Kazán, perro lobo (24 page)

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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

BOOK: Kazán, perro lobo
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Extraño terror hizo presa en ella; habíase acostumbrado a la obscuridad, pero nunca, hasta entonces, había estado sola en ella, pues siempre sintió a su alrededor la vigilante presencia de Kazán. A pocos pasos de distancia oyó el ruido que hacía una gallina silvestre, y le pareció proceder entonces de otro mundo desconocido. Un ratón corrió por encima de la hierba, a poca distancia de sus patas delante­ras, y ella, al tratar de morderlo, cerró los dientes sobre una piedra. Los músculos de su espalda temblaban como si tuviera intenso frío. Estaba aterrada por la obscuridad que la incomunicaba con el mundo, y se frotó los ojos con una pata como si con ello hubiese podido recobrar la vista. Por la tarde anduvo erran­te por la llanura, pero la encontró tan diferente de cuando iba acompañada de Kazán, que, asustada, se volvió en breve a la orilla de la corriente y se tendió bajo el árbol en que se cobijara Kazán. Allí no sentía tanto miedo, pues el olor de su macho la rodeaba. Por espacio de una hora permaneció quieta, con la cabeza apoyada en el palo manchado de la sangre y con pelos de él. La noche la encontró todavía allí y cuando salieron la luna y las estrellas, se volvió al hueco que el cuerpo de Kazán hiciera debajo del árbol.

A la aurora se llegó al agua para beber. No podía darse cuenta de que el día estaba casi tan obscuro como si fuese de noche y que el cielo gris obscuro era un caos tormentoso, pero pudo oler la presencia de la tempestad en el aire pe­sado y hasta sentir los rajaos que atravesaban el cielo para caer al Sur y al Oeste. El distan­te rodar de los truenos se acentuó y ella volvió a cobijarse debajo del árbol. La tempestad duró cuatro horas. La lluvia se convirtió en diluvio y al terminar la tormenta Loba Gris estaba más atemorizada que nunca. En vano buscó de nuevo el olor de Kazán, pues no pudo encontrarlo ya. El mismo palo estaba limpio de sangre y de pelos y ni debajo del árbol había ya huellas de su macho.

Hasta entonces solamente había experimentado el miedo de hallarse sola, pero por la tarde sintió hambre. Y el hambre la hizo salir de la faja de arena y la llevó a la llanura, en donde por lo menos una docena de veces olfateó caza, pero siempre se le escapaba. Y hasta un ratón que logró acorralar debajo de una raíz logró evitarla.

Treinta y seis horas antes Kazán y ella dejaron a tres o cuatro kilómetros de distancia, en la llanura, los restos de la última pieza que cazaron. Era un enorme conejo, y Loba Gris partió en su busca, sin necesitar de la vista para salir airosa de su empeño, porque en ella es­taba desarrollado hasta la perfección el sexto sentido de los animales, el de la orientación; así, pues, en línea recta se encaminó al lugar en que dejaran los restos del conejo. Pero la había precedido una zorra blanca, de modo que solamente encontró algunos huesos y trozos de piel esparcidos.

Aquella noche durmió nuevamente en donde Kazán estuvo echado y por tres veces lo llamó sin obtener respuesta. Cayó un denso rocío que acabó de diluir el leve olor de Kazán que pudiese quedar en el suelo, mas durante los dos días siguientes, Loba Gris permaneció junto a la faja de arena del arroyo. Al cuarto día su hambre llegó a ser tal que royó la corteza de los arbustos, pero poco después hizo un des­cubrimiento. Estaba bebiendo cuando su sensible nariz tocó algo en el borde del agua que era suave y tenía ligero olor de carne. Era uno de los enormes moluscos de los ríos del Norte. Lo llevó a tierra con una pata, olió la dura concha y luego la trituró con los dientes. Nunca había comido carne más gustosa que la que halló dentro, por lo que se dedicó a buscar otros moluscos. Los encontró en abundancia y comió hasta saciar su apetito. Durante tres días más permaneció junto a la faja de arena y, en la noche del tercero, llegó hasta ella cierta llamada. Al oiría se puso a temblar, excitada, animada por nueva esperanza y, a la luz de la luna, comenzó a trotar nerviosamente por la arena, volviendo alternativamente la cara al Norte y al Sur y luego al Este y al Oeste, con la cabeza erguida y escuchando con la mayor atención, como si en el tranquilo aire de la no­che quisiera adivinar la procedencia exacta de la voz maravillosa. Y lo que llegaba hasta ella procedía del Sudoeste. En aquella dirección, mucho más allá de los bosques del Norte, estaba su guarida. Y en aquella dirección era en la que su mente de bruto le decía que encontraría a Kazán. La llamada no procedía del lugar en que últimamente tuvieron su guarida, sino de mucho más allá y en su ceguera se le ofreció la visión mental de la Roca del Sol y de la senda que conducía a ella. Allí fue donde perdió la vista, donde acabó el día para ella y empezó la noche eterna. Allí, también, nacieron sus primeros hijitos. La naturaleza había registrado de tal manera estos hechos en su mente, que nada podría borrarlos; y cuando llegó la llamada tan esperada, procedía del mundo alumbrado por el sol, donde, por última vez, viera la luz del día y la luna y las estrellas en los cielos de las azuladas noches.

Y, contestando a aquella llamada, abandonó el río y el alimento y se encaminó hacia los lu­gares donde imperaba la oscuridad y el hambre, sin temer ya la muerte ni la vacuidad del mundo que no veía; porque ante ella, a tres­cientos kilómetros de distancia, estaba la Roca del Sol, la senda que a ella conducía, el nido de sus hijitos entre dos rocas y… Kazán.

Capítulo 24 - El fin de Sandy Mac Trigger

A noventa kilómetros al Norte, Kazán es­taba echado, atado a una fina cadena de acero, observando cómo el menudo profesor Mac Gilí mezclaba en un cubo grasa y salvado. A cosa de doce metros más allá estaba el enorme Danés, relamiéndose anticipadamente al ver los preparativos del profesor. Dio muestras de contento cuando Mac Gill se acercó a él con parte de la mezcla, y cuando el perro tuvo llena de comida la enorme boca, el hombrecillo de los ojos azules y de pelo gris, le golpeó cariñosamente el lomo sin sentir miedo alguno. Su actitud fue distinta al acercarse a Kazán. Pro­cedía con prudencia, aunque sonreía con los ojos y los labios, sin dar señales de tener miedo, si miedo podía llamarse a lo que sentía. El pequeño profesor, que se hallaba en el Norte por cuenta de la Institución Smithsoniana, había pasado entre perros la tercera parte de su vida. Los quería y los entendía muy bien. Había escrito gran número de artículos en re­vistas acerca de la inteligencia canina, artículos que llamaron mucho la atención entre los naturalistas. Y precisamente porque los que­ría y porque los entendía mejor que nadie compró a Kazán y al enorme Danés. La negativa de los dos hermosos animales a matarse para diversión de trescientos hombres reunidos a fin de presenciar la lucha, le causó enorme satisfacción. Pensaba escribir un artículo acerca del divertido incidente. Sandy le comunicó la historia de la captura de Kazán y le habló de la hembra de éste y el profesor le dirigió innumerables preguntas acerca del particular. Pero cada día Kazán le causaba mayor extrañeza. Por mucha que fuese la bondad con que lo tratara, no lograba una mirada de reconocimiento del perro. Ni una sola vez expresó Kazán su buena voluntad para hacerse amigo del profesor. Sin embargo, no le gruñía ni trataba de morderle las manos cuando se acercaba. Frecuentemente Mac Trigger iba a la cabaña a visitar al profesor y siempre Kazán saltaba al extremo de su cadena con aviesas intenciones y no dejaba de mostrar sus blancos dientes mientras Sandy se hallaba en su presencia. Cuando estaba solo con Mac Gill permanecía quieto y tranquilo, pues algo le decía que el profesor llegó como amigo la noche en que él y el Danés estaban en la jaula que se construyó para que se mataran. En lo más profundo de su corazón de bruto consideraba a Mac Gill diferente de los demás hombres; no tenía el más pequeño deseo de hacerle daño y lo toleraba, pero no mostraba ningún indicio de que aumentase su afecto, como le ocurría al Danés. Esto era lo que extrañaba al profesor, pues nunca había conocido perro que no acabase por quererlo.

Aquel día puso el salvado y la grasa delante de Kazán y la sonrisa de su rostro desapareció para dar lugar a una expresión de perplejidad. Los labios de Kazán se habían contraído y de su garganta salía un fiero gruñido. Erizósele el pelo a lo largo del espinazo y temblaron sus músculos. Instintivamente se volvió el profesor, y vio que Sandy Mac Trigger se había acercado sin hacer el más pequeño ruido y que su rostro brutal se contraía en una son­risa al mirar a Kazán.

—Es una locura tratar de domar a esta mala bestia —dijo. Luego, con interés que no pudo disimular, preguntó—: ¿Cuándo emprende usted su viaje?

—Con las primeras escarchas —contestó Mac Gilí—. Ya no tardarán. He de ir a reunirme con el sargento Conroy y sus hombres en Fond du Lac a principios de octubre.

—¿Y va usted a ir solo a Fond du Lac? —preguntó Sandy—. ¿Por qué no se lleva a un hombre que lo acompañe?

El pequeño profesor se echó a reír.

—¿Para qué? —preguntó luego—. He recorrido más de una docena de veces las corrientes del Athabasca y conozco el camino tan bien como el Broadway. Además, me gusta estar solo. Por otra parte, el trabajo no es muy pe­sado, pues la mayor parte de las corrientes se dirigen al Norte y al Oeste y la navegación es fácil.

Sandy miraba al Danés, dando la espalda a Mac Gilí y una mirada equívoca brilló un momento en sus ojos.

—¿Se lleva usted a los perros?

—Sí.

Sandy encendió la pipa y siguió hablando como quien lo hace solamente por curiosidad.

—Seguramente deben de costar un pico esos viajes de usted ¿no es cierto?

—El último que hice, unos siete mil dólares. Este costará cinco mil.

—¡Caramba! Y ¿lleva usted tanto dinero encima? ¿No tiene miedo? Puede ocurrirle algo y…

El profesor miraba entonces en otra dirección y su rostro cambió por completo. Se endureció su mirada y una sonrisa, que no vio Sandy, distendió por un momento sus labios. Luego se volvió riendo.

—Tengo un sueño muy ligero —dijo—. Unos pasos, por leves que sean, me despiertan. Hasta la respiración de un hombre me haría abrir los ojos cuando me propongo estar alerta. Y además… —Sacó de su bolsillo una magnífica pistola automática marca Savage, pavonada de azul de acero.—Sé usar esto—. Señaló entonces un nudo en la pared de madera de la cabaña.—¡Mire!

Disparó cinco veces a veinte pasos de distancia, y cuando Sandy se acercó se quedó mu­do de asombro, porque solamente había un agujero en donde antes estuviera el nudo.

—¡Magnífico! —dijo a regañadientes—. Muchos quisieran tirar así con un rifle.

Cuando se marchó Sandy el profesor le si­guió con la mirada y con extraña sonrisa. Luego se volvió hacia Kazán y le dijo:

—Me parece que tu le calaste. Ahora ya no te censuro el deseo de saltarle al cuello. Tal vez…

Se metió las manos en los bolsillos y entró en la cabaña. Kazán dejó caer la cabeza entre las patas anteriores y se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos. La tarde estaba avanzada, pues eran los primeros días de septiembre y por las noches se empezaba a sentir el fresco propio del otoño. Kazán estuvo observando el sol hasta que se desvaneció en el cielo del Sur. Después sobrevino rápidamente la obscuridad y el perro sintió un más violento deseo de re­cobrar su libertad. Noche tras noche había estado mordiendo su cadena de acero, y no­che tras noche observaba la luna y las estrellas, y escuchaba, tratando de percibir la llamada de Loba Gris mientras el Danés dormía profundamente. Aquella noche era más fría que habitualmente y el viento fresco que soplaba del Este lo excitaba de un modo extraño, enardeciendo su sangre con lo que los indios llaman «hambre de escarcha». El verano letárgico habíase marchado ya y estaban al llegar los días y noches propios para la caza, en que soplan vientos que parecen cortar la carne. Kazán necesitaba recobrar la libertad y correr hasta sentirse exhausto, con Loba Gris a su la­do. Sabía que ella estaba lejos, donde las estrellas brillaban en el claro cielo, y que lo esperaba. Tiró de su cadena y gimió. Toda aquella noche estuvo intranquilo, mucho más que en otra ocasión cualquiera. De pronto, a mucha distancia, oyó un grito que le pareció ser de Loba Gris y su respuesta despertó al pro­fesor. Amanecía ya y Mac Gilí se vistió y salió de la cabaña, notando con satisfacción la frescura del aire. Humedeció sus dedos y manteniéndolos en alto, se alegró al notar que el viento soplaba del Norte.

Entre otras cosas dijo a Kazán que dentro de un par de días emprenderían la marcha.

Cinco días más tarde el profesor hizo entrar al Danés en una canoa y luego hizo lo mismo con Kazán. Sandy Mac Trigger los vio marchar y Kazán había estado atento por si se pre­sentaba la ocasión de saltar sobre él. Pero Sandy se mantuvo a prudente distancia y Mac Gilí, que observaba al hombre y al perro, tuvo una idea que hizo correr apresuradamente su sangre, aunque lo disimuló con una sonrisa tranquila y satisfecha. Cuando ya habían recorrido un kilómetro corriente abajo, puso sin miedo la mano sobre la cabeza de Kazán y algo en el contacto de aquella mano y en la voz del profesor refrenó el deseo de morder que sintió el perro. Toleró, pues, aquel acto amistoso con ojos inexpresivos y absoluta inmovilidad.

—Ya empezaba a temer que no podría dormir mucho, amigo —dijo—, pero me parece que gracias a ti podré echar un sueño de vez en cuando.

Aquella noche acampó después de haber re­corrido veinticinco kilómetros por la orilla del lago. El Danés fue atado a un arbolillo a veinte metros de la pequeña tienda de seda, pero a Kazán lo sujetó a un grueso tronco que mantenía cerrada la entrada de la tienda. Antes de meterse aquella noche en la tienda, Mac Gilí sacó su pistola automática y la examinó con el mayor cuidado.

Durante tres días continuaron el viaje sin el menor tropiezo a lo largo de la orilla del lago Athabasca. En la cuarta noche Mac Gilí armó su tienda en un bosquecillo de pinos a un centenar de metros del agua. Durante todo el día recibieron el viento por la espalda y el profesor había estado observando con la mayor atención la conducta de Kazán, el cual sentía un olor, procedente del Oeste, que lo hacía estar intranquilo. Desde el mediodía no cesaba de olfatear el viento y el profesor lo oyó, por dos veces, gruñir sordamente. Otra vez en que el olor llegó más acentuado a sus hocicos, mostró los dientes, encolerizado, y se le erizaron los pelos del espinazo. El profesor no encendió ninguna hoguera después de acampar, sino que es­tuvo mirando a través del lago con unos gemelos de caza y al oscurecer regresó a la tienda, a donde dejara los perros. Miró atentamente a Kazán, el cual estaba todavía nervioso y de cara al Oeste. Mac Gilí se fijó en este detalle y también en que el Danés tenía vuelta la cabeza al Este. En circunstancias ordinarias Kazán habría estado de cara a su compañero, de manera que no tuvo duda alguna de que había algo en el Oeste. Y al pensar en lo que podría ser, ligero estremecimiento recorrió su cuerpo.

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