Read Trafalgar Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Trafalgar (22 page)

BOOK: Trafalgar
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Las lanchas atracaban difícilmente; pero a pesar de esto, una vez trasbordados los heridos, el embarco fue fácil, porque los marineros se precipitaban en ellas deslizándose por una cuerda, o arrojándose de un salto. Muchos se echaban al agua para alcanzarlas a nado. Por mi imaginación cruzó como un problema terrible la idea de cuál de aquellos dos procedimientos emplearía para salvarme. No había tiempo que perder, porque el
Rayo
se desbarataba: casi toda la popa estaba hundida, y los estallidos de los baos y de las cuadernas medio podridas anunciaban que bien pronto aquella mole iba a dejar de ser un barco. Todos corrían con presteza hacia las lanchas, y la balandra, que se mantenía a cierta distancia, maniobrando con habilidad para resistir la mar, les recogía. Las embarcaciones volvían vacías al poco tiempo, pero no tardaban en llenarse de nuevo.

Yo observé el abandono en que estaba Medio-hombre, y me dirigí sofocado y llorando a algunos marineros, rogándoles que cargaran a Marcial para salvarle. Pero harto hacían ellos con salvarse a sí propios. En un momento de desesperación traté yo mismo de echármele a cuestas; pero mis escasas fuerzas apenas lograron alzar del suelo sus brazos desmayados. Corrí por toda la cubierta buscando un alma caritativa, y algunos estuvieron a punto de ceder a mis ruegos; mas el peligro les distrajo de tan buen pensamiento. Para comprender esta inhumana crueldad, es preciso haberse encontrado en trances tan terribles: el sentimiento y la caridad desaparecen ante el instinto de conservación que domina el ser por completo, asimilándole a veces a una fiera.

«¡Oh, esos malvados no quieren salvarte, Marcial! —exclamé con vivo dolor.

—Déjales —me contestó—. Lo mismo da a bordo que en tierra. Márchate tú; corre, chiquillo, que te dejan aquí».

No sé qué idea mortificó más mi mente: si la de quedarme a bordo, donde perecería sin remedio, o la de salir dejando solo a aquel desgraciado. Por último, más pudo la voz de la naturaleza que otra fuerza alguna, y di unos cuantos pasos hacia la borda. Retrocedí para abrazar al pobre viejo, y corrí luego velozmente hacia el punto en que se embarcaban los últimos marineros. Eran cuatro: cuando llegué, vi que los cuatro se habían lanzado al mar y se acercaban nadando a la embarcación, que estaba como a unas diez o doce varas de distancia.

«¿Y yo? —exclamé con angustia, viendo que me dejaban—. ¡Yo voy también, yo también!».

Grité con todas mis fuerzas; pero no me oyeron o no quisieron hacerme caso. A pesar de la obscuridad, vi la lancha; les vi subir a ella, aunque esta operación apenas podía apreciarse por la vista. Me dispuse a arrojarme al agua para seguir la misma suerte; pero en el instante mismo en que se determinó en mi voluntad esta resolución, mis ojos dejaron de ver lancha y marineros, y ante mí no había más que la horrenda obscuridad del agua.

Todo medio de salvación había desaparecido. Volví los ojos a todos lados, y no vi más que las olas que sacudían los restos del barco; en el cielo ni una estrella, en la costa ni una luz. La balandra había desaparecido también. Bajo mis pies, que pataleaban con ira, el casco del
Rayo
se quebraba en pedazos, y sólo se conservaba unida y entera la parte de proa, con la cubierta llena de despojos. Me encontraba sobre una balsa informe que amenazaba desbaratarse por momentos.

Al verme en tal situación, corrí hacia Marcial diciendo:

«¡Me han dejado, nos han dejado!».

El anciano se incorporó con muchísimo trabajo, apoyado en su mano; levantó la cabeza y recorrió con su turbada vista el lóbrego espacio que nos rodeaba.

«¡Nada! —exclamó—; no se ve nada. Ni lanchas, ni tierra, ni luces, ni costa. No volverán».

Al decir esto, un terrible chasquido sonó bajo nuestros pies en lo profundo del sollado de proa, ya enteramente anegado. El alcázar se inclinó violentamente de un lado, y fue preciso que nos agarráramos fuertemente a la base de un molinete para no caer al agua. El piso nos faltaba; el último resto del
Rayo
iba a ser tragado por las olas. Mas como la esperanza no abandona nunca, yo aún creí posible que aquella situación se prolongase hasta el amanecer sin empeorarse, y me consoló ver que el palo del trinquete aún estaba en pie. Con el propósito firme de subirme a él cuando el casco acabara de hundirse, miré aquel árbol orgulloso en que flotaban trozos de cabos y harapos de velas, y que resistía, coloso desgreñado por la desesperación, pidiendo al cielo misericordia.

Marcial se dejó caer en la cubierta, y luego dijo:

«Ya no hay esperanza, Gabrielillo. Ni ellos querrán volver, ni la mar les dejaría si lo intentaran. Puesto que Dios lo quiere, aquí hemos de morir los dos. Por mí nada me importa: soy un viejo y no sirvo para maldita la cosa… Pero tú… tú eres un niño, y…»

Al decir esto su voz se hizo ininteligible por la emoción y la ronquera. Poco después le oí claramente estas palabras:

«Tú no tienes pecados, porque eres un niño. Pero yo… Bien que cuando uno se muere así… vamos al decir… así, al modo de perro o gato, no necesita de que un cura venga y le dé la
solución
, sino que basta y sobra con que uno mismo se entienda con Dios. ¿No has oído tú eso?».

Yo no sé lo que contesté; creo que no dije nada, y me puse a llorar sin consuelo.

«Ánimo, Gabrielillo —prosiguió—. El hombre debe ser hombre, y ahora es cuando se conoce quién tiene alma y quién no la tiene. Tú no tienes pecados; pero yo sí. Dicen que cuando uno se muere y no halla cura con quien confesarse, debe decir lo que tiene en la conciencia al primero que encuentre. Pues yo te digo, Gabrielillo, que me confieso contigo, y que te voy a decir mis pecados, y cuenta con que Dios me está oyendo detrás de ti, y que me va a perdonar».

Mudo por el espanto y por las solemnes palabras que acababa de oír, me abracé al anciano, que continuó de este modo:

«Pues digo que siempre he sido cristiano católico,
postólico
, romano, y que siempre he sido y soy devoto de la Virgen del Carmen, a quien llamo en mi ayuda en este momento; y digo también que, si hace veinte años que no he confesado ni comulgado, no fue por mí, sino por
mor
del maldito servicio, y porque siempre lo va uno dejando para el domingo que viene. Pero ahora me pesa de no haberlo hecho, y digo, y declaro, y perjuro, que quiero a Dios y a la Virgen y a todos los santos; y que por todo lo que les haya ofendido me castiguen, pues si no me confesé y comulgué este año fue por
aquél
de los malditos
casacones
, que me hicieron salir al mar cuando tenía el
proeto
de cumplir con la Iglesia. Jamás he robado ni la punta de un alfiler, ni he dicho más mentiras que alguna que otra para bromear. De los palos que le daba a mi mujer hace treinta años, me arrepiento, aunque creo que bien dados estuvieron, porque era más mala que las
churras
, y con un genio más picón que un alacrán. No he faltado ni tanto así a lo que manda la Ordenanza; no aborrezco a nadie más que a los
casacones
, a quienes hubiera querido ver hechos picadillo; pero pues dicen que todos somos hijos de Dios, yo les perdono, y
así mismamente
perdono a los franceses, que nos han traído esta guerra. Y no digo más, porque me parece que me voy a toda vela. Yo amo a Dios y estoy tranquilo. Gabrielillo, abrázate conmigo, y apriétate bien contra mí. Tú no tienes pecados, y vas a andar
finiqueleando
con los ángeles divinos. Más vale morirse a tu edad que vivir en este
emperrado
mundo… Con que ánimo, chiquillo, que esto se acaba. El agua sube, y el
Rayo
se acabó para siempre. La muerte del que se ahoga es muy buena: no te asustes… abrázate conmigo. Dentro de un ratito estaremos libres de pesadumbres, yo dando cuenta a Dios de mis pecadillos, y tú contento como unas pascuas danzando por el Cielo, que está alfombrado con estrellas, y allí parece que la felicidad no se acaba nunca, porque es eterna, que es como dijo el otro, mañana y mañana y mañana, y al otro y siempre…»

No pudo hablar más. Yo me agarré fuertemente al cuerpo de Medio-hombre. Un violento golpe de mar sacudió la proa del navío, y sentí el azote del agua sobre mi espalda. Cerré los ojos y pensé en Dios. En el mismo instante perdí toda sensación, y no supe lo que ocurrió.

- XVI -

Volvió, no sé cuándo, a iluminar turbiamente mi espíritu la noción de la vida; sentí un frío intensísimo, y sólo este accidente me dio a conocer la propia existencia, pues ningún recuerdo de lo pasado conservaba mi mente, ni podía hacerme cargo de mi nueva situación. Cuando mis ideas se fueron aclarando y se desvanecía el letargo de mis sentidos, me encontré tendido en la playa. Algunos hombres estaban en derredor mío, observándome con interés. Lo primero que oí, fue: «¡Pobrecito…!, ya vuelve en sí».

Poco a poco fui volviendo a la vida, y con ella al recuerdo de lo pasado. Me acordé de Marcial, y creo que las primeras palabras articuladas por mis labios fueron para preguntar por él. Nadie supo contestarme. Entre los que me rodeaban reconocí a algunos marineros del
Rayo
, les pregunté por Medio-hombre, y todos convinieron en que había perecido. Después quise enterarme de cómo me habían salvado; pero tampoco me dieron razón.

Diéronme a beber no sé qué; me llevaron a una casa cercana, y allí, junto al fuego, y cuidado por una vieja, recobré la salud, aunque no las fuerzas. Entonces me dijeron que habiendo salido otra balandra a reconocer los restos del
Rayo
, y los de un navío francés que corrió igual suerte, me encontraron junto a Marcial, y pudieron salvarme la vida. Mi compañero de agonía estaba muerto. También supe que en la travesía del barco naufragado a la costa habían perecido algunos infelices.

Quise saber qué había sido de Malespina, y no hubo quien me diera razón del padre ni del hijo. Pregunté por el
Santa Ana
, y me dijeron que había llegado felizmente a Cádiz, por cuya noticia resolví ponerme inmediatamente en camino para reunirme con mi amo. Me encontraba a bastante distancia de Cádiz, en la costa que corresponde a la orilla derecha del Guadalquivir. Necesitaba, pues, emprender la marcha inmediatamente para recorrer lo más pronto posible tan largo proyecto. Esperé dos días más para reponerme, y al fin, acompañado de un marinero que llevaba el mismo camino, me puse en marcha hacia Sanlúcar. En la mañana del 27 recuerdo que atravesamos el río, y luego seguimos nuestro viaje a pie sin abandonar la costa. Como el marinero que me acompañaba era francote y alegre, el viaje fue todo lo agradable que yo podía esperar, dada la situación de mi espíritu, aún abatido por la muerte de Marcial y por las últimas escenas de que fui testigo a bordo. Por el camino íbamos departiendo sobre el combate y los naufragios que le sucedieron.

«Buen marino era Medio-hombre —decía mi compañero de viaje—. ¿Pero quién le metió a salir a la mar con un cargamento de más de sesenta años? Bien empleado le está el fin que ha tenido.

—Era un valiente marinero —dije yo—; y tan aficionado a la guerra, que ni sus achaques le arredraron cuando intentó venir a la escuadra.

—Pues de ésta me despido —prosiguió el marinero—. No quiero más batallas en la mar. El Rey paga mal, y después, si queda uno cojo o baldado, le dan las buenas noches, y si te he visto no me acuerdo. Parece mentira que el Rey trate tan mal a los que le sirven. ¿Qué cree usted? La mayor parte de los comandantes de navío que se han batido el 21, hace muchos meses que no cobran sus pagas. El año pasado estuvo en Cádiz un capitán de navío que, no sabiendo cómo mantenerse y mantener a sus hijos, se puso a servir en una posada. Sus amigos le descubrieron, aunque él trataba de disimular su miseria, y, por último, lograron sacarle de tan vil estado. Esto no pasa en ninguna nación del mundo; ¡y luego se espantan de que nos venzan los ingleses! Pues no digo nada del armamento. Los arsenales están vacíos, y por más que se pide dinero a Madrid, ni un cuarto. Verdad es que todos los tesoros del Rey se emplean en pagar sus sueldos a los señores de la Corte, y entre éstos el que más come es el Príncipe de la Paz, que reúne 40.000 durazos como Consejero de Estado, como Secretario de Estado, como Capitán General y como Sargento mayor de guardias… Lo dicho, no quiero servir al Rey. A mi casa me voy con mi mujer y mis hijos, pues ya he cumplido, y dentro de unos días me han de dar la licencia.

—Pues no podrá usted quejarse, amiguito, si le tocó ir en el
Rayo
, navío que apenas entró en acción.

—Yo no estaba en el
Rayo
, sino en el
Bahama
, que sin duda fue de los barcos que mejor y por más tiempo pelearon.

—Ha sido apresado, y su comandante murió, si no recuerdo mal.

—Así fue —contestó—. Y todavía me dan ganas de llorar cuando me acuerdo de Don Dionisio Alcalá Galiano, el más valiente brigadier de la armada. Eso sí: tenía el genio fuerte y no consentía la más pequeña falta; pero su mucho rigor nos obligaba a quererle más, porque el capitán que se hace temer por severo, si a la severidad acompaña la justicia, infunde respeto, y, por último, se conquista el cariño de la gente. También puede decirse que otro más caballero y más generoso que D. Dionisio Alcalá Galiano no ha nacido en el mundo. Así es que cuando quería obsequiar a sus amigos, no se andaba por las ramas, y una vez en la Habana gastó diez mil duros en cierto convite que dio a bordo de su buque.

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