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Authors: Charlaine Harris

Todos juntos y muertos (33 page)

BOOK: Todos juntos y muertos
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—Vaya, ¡genial! —Me abracé a mí misma—. Lo siento —añadí—. Sé que pretendías halagarme. La verdad es que no me siento tan bien por su muerte. O por dejarla. Aunque fuese lo más práctico.

—Te estás cuestionando a ti misma.

—Sí.

Alguien llamó a la puerta. Eric ni se inmutó. Me levanté para abrir. No pensé que fuera una actitud sexista, sino más bien de rango. No cabía duda de que era la última mona de la habitación.

No me sorprendió en absoluto que quien llamaba fuera Bill. Aquello simplemente completó mi jornada. Me aparté para dejarle pasar. Al demonio si Eric pensaba que le iba a pedir permiso para hacerlo.

Bill me miró de arriba abajo, supongo que para comprobar que tenía la ropa en orden, y luego pasó de largo sin decir una palabra. Puse los ojos en blanco a su paso. Entonces tuve una brillante idea: en vez de girarme hacia la habitación para seguir con la discusión, atravesé el umbral y cerré la puerta tras de mí. Avancé a grandes zancadas y cogí el ascensor sin la menor pausa. Al cabo de dos minutos, estaba abriendo la puerta de mi habitación.

Fin del problema.

Me sentí bastante orgullosa de mí misma.

Carla estaba en la habitación, desnuda, cómo no.

—Hola —saludé—. ¿Te importaría taparte?

—Bueno, si te molesta —dijo con un tono bastante relajado, y se puso una bata. Caray, fin de otro problema. Acciones directas, frases sin cortapisas; era obvio que ésas eran las claves para mejorar mi vida.

—Gracias —correspondí—. ¿No vas a asistir a las sesiones judiciales?

—Los acompañantes humanos no están invitados —explicó—. Es tiempo libre para nosotros. Gervaise y yo nos iremos de marcha más tarde. Iremos a un sitio de lo más extremo, llamado el Beso del dolor.

—Ten cuidado —le recomendé—. Pueden pasar cosas muy feas donde hay muchos vampiros juntos y un par de humanos sangrando.

—Puedo manejar a Gervaise —dijo Carla.

—No, no puedes.

—Está loquito por mí.

—Hasta que deje de estarlo. O hasta que un vampiro mayor que Gervaise se encapriche de ti y Gervaise tenga un conflicto de intereses.

Por un instante pareció insegura, una expresión que estaba segura que Carla no se calzaba a menudo.

—¿Y qué hay de ti? He oído que ahora estás vinculada a Eric.

—Sólo de momento —respondí, convencida de ello—. Se pasará.

«No volveré a ir a ninguna parte con vampiros», me prometí. «Dejé que el vértigo del dinero y la emoción de los viajes me arrastraran a esto. Pero no volveré a hacerlo. Pongo a Dios por testigo…»

Entonces no pude reprimir una carcajada. No era precisamente Escarlata O'Hara.

—No volveré a tener hambre —le aseguré a Carla.

—¿Por qué? ¿Es que has cenado demasiado? —preguntó, centrada en el espejo y en sus pestañas.

Seguí riendo, y no pude parar.

—¿Qué es lo que te pasa? —Carla se giró para mirarme con cierta preocupación—. No eres tú misma, Sookie.

—He tenido una mala experiencia —dije, boqueando en busca de aliento—. Me pondré bien, dame un minuto.

Pasaron más de diez hasta que recuperé el autocontrol. Se me esperaba en la sesión judicial, y la verdad es que necesitaba algo con lo que ocupar la mente. Me lavé la cara y me maquillé un poco, me puse una blusa de seda color bronce, unos pantalones tabaco con una chaqueta de punto a juego y unos zapatos bajos de cuero marrón. Con la llave de la habitación en el bolsillo y una aliviada despedida de Carla, me dirigí hacia las sesiones judiciales.

Capítulo 16

La vampira Jodi era formidable. Me recordó a la bíblica Jael.

Jael, una decidida mujer de Israel, atravesó la cabeza de Sisera, un capitán enemigo, con un clavo de tienda, si mal no recordaba. Sisera estaba dormido cuando Jael lo hizo, igual que Michael cuando Jodi le rompió el colmillo. A pesar de que el nombre de Jodi me hacía gracia, supe ver en ella una acerada fuerza y resolución, y no pude evitar ponerme inmediatamente de su parte. Esperaba que los jueces fueran capaces de ver más allá de los lloriqueos de Michael por un diente roto.

El escenario no había sido dispuesto como la noche anterior, a pesar de que la sesión se celebrara en la misma sala. Los jueces, como supongo que habrá que llamarlos, estaban sobre el escenario, sentados a una mesa que los enfrentaba al público. Eran tres, todos de Estados diferentes: dos hombres y una mujer. Uno de los hombres era Bill, que, como siempre, parecía tranquilo y sereno. No conocía al otro tipo, un rubio. La mujer era una vampira pequeña y atractiva con la melena negra más larga y lisa que había visto jamás. Oí cómo Bill se dirigía a ella como Dahlia. Agitaba su pequeña cara redonda hacia delante y hacia atrás mientras escuchaba el testimonio de Jodi, primero, y luego el de Michael, como si estuviese presenciando un partido de tenis. Centrada sobre el mantel blanco de la mesa había una estaca, que supuse era el símbolo vampírico de la justicia.

Ninguno de los dos vampiros litigantes tenían abogados que los representaran. Debían declarar su versión respectiva de los hechos, antes de que los jueces les hicieran las preguntas que consideraran pertinentes y dictaran sentencia por voto mayoritario. Sobre el papel era algo sencillo, pero en la práctica era harina de otro costal.

—¿Estabas torturando a una mujer humana? —le preguntó Dahlia a Michael.

—Sí —dijo, sin un solo parpadeo. Miré en derredor. Era la única humana de los presentes. Sin duda, se trataba de un proceso muy sencillo. Los vampiros no trataban de dotarlo de colorido para una audiencia de sangre caliente. Se comportaban tal como eran. Yo estaba sentada junto a los de mi comitiva (Rasul, Gervaise, Cleo), y puede que su cercanía disimulase mi olor, o quizá una humana domesticada no contara—. Me ofendió, pero como me gusta practicar el sexo de esa forma, la secuestré y pasé un buen rato —añadió Michael—. Y, de repente, llegó Jodi hecha una furia y me rompió un diente. ¿Veis? —Abrió la boca lo suficiente para mostrar a los jueces el colmillo roto (me pregunté si se habría pasado por el puesto que aún estaba montado en la zona comercial, donde vendían esos alucinantes colmillos artificiales).

Michael tenía una cara angelical, y no alcanzaba a comprender que lo que había hecho estaba mal. Quería hacerlo y lo hizo. Para empezar, la mayoría de los que son convertidos en vampiros no son precisamente gente equilibrada, y algunos de ellos pierden todo asomo de conciencia después de algunos decenios, o incluso siglos, de disponer de los humanos a su condenada voluntad. Y, a pesar de todo, disfrutan de la apertura hacia el nuevo orden, que les da la posibilidad de pasear por el mundo tal como son con el derecho a que no les claven una estaca. Pero no están dispuestos a pagar por ese privilegio sometiéndose a las normas de la decencia común.

Pensé que romperle un colmillo era un castigo muy piadoso. No me podía creer que hubiera tenido los arrestos de imponer una demanda contra nadie. Por lo visto, Jodi tampoco, que se puso en pie y fue hacia él otra vez. Quizá quería partirle el otro colmillo. Aquello era mucho más divertido que
The People's Court
o
Judge Judy
.

El juez rubio la detuvo. Era mucho más grande que Jodi, y pareció aceptar que no podría librarse de él. Me di cuenta de que Bill echó su silla un poco hacia atrás, dispuesto a saltar si la cosa se ponía más complicada.

—¿Por qué tomaste tales medidas ante la acción de Michael, Jodi? —quiso saber la pequeña Dahlia.

—La mujer era la hermana de uno de mis empleados —explicó Jodi, con la voz temblorosa de ira—. Estaba bajo mi protección. Y el imbécil de Michael conseguirá que vuelvan a darnos caza si sigue haciendo lo que hace. Es incorregible. No hay nada que lo detenga, ni siquiera perder un colmillo. Le advertí tres veces que se mantuviera lejos, pero la mujer le contestó cuando le insistió en la calle, y su orgullo ganó la batalla a su inteligencia y discreción.

—¿Es eso cierto? —le preguntó la pequeña vampira a Michael.

—Me insultó, Dahlia —dijo suavemente—. Una humana me insultó en público.

—La solución es fácil —afirmó Dahlia—. ¿Estáis de acuerdo conmigo?

El vampiro rubio que sujetaba a Jodi asintió, al igual que Bill, que aún estaba sentado al borde de la silla, a la derecha de Dahlia.

—Michael, serás castigado por tus actos imprudentes y tu incapacidad por controlar tus impulsos —declaró Dahlia—. Has omitido los avisos y el hecho de que la joven estaba bajo la protección de otro vampiro.

—¡No lo dirás en serio! ¿Dónde está tu orgullo? —gritó Michael, ya de pie.

Dos hombres salieron de las sombras del fondo del escenario. Eran vampiros, por supuesto, y de unas dimensiones muy respetables. Sujetaron a Michael, quien se resistió con todo lo que tenía. Me quedé pasmada ante tanto ruido y tanta violencia, pero en cuanto se llevaran a Michael a alguna prisión para vampiros, volvería la calma al proceso.

Para mi mayor asombro, Dahlia hizo un gesto con la cabeza al vampiro que tenía a Jodi reducida, y éste la ayudó a incorporarse. Jodi, con una amplia sonrisa dibujada en la cara, cruzó el escenario de un salto, como si fuese una pantera. Cogió la estaca que había sobre la mesa de los jueces y, con un poderoso movimiento de su brazo, se la clavó a Michael en el pecho.

Fui la única persona espantada, y tuve que echarme ambas manos a la boca para no gritar.

Michael la miró con profunda rabia y siguió luchando, supongo que para liberar sus brazos y quitarse la estaca, pero, a los pocos segundos, todo acabó. Los dos vampiros que sujetaban el cadáver lo soltaron, mientras Jodi saltaba fuera del escenario, aún pletórica.

—Siguiente caso —anunció Dahlia.

El siguiente era de un niño vampiro, con humanos implicados. Sentí que la atención levantaba su peso de mis hombros cuando los vi entrar: los avergonzados padres con su representante vampiro (¿sería posible que los humanos no pudieran testificar ante ese tribunal?) y la «madre» con su «hijo».

Resultó ser un caso más largo y triste debido al sufrimiento de los padres ante la pérdida de su hijo (que aún caminaba y hablaba, pero no con ellos), que era casi palpable. No era la única que lloraba, ¡qué vergüenza!, cuando Cindy Lou reveló que los padres le estaban dando una asignación mensual para la manutención del niño. La vampira Kate argumentó en nombre de los padres con ferocidad, y quedó claro que pensaba que Cindy Lou era de la peor calaña vampírica y una mala madre, pero los tres jueces (distintos para la ocasión, y ninguno que yo conociera) acataron el contrato escrito que los padres habían firmado y rechazaron que al muchacho se le asignara un nuevo tutor. Sin embargo, según dictaminaron, el contrato debía aplicarse igualmente en beneficio de los padres, obligando al crío a pasar tiempo con sus padres biológicos siempre que éstos estuvieran dispuestos a reclamar su derecho.

El juez principal, un tipo con aspecto de halcón y acuosos ojos negros, llamó al chico para que compareciera ante ellos.

—Debes a estas personas respeto y obediencia, tú también has firmado este contrato —dijo—. Puede que seas un menor según la ley humana, pero a nuestros ojos eres tan responsable como… Cindy Lou. —Vaya… Tener que admitir la existencia de una vampira con ese nombre lo mató—. Si tratas de aterrorizar a tus padres humanos, de coaccionarlos o de beber su sangre, te amputaremos una mano. Y cuando vuelva a crecer, la volveremos a amputar.

El chico no podía estar más pálido, y su madre humana se desmayó. Pero había sido tan arrogante, tan pagado de sí mismo y tan desdeñoso hacia sus padres que pensé que la dureza de la advertencia era necesaria. Me sorprendí asintiendo.

Oh, eso sí que era justicia, amenazar a un niño de trece años con amputarle la mano.

Pero si hubierais visto al niño, habríais estado de acuerdo. Y Cindy Lou no tenía desperdicio; quienquiera que la convirtiera en vampira debió de ser deficiente mental o moral.

Después de todo, no me habían necesitado. Empezaba a preguntarme qué me depararía el resto de la noche cuando la reina apareció por las puertas de doble hoja del fondo de la sala, seguida de cerca por Sigebert y Andre. Vestía un traje de pantalón de seda azul zafiro con un precioso collar de diamantes y pendientes a juego. Tenía mucho estilo, estaba absolutamente elegante, lustrosa y perfecta. Andre se dirigió en línea recta hacia mí.

—Lo sé —dijo—. Quiero decir que Sophie-Anne me ha dicho que lo que te he hecho está muy mal. No lo lamento, porque por ella haría cualquier cosa. Los demás me importan un bledo. Pero lamento no haber podido contenerme de causarte un agravio.

Si eso era una disculpa, era la más sesgada que había recibido en mi vida. Lo dejaba prácticamente todo por desear.

—Ya lo has dicho. —Fue todo lo que le pude decir, y era todo lo que jamás obtendría.

En ese momento me encontré a Sophie-Anne de frente. La saludé con mi habitual inclinación de la cabeza.

—Necesitaré que me acompañes durante las próximas horas —pidió.

—Claro —repuse.

Me miró la ropa de arriba abajo, como si deseara que me hubiese arreglado más, pero nadie me había dicho que esa noche, marcada en la agenda como dedicada al intercambio comercial, fuese apropiada para ponerse algo elegante.

El señor Cataliades se dirigió hacia mí rápidamente, enfundado en un precioso traje con una corbata de seda dorada y roja oscuro.

—Me alegra verla, querida —dijo—. Deje que la ponga al día sobre el siguiente punto de la agenda.

Extendí las manos para indicarle que estaba lista.

—¿Dónde está Diantha? —pregunté.

—Tiene un trabajo entre manos con el hotel —respondió Cataliades y frunció el ceño—. Es de lo más peculiar. Al parecer, abajo había un ataúd de sobra.

—¿Y cómo es eso posible? —Los ataúdes tienen un propietario. Ningún vampiro viajaba con uno de repuesto, como si tuviesen el elegante y el de todos los días—. ¿Por qué lo han llamado a usted?

—Tenía una de nuestras etiquetas —explicó.

—Pero todos nuestros vampiros están contados, ¿no es así? —Sentí un nudo de ansiedad en el pecho. En ese momento, vi a los habituales camareros moviéndose entre la gente. Uno de ellos me vio y se dio media vuelta. Entonces vi a Barry, que llegaba acompañando al rey de Texas. Y el camarero volvió a girarse.

Lo cierto es que empecé a darle indicaciones a un vampiro para que detuviera al tipo y poder echar un ojo en su mente, pero me di cuenta de que estaba actuando con la misma arrogancia que los propios vampiros. El camarero desapareció sin que pudiera verlo de cerca, por lo que no estaba segura de que pudiera identificarlo de entre sus demás compañeros, todos ataviados con la misma ropa. El señor Cataliades estaba hablando, pero levanté una mano.

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