Tokio Blues (22 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

BOOK: Tokio Blues
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Fue una sonrisa tan resplandeciente que no pude devolvérsela. ¿Dónde estaba la Naoko de la noche anterior? Sin duda, aquélla era la verdadera Naoko. No lo había soñado. Se había desnudado ante mí. Por fin sabía que no fue un sueño.

Mientras silbaba con gracia
Proud Mary,
Reiko metió toda la basura en una bolsa de plástico. Las ayudé a llevar los utensilios de limpieza y el pienso de los animales al cobertizo.

—La mañana es la parte del día que más me gusta —dijo Naoko—. Todo parece que acaba de empezar. Por eso, cuando llega el mediodía, me siento triste. El atardecer es la parte del día que más detesto. Todos los días pienso lo mismo.

—Y, mientras tanto, todos nos hacemos mayores. Pensando si llega el día o cae la noche —comentó Reiko con expresión risueña—. El tiempo vuela.

—A ti parece que te divierte hacerte mayor —dijo Naoko.

—No me divierte, pero no me gustaría volver a ser joven —añadió Reiko.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Por pereza, claro —respondió Reiko. Y sin dejar de silbar
Proud Mary,
arrojó la escoba dentro del cobertizo y cerró la puerta.

Al llegar al dormitorio, se quitaron las botas de goma, se pusieron unas zapatillas de deporte y dijeron que se iban al campo. Reiko me advirtió que aquella labor no tenía mucho interés, y que, además, trabajaban en grupo, así que lo mejor sería que me quedara en la habitación leyendo.

—¡Ah! En el baño hay un cubo lleno de bragas sucias. ¿Te importaría lavarlas? —dijo Reiko.

—Supongo que es una broma… —Me quedé atónito.

—¿A ti qué te parece? —rió Reiko—. ¿Qué podría ser sino una broma? Es una monada. ¿No te lo parece, Naoko?

—Ya lo creo. —Naoko se rió con Reiko.

—Estudiaré alemán. —Suspiré.

—Buen chico. Volveremos antes del mediodía. Estudia mucho —dijo Reiko.

Salieron de la habitación entre risitas. Se oían los pasos y las voces de varias personas que pasaban por debajo de la ventana.

Fui al baño, volví a lavarme la cara, tomé prestado un cortaúñas, me corté las uñas. Teniendo en cuenta que se trataba del baño de una habitación donde vivían dos mujeres, estaba muy despejado. Había alineados varios tarros de leche limpiadora, de crema de contorno de ojos, de protección solar y de tónico. Apenas se veía maquillaje. Después de cortarme las uñas, me hice café en la cocina, me senté a la mesa y, mientras lo tomaba, abrí el libro de texto de alemán. Estaba en aquella cocina caldeada por el sol, en camiseta, memorizando la gramática alemana, cuando me asaltó una extraña sensación: la tabla de verbos irregulares alemanes parecía separada de la mesa de la cocina por una distancia insalvable.

Regresaron del campo a las once y media, entraron en la ducha, una detrás de otra, y se pusieron ropa limpia. Después los tres fuimos al comedor, almorzamos y caminamos hasta el portal. Esta vez el guarda estaba en la garita de la entrada, sentado a la mesa y comiendo con apetito el almuerzo que, supuestamente, le habían traído del comedor. En la estantería, en el transistor sonaba una canción popular. Al vernos, el guarda levantó una mano y nos saludó. Le devolvimos el saludo.

—Salimos a dar un paseo. Volveremos dentro de tres horas —informó Reiko.

—¡Qué gran idea! Hace un día espléndido, ¿verdad? En el camino del valle ha habido un desprendimiento a causa de las lluvias del otro día. Vayan con cuidado. Aparte de esto, no hay problema —dijo el guarda.

Reiko apuntó su nombre y el de Naoko, el día y la hora en un cuaderno, aparentemente un registro de salidas.

—¡Que lo pasen bien! ¡Hasta luego! —se despidió el guarda.

—¡Qué señor tan amable! —exclamé.

—Está mal de la azotea —comentó Reiko presionando la punta del dedo contra su sien.

Hacía un día tan espléndido como aseguraba el guarda. El cielo era de un penetrante azul y unas nubes blancas se difuminaban en lo alto del cielo como brochazos. Durante un rato seguimos el muro de la Residencia Ami, luego lo dejamos atrás y empezamos a subir en fila india una cuesta estrecha y escarpada. A la cabeza iba Reiko; en medio, Naoko, y, por último, yo. Reiko avanzaba con el paso seguro de quien conoce las montañas como la palma de su mano. Apenas hablábamos, concentrados como estábamos en la subida. Naoko vestía vaqueros, una camisa blanca, y en la mano llevaba una chaqueta. Yo caminaba mirando cómo su melena lisa oscilaba a derecha e izquierda barriéndole los hombros. De vez en cuando Naoko se volvía hacia atrás y, cuando sus ojos topaban con los míos, me sonreía. Aquella cuesta parecía interminable, pero Reiko no aflojaba el paso lo más mínimo, y Naoko la seguía intentando no quedarse atrás, enjugándose el sudor. Yo, que hacía tiempo que no subía una montaña, estaba sin aliento.

—¿Siempre andáis tanto? —le pregunté a Naoko.

—Una vez a la semana —respondió ella—. ¿Es duro?

—Un poco —dije.

—Pronto llegaremos. —Ahora hablaba Reiko—. Ya hemos recorrido dos tercios del camino. Eres un hombre. ¡Ten un poco más de brío!

—No hago ejercicio.

—Claro, como está todo el día divirtiéndose con mujeres… —susurró Naoko para sí.

Pensé en replicarle pero, estando como estaba sin resuello, no pude decir palabra. De vez en cuando, pasaron sobre nosotros unos pájaros rojos con un penacho extraño en la cabeza. La silueta de los pájaros volando se recortaba, nítida, en el azul del cielo. Entre la hierba florecían incontables flores blancas, azules y amarillas, y por todas partes se oía el zumbido de las abejas.

Diez minutos después llegamos a una meseta. Descansamos un momento, nos enjugamos el sudor, acompasamos la respiración, bebimos agua de la cantimplora. Reiko tomó una hoja del suelo, hizo un silbato con ella y silbó.

El camino descendía en una suave pendiente salpicada de espigas de
susuki.
Tras andar unos quince minutos, pasamos por una aldea. No se veía un alma y las doce o trece casas que la formaban estaban en ruinas. La hierba crecía por todas partes, alta hasta la cintura, y en los agujeros de las paredes había adheridos los excrementos blancos y secos de las palomas. Algunas casas estaban completamente derruidas; de ellas sólo quedaban en pie los pilares. Otras casas, en cambio, invitaban a abrir las puertas del porche y a ser habitadas de inmediato. Avanzamos por un camino que discurría entre casas silenciosas, sin rastro de vida.

—Hasta hace siete u ocho años aquí vivía gente —me contó Reiko—. Están rodeadas de campos. Pero todo el mundo se marchó. La vida aquí es muy dura. En invierno todo está cubierto de nieve y no puedes moverte. Y la tierra no es muy fértil que digamos. Se gana más yendo a trabajar a la ciudad.

—¡Es una pena! Hay casas que aún podrían habitarse —dije.

—Una vez vinieron unos hippies a vivir aquí, pero se fueron al llegar el invierno.

Poco después de cruzar la aldea, encontramos un amplio pasto rodeado por una empalizada. A lo lejos se veían varios caballos pastando en un prado. Caminamos a lo largo de la empalizada y un perro se nos acercó agitando el rabo.

Apoyó las patas sobre los hombros de Reiko y le olisqueó la cabeza. Luego se abalanzó, juguetón, sobre Naoko. Al silbar, se acercó a mí y me lamió la mano con su larga lengua.

—Es el perro de los pastos. —Naoko le acarició la cabeza—. Tiene casi veinte años y, como tiene los dientes débiles, no puede comer cosas duras. Siempre está durmiendo enfrente de la cafetería y cuando oye pasos viene corriendo a jugar.

Reiko sacó una loncha de queso de la mochila, el perro la olió, dio un salto y la agarró entre los dientes, contento.

—No lo veremos mucho más tiempo. —Reiko le acarició la cabeza—. A mediados de octubre lo meten en un camión, con los caballos y las vacas, y se lo llevan de vuelta a la granja. En verano traen a pastar el ganado y abren una pequeña cafetería para los turistas. En fin, lo que se dice turistas…, no sé, vendrán unos veinte excursionistas al día, supongo. ¿Queréis tomar algo?

—Sí —dije.

El perro guió la comitiva hasta la cafetería. Era un pequeño edificio con un porche pintado de blanco; un letrero descolorido en forma de taza de café colgaba del alero, en la fachada principal. El perro entró el primero en el porche, se tendió en el suelo, entornó los ojos. En cuanto nos sentamos a una mesa del porche, salió una chica, peinada con coleta y vestida con una sudadera y unos vaqueros blancos que saludó calurosamente a mis acompañantes.

—Este chico es un amigo de Naoko. —Reiko hizo las presentaciones.

—Hola —me saludó la chica.

—Hola.

Mientras las tres mujeres charlaban, estuve acariciando la cabeza del perro, tendido bajo la mesa. Tenía, efectivamente, el cuello corto y musculoso de un perro viejo. Cuando le rascaba los lugares endurecidos, el perro cerraba los ojos y jadeaba, complacido.

—¿Cómo se llama? —le pregunté a la chica de la tienda.


Pepe
.

—¡Pepe!
—Lo llamé, pero no se movió.

—Es sordo. Si no le hablas más alto, no te oye —explicó la chica.

—¡¡Pepe!!
—le grité, y entonces el perro abrió los ojos, se incorporó y ladró.

—¡Guapo! ¡Ya está! Duerme tranquilo y vive muchos años —exclamó la chica, y
Pepe
volvió a tenderse a mis pies.

Naoko y Reiko pidieron un granizado de leche; yo, una cerveza. Reiko le dijo a la camarera que pusiera la radio, y ella enchufó el amplificador y sintonizó una emisora de FM. Sonaron los Blood, Sweat and Tears cantando
Spinning Wheel.

—La verdad es que quería venir para escuchar la radio —comentó Reiko satisfecha—. En casa no se sintoniza, y, si no te pasas por aquí de vez en cuando, ya no sabes qué música suena en el mundo.

—¿Duermes aquí todo el año? —le pregunté a la camarera.

—¡Qué dices! —respondió ella riéndose—. Esto por la noche es tan solitario que me moriría. Al anochecer los hombres de los pastos me llevan a la ciudad. Y por las mañanas vuelvo.

Señaló a lo lejos hacia un todoterreno aparcado delante de la oficina de los pastos.

—Pronto terminarán el trabajo, ¿no? —dijo Reiko.

—Dentro de poco —contestó la chica. Reiko le ofreció un cigarrillo y las dos fumaron.

—Te echaremos de menos —afirmó Reiko.

—Volveré en mayo del año que viene. —La chica volvió a reírse.

Sonó
White Room,
de Cream, luego hubo anuncios y a continuación le tocó el turno a
Scarborough Fair,
de Simon and Garfunkel. Reiko dijo que le gustaba aquella canción.

—He visto la película —dije.

—¿Y quién sale?

—Dustin Hoffman.

—No lo conozco. —Reiko movió la cabeza compungida—. El mundo cambia tan deprisa…, antes de que uno se dé cuenta.

Reiko le pidió la guitarra a la chica. «Ahora mismo», dijo ella, apagó la radio y sacó una vieja guitarra del fondo del local. El perro levantó la cabeza, olisqueó la guitarra.

—Esto no se come —le advirtió Reiko al perro, como si estuviera convenciéndolo de algo.

El viento olía a hierba. Ante nuestros ojos, la hilera de montañas se recortaba nítidamente en el cielo.

—Parece una escena de
Sonrisas y lágrimas
—le comenté a Reiko, que estaba afinando la guitarra.

—¿Y eso qué es?

Tocó los primeros acordes de
Scarborough Fair.
Al parecer, era la primera vez que la tocaba, y de oído, así que al principio dudó hasta dar con los acordes correctos. A base de equivocarse y volver a intentarlo, logró tocar la melodía completa. A la tercera vez, empezó a añadir adornos aquí y allá y la interpretó sin dificultad alguna.

—Qué intuición tengo. —Reiko me guiñó un ojo y señaló su cabeza—. Si escucho tres veces una melodía, puedo tocarla sin partitura.

Tocó
Scarborough Fair
hasta el final al tiempo que tarareaba la melodía. Los tres aplaudimos, y ella, ceremoniosa, inclinó la cabeza.

—Hace tiempo, cuando tocaba los conciertos de Mozart, me aplaudían mucho más.

La chica de la cafetería le dijo que si tocaba
Here Comes the Sun,
de los Beatles, la tienda la invitaba al granizado. Reiko levantó el pulgar e hizo el signo de
okey.
La cantó acompañándose de la guitarra. Tenía una voz ronca, posiblemente a causa de fumar demasiado, pero cantaba con personalidad. Mientras escuchaba la canción, contemplando las montañas y bebiendo cerveza, tuve la sensación de que el sol iba a salir de un momento a otro. Fue una sensación muy dulce y cálida.

Cuando terminó de cantar
Here Comes the Sun,
Reiko le devolvió la guitarra a la chica y le pidió que sintonizara de nuevo la radio. A Naoko y a mí nos dijo que diéramos un paseo.

—Yo me quedaré aquí escuchando la radio y charlando con ella. Conque volváis dentro de una hora, antes de las tres, ya está bien.

—¿No está prohibido que estemos solos? —pregunté.

—Lo está, pero hagamos la vista gorda. No me gusta hacer de carabina y me apetece descansar un rato. Yo solita. Además, has venido hasta aquí desde muy lejos, tendrás un montón de cosas que contarle. —Reiko se llevó otro cigarrillo a los labios.

—Vámonos —me susurró Naoko levantándose.

Me puse en pie y la seguí. El perro se desperezó y fue tras nosotros, pero pronto desistió y volvió al porche. Andamos por un camino llano que corría a lo largo de la empalizada. De vez en cuando, Naoko me tomaba de la mano o entrelazaba su brazo con el mío.

—Igual que en el pasado —comentó.

—Que en el pasado no. Fue en la primavera de este mismo año. —Me reí—. Hacíamos esto hasta esta misma primavera. Si fuera el pasado, diez años atrás corresponderían a la historia antigua.

—Pues parece historia antigua. Perdona por lo de ayer. Me puse nerviosa, no sé por qué. Y tú que habías venido a verme… Me sabe mal.

—No importa. Tal vez deberíamos exteriorizar más nuestras emociones. Si quieres, puedes mostrármelas. Así nos conoceremos mejor.

—Si llegas a entenderme, ¿qué sucederá entonces?

—Eso no lo tienes muy claro, ¿verdad? No se trata de lo que pueda suceder. En este mundo hay a quien le gusta saber los horarios de los medios de transporte y se pasa el día comprobándolos. También hay quien hace barcos de un metro de largo encolando palillos. Por lo tanto, no es tan raro que haya por lo menos una persona que quiera entenderte, ¿no te parece?

—¿Como una especie de pasatiempo? —dijo Naoko divertida.

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