Read Tratado de la Naturaleza Humana Online
Authors: David Hume
Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia
Del mismo, modo que este dilema es una consecuencia evidente del principio de que toda idea surge de una impresión similar, no es dudosa la decisión entre las proposiciones del dilema. Tan lejos se halla de existir una impresión distinta que acompañe a cada impresión y a cada idea, que yo no podría pensar que existen dos impresiones distintas que están unidas inseparablemente. Aunque ciertas sensaciones puedan estar a veces unidas hallamos rápidamente que admiten una separación y pueden presentarse separadas. Así, aunque cada impresión o idea que recordamos sea considerada como existente, la idea de la existencia no se deriva de una impresión particular.
La idea de la existencia, pues, es lo mismo que la idea que concebimos siendo existente. El reflexionar sobre algo simplemente y el reflexionar sobre algo como existente no son cosas diferentes. Esta idea, cuando va unida con la idea de un objeto, no constituye una adición para él. Todo lo que concebimos lo concebimos como existente. Toda idea que nos plazca formarnos es la idea de un ser, y la idea de un ser es toda idea que nos plazca formarnos.
Quien se oponga a esto debe necesariamente indicar la impresión diferente de la que la idea o entidad se deriva y debe probar que esta impresión es inseparable de cada percepción que creemos existente. Sin vacilar, podemos concluir que esto es imposible.
Nuestro razonamiento precedente, referente a la distinción de las ideas sin una diferencia real, no nos servirá aquí de ayuda alguna. Este género de distinción se funda en las diferentes semejanzas que una misma idea simple puede tener con varias ideas diferentes; pero ningún objeto puede presentarse que se asemeje con algún otro objeto con respecto de su existencia y diferente de los otros en el mismo particular, pues todo objeto que se presenta debe necesariamente ser existente.
Un razonamiento análogo explicará la idea de la existencia externa. Podemos observar que se concede universalmente por los filósofos y es, además, manifiesto por sí mismo, que nada se halla siempre realmente presente al espíritu más que sus percepciones o impresiones e ideas, y que los objetos externos nos son conocidos tan sólo por las percepciones que ellos ocasionan. Odiar, amar, pensar, tocar, ver, no son, en conjunto, más que percibir.
Ahora bien; ya que nada se halla siempre presente al espíritu más que las percepciones, y ya que todas las ideas se derivan de algo que se ha hallado antes presente a él, se sigue que es imposible para nosotros concebir o formarnos una idea de algo específicamente diferente de las ideas e impresio nes. Fijemos nuestra atención sobre nosotros mismos tanto como nos sea posible; dejemos caminar nuestra imaginación hasta los cielos o hasta los últimos límites del universo: jamás daremos un paso más allá de nosotros mismos ni jamás concebiremos un género de existencia más que estas percepciones que han aparecido en esta estrecha esfera. Este es el universo de la imaginación y no poseemos más ideas que las que allí se han producido.
Lo más lejos que podemos ir hacia la concepción de los objetos externos, cuando se los supone específicamente diferentes de nuestras percepciones, es formarnos una idea relativa de ellos sin pretender comprender los objetos con que se relacionan. Generalmente hablando, no debemos suponerlos específicamente diferentes, sino solamente atribuirles diferentes relaciones, conexiones y duraciones. Pero de esto hablaremos con más detalle más adelante.
Existen siete géneros diferentes de relaciones filosóficas, a saber: semejanza, identidad, relaciones de tiempo y lugar, relación de cantidad o número, grados en alguna cualidad, oposición y causalidad. Estas relaciones pueden dividirse en dos clases: las que dependen enteramente de las ideas que comparamos entre sí y las que pueden cambiar sin cambio alguno en las ideas. Por la idea de un triángulo descubrimos la relación de igualdad que sus tres ángulos tienen con dos rectos, y esta relación es invariable, mientras que nuestra idea permanece la misma. Por el contrario, las relaciones de contigüidad y distancia entre dos objetos pueden cambiarse meramente por una alteración de su lugar sin cambio alguno de los objetos mismos o de sus ideas, y el lugar depende de muchos accidentes diferentes que no pueden ser previstos por el espíritu. Lo mismo sucede con la identidad y la causalidad. Dos objetos, aunque semejantes en absoluto y aun apareciendo en el mismo lugar en tiempos diferentes, pueden ser diferentes numéricamente, y como la fuerza por la que un objeto produce otro no puede jamás descubrirse meramente por su idea, es evidente que causa y efecto son relaciones de las que nos informamos por la experiencia y no por el razonamiento o reflexión abstracta. No existe ningún fenómeno particular, aun el más simple, que pueda ser explicado por las cualidades de los objetos tal como se nos aparecen o que pueda ser previsto sin la ayuda de nuestra memoria y experiencia.
Resulta, por consiguiente, que de estas siete relaciones filosóficas quedan sólo cuatro que, dependiendo únicamente de las ideas, pueden ser objetos del conocimiento y certidumbre. Estas cuatro son: semejanza, oposición, grados en la cualidad y relaciones de la cantidad o número. Tres de estas relaciones pueden descubrirse a primera vista y corresponden más propiamente al dominio de la intuición que al de la demostración. Cuando un objeto se asemeja a otro la semejanza se revelará ya en un principio a la vista o más bien a nuestro espíritu y rara vez requerirá un segundo examen. El caso es el mismo en la oposición y en los grados de cualidad. Nadie puede dudar de que la existencia y no existencia se destruyen entre sí y que son completamente incompatibles y contrarias, y aunque sea imposible juzgar exactamente de los grados de una cualidad, como color, sabor, calor, frío, cuando la diferencia entre ellos es muy pequeña, es, sin embargo, fácil decidir que una de ellas es superior o inferior a la otra cuando su diferencia es considerable. Apreciamos siempre esta diferencia a primera vista, sin necesidad de ninguna investigación o razonamiento.
Podemos proceder de la misma manera al determinar las relaciones de cantidad o número y podemos de una ojeada observar la superioridad o inferioridad entre números y figuras, especialmente cuando la diferencia es muy grande y notable. En cuanto a la igualdad o proporción exacta, podemos tan sólo conjeturarla partiendo de una consideración particular, excepto en muy pocos números o en porciones de extensión muy limitadas que se comprenden en un instante y en las que percibimos la imposibilidad de caer en un error considerable. En los demás casos debemos establecer las relaciones con alguna libertad o proceder de una manera más artificiosa.
He hecho observar ya que la geometría o el arte por el que fijamos las relaciones de las figuras, aunque supera con mucho en universalidad y exactitud a los juicios imprecisos de los sentidos y la imaginación, no logra jamás, sin embargo, una perfecta precisión y exactitud. Sus primeros principios se obtienen también de la apariencia general de los objetos, y esta apariencia no puede aportarnos seguridad alguna si observamos la prodigiosa pequeñez de que la naturaleza es susceptible. Nuestras ideas parecen dar una perfecta seguridad de que dos líneas rectas no pueden tener un segmento común; pero si consideramos estas ideas hallaremos que suponen siempre una inclinación sensible de dos líneas y que cuando el ángulo que forman es extremamente pequeño no poseemos un criterio tan preciso de línea recta que nos asegure de la verdad de esta proposición. Sucede lo mismo con las más de las decisiones primarias de las matemáticas.
Por consiguiente, sólo quedan el álgebra y la aritmética como las únicas ciencias en las que podemos elevar el encadenamiento del razonamiento a un elevado grado de complicación y mantener, sin embargo, una perfecta exactitud y certidumbre.
Poseemos un criterio preciso por el cual juzgamos de la igualdad y relación de los números, y según corresponden o no a este criterio determinamos sus relaciones sin posibilidad de error. Cuando dos números se combinan de modo que el uno tiene siempre una unidad que corresponde a cada unidad del otro, decimos que son iguales, y precisamente por la falta de este criterio de igualdad en la extensión la geometría puede difícilmente ser estimada como una ciencia perfecta e infalible.
No estará fuera de lugar aquí el obviar una dificultad que puede surgir de mi afirmación de que, aunque la geometría no llega a la precisión y certidumbre perfecta que son peculiares de la aritmética y el álgebra, sin embargo, supera a los juicios imperfectos de nuestros sentidos e imaginación. La razón de por qué atribuyo algún defecto a la geometría es que sus principios originales y fundamentales se derivan meramente de las apariencias y puede quizá imaginarse que este defecto debe siempre acompañarla e impedirle alcanzar una mayor exactitud en la comparación de los objetos e ideas que la que nuestra vista o imaginación por sí sola es capaz de alcanzar. Yo concedo que este defecto la acompaña en tanto que la aparta de la aspiración a una plena certidumbre; pero ya que estos principios fundamentales dependen de las apariencias más fáciles y menos engañosas, conceden a sus consecuencias un grado de exactitud del que estas consecuencias, consideradas aisladamente, son incapaces. Es imposible para la vista determinar que los ángulos de un quiliágono son iguales a 1.996 ángulos rectos o hacer alguna conjetura que se aproxime a esta relación; pero cuando determina que las líneas rectas no pueden coincidir, que no podemos trazar más que una recta entre dos puntos dados, su error no puede ser de importancia alguna. Y esta es la naturaleza y uso de la geometría, a saber: llevarnos a apariencias tales que por su simplicidad no pueden hacernos caer en un error considerable.
Debo aprovechar la ocasión para proponer una segunda observación referente a nuestros razonamientos demostrativos, que es sugerida por el objeto mismo de las matemáticas. Es usual entre los matemáticos pretender que las ideas que constituyen el objeto de su investigación son de una naturaleza tan refinada y espiritual que no caen bajo la concepción de la fantasía, sino que deben ser comprendidas por una visión pura e intelectual, de la que tan sólo las facultades superiores del alma son capaces. La misma concepción aparece en muchas de las partes de la filosofía y se emplea principalmente para explicar nuestras ideas abstractas y para mostrar cómo podemos formarnos la idea de un triángulo, por ejemplo, que no sea ni isósceles, ni escaleno, ni limitada una longitud y proporción particular de los lados. Es fácil ver por qué los filósofos están tan entusiasmados con esta noción de las percepciones espirituales y refinadas, ya que por su medio ocultan muchos de sus absurdos y rehúsan someterse a las decisiones de las ideas claras, apelando a las que son obscuras e inciertas. Pero para destruir este artificio no necesitamos más que reflexionar acerca del principio sobre el que hemos insistido de que todas nuestras ideas son copia de nuestras impresiones. De aquí podemos concluir inmediatamente que, ya que todas las impresiones son claras y precisas, las ideas que son copias de ellas deben ser de la misma naturaleza y no pueden nunca, más que por nuestra culpa, contener algo tan obscuro e intrincado. Una idea es por su naturaleza más débil y tenue que una impresión; pero siendo en los restantes respectos la misma, no puede implicar un misterio muy grande. Si su debilidad la hace obscura, nuestra tarea es remediar este defecto tanto como sea posible, haciendo a la idea estable y precisa, y hasta conseguir esto es en vano pretender razonar y filosofar.
Esto es todo lo que estimo necesario observar referente a las cuatro relaciones que son el fundamento de la ciencia. En cuanto a las otras tres, que no dependen de la idea y pueden estar ausentes o presentes mientras la idea permanece la misma, será conveniente explicarlas más en particular. Estas tres relaciones son: identidad, situaciones en tiempo y lugar y causalidad.
Todo razonamiento no consiste más que en la comparación y en el descubrimiento de las relaciones constantes o inconstantes que dos o más objetos mantienen entre sí. Podemos hacer esta comparación cuando estos dos objetos se hallan presentes a los sentidos, o cuando ninguno de ellos está presente, o cuando lo está uno solo. Cuando los dos objetos están presentes a los sentidos, juntamente con la relación, llamamos a esto más bien percepción de razonamiento, y no existe en este caso una actividad del pensamiento o una acción propiamente hablando, sino una mera admisión pasiva de las impresiones a través de los órganos de la sensación. Según este modo de pensar, no podemos admitir como razonamiento las observaciones que podemos hacer referentes a la identidad y a las relaciones de tiempo y lugar, pues en ninguna de ellas el espíritu puede ir más allá de lo que está inmediatamente presente a los sentidos o descubrir la existencia real o las relaciones de los objetos. Tan sólo la causalidad produce una conexión que nos da la seguridad de la existencia o acción de un objeto que fue seguido o precedido por la existencia o acción de otro, y no pueden las otras dos relaciones usarse en el razonamiento excepto en tanto que le afectan o son afectadas por él. No existe nada en los objetos que nos persuada de que están siempre remotos o siempre contiguos, y cuando descubrimos por la experiencia y la observación que su relación en este particular es invariable, concluimos que existe alguna causa secreta que los separa o los une. El mismo razonamiento se aplica a la identidad. Suponemos fácilmente que un objeto puede continuar individualmente el mismo aunque muchas veces desaparezca y se presente de nuevo a los sentidos, y le atribuimos una identidad, a pesar de la interrupción de la percepción, siempre que concluimos que si hubiéramos mantenido nuestra vista constantemente dirigida a él nos hubiera producido una percepción invariable o ininterrumpida. Esta conclusión, que va más allá de las impresiones de nuestros sentidos, puede fundarse solamente en la conexión de causa y efecto, y de otro modo no podríamos tener seguridad alguna de que el objeto no ha cambiado, aunque el nuevo objeto pueda parecerse mucho al que estuvo primeramente presente a nuestros sentidos. Siempre que descubrimos una semejanza perfecta tal consideramos si es común en esta especie de objetos o si es posible o probable que una causa pueda operar para producir el cambio y semejanza, y según lo que determinemos referente a estas causas y efectos pronunciamos nuestro juicio concerniente a la identidad del objeto.