Tokio Blues (12 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

BOOK: Tokio Blues
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—¿Todo eso lo aprendiste de un libro? —Me sorprendí.

—Gastaba mis ahorros en comida. Así eduqué mi paladar. Tengo mucha intuición. Mi punto débil es el pensamiento lógico.

—Es increíble que hayas llegado a cocinar tan bien sin que nadie te haya enseñado.

—Fue muy duro, no creas. —Midori lanzó un suspiro—. Para empezar, mi familia no entendía de cocina ni le interesaba lo más mínimo. Cuando quería comprar un cuchillo o una cazuela, me decían: «Pero si nos basta con los que tenemos». No es broma. Cuando les explicaba que con un cuchillo de hoja tan endeble no podía abrir el pescado, me venían con que no hacía falta que hiciera tal cosa. ¡En fin! Ahorraba del dinero que tenía para mis gastos e iba comprando cuchillos de cocina, cazuelas y coladores. Una chica de quince o dieciséis años que va ahorrando céntimo a céntimo para comprar asperones, cuchillos, sartenes para hacer
tempura.
Mientras, mis amigas, que tenían mucho dinero para sus gastos, se compraban vestidos preciosos y zapatos. ¿No te doy pena?

Asentí al tiempo que sorbía la sopa.

—En primero de bachillerato me encapriché de un cacharro para hacer tortillas. Esta especie de sartén larga y estrecha que estás viendo. Me la compré con el dinero que tenía reservado para un sujetador nuevo. Fue horrible. Tuve que pasarme tres meses con un solo sujetador. Por la noche lo lavaba y lo secaba como podía, y por la mañana me lo ponía y salía a la calle. Si no se secaba bien era una tragedia. No hay nada más triste en el mundo que ponerte un sujetador húmedo. ¡Al recordarlo se me saltan las lágrimas! ¡Y todo por una sartén para hacer tortillas!

—¡Vaya! —dije, riéndome.

—Por eso, cuando murió mi madre, me sabe mal decirlo por ella pero me sentí aliviada. Pude emplear a mi antojo el dinero para los gastos de la casa y comprar lo que quisiera. Así que ahora tengo una colección muy completa de utensilios de cocina. Mi padre no se imagina en qué gasto el dinero.

—¿Cuándo murió tu madre?

—Hace dos años —matizó concisa—. De cáncer. Un tumor cerebral. Estuvo ingresada un año y medio y sufrió tanto que enloqueció y tenía que estar todo el día drogada. A pesar de ello, no se moría. Al final, murió. Para ella, la muerte fue una especie de eutanasia. ¡Qué muerte más terrible! El enfermo sufre y sus allegados lo pasan fatal. Con la enfermedad de mamá, en casa nos quedamos sin dinero. Le ponían inyecciones a veinte yenes la unidad, una tras otra, teníamos que estar siempre con ella… Y yo también quedé muy mal parada. Puesto que la cuidaba, no podía estudiar y no entré en la universidad. Encima, para más inri… —Iba a añadir algo pero cambió de idea, dejó los palillos y suspiró—. ¡Qué conversación tan deprimente! ¿A qué ha venido hablar de cosas tan tristes?

—A raíz de lo del sujetador —dije.

—Fíjate en la tortilla. Y cómetela con plena conciencia de lo mucho que vale. —Puso una expresión seria.

Al terminar mi parte, me sentí lleno a rebosar. Midori no había comido tanto como yo. «Cocinando ya te llenas», me dijo. Después de comer quitó los platos, pasó un trapo por la superficie de la mesa, trajo un paquete de Marlboro, se llevó un cigarrillo a los labios y le prendió fuego con una cerilla. Luego tomó el vaso donde estaban los narcisos y se quedó mirándolos.

—Me gustan más así —dijo—. Es mejor que no los meta en un jarrón. Así parece que acabas de recogerlos en la orilla del agua y que, de momento, los hayas puesto en un vaso.

—Acabo de cogerlos en el estanque de la estación de Ôtsuka —informé.

Midori soltó una risita.

—¡Eres único! Cuando bromeas pones cara de estar hablando en serio.

Con la mejilla apoyada en la palma de la mano, Midori se fumó medio cigarrillo, que después apagó aplastándolo contra el cenicero. A renglón seguido, se frotó los ojos como si le hubiese entrado humo dentro.

—Siendo una chica, tendrías que apagar el cigarrillo de una forma más elegante —la regañé—. Pareces una leñadora. No debes machacarlo así. Tienes que ir apagándolo poco a poco, por los lados, dándole la vuelta. Así no te quedará la colilla despanzurrada. No seas tan bruta. Y bajo ningún concepto debes sacar el humo por la nariz. Además, las chicas refinadas, cuando comen a solas con un hombre, no van contando que han estado tres meses llevando el mismo sujetador.

—Verás. Soy una leñadora. —Midori se hurgó la aleta de la nariz—. Nunca he logrado ser una chica refinada. A veces lo intento medio en broma, pero nunca se me pega. ¿Hay algo más que quieras decirme?

—Que las chicas no fuman Marlboro.

—Tanto da. Todos saben igual de mal —dijo. Hizo girar la cajetilla roja en su mano—. Empecé a fumar el mes pasado. En realidad, no me apetecía. Pero se me ocurrió que estaría bien probarlo.

—¿Por qué?

Midori juntó las palmas de sus manos sobre la mesa y reflexionó un momento.

—¿Y por qué no? ¿Tú no fumas?

—Lo dejé en junio.

—¿Y por qué lo dejaste?

—Porque era muy pesado. Quedarme sin tabaco a medianoche era un tormento. Por eso lo dejé. No me gusta depender tanto de las cosas.

—Estoy segura de que eres de esas personas que se lo piensan todo muy bien.

—No sé. Tal vez. Quizá por eso no le gusto demasiado a la gente.

—Eso te pasa porque da la impresión de que no te importa no gustar a los demás. Y hay gente que no lo soporta —musitó ella con la mejilla apoyada en la palma de la mano—. Pero a mí me gusta hablar contigo. ¡Hablas de una manera tan rara! «No me gusta depender tanto de las cosas.»

La ayudé a lavar los platos. De pie, a su lado, iba secando con un trapo los cacharros que ella fregaba y los iba apilando al lado del fregadero.

—Por cierto, ¿dónde está tu familia? —pregunté.

—Mi madre, en la tumba. Murió hace dos años.

—Eso ya me lo has dicho antes.

—Y mi hermana mayor ha salido con su prometido. Supongo que habrán ido a algún sitio en coche. Él trabaja en una empresa de automóviles y le encantan los coches. A mí no mucho, si te soy sincera.

Midori siguió lavando platos en silencio; yo también enmudecí y seguí secando cacharros.

—Queda mi padre… —prosiguió poco después.

—Sí.

—Mi padre se fue a Uruguay en junio del año pasado y todavía no ha vuelto.

—¿A Uruguay? —pregunté sorprendido.

—Quería irse a vivir allí. Es una locura, pero resulta que un compañero suyo del ejército tiene una granja en Uruguay. Un día, sin más, mi padre nos informó de que se iba a Uruguay, que allí tenía un futuro; subió al avión y se marchó. Nosotros intentamos disuadirle como pudimos diciéndole que allí no se le había perdido nada, que no hablaba el idioma, que a duras penas había salido de Tokio en toda su vida. Pero fue inútil. Cuando perdió a mamá recibió un duro golpe. Y se le aflojó un tornillo. De tanto como quería a mi madre.

Me quedé mirándola boquiabierto sin saber qué añadir.

—¿Sabes lo que nos dijo a mi hermana y a mí cuando murió mi madre? Lo siguiente: «¡Qué rabia me da! Hubiera preferido mil veces que os murierais vosotras antes que perder a vuestra madre». Nosotras nos quedamos pasmadas. Estas palabras no pueden justificarse bajo ningún concepto. Puedo entender la amargura, la soledad, el desconsuelo que sentía al haber perdido a su querida compañera. Y lo compadezco. Pero no podía dirigirse a sus hijas y decirles: «¡Ojalá hubierais muerto vosotras en su lugar!». Es demasiado cruel, ¿no te parece?

—Tienes razón.

—A nosotras eso nos duele. —Midori cabeceó varias veces—. En fin, en mi familia todos somos un poco raros. Todos tenemos algo que no acaba de encajar.

—Eso parece —reconocí.

—Pero es maravilloso que dos personas se quieran tanto, ¿verdad? ¿Tanto quería a su esposa para decirles a sus hijas que ojalá hubieran muerto en su lugar?

—Supongo que sí.

—Y luego se fue a Uruguay dejándonos a nosotras dos solas.

Sequé los platos en silencio. Cuando terminé, Midori los colocó en la alacena.

—¿Habéis tenido noticias suyas?

—Este marzo nos envió una postal. Pero no pone nada concreto. Comenta que hace calor, que la fruta no es tan buena como imaginaba… Ese tipo de cosas. ¡Y encima en la postal salía una mula! Ese hombre está loco. Ni siquiera dice si ha encontrado a aquel amigo o conocido del ejército. Hacia el final, parece que se centra y promete que nos llamará para que nos reunamos con él, pero desde entonces no hemos tenido noticias suyas. Por más que le escribimos, no responde.

—¿Y tú qué harás si tu padre te pide que te vayas con él a Uruguay?

—Ir. Puede ser interesante, ¿no crees? Mi hermana dice que no va ni muerta. A ella le horrorizan las cosas dejadas, los lugares sucios.

—¿Tan sucio es Uruguay?

—Mi hermana cree que los caminos están llenos de estiércol con montones de moscas revoloteando por encima, que no hay agua en las cisternas de los váteres y que hay lagartos y escorpiones pululando por todas partes. Debe de haberlo visto en alguna película. Odia los bichos. A ella lo que le gusta es subir en coches bonitos y pasearse por
Shônan
[16]
.

—¿Ah, sí?

—¿Qué tiene de malo Uruguay? A mí no me importaría ir.

—¿Quién lleva ahora la tienda?

—Mi hermana, a regañadientes. Un tío mío que vive aquí cerca nos ayuda todos los días y se encarga del reparto. Yo también colaboro cuando puedo. Además, una librería no da tanto trabajo, así que vamos tirando. Cuando no podamos llevarla, bastará con cerrar y venderla. Ésa es nuestra intención.

—¿Quieres a tu padre?

Midori sacudió la cabeza.

—No demasiado, la verdad.

—Entonces, ¿por qué quieres seguirlo a Uruguay?

—Porque confío en él.

—¿Confías en él?

—Sí, no lo quiero con locura pero confío en él. Confío en mi padre, en una persona que, a causa del golpe recibido al perder a su esposa, deja su casa, a sus hijas, su trabajo y se marcha por las buenas a Uruguay. ¿Me entiendes?

Lancé un suspiro.

—No sé qué decirte.

Midori se rió divertida y me dio unos golpecitos en la espalda.

—Déjalo correr. Tanto da —añadió.

Aquella tarde de domingo sucedieron muchas cosas, una tras otra. Fue un día extraño. Hubo un incendio allí cerca y nosotros subimos al terrado del segundo piso para verlo, donde nos besamos sin más. Dicho de esta manera, suena estúpido, pero así fueron las cosas.

Estábamos de sobremesa, tomando una taza de café y charlando sobre la universidad cuando empezaron a oírse las sirenas de los bomberos. El volumen de las sirenas fue creciendo; también pareció aumentar de número. Bajo la ventana corría mucha gente, algunos gritaban. Midori fue a una habitación que daba a la calle, abrió la ventana y, tras decirme que esperara un momento, desapareció. Se oyeron sus pasos subiendo precipitadamente la escalera.

Mientras me tomaba el café yo solo, me estuve preguntando dónde debía de estar Uruguay. Pensé: «Allí está Brasil, allá Venezuela y allá Colombia». Pero no logré acordarme de dónde estaba Uruguay. En éstas, Midori bajó y gritó: «¡Eh! ¡Ven, deprisa!». Tras ella, subí una escalera empinada y estrecha que había al fondo del pasillo y salí a un amplio terrado. Dado que la finca era bastante más alta que los edificios de alrededor, desde el terrado se dominaba el vecindario con la mirada. Tres o cuatro casas más allá, se alzaba una densa nube de humo que cabalgaba sobre la brisa hacia la avenida. El aire olía a quemado.

—¡Es en casa del señor Sakamoto! —Midori se asomó por encima de la barandilla—. El señor Sakamoto antes era carpintero. Pero cerró el negocio y ahora ya no trabaja.

Yo también me asomé por encima de la barandilla. La casa quedaba oculta tras un edificio de tres plantas y no podía calibrarse bien la situación, pero, al parecer, habían llegado tres o cuatro coches de bomberos y las labores de extinción del fuego proseguían. La calle era estrecha, de modo que, a lo sumo, podían entrar dos coches, y el resto aguardaba su turno en la avenida. En la calle se agolpaban los curiosos.

—Quizá deberíamos reunir los objetos de valor y evacuar la casa —traté de decirle a Midori—. Por suerte, el viento sopla en dirección contraria, pero puede cambiar en cualquier momento, y aquí al lado hay una gasolinera. ¡Vamos, te ayudo a recoger los objetos de valor!

—No tenemos nada valioso —claudicó Midori.

—Algo habrá. Libretas de ahorro, sellos registrados, certificados, esas cosas. Para empezar, necesitarás dinero.

—No lo necesito porque no pienso huir.

—¿Aunque se queme la casa?

—Sí. No me importa morir.

La miré a los ojos. Ella me devolvió la mirada. No tenía la menor idea de hasta qué punto bromeaba. Mantuve la mirada fija en ella unos instantes, pero luego pensé: «Qué importa…».

—Como quieras. Me quedo contigo —dije.

—¿Morirás a mi lado? —A Midori le brillaban los ojos.

—¡Ni hablar! Si las cosas se ponen feas huiré. Si quieres morirte, hazlo tú solita.

—¡Qué despiadado eres!

—No voy a morir contigo sólo porque me has invitado a comer. Si se tratara de una cena, todavía.

—¡Entendido! Pero, de todas formas, quedémonos un rato más a ver qué ocurre. Podemos cantar canciones. Y si las cosas se ponen feas, ya decidiremos qué hacemos.

—¿Cantar?

Midori subió al terrado dos cojines, cuatro latas de cerveza y una guitarra. Y bebimos cerveza contemplando la densa columna de humo. La chica cantó acompañándose de la guitarra. Le pregunté si los vecinos se enfadarían, porque contemplar desde el terrado como se quema el barrio bebiendo y cantando no me parecía una actitud encomiable.

—No te preocupes. A nosotras no nos importa el qué dirán.

Cantó las canciones folk que había tocado tiempo atrás. Por más buena intención que le pusiera, no puedo decir que Midori tocara o cantara bien, pero parecía disfrutar haciéndolo. Lo cantó todo de principio a fin:
Lemon Tree, Puff el dragón mágico, Five Hundred Miles, Where Have All the Flowers Gone?, Michael, Row the Boat Ashore.
La acompañé tarareando los tonos bajos que ella me indicó, pero lo hacía tan mal que pronto desistí, y ella siguió cantando sola, a su aire. Entre sorbo y sorbo de cerveza, yo la escuchaba, muy atento a la evolución del incendio. Vi repetidas veces que la humareda se espesaba de repente para remitir a continuación. La gente gritaba y daba órdenes. Un helicóptero de un periódico sobrevoló la escena con un fuerte batir de aspas, tomó unas fotografías y se alejó. Recé por que no saliéramos en ninguna. Un policía gritaba por el megáfono a la multitud que retrocediera. Los niños llamaban a sus madres entre sollozos. Se oyó el estrépito de cristales rotos. Poco después, el viento se arremolinó y una blanca lluvia de ascuas y ceniza empezó a caer a nuestro alrededor. Entre trago y trago de cerveza, Midori siguió cantando como si tal cosa. Cuando terminó su repertorio, interpretó una curiosa canción que había compuesto ella misma.

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