Tokio Blues (17 page)

Read Tokio Blues Online

Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

BOOK: Tokio Blues
8.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

Entró en un edificio con el número C-7 en la fachada, subió las escaleras del fondo y abrió una puerta que había a la derecha. La puerta no estaba cerrada con llave. Reiko me enseñó el interior de la casa. Era una vivienda sencilla y acogedora compuesta de cuatro habitaciones: sala de estar, dormitorio, cocina y baño. Aunque tenía los muebles imprescindibles, sin adornos, no daba una sensación de frialdad. Por algún motivo, en aquella casa me sentí igual que en presencia de Reiko: relajado y a mis anchas. En la sala de estar había un sofá, una mesa y una mecedora. En la cocina, una pequeña mesa. Encima de ambas mesas yacía un gran cenicero. El mobiliario del dormitorio constaba de dos camas, dos escritorios y un armario. A la cabecera de las camas había una mesita de noche con una lámpara y un libro de bolsillo vuelto del revés. En la cocina habían instalado un pequeño horno eléctrico y una nevera para que pudieran cocinar platos sencillos.

—No hay bañera, sólo ducha. Pero está muy bien, ¿no? —comentó Reiko—. El baño y la lavandería son comunes.

—Está más que bien. En la residencia donde vivo las habitaciones se limitan a un techo y una ventana.

—Hablas así porque no conoces los inviernos de esta zona —Reiko me dio unos golpecitos en la espalda para conducirme al sofá donde ella tomó asiento—. Aquí los inviernos son largos y crudos. Mires donde mires, no ves más que nieve. Hay humedad, el frío te cala hasta los huesos. Nos pasamos el día quitando nieve. Matamos el tiempo en una habitación caldeada, escuchando música, hablando, haciendo punto. Por eso, si no tuviéramos tanto espacio, nos agobiaríamos. No podríamos vivir. Si vienes en invierno ya lo verás.

Reiko lanzó un largo suspiro como si estuviera recordando el invierno y juntó las dos manos sobre su regazo.

—Luego te montaré la cama —dijo dando golpecitos en el sofá donde estábamos sentados—. Nosotras dormiremos en el dormitorio y tú aquí. ¿Qué te parece?

—No hay problema.

—Ya está decidido —afirmó Reiko—. Estaremos de vuelta sobre las cinco. Tenemos cosas que hacer, así que tú espéranos aquí.

—Me pondré a estudiar alemán.

Cuando Reiko se fue, me tendí en el sofá y cerré los ojos. De pronto, mientras me sumía en aquel silencio, me acordé de una excursión en moto que habíamos hecho Kizuki y yo. Creí recordar que estábamos en otoño. Era el otoño de…, ¿cuántos años atrás? Cuatro. Me acordé del olor de la cazadora de cuero de Kizuki y del estrépito que hacía aquella Yamaha 125 cc de color rojo. Fuimos hasta un lugar alejado en la playa y regresamos, exhaustos, al atardecer. No ocurrió nada extraordinario, pero recordaba muy bien aquella excursión. El viento de otoño me hería los oídos, y cuando alzaba la vista hacia el cielo, agarrado con mis manos a la cazadora de Kizuki, me sentía lanzado hacia el espacio.

Permanecí mucho rato tumbado en el sofá en la misma posición mientras me asaltaban los recuerdos de aquella época. Por alguna extraña razón, tendido en aquella habitación, acudían a mi mente unas escenas del pasado de las que no solía acordarme normalmente. Algunas eran alegres, otras, un poco tristes.

¿Cuánto tiempo permanecí así? Estaba tan inmerso en aquel torrente imprevisto de recuerdos (parecía una fuente que brota entre las grietas de las rocas) que no me di cuenta de que Naoko abría la puerta y entraba sigilosamente en la habitación. Allí estaba. Levanté la mirada y clavé mis ojos en los suyos. Naoko me observaba, sentada en el sofá. Al principio, pensé que su silueta era una imagen entretejida con las de mis recuerdos. Pero era la Naoko de carne y hueso.

—¿Dormías? —me preguntó en un susurro.

—No, estaba pensando. —Me incorporé en el sofá—. ¿Cómo te encuentras?

—Estoy bien. —Esbozó una sonrisa que parecía sacada de una antigua escena en color sepia—. Ahora no tengo tiempo. En realidad, no tendría que estar aquí, pero me he escapado unos minutos. Tengo que volver enseguida. Debo de estar horrorosa con estos pelos…

—Estás muy guapa —le dije.

Llevaba el típico peinado sencillo de las antiguas estudiantes de primaria, con una mitad sujeta con un pasador. Le sentaba muy bien; parecía que lo hubiese llevado siempre. Recordaba a una de aquellas hermosas jovencitas que salen en las xilografías antiguas.

—Me da pereza, así que me lo corta Reiko. ¿Te gusta?

—Sí, mucho.

—A mi madre le pareció espantoso —comentó Naoko. Se quitó el pasador, se soltó el pelo, se pasó los dedos por el cabello y volvió a sujetárselo. El pasador tenía forma de mariposa—. Quería verte a solas antes de que nos encontremos los tres. No tengo nada urgente que decirte, pero quería verte la cara y acostumbrarme a ti. Si no lo hago así, después no me sentiré cómoda. Soy muy torpe con la gente.

—¿Y ya vas acostumbrándote?

—Un poco. —Volvió a toquetearse el pasador—. Pero ya no tengo más tiempo. Debo irme.

Asentí.

—Watanabe, gracias por venir. Estoy muy contenta. Pero, si estar aquí representa una carga para ti, quiero que me lo digas con franqueza. Es un lugar especial que se rige por un sistema especial, y algunas personas no logran acostumbrarse. Si te sucede eso, no dudes en comentármelo. No me sentiré decepcionada, ni nada por el estilo. Aquí todos somos sinceros. Nos lo decimos todo con franqueza.

—Seré sincero —le prometí.

Naoko tomó asiento a mi lado y apoyó su cuerpo contra el mío. Al rodearla con mi brazo, reclinó la cabeza en mi hombro y rozó mi cuello con la punta de su nariz. Permaneció inmóvil en esta posición como si estuviera tomándome la temperatura. Abrazado a Naoko, sentí cómo se me caldeaba el corazón. Poco después, se levantó sin decir palabra, abrió la puerta y se marchó tan sigilosamente como había llegado. Al poco me adormilé en el sofá. Arropado por la presencia de Naoko, caí en un sueño mucho más profundo que los que había tenido en años. En la cocina estaba la vajilla que usaba Naoko; en el baño, el cepillo de dientes que usaba Naoko; en el dormitorio, la cama donde dormía Naoko. En aquella casa impregnada de su presencia, dormí profundamente, exprimiendo, gota a gota, toda la fatiga acumulada en cada una de mis células. Soñé que era una mariposa danzando en la penumbra.

Al despertarme mi reloj de pulsera marcaba las 16:35. La tonalidad de la luz había cambiado, el viento había amainado y la forma de las nubes era distinta. Me noté sudado, así que saqué una toalla de la mochila, me enjugué la cara y me cambié la camisa. Luego fui a la cocina, bebí agua y miré por la ventana. Distinguí las ventanas del edificio de enfrente. En el interior de la casa había algunas figuras de papel colgando de un hilo. Siluetas de pájaros, nubes, vacas y gatos acortadas con pulcritud y ensambladas las unas a las otras. En los alrededores no se veía un alma ni se oía el menor ruido. Me dio la sensación de estar viviendo, yo solo, en unas ruinas cuidadas con esmero.

El bloque C empezó a poblarse poco después de las cinco. Tras el cristal de la ventana de la cocina, vi cómo dos, no, tres mujeres pasaban por debajo. Las tres llevaban sombrero; no pude verles la cara ni adivinar su edad, pero, a juzgar por sus voces, no debían de ser jóvenes. Cuando doblaron la esquina y desaparecieron, otras cuatro se aproximaron desde el mismo lugar y desaparecieron también por la misma esquina. Anochecía. Por la ventana de la sala de estar se veía el bosque y unas montañas. La cordillera estaba ribeteada de un halo de pálida luz.

Naoko y Reiko volvieron a las cinco y media. Naoko y yo nos saludamos como si nos encontráramos por primera vez. La chica parecía sentirse cohibida por mi presencia. Reiko se fijó en el libro que estaba leyendo y me preguntó cuál era.

—La montaña mágica
de Thomas Mann —le dije.

—¿Por qué has traído un libro a un lugar como éste? —me preguntó Reiko atónita.

Tenía razón.

Reiko preparó café para los tres. Le hablé a Naoko de la súbita desaparición de Tropa-de-Asalto. Y le conté que el último día en que nos vimos me había regalado una luciérnaga.

—¡Qué lástima que se haya marchado! ¡Y yo que quería escuchar más historias suyas! —exclamó Naoko con pesar.

Puesto que Reiko quiso saber quién era Tropa-de-Asalto, conté una vez más sus aventuras. Ella también se rió a carcajadas. Con las historias de Tropa-de-Asalto, el mundo entero se llenaba de paz y de risas.

A las seis fuimos los tres al comedor del pabellón principal a cenar. Naoko y yo comimos pescado frito, ensalada,
nimono,
arroz y
misoshiru
[20]
. Reiko tomó una ensalada de macarrones y una taza de café. Después se fumó un cigarrillo.

—Cuando te haces mayor, el cuerpo no te pide tanta comida —explicó Reiko.

En el comedor había unas veinte personas sentadas a las mesas. Mientras estuvimos comiendo, entraron algunas más y salieron otras. Salvando las diferencias de edad, el aspecto que ofrecía el comedor era muy semejante al de la residencia. Lo que sí era distinto era que allí todos charlaban en un tono de voz uniforme. Nadie gritaba ni susurraba. Nadie se reía a carcajadas ni lanzaba gritos de sorpresa, nadie llamaba a nadie alzando la mano. Todos charlaban en voz baja, en el mismo volumen. Comían divididos en grupos integrados por entre tres y cinco personas. Cuando uno hablaba, los demás escuchaban con atención, asentían, y cuando aquél terminaba, otro tomaba la palabra. No sabía de qué estarían hablando, pero su conversación me recordó el extraño partido de tenis que había presenciado al mediodía. Me pregunté si Naoko también hablaba de aquella forma cuando estaba con ellos. Fue curioso: sentí una mezcla de soledad y celos.

En la mesa de atrás, un hombre calvo que vestía bata blanca, sin duda un médico, les explicaba, a un joven con gafas de aspecto neurótico y a una señora de mediana edad con cara de ardilla, el efecto de la ingravidez sobre la secreción de los jugos gástricos. El joven y la mujer lo escuchaban exclamando: «¡Oh!», «¡Ah!». Pero yo, escuchando aquella conversación, empecé a dudar de que el hombre calvo de la bata blanca fuera realmente médico.

Nadie en el comedor me prestaba atención. Nadie me miraba con curiosidad, ni siquiera parecían reparar en mí. Al parecer, no les extrañaba mi presencia.

Una sola vez, el hombre de la bata blanca se volvió hacia nuestra mesa y me preguntó:

—¿Hasta cuándo se quedará usted aquí?

—Dos noches. Regreso el jueves —le respondí.

—En esta época del año hace buen tiempo, ¿verdad? Pero vuelva en invierno. Es precioso, todo blanco —comentó.

—Quizá Naoko salga de aquí antes de que nieve —le dijo Reiko al hombre.

—¡Ah, vaya! Sí, el invierno está muy bien —repitió el hombre con solemnidad.

Yo cada vez tenía más dudas de que aquel hombre fuera médico.

—¿De qué hablan todos? —le pregunté a Reiko.

Ella no pareció captar el sentido de mi pregunta.

—¿De qué hablan? De cosas normales. De lo que han hecho durante el día, de los libros que han leído, del tiempo que hará mañana, de ese tipo de cosas. Supongo que no esperabas que alguien se levantara de un salto y gritara: «Mañana lloverá porque un oso polar se ha comido las estrellas».

—No me refería a eso —tercié—. Pero todos hablan en voz baja, y me preguntaba qué estarían diciendo.

—Éste es un lugar tan tranquilo que todo el mundo, espontáneamente, se acostumbra a hablar bajito —dijo Naoko apilando las espinas del pescado en un montoncito en el borde del plato. Luego se secó las comisuras de los labios con un pañuelo—. Además, no hace falta alzar la voz. No es necesario convencer a nadie de nada ni llamar la atención.

—Sí, claro —reconocí.

En un entorno tan silencioso, me sorprendí a mí mismo echando de menos el bullicio de la residencia. Añoré las risas, los gritos y los improperios. Yo estaba más que harto del alboroto que armaban los estudiantes, pero no logré sentirme cómodo comiendo mi pescado en aquel extraño silencio. La atmósfera de aquel comedor se parecía a la de una feria de muestras de maquinaria especializada. La gente con un profundo interés en un campo determinado se reunía en un cierto lugar e intercambiaba información.

De vuelta a la habitación, después de cenar, Naoko y Reiko dijeron que iban a los baños comunes del bloque C. Y que, si me bastaba con la ducha, podía usar la del baño. Les respondí que así lo haría. Cuando se fueron, me desnudé, me duché y me lavé el pelo. Mientras me secaba el pelo con el secador, saqué un disco de Bill Evans de la estantería y lo puse. Al poco de escucharlo, me di cuenta de que era el mismo que escuché varias veces en la habitación de Naoko el día de su cumpleaños. La noche en que Naoko lloró y yo la abracé. Aunque había transcurrido medio año, aquello pertenecía a un pasado remoto. Había pensado tantas veces en ello que acabé distorsionando la noción del tiempo.

A la luz de una luna resplandeciente, apagué la luz, me tendí en el sofá y escuché el piano de Bill Evans. La luz de la luna que se filtraba por la ventana alargaba las sombras de los objetos y dejaba en la pared unas pálidas y borrosas pinceladas de tinta desleída. Saqué de la mochila una petaca metálica llena de brandy y bebí un trago. Sentí cómo su calor descendía lentamente desde la garganta hasta el estómago. Luego aquel calor se propagó del estómago a cada rincón de mi cuerpo. Tomé otro trago, tapé la petaca y la devolví a la mochila. La luz de la luna parecía temblar al compás de la música.

Treinta minutos después, Naoko y Reiko volvieron del baño.

—Me he asustado al ver la luz apagada y la casa a oscuras —dijo Reiko—. Temía que hubieras recogido tus cosas y hubieras vuelto a Tokio.

—Hacía mucho tiempo que no veía una luna tan clara y he apagado la luz.

—Es precioso… —intervino Naoko—. Reiko, ¿quedan velas de las que usamos en el apagón del otro día?

—Creo que hay alguna en el cajón de la cocina.

Naoko fue a la cocina, abrió el cajón y trajo una vela grande y blanca. Yo la encendí, dejé caer la cera en un plato y la planté allí. Reiko encendió un cigarrillo con la llama de la vela. Como de costumbre, reinaba un profundo silencio; inmersos en aquella quietud y reunidos alrededor de la vela, parecíamos tres náufragos perdidos en los confines del mundo. Las sombras mudas de la luna y las sombras danzantes de la vela se superponían, entretejiéndose unas con otras sobre la blanca pared. Naoko y yo nos sentamos en el sofá, y Reiko, en la mecedora de enfrente.

—¿Te apetece una copa de vino? —me preguntó Reiko.

Other books

La mujer del faro by Ann Rosman
An Incomplete Revenge by Jacqueline Winspear
Missing Magic by Karen Whiddon
The Sorcerer's Quest by Rain Oxford
Forbidden Blood by R.L. Kenderson
Dear Diary by Nancy Bush
Breaking Water by Indrapramit Das
The Great Escape by Natalie Haynes