Por lo demás, no quiero referir incidentes de la navegación de aquella noche, si puede llamarse navegación el vagar a la ventura, a merced de las olas, sin velamen ni timón. No quiero, pues, fastidiar a mis lectores repitiendo hechos que ya presenciamos a bordo del
Trinidad
, y paso a contarles otros enteramente nuevos y que sorprenderán a ustedes tanto como me sorprendieron a mí.
Yo había perdido mi afición a andar por el combés y alcázar de proa, y así, desde que me encontré a bordo del
Santa Ana
, me refugié con mi amo en la cámara, donde pude descansar un poco y alimentarme, pues de ambas cosas estaba muy necesitado. Había allí, sin embargo, muchos heridos a quienes era preciso curar, y esta ocupación, muy grata para mí, no me permitió todo el reposo que mi agobiado cuerpo exigía. Hallábame ocupado en poner a D. Alonso una venda en el brazo, cuando sentí que apoyaban una mano en mi hombro; me volví y encaré con un joven alto, embozado en luengo capote azul, y al pronto, como suele suceder, no le reconocí; mas contemplándole con atención por espacio de algunos segundos, lancé una exclamación de asombro: era el joven D. Rafael Malespina, novio de mi amita.
Abrazole D. Alonso con mucho cariño, y él se sentó a nuestro lado. Estaba herido en una mano, y tan pálido por la fatiga y la pérdida de la sangre, que la demacración le desfiguraba completamente el rostro. Su presencia produjo en mi espíritu sensaciones muy raras, y he de confesarlas todas, aunque alguna de ellas me haga poco favor. Al punto experimenté cierta alegría viendo a una persona conocida que había salido ilesa del horroroso luchar; un instante después el odio antiguo que aquel sujeto me inspiraba se despertó en mi pecho como dolor adormecido que vuelve a mortificarnos tras un periodo de alivio. Con vergüenza lo confieso: sentí cierta pena de verle sano y salvo; pero diré también en descargo mío que aquella pena fue una sensación momentánea y fugaz como un relámpago, verdadero relámpago negro que obscureció mi alma, o mejor dicho, leve eclipse de la luz de mi conciencia, que no tardó en brillar con esplendorosa claridad.
La parte perversa de mi individuo me dominó un instante; en un instante también supe acallarla, acorralándola en el fondo de mi ser. ¿Podrán todos decir lo mismo?
Después de este combate moral vi a Malespina con gozo porque estaba vivo, y con lástima porque estaba herido; y aún recuerdo con orgullo que hice esfuerzos para demostrarle estos dos sentimientos. ¡Pobre amita mía! ¡Cuán grande había de ser su angustia en aquellos momentos! Mi corazón concluía siempre por llenarse de bondad; yo hubiera corrido a Vejer para decirle: «Señorita Doña Rosa, vuestro D. Rafael está bueno y sano».
El pobre Malespina había sido transportado al
Santa Ana
desde el
Nepomuceno
, navío apresado también, donde era tal el número de heridos, que fue preciso, según dijo, repartirlos para que no perecieran todos de abandono. En cuanto suegro y yerno cambiaron los primeros saludos, consagrando algunas palabras a las familias ausentes, la conversación recayó sobre la batalla: mi amo contó lo ocurrido en el
Santísima Trinidad
, y después añadió:
«Pero nadie me dice a punto fijo dónde está Gravina. ¿Ha caído prisionero, o se retiró a Cádiz?
—El general —contestó Malespina—, sostuvo un horroroso fuego contra el
Defiance
y el
Revenge
. Le auxiliaron el
Neptune
, francés, y el
San Ildefonso
y el
San Justo
, nuestros; pero las fuerzas de los enemigos se duplicaron con la ayuda del
Dreadnoutgh
, del
Thunderer
y del
Poliphemus
, después de lo cual fue imposible toda resistencia. Hallándose el
Príncipe de Asturias
con todas las jarcias cortadas, sin palos, acribillado a balazos, y habiendo caído herido el general Gravina y su mayor general Escaño, resolvieron abandonar la lucha, porque toda resistencia era insensata y la batalla estaba perdida. En un resto de arboladura puso Gravina la señal de retirada, y acompañado del
San Justo
, el
San Leandro
, el
Montañés
, el
Indomptable
, el
Neptune
y el
Argonauta
, se dirigió a Cádiz, con la pena de no haber podido rescatar el
San Ildefonso
, que ha quedado en poder de los enemigos.
—Cuénteme usted lo que ha pasado en el
Nepomuceno
—dijo mi amo con el mayor interés—. Aún me cuesta trabajo creer que ha muerto Churruca, y a pesar de que todos lo dan como cosa cierta, yo tengo la creencia de que aquel hombre divino ha de estar vivo en alguna parte».
Malespina dijo que desgraciadamente él había presenciado la muerte de Churruca, y prometió contarlo puntualmente. Formaron corro en torno suyo algunos oficiales, y yo, más curioso que ellos, me volví todo oídos para no perder una sílaba.
«Desde que salimos de Cádiz —dijo Malespina—, Churruca tenía el presentimiento de este gran desastre. Él había opinado contra la salida, porque conocía la inferioridad de nuestras fuerzas, y además confiaba poco en la inteligencia del jefe Villeneuve. Todos sus pronósticos han salido ciertos; todos, hasta el de su muerte, pues es indudable que la presentía, seguro como estaba de no alcanzar la victoria. El 19 dijo a su cuñado Apodaca: «Antes que rendir mi navío, lo he de volar o echar a pique. Este es el deber de los que sirven al Rey y a la patria». El mismo día escribió a un amigo suyo, diciéndole: «Si llegas a saber que mi navío ha sido hecho prisionero, di que he muerto».
»Ya se conocía en la grave tristeza de su semblante que preveía un desastroso resultado. Yo creo que esta certeza y la imposibilidad material de evitarlo, sintiéndose con fuerzas para ello, perturbaron profundamente su alma, capaz de las grandes acciones, así como de los grandes pensamientos.
»Churruca era hombre religioso, porque era un hombre superior. El 21, a las once de la mañana, mandó subir toda la tropa y marinería; hizo que se pusieran de rodillas, y dijo al capellán con solemne acento: «Cumpla usted, padre, con su ministerio, y absuelva a esos valientes que ignoran lo que les espera en el combate». Concluida la ceremonia religiosa, les mandó poner en pie, y hablando en tono persuasivo y firme, exclamó: «¡Hijos míos: en nombre de Dios, prometo la bienaventuranza al que muera cumpliendo con sus deberes! Si alguno faltase a ellos, le haré fusilar inmediatamente, y si escapase a mis miradas o a las de los valientes oficiales que tengo el honor de mandar, sus remordimientos le seguirán mientras arrastre el resto de sus días miserable y desgraciado».
»Esta arenga, tan elocuente como sencilla, que hermanaba el cumplimiento del deber militar con la idea religiosa, causó entusiasmo en toda la dotación del
Nepomuceno
. ¡Qué lástima de valor! Todo se perdió como un tesoro que cae al fondo del mar. Avistados los ingleses, Churruca vio con el mayor desagrado las primeras maniobras dispuestas por Villeneuve, y cuando éste hizo señales de que la escuadra virase en redondo, lo cual, como todos saben, desconcertó el orden de batalla, manifestó a su segundo que ya consideraba perdida la acción con tan torpe estrategia. Desde luego comprendió el aventurado plan de Nelson, que consistía en cortar nuestra línea por el centro y retaguardia, envolviendo la escuadra combinada y batiendo parcialmente sus buques, en tal disposición, que éstos no pudieran prestarse auxilio.
»El
Nepomuceno
vino a quedar al extremo de la línea. Rompiose el fuego entre el
Santa Ana
y
Royal Sovereign
, y sucesivamente todos los navíos fueron entrando en el combate. Cinco navíos ingleses de la división de Collingwood se dirigieron contra el
San Juan
; pero dos de ellos siguieron adelante, y Churruca no tuvo que hacer frente más que a fuerzas triples.
»Nos sostuvimos enérgicamente contra tan superiores enemigos hasta las dos de la tarde, sufriendo mucho; pero devolviendo doble estrago a nuestros contrarios. El grande espíritu de nuestro heroico jefe parecía haberse comunicado a soldados y marineros, y las maniobras, así como los disparos, se hacían con una prontitud pasmosa. La gente de leva se había educado en el heroísmo, sin más que dos horas de aprendizaje, y nuestro navío, por su defensa gloriosa, no sólo era el terror, sino el asombro de los ingleses.
»Estos necesitaron nuevos refuerzos: necesitaron seis contra uno. Volvieron los dos navíos que nos habían atacado primero, y el
Dreadnoutgh
se puso al costado del
San Juan
, para batirnos a medio tiro de pistola. Figúrense ustedes el fuego de estos seis colosos, vomitando balas y metralla sobre un buque de 74 cañones. Parecía que nuestro navío se agrandaba, creciendo en tamaño, conforme crecía el arrojo de sus defensores. Las proporciones gigantescas que tomaban las almas, parecía que las tomaban también los cuerpos; y al ver cómo infundíamos pavor a fuerzas seis veces superiores, nos creíamos algo más que hombres.
»Entre tanto, Churruca, que era nuestro pensamiento, dirigía la acción con serenidad asombrosa. Comprendiendo que la destreza había de suplir a la fuerza, economizaba los tiros, y lo fiaba todo a la buena puntería, consiguiendo así que cada bala hiciera un estrago positivo en los enemigos. A todo atendía, todo lo disponía, y la metralla y las balas corrían sobre su cabeza, sin que ni una sola vez se inmutara. Aquel hombre, débil y enfermizo, cuyo hermoso y triste semblante no parecía nacido para arrostrar escenas tan espantosas, nos infundía a todos misterioso ardor, sólo con el rayo de su mirada.
»Pero Dios no quiso que saliera vivo de la terrible porfía. Viendo que no era posible hostilizar a un navío que por la proa molestaba al
San Juan
impunemente, fue él mismo a apuntar el cañón, y logró desarbolar al contrario. Volvía al alcázar de popa, cuando una bala de cañón le alcanzó en la pierna derecha, con tal acierto, que casi se la desprendió del modo más doloroso por la parte alta del muslo. Corrimos a sostenerlo, y el héroe cayó en mis brazos. ¡Qué terrible momento! Aún me parece que siento bajo mi mano el violento palpitar de un corazón, que hasta en aquel instante terrible no latía sino por la patria. Su decaimiento físico fue rapidísimo: le vi esforzándose por erguir la cabeza, que se le inclinaba sobre el pecho, le vi tratando de reanimar con una sonrisa su semblante, cubierto ya de mortal palidez, mientras con voz apenas alterada, exclamó:
Esto no es nada. Siga el fuego
.
»Su espíritu se rebelaba contra la muerte, disimulando el fuerte dolor de un cuerpo mutilado, cuyas postreras palpitaciones se extinguían de segundo en segundo. Tratamos de bajarle a la cámara; pero no fue posible arrancarle del alcázar. Al fin, cediendo a nuestros ruegos, comprendió que era preciso abandonar el mando. Llamó a Moyna, su segundo, y le dijeron que había muerto; llamó al comandante de la primera batería, y éste, aunque gravemente herido, subió al alcázar y tomó posesión del mando.
»Desde aquel momento la tripulación se achicó: de gigante se convirtió en enano; desapareció el valor, y comprendimos que era indispensable rendirse. La consternación de que yo estaba poseído desde que recibí en mis brazos al héroe del
San Juan
, no me impidió observar el terrible efecto causado en los ánimos de todos por aquella desgracia. Como si una repentina parálisis moral y física hubiera invadido la tripulación, así se quedaron todos helados y mudos, sin que el dolor ocasionado por la pérdida de hombre tan querido diera lugar al bochorno de la rendición.
»La mitad de la gente estaba muerta o herida; la mayor parte de los cañones desmontados; la arboladura, excepto el palo de trinquete, había caído, y el timón no funcionaba. En tan lamentable estado, aún se quiso hacer un esfuerzo para seguir al
Príncipe de Asturias
, que había izado la señal de retirada; pero el
Nepomuceno
, herido de muerte, no pudo gobernar en dirección alguna. Y a pesar de la ruina y destrozo del buque; a pesar del desmayo de la tripulación; a pesar de concurrir en nuestro daño circunstancias tan desfavorables, ninguno de los seis navíos ingleses se atrevió a intentar un abordaje. Temían a nuestro navío, aun después de vencerlo.
»Churruca, en el paroxismo de su agonía, mandaba clavar la bandera, y que no se rindiera el navío mientras él viviese. El plazo no podía menos de ser desgraciadamente muy corto, porque Churruca se moría a toda prisa, y cuantos le asistíamos nos asombrábamos de que alentara todavía un cuerpo en tal estado; y era que le conservaba así la fuerza del espíritu, apegado con irresistible empeño a la vida, porque para él en aquella ocasión vivir era un deber. No perdió el conocimiento hasta los últimos instantes; no se quejó de sus dolores, ni mostró pesar por su fin cercano; antes bien, todo su empeño consistía sobre todo en que la oficialidad no conociera la gravedad de su estado, y en que ninguno faltase a su deber. Dio las gracias a la tripulación por su heroico comportamiento; dirigió algunas palabras a su cuñado Ruiz de Apodaca, y después de consagrar un recuerdo a su joven esposa, y de elevar el pensamiento a Dios, cuyo nombre oímos pronunciado varias veces tenuemente por sus secos labios, expiró con la tranquilidad de los justos y la entereza de los héroes, sin la satisfacción de la victoria, pero también sin el resentimiento del vencido; asociando el deber a la dignidad, y haciendo de la disciplina una religión; firme como militar, sereno como hombre, sin pronunciar una queja, ni acusar a nadie, con tanta dignidad en la muerte como en la vida. Nosotros contemplábamos su cadáver aún caliente, y nos parecía mentira; creíamos que había de despertar para mandamos de nuevo, y tuvimos para llorarle menos entereza que él para morir, pues al expirar se llevó todo el valor, todo el entusiasmo que nos había infundido.