita. Los ojos de la madre brillaban entonces como estrellas.
—Fue la niña quien nos salvó —murmuró—. Nuestros pobres perros estaban siendo destrozados por los lobos y los vi abalanzarse hacia ti, cuando uno de ellos se echó sobre el trineo. Al principio me figuré que sería uno de los perros, pero me engañé, porque era un lobo. Se echó sobre nosotras y la piel de oso nos salvó. Estaba ya a punto de agarrarme por el cuello, cuando gritó la niña y él se contuvo y me miró con sus enrojecidos ojos, a treinta centímetros de distancia. Entonces habría jurado que era un perro. En un momento se volvió y empezó a pelear contra los lobos. Y hasta vi cómo se arrojaba contra el que te atacaba
—Era un perro —contestó el viejo Pierre exponiendo sus manos al calor de la llama—. A menudo van errantes, lejos de las factorías, y se unen a los lobos. He visto casos en que los perros obran de esta manera. Pero
chérie
, un perro es toda la vida un perro. Los golpes, los malos tratos, y hasta los mismos lobos, no pueden transformarlos por mucho tiempo. El era uno de los de la manada. Con ellos vino… a matar. Pero cuando nos encontró…
—Se batió por nosotros —exclamó la muchacha—. Dio a su padre el fardo y se puso en pie, apareciendo su figura alta y esbelta a la luz del fuego.
—Se batió, luchó por nosotros y el pobre salió muy mal herido —añadió—. Lo vi cuando se alejaba casi arrastrándose. Padre, sin duda está aquí cerca, muriéndose.
Pierre Radisson se puso en pie a su vez. Tosió y la violencia de la tos hizo temblar todo su cuerpo; trató de ocultar el ruido con su barba y la espuma roja que salió de sus labios no fue vista por Juana. Esta no había observado nada durante los seis días que viajaran alejándose de las regiones civilizadas. Y a causa de aquella tos y de la sangre que esputaba, había procurado viajar con la mayor rapidez posible.
—Ya he pensado en eso —dijo—. Estaba muy mal herido y no creo que haya podido alejarse mucho. Y, mira, toma a Juanita y siéntate junto al fuego hasta que yo vuelva.
La luna y las estrellas estaban brillantes en el cielo cuando se alejó hacia la llanura. A poca distancia del lindero del bosque se detuvo un momento en el lugar en que los lobos lo sorprendieron una hora antes. Ni uno solo de sus cuatro perros quedó con vida. La nieve estaba roja de su sangre y sus cadáveres aparecían rígidos donde cayeron muertos por la manada.
Pierre se echó a temblar al verlos. Si los lobos no hubiesen dirigido su primer ataque contra los perros, ¿qué habría sido de él, de Juana y de la niña? Se alejó con otro de los ataques de cavernosa tos que hacía asomar la sangre a sus labios.
Pocos metros más allá, a un lado, encontró en la nieve las huellas del extraño perro que viniera con los lobos y que, cuando todo parecía perdido, se revolvió contra ellos. No era una pista clara de animal que se aleja corriendo, sino que parecía haberse arrastrado sobre la nieve, y Pierre Radisson siguió las huellas, esperando encontrar al perro muerto al final de la carrera.
En el abrigado lugar en que se había cobijado, en el lindero del bosque, Kazán permaneció largo rato después de la batalla, alerta y vigilante. No sentía grandes dolores, pero tampoco tenía fuerzas para ponerse en pie. Sus flancos parecían estar paralizados. Loba Gris sentóse a su lado husmeando el aire. Ambos podían olfatear el campamento y Kazán distinguió claramente los dos bultos que eran
el hombre y la mujer
. Sabía que allí estaba la muchacha, junto al resplandor de la hoguera, que percibía por entre las ramas, y sentía deseos de acercarse a ella. Habría querido arrastrarse hasta el fuego, llevándose consigo a Loba Gris y escuchar la voz de ella y sentir el contacto de su mano. Pero allí estaba el hombre y el hombre siempre había significado para él el palo, el látigo, el dolor y la muerte.
Loba Gris se acurrucó a su lado y gimió suavemente para inducir a Kazán a internarse más en el bosque. Por fin entendió que Kazán no podía moverse y echó a correr nerviosamente por la llanura, retrocediendo luego hasta que con sus nuevas huellas confundió enteramente la pista que dejaran.
El instinto de compañerismo estaba en ella muy bien desarrollado. Ella fue la primera en ver a Pierre Radisson siguiendo su pista y apresuradamente regresó a donde estaba Kazán para avisárselo.
Kazán sorprendió también el olor del hombre, y vio su alta y delgada silueta que se acercaba a la luz de la luna. Trató de internarse más en el bosque, pero solamente pudo arrastrarse unos centímetros. El hombre se acercó rápidamente y Kazán sorprendió el brillo del rifle que llevaba en una de sus manos. Oyó su cavernosa tos y el ruido que hacía con los pies al arrastrarlos por la nieve. Loba Gris se sentó junto a él, tocando su cuerpo, temblando y enseñando los dientes. Cuando Pierre se hubo acercado a unos quince metros, ella se apresuró a ocultarse en la espesura.
Los dientes de Kazán aparecían amenazadores cuando Pierre se detuvo y lo miró. Haciendo un esfuerzo se puso en pie, pero casi inmediatamente se cayó en la nieve. El hombre dejó su rifle apoyado en un árbol pequeño y sin mostrar miedo alguno se inclinó hacia el perro, el cual, dando un feroz gruñido, trató de morder a sus tendidas manos. Pero con gran sorpresa por su parte, el hombre no cogió ningún palo o garrote. Otra vez tendió la mano, con la mayor precaución y habló con voz muy nueva para Kazán, quien de nuevo mordió al aire y gruñó.
El hombre insistió, sin cesar de hablarle, y con sus manos enguantadas tocó la cabeza de Kazán, retirándola en seguida antes de que el perro pudiera morder. Una y otra vez le acercó la mano a la cabeza y por tres veces Kazán sintió su contacto, sin que de ello resultara amenaza ni daño. Por fin Pierre se volvió y se encaminó nuevamente hacia el campamento.
Cuando ya estuvo algo lejos, Kazán lanzó un gemido quejumbroso y se alisaron los pelos de su espinazo. Miró atentamente al fuego, pensó que el hombre no le había hecho daño alguno y cuanto había en él de naturaleza canina sintió el deseo de seguirlo.
Volvió Loba Gris y se plantó a su lado. Nunca había estado tan cerca del hombre como entonces, excepción hecha de cuando la manada atacó al trineo. No podía entender lo que sucedía, pero su instinto le advertía que el hombre era lo más peligroso de todas las cosas existentes, mucho más temible que las bestias más fuertes y feroces, que las tormentas, las inundaciones, el frío y el hambre. Y, sin embargo, aquel hombre no había causado daño alguno a su compañero. Olió a Kazán especialmente en la cabeza y la espalda, en los lugares que tocara la enguantada mano. Luego, trotando, se dirigió nuevamente a la obscuridad del bosque, porque más allá del lindero de éste veía algo vivo que se movía.
El hombre volvió y con él venía la joven. Su voz era suave y dulce, y en torno de ella se advertía la delicadeza y la ternura femeninas. El hombre parecía estar apercibido, pero no se mostraba amenazador.
—Ten cuidado, Juana —avisó.
Ella se dejó caer de rodillas sobre la nieve, junto a Kazán pero fuera de su alcance.
—¡Ven, pobrecito, ven! —dijo cariñosamente, tendiendo la mano.
Kazán se estremeció al oiría. Luego se adelantó dos o tres centímetros hacia ella, viendo que en sus ojos y en su rostro brillaba la dulce luz que antes conociera y amara, cuando otra mujer de ojos y cabellos brillantes formaba parte de su vida.
—¡Ven! —murmuró ella al advertir que el perro avanzaba. Y se inclinó un poquito más, adelantó más la mano y, por último, lo tocó.
Pierre se arrodilló al lado de su hija. Ofrecía carne a Kazán y éste la olió, pero fue la mano de la joven la que lo hizo temblar, y cuando ella se retiró algo, induciéndolo a que lo siguiera, él se arrastró dolorosamente por espacio de medio metro sobre la nieve. Entonces fue cuando la joven advirtió que tenía la pata mal herida y, olvidando en un momento toda precaución, se acercó del todo.
—¡No puede andar! —exclamó con temblorosa voz—. ¡Mira,
mon pére
! ¡Que herida tan terrible! Es preciso que nos lo llevemos.
—Ya me lo figuraba —replicó Radisson—. Por eso traje la manta. ¡
Mon Dieu
, escucha!
De las tinieblas de la selva llegó a sus oídos un gemido que era un lamento.
Kazán levantó la cabeza y con un gemido tembloroso contestó a la llamada que le dirigía Loba Gris.
Fue un milagro que Pierre Radisson pudiera cubrir con la manta al perro y llevarlo al campamento, saliendo indemne de la aventura, pero si realizó este milagro, debióse a que Juana rodeaba con su brazo el cuello de Kazán cuando ayudaba a transportarlo. Lo dejaron por último junto al fuego, y poco después el hombre llevó a su lado agua caliente y lavó la sangre de la pata herida, poniendo luego en ella algo suave, cálido y que calmaba el dolor, y finalmente la vendó con un trapo.
Todo ello resultaba extraño y nuevo para Kazán. Luego las manos de Pierre, y las de su hija, acariciaron su cabeza. El primero le ofreció una cazuela de harina y grasa, obligándole a que comiera, mientras Juana, sentada ante él, con la cabeza apoyada en sus manos, lo miraba cariñosa y le hablaba. Luego, en cuanto se sintió cómodo, y nada receloso, oyó un grito débil y extraño que salía del paquete de pieles que había en el trineo, y ello le hizo levantar la cabeza alarmado.