Read Tratado de la Naturaleza Humana Online

Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (30 page)

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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Para aplicar esta regla general debemos examinar primeramente la disposición del espíritu al considerar un objeto que mantiene una identidad perfecta y después hallar algún otro objeto que se confunda con ésta por producir una disposición similar. Cuando fijamos nuestro pensamiento sobre un objeto y suponemos que continúa el mismo durante algún tiempo, es evidente que suponemos que el cambio se halla tan sólo en el tiempo y no nos preocupamos de producir una nueva imagen o idea del objeto. Las facultades del espíritu reposan en cierto modo y no entran en actividad más que lo que es necesario para continuar la idea que poseíamos primeramente y que subsiste sin variación o interrupción. Apenas se nota el paso de un momento a otro y no se distingue éste por una percepción o idea diferente que pueda requerir una dirección diferente de los espíritus animales para su concepción.

Ahora bien; ¿qué otros objetos, además de los idénticos, son capaces de colocar al espíritu en la misma disposición cuando los considera y de producir el mismo tránsito continuo de la imaginación desde una idea a otra? Esta cuestión es de la más grande importancia; pues si puedo hallar objetos tales podemos concluir con certidumbre el principio precedente: que se confunden de un modo muy natural con los idénticos y se les toma por éstos en los más de nuestros razonamientos. Sin embargo, aunque esta cuestión es muy importante, no es muy difícil ni dudosa, pues replico inmediatamente: que la sucesión de objetos relacionados coloca al espíritu en esta posición y se considera con la misma facilidad y progreso continuo de la imaginación que acompaña a la consideración del mismo objeto invariable. La verdadera naturaleza y esencia de la relación es enlazar ideas entre sí y facilitar, ante la apariencia de una, la transición a su idea correlativa. El paso entre las ideas relacionadas es, pues, tan suave y fácil que produce una alteración muy pequeña en el espíritu y parece la continuación de la misma acción, y como la continuación de la misma acción es un efecto de la consideración continuada de un mismo objeto, he aquí la razón de por qué atribuimos la identidad a toda sucesión de objetos relacionados. El pensamiento se desliza a través de la sucesión con igual facilidad que si considerase tan sólo un objeto, y, por consiguiente, confunde la sucesión con la identidad.

Veremos más tarde varios casos de esta tendencia de la relación a hacernos atribuir la identidad a objetos diferentes; aquí debemos limitarnos al asunto presente.

Hallamos por experiencia que existe una constancia tal en casi todas las impresiones de los sentidos, que su interrupción no produce alteración en ellas y no impide que vuelvan a presentarse como las mismas y en la misma situación que en su primera existencia. Considero el moblaje de mi cuarto, cierro los ojos y los abro después, y hallo de nuevo que las percepciones se asemejan totalmente a las que antes ionaron mis sentidos. Esta semejanza se observa en miles de casos y enlaza naturalmente entre sí nuestras ideas de estas percepciones discontinuas con la más fuerte relación, haciendo pasar al espíritu con fácil transición de las unas a las otras. Una transición o paso fácil de la imaginación a lo largo de las ideas de estas percepciones diferentes y discontinuas es casi la misma disposición de espíritu que la que poseemos cuando consideramos una percepción constante y continua. Es, pues, muy natural para nosotros tomar la una por la otra.

Las personas que mantienen esta opinión relativa a la identidad de nuestras percepciones semejantes pertenecen en general todas a la parte del género humano que no piensa ni filosofa (esto es, todos nosotros en uno u otro momento), y, por consecuencia, aquellas que suponen que sus percepciones son sus únicos objetos y que no piensan jamás en una doble existencia interna y externa, representante y representada. La verdadera imagen que se halla presente a los sentidos es para nosotros el cuerpo real, y a estas imágenes discontinuas atribuimos una identidad perfecta. Pero como la interrupción de la apariencia parece contraria a la identidad y nos lleva de un modo natural a considerar estas percepciones semejantes como diferentes entre sí, nos hallamos aquí perplejos para reconciliar tales opiniones opuestas. El fácil paso de la imaginación a lo largo de las ideas o percepciones semejantes nos hace atribuirles una identidad perfecta. La forma discontinua de su aparición nos hace considerarlas como seres semejantes, pero aun distintos, que nos aparecen en ciertos intervalos. La perplejidad que surge de esta contradicción produce una inclinación a unir estas apariencias discontinuas mediante la ficción de una existencia continua que es la tercera parte de la hipótesis que me propuse explicar.

Sabemos por experiencia que nada es más cierto que una contradicción de sentimientos o pasiones produce un malestar sensible, ya proceda de fuera o de dentro, ya de la oposición de objetos externos o de la lucha de principios internos. Por el contrario, todo lo que se conforma con las inclinaciones naturales y favorece externamente su satisfacción o coincide internamente con sus movimientos produce seguramente un placer perceptible. Ahora bien; existiendo aquí una oposición entre la noción de identidad de percepciones semejantes y la interrupción de su apariencia, el espíritu debe hallarse en una situación incómoda y debe buscar alivio para esta incomodidad. Puesto que la incomodidad nace de la oposición de dos principios contrarios, debe buscar alivio sacrificando uno u otro; pero como el paso fácil de nuestro pensamiento a lo largo de nuestras percepciones semejantes nos hace atribuirles la identidad, no podemos desechar sin repugnancia esta opinión. Debemos, pues, dirigirnos hacia el otro lado y suponer que nuestras percepciones no son discontinuas, sino que poseen una existencia invariable y continua y por esto son siempre las mismas. Sin embargo, las interrupciones en la apariencia de estas percepciones son tan largas y frecuentes que es imposible prescindir de ellas, y como la apariencia de una percepción en el espíritu y su existencia parecen a primera vista ser absolutamente lo mismo, puede dudarse si podemos asentir a contradicción tan palpable y suponer que una percepción exista sin hallarse presente al espíritu. Para aclarar este asunto y ver además cómo la interrupción en la apariencia de una percepción no implica necesariamente una interrupción en su existencia, será apropiado considerar algunos principios que tendré ocasión de explicar más extensamente en adelante.

Podemos comenzar observando que la dificultad en el caso presente no se refiere a un hecho o a si el espíritu realiza una conclusión tal con respecto a la existencia continua de sus percepciones, sino tan sólo a la manera como la conclusión se realiza y a los principios de que se deriva. Es cierto que casi todo el género humano, hasta los filósofos mismos, en la mayor parte de su vida, consideran las percepciones como sus únicos objetos y suponen que el verdadero ser que se halla íntimamente presente al espíritu son los cuerpos reales o la existencia material. Es, pues, cierto que esta percepción u objeto se supone que posee una existencia continua y no interrumpida y que no es destruida por nuestra ausencia ni traída a existencia por nuestra presencia. Cuando nos hallamos ausentes de ella decimos que existe aún, pero que no la sentimos, que no la vemos. Aquí, pues, existen dos cuestiones: Primero, cómo podemos satisfacemos suponiendo que una percepción está ausente del espíu sin desaparecer. Segundo, de qué manera concebimos que un objeto llega a presentarse al espíritu sin una nueva creación de una percepción o imagen y qué entendemos por esta -visión, afección y percepción.

En cuanto a la primera cuestión, podemos observar que lo que llamamos espíritu no es más que una multitud o colección de diferentes percepciones, unidas entre sí por ciertas relaciones y que se supone, aunque falsamente, hallarse dotada de una simplicidad e identidad perfecta. Ahora bien; como toda percepción puede distinguirse de otra y puede considerarse como existente de un modo separado, se sigue evidentemente que no hay absurdo alguno en separar una percepción particular del espíritu, esto es, en romper todas las relaciones que enlazan la multitud de percepciones que constituyen un ser pensante.

El mismo razonamiento nos aporta una respuesta para la segunda cuestión. Si el nombre de percepción no hace absurda y contradictoria esta separación del espíritu, el nombre de objeto, que se refiere a la misma cosa, no puede hacer jamás imposible su enlace. Los objetos externos son vistos y sentidos y se presentan al espíritu; esto es, adquieren una relación de tal género con una multitud de percepciones que las influyen muy considerablemente aumentando su número por las reflexiones y pasiones presentes y abasteciendo la memoria de ideas. El mismo ser continuo y no interrumpido puede, por consiguiente, hallarse a veces presente al espíritu y a veces ausente de él sin un cambio esencial o real en su mismo ser. Una apariencia interrumpida para los sentidos no implica necesariamente una interrupción en la existencia. El supuesto de la existencia continua de los objetos sensibles o percepciones no envuelve contradicción. Podemos fácilmente satisfacer nuestra inclinación hacia este supuesto. Cuando la semejanza exacta de nuestras percepciones nos hace atribuirles la identidad, eliminamos la aparente interrupción fingiendo un ser continuo que llena los intervalos y concede una identidad perfecta y total a nuestras percepciones.

Sin embargo, como aquí no sólo fingimos, sino que creemos en esta existencia continua, el problema es: ¿De dónde surge una creencia semejante? Y esta cuestión nos lleva al cuarto miembro de este sistema. Ha sido ya probado que la creencia en general no consiste más que en la vivacidad de una idea y que una idea puede adquirir esta vivacidad por su relación con alguna impresión presente. Las impresiones son naturalmente las percepciones más vivaces del espíritu, y esta cualidad está parcialmente producida por la relación con cada idea enlazada. La relación produce un paso fácil de la impresión a la idea y aun concede una inclinación hacia este paso.

El espíritu oscila tan fácilmente de una percepción a la otra, que apenas percibe el cambio y retiene en la segunda una parte considerable de la vivacidad de la primera.

Se halla excitado por la impresión vivaz, y esta vivacidad pasa a la idea relacionada sin ninguna disminución grande en el tránsito, por razón de la insensible transición y de la inclinación de la imaginación.

Supóngase que esta inclinación surge de algún otro principio además de esta relación; es evidente que tendrá en este caso el mismo efecto y hará pasar la vivacidad de la impresión a la idea. Ahora bien; esto es exactamente lo que sucede en el presente caso. Nuestra memoria nos presenta un vasto número de ejemplos de percepciones que se asemejan totalmente entre sí y que vuelven a presentarse en diferentes distancias en el tiempo después de interrupciones considerables. Esta semejanza nos concede una inclinación a considerar estas percepciones interrumpidas como las mismas y también una propensión a enlazarlas mediante una existencia continua para justificar la identidad y evitar la contradicción a que parece llevarnos la apariencia interrumpida de estas percepciones. Aquí, pues tenemos una inclinación a fingir la existencia continua de todos los objetos sensibles, y como esta inclinación surge de alguna impresión vivaz de la memoria, concede vivacidad a la ficción o, con otras palabras, nos hace creer en la existencia continua de los cuerpos. Si a veces atribuimos una existencia continua a los objetos que son completamente nuevos para nosotros y de cuya constancia y coherencia no tenemos experiencia alguna, es porque el modo de presentarse a nuestros sentidos se asemeja al de los objetos constantes y coherentes, y esta semejanza es una fuente del razonamiento y analogía y nos lleva a atribuir las mismas cualidades a objetos semejantes.

Creo que un lector inteligente hallará menos dificultad para asentir a este sistema que para comprenderlo plena y claramente, y concederá, después de una pequeña reflexión, que cada parte lleva consigo su propia prueba. Es de hecho evidente que, como supone el vulgo que las percepciones son los únicos objetos y al mismo tiempo cree en la existencia continua de la materia, debemos explorar el origen de la creencia sobre este supuesto. Ahora bien; sobre este supuesto es una opinión falsa que nuestros objetos o percepciones sean idénticamente los mismos después de una interrupción, y, por consiguiente, la opinión de su identidad jamás puede surgir de la razón, sino que debe surgir de la imaginación. La imaginación es llevada a una creencia tal tan sólo por medio de la semejanza de ciertas percepciones, ya que hallamos que son únicamente nuestras percepciones semejantes las que poseen una inclinación a ser supuestas las mismas. Esta inclinación a conceder la identidad a nuestras percepciones semejantes produce la ficción de una existencia continua, ya que esta ficción, lo mismo que la identidad, es realmente falsa, como se reconoce por los filósofos, y no tiene más efecto que remediar la interrupción de nuestras percepciones, que es la única circunstancia contraria a su identidad. Por último, esta inclinación produce la creencia mediante las impresiones presentes de la memoria, ya que sin la semejanza de las primeras sensaciones es claro que jamás tendríamos una creencia en la existencia continua de los cuerpos. Así, examinando todas estas partes, hallamos que cada una de ellas está fundamentada por la más rigurosa prueba y que todas ellas juntas forman un sistema consistente que es convincente en absoluto. Una inclinación poderosa por sí sola, sin una impresión presente, producirá a veces la creencia u opinión. ¡Cuánto más nos sucederá esto cuando se halla auxiliada por esta circunstancia!

Pero aunque somos llevados de esta manera, por la inclinación natural de la imaginación, a atribuir una existencia continua a los objetos sensibles o percepciones que se asemejan entre sí en sus apariencias interrumpidas, sin embargo una pequeña reflexión y un poco de filosofía bastarán para hacernos percibir lo falaz de esta opinión. He observado ya que existe una conexión íntima entre los dos principios de una existencia continua y de una existencia distinta o independiente, y que tan pronto como establecemos la una, la otra se sigue como una consecuencia necesaria. La opinión de una existencia continua es la que tiene lugar primero, y sin mucho estudio o reflexión trae con ella a la otra, siempre que el espíritu sigue su tendencia primera y más natural. Pero cuando comparamos experimentos y razonamos un poco sobre ellos, percibimos pronto que la doctrina de la existencia independiente de nuestras percepciones sensibles es contraria a la experiencia más vulgar.

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