Nueva transformación de mi amita. Su indiferencia hacia mí era tan marcada, que tocaba los límites del menosprecio. Entonces eché de ver claramente por primera vez, maldiciéndola, la humildad de mi condición; trataba de explicarme el derecho que tenían a la superioridad los que realmente eran superiores, y me preguntaba, lleno de angustia, si era justo que otros fueran nobles y ricos y sabios, mientras yo tenía por abolengo la Caleta, por única fortuna mi persona, y apenas sabía leer. Viendo la recompensa que tenía mi ardiente cariño, comprendí que a nada podría aspirar en el mundo, y sólo más tarde adquirí la firme convicción de que un grande y constante esfuerzo mío me daría quizás todo aquello que no poseía.
En vista del despego con que ella me trataba, perdí la confianza; no me atrevía a desplegar los labios en su presencia, y me infundía mucho más respeto que sus padres. Entre tanto, yo observaba con atención los indicios del amor que la dominaba. Cuando él tardaba, yo la veía impaciente y triste; al menor rumor que indicase la aproximación de alguno, se encendía su hermoso semblante, y sus negros ojos brillaban con ansiedad y esperanza. Si él entraba al fin, le era imposible a ella disimular su alegría, y luego se estaban charlando horas y más horas, siempre en presencia de Doña Francisca, pues a mi señorita no se le consentían coloquios a solas ni por las rejas.
También había correspondencia larga, y lo peor del caso es que yo era el correo de los dos amantes. ¡Aquello me daba una rabia…! Según la consigna, yo salía a la plaza, y allí encontraba, más puntual que un reloj, al señorito Malespina, el cual me daba una esquela para entregarla a mi señorita. Cumplía mi encargo, y ella me daba otra para llevarla a él. ¡Cuántas veces sentía tentaciones de quemar aquellas cartas, no llevándolas a su destino! Pero por mi suerte, tuve serenidad para dominar tan feo propósito.
No necesito decir que yo odiaba a Malespina. Desde que le veía entrar sentía mi sangre enardecida, y siempre que me ordenaba algo, hacíalo con los peores modos posibles, deseoso de significarle mi alto enojo. Este despego que a ellos les parecía mala crianza y a mí un arranque de entereza, propio de elevados corazones, me proporcionó algunas reprimendas y, sobre todo, dio origen a una frase de mi señorita, que se me clavó en el corazón como una dolorosa espina. En cierta ocasión le oí decir:
«Este chico está tan echado a perder, que será preciso mandarle fuera de casa».
Al fin se fijó el día para la boda, y unos cuantos antes del señalado ocurrió lo que ya conté y el proyecto de mi amo. Por esto se comprenderá que Doña Francisca tenía razones poderosas, además de la poca salud de su marido, para impedirle ir a la escuadra.
Recuerdo muy bien que al día siguiente de los pescozones que me aplicó D. Francisca, movida del espectáculo de mi irreverencia y de su profundo odio a las guerras marítimas, salí acompañando a mi amo en su paseo de mediodía. Él me daba el brazo, y a su lado iba Marcial: los tres caminábamos lentamente, conforme al flojo andar de D. Alonso y a la poca destreza de la pierna postiza del marinero. Parecía aquello una de esas procesiones en que marcha, sobre vacilante palanquín, un grupo de santos viejos y apolillados, que amenazan venirse al suelo en cuanto se acelere un poco el paso de los que les llevan. Los dos viejos no tenían expedito y vividor más que el corazón, que funcionaba como una máquina recién salida del taller. Era una aguja imantada, que a pesar de su fuerte potencia y exacto movimiento, no podía hacer navegar bien el casco viejo y averiado en que iba embarcada.
Durante el paseo, mi amo, después de haber asegurado con su habitual aplomo que si el almirante Córdova, en vez de mandar virar a estribor hubiera mandado virar a babor, la batalla del 14 no se habría perdido, entabló la conversación sobre el famoso proyecto, y aunque no dijeron claramente su propósito, sin duda por estar yo delante, comprendí por algunas palabras sueltas que trataban de ponerlo en ejecución a cencerros tapados, marchándose de la casa lindamente una mañana, sin que mi ama lo advirtiese.
Regresamos a la casa y allí se habló de cosas muy distintas. Mi amo, que siempre era complaciente con su mujer, lo fue aquel día más que nunca. No decía Doña Francisca cosa alguna, aunque fuera insignificante, sin que él lo celebrara con risas inoportunas. Hasta me parece que la regaló algunas fruslerías, demostrando en todos sus actos el deseo de tenerla contenta; sin duda por esta misma complacencia oficiosa mi ama estaba díscola y regañona cual nunca la había yo visto. No era posible transacción honrosa. Por no sé qué fútil motivo, riñó con Marcial, intimándole la inmediata salida de la casa; también dijo terribles cosas a su marido; y durante la comida, aunque éste celebraba todos los platos con desusado calor, la implacable dama no cesaba de gruñir.
Llegada la hora de rezar el rosario, acto solemne que se verificaba en el comedor con asistencia de todos los de la casa, mi amo, que otras veces solía dormirse, murmurando perezosamente los
Pater-noster
, lo cual le valía algunas reprimendas, estuvo aquella noche muy despabilado y rezó con verdadero empeño, haciendo que su voz se oyera entre todas las demás.
Otra cosa pasó que se me ha quedado muy presente. Las paredes de la casa hallábanse adornadas con dos clases de objetos: estampas de santos y mapas; la Corte celestial por un lado, y todos los derroteros de Europa y América por otro. Después de comer, mi amo estaba en la galería contemplando una carta de navegación, y recorría con su vacilante dedo las líneas, cuando Doña Francisca, que algo sospechaba del proyecto de escapatoria, y además ponía el grito en el Cielo siempre que sorprendía a su marido en flagrante delito de entusiasmo náutico, llegó por detrás, y abriendo los brazos exclamó:
«¡Hombre de Dios! Cuando digo que tú me andas buscando… Pues te juro que si me buscas, me encontrarás.
—Pero, mujer —repuso temblando mi amo—, estaba aquí mirando el derrotero de Alcalá Galiano y de Valdés en las goletas
Sutil
y
Mejicana
, cuando fueron a reconocer el estrecho de Fuca. Es un viaje muy bonito: me parece que te lo he contado.
—Cuando digo que voy a quemar todos esos papelotes —añadió Doña Francisca—. Mal hayan los viajes y el perro judío que los inventó. Mejor pensaras en las cosas de Dios, que al fin y al cabo no eres ningún niño. ¡Qué hombre, Santo Dios, qué hombre!»
No pasó de esto. Yo andaba también por allí cerca; pero no recuerdo bien si mi ama desahogó su furor en mi humilde persona, demostrándome una vez más la elasticidad de mis orejas y la ligereza de sus manos. Ello es que estas caricias menudeaban tanto, que no hago memoria de si recibí alguna en aquella ocasión: lo que sí recuerdo es que mi señor, a pesar de haber redoblado sus amabilidades, no consiguió ablandar a su consorte.
No he dicho nada de mi amita. Pues sépase que estaba muy triste, porque el señor de Malespina no había parecido aquel día, ni escrito carta alguna, siendo inútiles todas mis pesquisas para hallarle en la plaza. Llegó la noche, y con ella la tristeza al alma de Rosita, pues ya no había esperanza de verle hasta el día siguiente. Mas de pronto, y cuando se había dado orden para la cena, sonaron fuertes aldabonazos en la puerta; fui a abrir corriendo, y era él. Antes de abrirle, mi odio le había conocido.
Aún me parece que le estoy viendo, cuando se presentó delante de mí, sacudiendo su capa, mojada por la lluvia. Siempre que le traigo a la memoria, se me representa como le vi en aquella ocasión. Hablando con imparcialidad, diré que era un joven realmente hermoso, de presencia noble, modales airosos, mirada afable, algo frío y reservado en apariencia, poco risueño y sumamente cortés, con aquella cortesía grave y un poco finchada de los nobles de antaño. Traía aquella noche la chaqueta faldonada, el calzón corto con botas, el sombrero portugués y riquísima capa de grana con forros de seda, que era la prenda más elegante entre los señoritos de la época.
Desde que entró, conocí que algo grave ocurría. Pasó al comedor, y todos se maravillaron de verle a tal hora, pues jamás había venido de noche. Mi amita no tuvo de alegría más que el tiempo necesario para comprender que el motivo de visita tan inesperada no podía ser lisonjero.
«Vengo a despedirme», dijo Malespina.
Todos se quedaron como lelos, y Rosita más blanca que el papel en que escribo; después encendida como la grana, y luego pálida otra vez como una muerta.
«¿Pues qué pasa? ¿A dónde va usted, señor D. Rafael?», le preguntó mi ama.
Debo de haber dicho que Malespina era oficial de Artillería, pero no que estaba de guarnición en Cádiz y con licencia en Vejer.
«Como la escuadra carece de personal —añadió—, han dado orden para que nos embarquemos con objeto de hacer allí el servicio. Se cree que el combate es inevitable, y la mayor parte de los navíos tienen falta de artilleros.
—¡Jesús, María y José! —exclamó Doña Francisca más muerta que viva—. ¿También a usted se le llevan? Pues me gusta. Pero usted es de tierra, amiguito. Dígales usted que se entiendan ellos; que si no tienen gente, que la busquen. Pues a fe que es bonita la broma.
—¿Pero, mujer —dijo tímidamente D. Alonso—, no ves que es preciso?…».
No pudo seguir, porque Doña Francisca, que sentía desbordarse el vaso de su enojo, apostrofó a todas las Potencias terrestres.
«A ti todo te parece bien con tal que sea para los dichosos barcos de guerra. ¿Pero quién, pero quién es el demonio del Infierno que ha mandado vayan a bordo los oficiales de tierra? A mí que no me digan: eso es cosa del señor de Bonaparte. Ninguno de acá puede haber inventado tal diablura. Pero vaya usted y diga que se va a casar. A ver —añadió dirigiéndose a su marido—, escribe a Gravina diciéndole que este joven no puede ir a la escuadra».
Y como viera que su marido se encogía de hombros indicando que la cosa era sumamente grave, exclamó:
«No sirves para nada. ¡Jesús! Si yo gastara calzones, me plantaba en Cádiz y le sacaba a usted del apuro».
Rosita no decía palabra. Yo, que la observaba atentamente, conocí la gran turbación de su espíritu. No quitaba los ojos de su novio, y a no impedírselo la etiqueta y el buen parecer, habría llorado ruidosamente, desahogando la pena de su corazón oprimido.
«Los militares —dijo D. Alonso—, son esclavos de su deber, y la patria exige a este joven que se embarque para defenderla. En el próximo combate alcanzará usted mucha gloria e ilustrará su nombre con alguna hazaña que quede en la historia para ejemplo de las generaciones futuras.
—Sí, eso, eso —dijo Doña Francisca remedando el tono grandilocuente con que mi amo había pronunciado las anteriores palabras—. Sí: ¿y todo por qué? Porque se les antoja a esos zánganos de Madrid. Que vengan ellos a disparar los cañones y a hacer la guerra… ¿Y cuándo marcha usted?
—Mañana mismo. Me han retirado la licencia, ordenándome que me presente al instante en Cádiz».
Imposible pintar con palabras ni por escrito lo que vi en el semblante de mi señorita cuando aquellas frases oyó. Los dos novios se miraron, y un largo y triste silencio siguió al anuncio de la próxima partida.
«Esto no se puede sufrir —dijo Doña Francisca—. Por último, llevarán a los paisanos, y si se les antoja, también a las mujeres… Señor —prosiguió mirando al Cielo con ademán de pitonisa—, no creo ofenderte si digo que maldito sea el que inventó los barcos, maldito el mar en que navegan, y más maldito el que hizo el primer cañón para dar esos estampidos que la vuelven a una loca, y para matar a tantos pobrecitos que no han hecho ningún daño».
D. Alonso miró a Malespina, buscando en su semblante una expresión de protesta contra los insultos dirigidos a la noble artillería. Después dijo:
«Lo malo será que los navíos carezcan también de buen material; y sería lamentable…»
Marcial, que oía la conversación desde la puerta, no pudo contenerse y entró diciendo:
«¿Qué ha de faltar? El
Trinidad
140 cañones: 32 de a 36, 34 de a 24, 36 de a 12, 18 de a 30, y 10 obuses de a 24. El
Príncipe de Asturias
118, el
Santa Ana
120, el
Rayo
100, el
Nepomuceno
, el
San
…
—¿Quién le mete a usted aquí, Sr. Marcial —chilló Doña Francisca—, ni qué nos importa si tienen cincuenta u ochenta?»
Marcial continuó, a pesar de esto, su guerrera estadística, pero en voz baja, dirigiéndose sólo a mi amo, el cual no se atrevía a expresar su aprobación.
Ella siguió hablando así:
«Pero, D. Rafael, no vaya usted, por Dios. Diga usted que es de tierra; que se va a casar. Si Napoleón quiere guerra, que la haga él solo; que venga y diga: «Aquí estoy yo: mátenme ustedes, señores ingleses, o déjense matar por mí». ¿Por qué ha de estar España sujeta a los antojos de ese caballero?
—Verdaderamente —dijo Malespina—, nuestra unión con Francia ha sido hasta ahora desastrosa.
—¿Pues para qué la han hecho? Bien dicen que ese Godoy es hombre sin estudios. ¡Si creerá él que se gobierna una nación tocando la guitarra!
—Después de la paz de Basilea —continuó el joven—, nos vimos obligados a enemistarnos con los ingleses, que batieron nuestra escuadra en el cabo de San Vicente.
—Alto allá —declaró D. Alonso, dando un fuerte puñetazo en la mesa—. Si el almirante Córdova hubiera mandado orzar sobre babor a los navíos de la vanguardia, según lo que pedían las más vulgares leyes de la estrategia, la victoria hubiera sido nuestra. Eso lo tengo probado hasta la saciedad, y en el momento del combate hice constar mi opinión. Quede, pues, cada cual en su lugar.