Kazán, perro lobo (25 page)

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Authors: James Oliver Curwood

Tags: #Aventuras, Naturaleza, Canadá

BOOK: Kazán, perro lobo
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Detrás de una roca encendió una pequeña hoguera y preparó la cena. Después se dirigió a la tienda, para salir en breve llevando una manta debajo del brazo y al pasar por el lado de Kazán, murmuró:

—Me parece que no vamos a dormir mucho esta noche, Kazán. No me gusta lo que olfateas hacia el Oeste. Podría ser muy bien «una tempestad de truenos».

Se rió de su propia broma, se instaló a treinta pasos de la tienda, junto a un matorral, y, envolviéndose en la manta, se echó a dormir.

La noche era tranquila, estrellada, y horas después Kazán tendió la cabeza entre las patas delanteras y se adormiló, pero muy pronto lo despertó el crujido de una rama. El Danés si­guió durmiendo, pero Kazán se puso inmediatamente en pie, olfateando nerviosamente el aire. El olor que percibiera durante el día era entonces muy fuerte a su alrededor y permaneció quieto y tembloroso de impaciencia. Lentamente, desde más allá de los árboles que cobijaban la tienda, apareció una figura que no era la del profesor. Se acercó con cautela, ton la cabeza baja y hundida entre los hombros, y la luz de las estrellas puso al descubierto el criminal rostro de Sandy Mac Trigger. Kazán se acurrucó, con la cabeza entre sus patas anteriores, mientras enseñaba los dientes. Pero no hizo ruido alguno que revelara su presencia de­bajo del matorral. Paso a paso, se acercó Sandy y por último llegó a la entrada de la tienda. Entonces no llevaba en la mano garrote ni látigo alguno, sino algo de acero que brillaba. Detúvose a la entrada de la tienda y miró al interior dando la espalda a Kazán.

Silenciosa y rápidamente, y obrando como los lobos en cada uno de sus movimientos, Kazán se puso en pie. Olvidó la cadena que lo re­tenía, pues a tres metros de distancia estaba el enemigo que odiaba sobre todos los demás que conociera. Y toda la fuerza de su espléndido cuerpo se concentró para saltar.

Por último dio el salto y tan violento fue que la cadena no lo retuvo, aunque el choque de la rotura castigó duramente su cuello. El tiempo y los elementos habían adelgazado la piel del collar que llevaba desde la remota época de su esclavitud en el tiro del trineo, y se rompió con ligero ruido. Sandy se volvió y después de un segundo salto, los dientes de Kazán se clavaron en su brazo. Dando un grito de asombro y dolor el hombre cayó, y mientras con su enemigo se revolcaba por el suelo, se oyó la bronca voz del Danés que daba la alarma mientras tiraba con toda su fuerza de la cuerda que lo retenía. En la caída Kazán perdió la presa y en un momento estuvo nuevamente en pie, dispuesto para la acometida, pero entonces cambió repentinamente de idea. Observó que estaba libre. Ya no sentía el collar, y el bosque, las estrellas y el viento lo rodeaban. A su lado estaban los hombres, pero lejos se hallaba Loba Gris. Agachó las orejas y como una sombra se deslizó hacia las tinieblas y hacia la libertad gloriosa.

A un centenar de metros ocurría algo que le obligó a detenerse por un instante. No era ya la voz del enorme Danés, sino el seco crac, crac, crac de la pistola automática del profesor. Y do­minando el ruido de las detonaciones surgió la voz de Sandy Mac Trigger en terrible y des­esperado grito.

Capítulo 25 - Un mundo vacío

Kazán continuó infatigablemente la marcha. Por espacio de algunos minutos se sintió oprimido por el grito de muerte que profiriera Mac Trigger al caer, y se deslizó detrás de unos arbustos, con las orejas gachas, como una sombra. Luego salió a una llanura y la tranquilidad de la noche, las innumerables estrellas en la clara bóveda del cielo y el aire purísimo y fresco que consigo llevaba el aliento de las tierras estériles árticas, le devolvieron su aplomo y el instinto vigilante. Se volvió en la dirección del viento.

En alguna parte, hacia el Sur o hacia el Oes­te, estaba Loba Gris. Por vez primera en varias semanas se sentó sobre sus ancas y profirió un aullido vibrante que se difundió por espacio de muchos kilómetros. Desde el lugar en que estaba atado lo oyó el Danés y gimió en respuesta. El profesor, que estaba inclinado sobre el cuerpo de Sandy, se incorporó también y escuchó con la mayor atención, en espera de un segundo aullido. Pero el instinto dio a entender a Kazán que nadie le contestaría entonces y prosiguió apresuradamente la marcha, galopando kilómetro tras kilómetro, como perro que sigue el rastro para volver a la casa de su amo. No se dirigió hacia el lago ni tampoco hacia Red Gold City, sino que en línea tan recta como si siguiera un camino perfectamente trazado, recorrió los sesenta kilómetros de llano, terreno pantanoso, rocas y bosques que había desde el campamento del profesor al Mac Farlane. Durante toda aquella noche no volvió a aullar llamando a Loba Gris. En él los razonamientos se basaban con preferencia en la costumbre, y como Loba Gris le había esperado muchas veces, se dijo que, sin duda, debía de estar aún aguardándole en la faja de arena del riachuelo.

A la aurora llegó al río, situado a tres millas de la faja de arena, y apenas había salido el sol cuando se halló en el lugar en que él y Loba Gris fueron a beber. Confiado miró a su alrededor en busca de su compañera, gimiendo al mismo tiempo y moviendo la cola. Luego, observando que no la veía, empezó a buscar su rastro, pero las lluvias habían borrado no so­lamente el olor, sino también las huellas. Durante todo el día buscó a lo largo del río y por la llanura, y se llegó, incluso, a donde mataron el último conejo. Husmeó los matorrales en que Mac Trigger dejara los cebos envenenados y repetidas veces dejóse caer sobre las ancas para proferir un aullido. Y lentamente, mientras hacía todo esto, la Naturaleza estaba obrando en él el milagro que los
crees
han de­nominado la «llamada del espíritu».

Y de la misma manera que obrara en Loba Gris, excitó la sangre de Kazán. Con la aparición del sol se dirigió hacia el Sudeste. Su mundo entero estaba señalado por las pistas en que había cazado. Más allá ignoraba incluso la existencia de otros lugares y en el mundo que conocía, pequeño en su comprensión de las cosas, estaba Loba Gris. No podía perderla. Aquel mundo, en su concepción, comprendía desde el Mac Farlane, en una pista estrecha a través de los bosques y sobre las llanuras, hasta el valle del que los habían echado los castores. Forzosamente Loba Gris debía de estar en alguno de estos parajes e incansable­mente continuó buscándola.

Hasta que el cielo volvió a oscurecerse a la llegada de la noche, no se vio detenido por la fatiga y el hambre. Mató un conejo y después de haber comido se echó allí mismo y durmió por espacio de algunas horas. Luego prosiguió el camino. A la cuarta noche llegó al pequeño valle entre las dos colinas, y bajo las estrellas, más brillantes entonces en la fría claridad de las noches de otoño, siguió la corriente del arroyo hasta la guarida que antes tuvieran en el terreno pantanoso de que los arrojaron los castores. Era día claro cuando llegó a la orilla del pantano de los castores, que entonces rodeaba por todas partes la guarida situada en una pequeña elevación del terreno. Diente Roto y los demás castores habían realizado una transformación extraordinaria en lo que antes fuera el lugar de su vivienda y por espacio de varios minutos Kazán permaneció inmóvil y silencioso, olfateando el aire lleno del desagradable olor de los usurpadores. Hasta entonces no había perdido el ánimo. Con los pies doloridos, los ijares hundidos y la cabeza descar­nada, dio lentamente la vuelta en torno del pan­tano. Durante todo aquel día siguió buscando. Y entonces no estaban erizados los pelos de su espinazo y se advertía ya el desaliento en sus espaldas y en la mirada de sus ojos.

Loba Gris no estaba.

Lentamente la naturaleza insistía en este hecho. Había desaparecido ya de su mundo y de su vida y él se sentía tan solo y tan triste que hasta el mismo bosque le parecía extraño y la tranquilidad de la selva se le mostraba como algo imponente. Una vez más, el perro dominaba al lobo. Con Loba Gris había vivido en el mundo de la libertad y sin ella aquel mismo mundo era tan grande, extraño y vacío, que le daba miedo. Más tarde, al oscurecer, llegó a un montón de conchas rotas de molusco a la orilla de la corriente. Las olió, se volvió en otra dirección, regresó junto a ellas y las volvió a oler.

Allí comió Loba Gris por última vez antes de continuar su viaje al Sur. Pero el rastro que dejó tras ella no era bastante fuerte para guiar a Kazán, y por segunda vez se alejó. Aquella noche durmió bajo un tronco caído; gimió tristemente antes de dormirse y más tarde despertó de su sueño, para gemir de nuevo como un niño. Y día tras día y noche tras noche Kazán fue un tímido animal en las cercanías del pantano, llorando por el único ser que lo sacó del caos a la luz, que llenó el mundo para él, y que, al alejarse de él, se había llevado de este mundo incluso las mismas cosas que Loba Gris perdiera en su ceguera.

Capítulo 26 - La llamada de la Roca del Sol

En la dorada gloria del sol de otoño, llegaron, remontando la corriente dominada por la Roca del Sol, un hombre, una mujer y una niña que tripulaban una canoa. La civilización había hecho con la amable Juana lo que hiciera antes con otras flores silvestres trasplantadas a ella desde la vida en plena naturaleza. Sus mejillas estaban delgadas y descoloridas y sus azules ojos habían perdido su brillo. Tosía con fre­cuencia y, cuando lo hacía, el hombre la miraba amorosamente y con el temor pintado en sus ojos. Pero ya notaban la lenta transformación, y el día en que la canoa empezó a navegar por la corriente que atravesaba el maravilloso valle en que vivieran antes de ser atraídos por la llamada de la ciudad distante, el hombre observó con alegría que la sangre volvía a colorear sus mejillas y sus labios y que en su mirada renacía el brillo de la alegría y de la dicha. Al ver estas cosas el hombre se reía satisfecho y bendecía a los bosques. Ella habíase reclinado en la canoa, con la cabeza caída casi sobre el hombro de su esposo, que cesó de remar para acariciar los gruesos mechones de sus dorados cabellos.

—Veo que eres feliz de nuevo, Juana —dijo alegremente—. Los médicos tenían razón. En realidad formas parte de los bosques.

—Sí, soy feliz —murmuró. Y luego hubo cierto temblor en su voz cuando señaló una faja de arena que se internaba en la corriente—. ¿Te acuerdas… hace ya muchos años, cuando Kazán se separó de nosotros en este mismo lugar? Ella estaba en la orilla, llamándolo. ¿Te acuerdas? —Hizo una pausa y, más conmovida de lo que aparentaba, añadió:

—¡Quién sabe dónde estarán ahora!

La cabaña estaba tal cual la dejaron. Única­mente la roja vid
bakneesh
había crecido alrededor de ella y también algunos arbustos, y altas hierbas cubrían casi las paredes. Una vez más la vida animó la habitación y todos los días se coloreaban un poco más las mejillas de Juana, cuya voz era como antaño, dulce y agradable como una canción. Su esposo recorría los lugares en que pusiera sus trampas y Juana y la pequeñita, que ya correteaba y hablaba, transformaban la casa en hogar. Una noche el hombre volvió tarde y al entrar observó que en los azules ojos de Juana había cierto brillo inusitado y que la emoción hacía temblar su voz.

—¿Has oído? —preguntó—. ¿Has oído la llamada?

El hizo una señal de afirmación acariciando la cabeza de la joven.

—Estaba a un kilómetro de distancia —dijo—. La he oído.

Juana le estrechó las manos, añadiendo:

—No era Kazán, porque habría reconocido su voz. Pero me pareció que era la misma llamada que ella nos envió la mañana de nuestra marcha.

El hombre permanecía pensativo. Juana es­taba realmente emocionada.

—¿Quieres prometerme que nunca pondrás trampas ni cazarás lobos? —preguntó.

—Ya había pensado en eso —replicó él—. Después de oír el aullido tomé esta resolución. Sí, te lo prometo.

Juana le echó los brazos al cuello.

—Podrías matarlos —murmuró.

De pronto se interrumpió y ambos aguzaron el oído. La puerta estaba entreabierta y hasta ellos llegó una llamada de los lobos. Juana corrió a la puerta y su marido la siguió. Luego los dos permanecieron silenciosos y con intensa emoción Juana señaló la llanura iluminada por las estrellas.

—¡Escucha! —dijo—. Es el grito de ella y procede de la Roca del Sol.

Sin poder contenerse corrió al exterior, olvidándose de su marido y hasta de que la pequeña estaba sola en la cama. Y entonces oye­ron a gran distancia otro aullido de respuesta, un aullido que parecía formar parte del gemido del viento y que estremeció a Juana hasta hacerla estallar en sollozos.

Echó a correr por la llanura y luego se detuvo iluminada por la brillante luz de la luna de otoño. Transcurrieron algunos minutos antes de que la llamada se repitiera, pero entonces resonó tan próxima, que Juana hizo con sus manos un portavoz y gritó con toda su fuerza:

—¡Kazán! ¡Kazán! ¡Kazán!

En lo alto de la Roca del Sol, Loba Gris, enflaquecida por el hambre, oyó el grito de la mujer y el aullido que estaba a punto de surgir de su garganta se transformó en gemido. Hacia el Norte vióse pasar rápidamente una sombra que al fin se detuvo y por un momento permaneció inmóvil como una roca. Era Kazán. Extraño fuego recorrió su cuerpo y todas las fibras de su inteligencia de bruto se estremecieron, dándole a entender que estaba en su tierra. Allí era donde hacía muchísimo tiempo había vivido, amado y combatido, y en el acto los sueños que casi se habían borrado de su memoria reaparecieron como cosas reales y vivas, porque a través de la llanura oyó nueva­mente la voz de Juana.

Esta, a la luz de la luna, estaba emocionada y pálida. De pronto, apareció Kazán, arrastrándose sobre su vientre, jadeante y gimiendo de alegría al ver a la joven. Esta se acercó a él, con los brazos abiertos, y pronunciando el nombre del perro entre sollozos. Mientras tanto el hombre contemplaba la escena desde alguna distancia, maravillado y comprensivo. Ya no te­mía ahora al perro lobo. Y mientras Juana aca­riciaba la peluda cabeza del perro, oyó el ge­mido de gozo de éste y la voz sollozante de aquélla. Volvió la mirada hacia la Roca del Sol, murmurando:

—¡Dios mío!…

Y como en respuesta a su pensamiento, a través de la llanura llegó nuevamente el aullido con que Loba Gris expresaba su soledad y su tristeza. Como azotado por un látigo, Kazán se puso en pie, olvidándose de Juana, de su voz y de la presencia del hombre, para huir.

Momentos después se había perdido de vista y Juana se encontró en los brazos de su esposo, cuya cabeza tomó entre sus manos, diciendo:

—¿Lo crees ahora? ¿Crees ahora en el Dios de mi mundo, en el Dios con quien he vivido, y que da alma a los animales y que nos ha traído una vez más a nuestra casa?

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