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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

Kazán, perro lobo (20 page)

BOOK: Kazán, perro lobo
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Y casi habían terminado este trabajo, cuan­do, una mañana, Kazán y Loba Gris volvieron a sus lares.

Capítulo 19 - La guerra contra los invasores

El viento suave que soplaba del Sudeste llevó el olor de los intrusos a la nariz de Loba Gris a la distancia de media milla. La loba se apresuró a avisar a Kazán, el cual también descubrió en el aire el extraño olor, que aumentaba en intensidad a medida que avanzaban. Cuan­do, a doscientos metros de su guarida, oyeron el ruido producido por un árbol al caer, se detuvieron sorprendidos, y por espacio de un minuto estuvieron atentos y excitados. Luego se interrumpió el silencio y se oyó un grito agudo seguido de un chapuzón. Agachó Loba Gris las orejas y volvió su inteligente cabeza hacia Kazán. Luego ambos trotaron despacio, avanzando y aproximándose a la guarida por la parte posterior. Y hasta que llegaron a la pequeña eminencia en la cual estaba aquélla, no pudo observar Kazán el maravilloso cambio ocurrido durante su ausencia. Atónito, inmóvil, miró fija­mente ante él. Ya no estaba allí el pequeño arroyo, y sí un pantano que llegaba casi al pie de la eminencia y el cual tendría por lo me­nos treinta metros de ancho. El agua contenida por la presa había inundado los matorrales y bosques en gran extensión, en dirección al lugar devastado por el incendio. Kazán y Loba Gris se habían acercado sin hacer el más pequeño ruido y los obtusos olfatos de Diente Roto y de sus compañeros no descubrieron su presencia. A menos de quince metros el mismo Diente Roto estaba royendo un árbol y a igual distancia a su derecha cinco o seis pequeñuelos se entretenían en construir una presa en miniatura con barro y ramitas. Al la­do opuesto del pantano había una pendiente de dos metros aproximadamente, y en ella, otros pequeños castores, de unos dos años de edad, que todavía no se preocupaban en trabajar, se divertían trepando por la pendiente y dejándose caer luego por ella, como por un toboggan. El ruido de estos chapuzones fue lo que oyeron Kazán y Loba Gris.

Pocas semanas antes, Kazán había presen­ciado una escena similar cuando se encamina­ron hacia el Norte, desde la antigua vivienda de Diente Roto. Pero entonces no le interesó en lo más mínimo; ahora, en cambio, la cosa cambiaba por completo. Los castores habían cesado de ser únicamente animales acuáticos, incomibles y dotados de un olor que le desagradaba. Eran invasores y por consiguiente enemigos. Los dientes de Kazán quedaron al descubierto, el espinazo se le erizó como un cepillo y los músculos de sus patas delanteras y de sus espaldas se marcaron por encima de la piel como si fuesen gruesas cuerdas. Sin proferir el menor gruñido se dirigió hacia Diente Roto. Este ignoró completamente el peligro que lo amenazaba hasta que Kazán estuvo a algunos metros de él. Con su natural torpeza de movimientos y después de vacilar un instante, dejó del árbol. Kazán saltó y ambos sobre él rodaron hasta el borde del agua arrastrados por el impulso del perro, pero en seguida el cuerpo del castor se deslizó por debajo de Kazán como si estuviera untado de aceite y Diente Roto se vio a salvo en su elemento, aunque con la cola agujereada en dos sitios por los dientes de su contrario. Burlado en su esfuerzo de hacer una presa mortal en Diente Roto, el perro salió disparado hacia la derecha. Los castores pequeños, asustados y asombrados por lo que habían visto, estaban como clavados en el suelo. Hasta que vieron a Kazán dirigirse hacia ellos no se preocuparon de moverse. Tres de ellos llegaron al agua, pero el cuarto y el quinto, que no tenían más allá de tres meses, no tuvieron tiempo. De un sola dentellada Kazán rompió el espinazo de uno y al otro lo cogió por el cuello y lo sacudió con fuerza como los foxterriers hacen con las ratas, de manera que al llegar Loba Gris, los dos castores estaban ya muertos. Ella olió los pequeños cadáveres y 16 gimió suavemente. Tal vez aquellos pequeñuelos muertos le recordaron a su fugitivo Bari, porque en su gemido había una nota de ternura. Era un gemido maternal.

Pero si Loba Gris sentía algún tierno recuerdo, Kazán no se dio cuenta de ello. Había matado a dos de los que se atrevieran a invadir sus dominios, mostrándose tan despiadado con los pequeños castores como con el lince que asesinó a los cachorros de Loba Gris en lo alto de la Roca del Sol. Y ahora que ya había clavado sus dientes en la carne de sus enemigos, sentía ardientes deseos de matar. Corrió furioso de una a otra parte, a lo largo de la orilla del pantano, gruñendo al agua intranquila bajo la cual desapareció Diente Roto. Todos los castores buscaron refugio en el pantano. Veíase el agua agitada por los numerosos seres que nadaban por debajo de la superficie. Kazán se acercó al extremo de la presa, la que era una cosa nueva para él. Instintivamente comprendió que era obra de Diente Roto y de los suyos, y por algunos instantes mordió furioso a las ramitas que sobresalían de la estructura. De pronto se agitó el agua cerca de la presa, a quince metros de la orilla, y apreció la gran cabeza gris de Diente Roto. Por espacio de medio minuto se miraron atentamente el castor y el perro, separados por aquella distancia. Luego Diente Roto se encaramó a la presa, mostrando su cuerpo mojado y brillante y se quedó echado, mirando a Kazán. El viejo patriarca estaba solo, pues ningún otro castor se había atrevido a mostrarse y hasta la misma superficie del agua del pantano estaba inmóvil. En vano Kazán buscaban un paso que le permitiese llegar hasta su enemigo, pero entre la pared sólida de la presa y la orilla había una armazón todavía no re­llena de fango, a través de la cual el agua corría violentamente sin permitirle el paso. Sin embargo, Kazán probó tres veces a atravesar por encima del revoltijo de maderos, pero siempre acababa por caerse al agua. Mientras tanto Diente Roto no se movía y cuando, por fin, Kazán abandonó el ataque, el viejo ingeniero se dejó resbalar y desapareció bajo el agua. Ya sabía que Kazán, semejante al lince, no podía pelear en el agua y difundió tales nuevas entre los miembros de su colonia.

Loba Gris y Kazán volvieron a su guarida y se tendieron al sol, recibiendo sus ardorosos rayos. Media hora más tarde apareció Diente Roto en la orilla opuesta, seguido por otros castores y continuaron su trabajo como si nada hubiese ocurrido. Los leñadores volvieron a cortar árboles y media docena de ellos trabajaban en el agua, llevando cargas de cemento y ramas. En el centro del pantano comenzaba la zona del peligro y hacia ella ninguno se acercaba. Una docena de veces, durante la hora siguiente, uno de los castores se acercó nadando a la zona de peligro y contempló los brillantes cuerpecillos de las víctimas de Kazán. Tal vez era su madre y quizás un instinto más fino que el de Kazán lo dio a entender a Loba Gris, por­que ésta se acercó dos veces a olfatear los cadáveres y las dos veces se marchó cuando la ma­dre se acercó a contemplarlos.

Los sentimientos dé fiereza que se apoderaron de Kazán habían desaparecido ya, y se limitaba a observar atentamente a los castores. Sabía ya que no eran animales luchadores, que eran muchos para uno solo y que huían de él como los conejos. Ni siquiera Diente Roto había hecho la menor tentativa para atacarlo. Y se dijo que aquellos extraños animales que vivían lo mismo en tierra que en el agua, habían de ser cazados como los conejos y las perdices. A primera hora de la tarde, salió hacia el matorral seguido de Loba Gris. Muchas veces había cazado a un conejo, alejándose de él, y ahora empleó contra los castores este ardid de lobo. Más allá de la guarida se volvió y emprendió el camino corriente arriba y observó que por espacio de quinientos metros el arroyo tenía mucha más agua de la que nunca tuvo anteriormente. Uno de los vados que acostumbraba a usar, estaba por completo sumergido y Kazán no tuvo más re­medio que echarse al agua y atravesar la corriente a nado dejando a Loba Gris en tierra, esperándole en la orilla en que estaba la guarida.

Deprisa se encaminó hacia el pantano y aprovechó para ocultarse en él un denso matorral que crecía en la parte baja de la presa. Sin ser visto, se situó a la distancia de uno o dos saltos de la presa y se echó en el suelo, dispuesto a saltar en cuanto se presentara la oportunidad. Muchos de los castores trabajaban en el agua y los cinco o seis que se hallaban en tierra, estaban junto a la orilla y a alguna distancia corriente arriba. Después de algunos minutos, Kazán estaba a punto de arrojarse ciegamente contra sus enemigos, cuando llamó su atención un movimiento en la presa. En mitad de esta había dos o tres, castores ocupados en re­forzar con cemento la parte central. Rápido como una centella Kazán salió de su abrigo a cobijarse detrás de la presa. Allí el agua era muy poco profunda, pues la corriente principal se deslizaba junto a la otra orilla, de manera que al vadear no llegó el agua a mojarle el vientre. Estaba entonces completamente oculto de los castores y el viento soplaba también en su favor. El ruido del agua que corría apagaba los ligeros ruidos que producía y pronto oyó a los trabajadores moverse directamente encima del lugar en que se hallaba. Das ramas del abedul le facilitaron la ascensión y subió, de manera que un momento más tarde aparecieron su cabeza y sus espaldas por encima de la presa. A cosa de medio metro de distancia, Diente Roto trataba de meter en su sitio un trozo de tronco de árbol de un metro de largo y tan grueso como el brazo de un hombre. Estaba tan ocupado que no advirtió la presencia de Kazán, pero otro castor le dio el aviso arrojándose al pantano. Diente Roto levantó los ojos y vio ante sí los desnudos dientes de su enemigo. No había tiempo para volverse; se echó hacia atrás, pero demasiado tarde. Kazán estaba ya sobre él. Sus largos dientes se clavaron profundamente en el cuello del castor, pero éste se había echado atrás lo suficiente para que el perro perdiese pie. Al mismo tiempo sus dientes hicieron presa en la piel del cuello de Kazán mientras los de éste llegaban casi a la yugular del castor y ambos se hundieron en el agua del pantano.

Diente Roto pesaría unos treinta kilos y en el momento en que llegó al agua, su elemento, apretó tenazmente sus dientes y se dejó caer como si fuese de plomo, de modo que Kazán se vio arrastrado hasta el fondo, llenáronse de agua su boca, sus orejas y su nariz. El agua le cegaba y sentía en la cabeza un ruido ensordecedor. Pero en vez de hacer esfuerzos por liberarse, contuvo el aliento y apretó los dientes para clavarlos a mayor profundidad. Los dos combatientes tocaron el blando fondo y por un momento se revolcaron en el fango. Entonces Kazán soltó la presa, luchando ya por su propia vida y no por arrebatar la de Diente Roto. Con toda la fuerza de sus poderosos miembros trataba de libertarse, para salir a la superficie, al aire, a la vida. Cerró con fuerza la boca, comprendiendo que si respiraba, ello equivaldría a la muerte. En tierra se habría soltado fácilmente de Diente Roto, pero debajo del agua la presa del castor era mucho más peligrosa que el ataque de un lince. Revolvióse ligera­mente el agua y apareció otro castor que dio una vuelta junto a los dos combatientes. De haberse unido a Diente Roto, pronto habría ce­sado la resistencia de Kazán, pero el castor no tenía razón alguna para seguir reteniendo a Kazán; no era vengativo ni sentía sed de sangre o deseo de matanza. Observando que él es­taba libre y que el extraño enemigo que por dos veces lo había atacado no podía inferirle daño alguno, abrió la boca. Kazán no perdió un instante y cuando llegó a la superficie del agua estaba a punto de asfixiarse. Casi ahogado, logró apoyar las patas delanteras sobre una ramita que se elevaba sobre el dique. Esto le dio tiempo para llenarse los pulmones de aire y toser con fuerza a fin de expulsar el agua que por poco acaba con su existencia. Por espacio de diez minutos permaneció apoyado en la rama, recobrando las fuerzas, antes de atreverse a emprender, nadando, el regreso a tierra. Y al llegar a la orilla salió arrastrándose. Toda su fuerza lo había abandonado y le temblaba el cuerpo. La mandíbula inferior estaba colgante y se sentía completamente derrotado por un animal que ni siquiera tenía colmillos. Tal cosa lo humilló, y mojado y casi arrastrándose, se acercó a la guarida, se tendió al sol y esperó a Loba Gris.

Siguieron días en que el deseo de destruir a todos los castores fue para Kazán la mayor pasión de su vida. En cuanto a la presa, cada día era más formidable. El trabajo de relleno con cemento era realizado por los castores en el agua con seguridad y rapidez. El agua se levantaba cada vez a mayor altura y el pantano se ensanchaba en la misma proporción. El agua llenaba ya la depresión que rodeaba la guarida y dentro de una o dos semanas, si los castores continuaban su trabajo, la vivienda de Kazán y de Loba Gris no sería más que un islote en el centro de una enorme extensión de agua.

A la sazón Kazán salía de cacería, pero so­lamente para comer y no por placer. Sin cesar esperaba la oportunidad favorable para arrojarse sobre los descuidados miembros de la tribu de Diente Roto. El tercer día después de la lucha en el agua, mató un enorme castor que se acercó demasiado a él, cuando estaba oculto en el matorral. El quinto día dos de los pequeños castores se acercaron a la depresión que rodeaba la guardia y Kazán, que pudo cogerlos en agua poco profunda, los destrozó. Después de esto, los castores empezaron a trabajar solamente de noche, lo cual fue una ventaja para Kazán que era cazador nocturno. En las dos noches siguientes hizo dos nuevas muertes, de manera que, comprendiendo a los pequeñuelos, había matado ya siete castores. En esto llegó la nutria.

Nunca se había encontrado Diente Roto entre dos enemigos más terribles que los que ahora trataban de inferirle daño. En tierra Kazán era el amo a causa de su mayor rapidez, olfato más fino y práctica en ardides de lucha. En el agua la nutria era una amenaza más temible todavía. Era más ligera que los peces que devoraba; sus dientes eran finos y agudos como agujas y su piel era tan resbaladiza que los castores no habrían podido sujetarla aunque lograran clavarle los dientes. La nutria, como el castor, no tenía afición a la sangre pero era el más temible destructor de castores del Norte, mucho más todavía que el hombre. Para ellos era algo así como una epidemia y precisamente para sus actos de destrucción elegía con prefe­rencia el invierno. En aquellos días no asaltaba a los castores en sus viviendas de entrada sub­acuática, sino que hacía aquello que el hombre podría llevar a cabo solamente por medio de la dinamita, es decir, abrir una brecha en la presa.

El agua, entonces, se escapaba rápidamente por la abertura, se desplomaba la superficie del hielo y las casas de los castores quedaban fuera del agua. Entonces sobrevenía la muerte de estos por hambre y frío. Una vez fuera del agua que protegía sus madrigueras y con el pantano con­vertido en una masa caótica de hielo roto y a una temperatura de treinta o cuarenta grados bajo cero, morían a las pocas horas, porque el castor, a pesar de su gruesa piel, puede resistir el frío mucho menos que el hombre. Para él es absolutamente necesario que el agua rodee su casa durante el invierno, de la misma manera que para un niño es necesario el calor del fuego.

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