Intentaron reanimarla, pero no lo consiguieron. Esta vez no lo consiguieron. Entonces vino el llanto histérico de Ana Mari y los gritos de ¡Tranquila, tranquila! ¡Déjame pensar! de García Medina, que buscó, entre sus ropas, su teléfono móvil. Justo cuando marcaba un número, el vídeo se interrumpía.
Paco había tenido razón al decir que todo tenía un límite. También, y sobre todo, la había tenido al recomendarle a Monroy que nunca entrase en un sitio del que no supiera cómo salir. Porque era cierto que él, ahora, no veía ninguna salida. Se había quedado mirando la pantalla con la máscara de bienvenida del reproductor. Por unos instantes, fue incapaz de moverse. Sentía algo que le oprimía fuerte, muy fuerte, entre el esternón y la garganta. Como si le faltara el aire. Intentó respirar hondo, dar un suspiro. Pero el suspiro se convirtió en un sollozo y, de pronto, Monroy se derrumbó. Las lágrimas le poblaron el rostro con un caudal incontenible. Hacía años que no lloraba. Y aquel dolor, aquella rabia acumulada a lo largo de tanto tiempo se concentró ahora en la imagen, imposible de borrar tras sus párpados, de la joven muerta, en un charco de meados y sangre. La presión de su pecho se iba disolviendo a cada nueva explosión de llanto. Se quedó allí, sentado en la silla, inclinado hacia delante, ocultando el rostro anegado entre las manos.
Nunca supo cuánto tiempo permaneció así. Después calcularía que diez o quince minutos. Cuando el llanto se fue disipando le quedó una terrible sensación de vergüenza y de asco. Se sentía sucio. García Medina y Ana María le habían manchado con su iniquidad. Le habían metido en aquel lodazal que era su mundo. Y, efectivamente, no sabía cómo salir con los zapatos limpios.
Porque después de haber visto aquello, ya no podía, simplemente, devolverles el disco y continuar con su vida.
* * *
Durante un rato, pensó en lo que habría de hacer. Necesitaba un plan. Pero decidió que ya lo iría elaborando sobre la marcha. Por ahora, se limitó a prepararse para salir. Se puso el reloj pulsera, se metió en el bolsillo de la camisa el tabaco, el mechero y el bolígrafo metálico de resorte que siempre llevaba por si acaso, cogió su cartera y las llaves. Antes de marcharse, cogió el disco, lo metió en una bolsa de plástico y lo introdujo en el congelador. No era de descartar que los intrusos volvieran y supuso que no se les ocurriría buscarlo entre bolsas de guisantes y pechugas de pollo.
Entró en el coche y arrancó. No vio a Gloria asomarse a la ventana y ver cómo el Fiat se perdía al llegar a la esquina de León y Castillo.
* * *
Una calle desierta en la madrugada de un martes en la zona residencial de Tafira Alta. Eso era lo que había ante él cuando paró el coche. Salió, cerró la portezuela y comenzó a caminar con tranquilidad.
Había comenzado a elaborar un plan por el camino. Pero, para saber si funcionaría, tenía que averiguar si eran acertadas algunas sospechas. Continuó caminando por la acera vacía, entre tapias y entradas de chalés. Había coches aparcados a lo largo de la calle. Por fin, llegó a la puerta metálica, con la alarma y la taquilla, ahora cerrada, y, sobre todo, con el letrero, el cual, al contrario que las otras veces que había venido, se detuvo a leer.
«Vivienda vigilada por Seguridad Ceys», decía la chapita en letras rojas recortadas contra un fondo negro. Eso era lo que Monroy quería averiguar. Se quedó parado ante el aviso. Había llegado hasta allí. A partir de ahí, ciertas cosas tenían que ocurrir casi por sí solas. Y empezaron a ocurrir un momento después.
Escuchó las portezuelas del auto cerrándose y se volvió. Desde el otro lado de la calle, recién salidos del Opel Kadett de color gris, vio venir en su dirección a los dos hombres jóvenes, con vaqueros y cazadoras de cuero.
Uno de ellos era Ulises, aquel sucedáneo híbrido de skin head y marine, con el suficiente poco cerebro para ser cualquiera de ambos y sin la necesaria audacia para ser ninguno. Del otro no recordaba el nombre, pero era el tipo de pelo rizado que le había consolado el jueves por la mañana, cuando Monroy le arrojó por los suelos.
Monroy se limitó a apoyar la espalda contra la tapia de picón que separaba la casa de la calle y esperó a que llegaran hasta él. Cuando lo hicieron, se quedaron a un paso. Cada uno a un lado. El de pelo rizado, a su derecha, lucía un moratón en el ojo izquierdo. Un pequeño derrame le había invadido la cornea.
—Buenas noches, Monroy —dijo Ulises.
Él respondió con un movimiento de cabeza. En el interior de esa misma cabeza, se desarrollaba una vertiginosa red de sinapsis, mientras una tras otra se iban colocando en su preciso lugar las diferentes piezas que componían todo aquel asunto y le conferían, por primera vez en muchas horas, un sentido.
El joven sacó las manos, que hasta ese momento habían estado en sus bolsillos y mostró el puño americano en los nudillos de la diestra.
—Parece que nos ahorraste un viaje.
—Parece que sí —dijo Monroy.
—¿Dónde está?
—¿El disco? No está aquí —respondió Monroy con serenidad, poniendo cara de hombre de negocios—. Quiero quitármelo de encima, Ulises. Pero no así.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que lo voy a entregar, pero sólo al legítimo dueño.
—No vas a ganar ni un duro más —intervino entonces el del ojo a la funerala.
—Ni lo pretendo. Pero no quiero que haya más confusiones. Ya está bien de chapuzas.
Aquella frase, como él había esperado, los desconcertó. Decidió aprovechar la ventaja y continuó hablando. Sacó del bolsillo de su camisa el paquete de tabaco y el bolígrafo que siempre llevaba encima por si acaso y se dirigió a Ulises.
—Te voy a dar un número de teléfono al que me tiene que llamar mañana por la mañana el legítimo propietario. Sea quien sea. Supongo que será el mismo García Medina. O el tarugo que me ha estado llamando a casa. Pero me da igual.
Anotó el número en la cajetilla mientras decía esto y se la entregó al matón. Éste guardó el puño americano en el bolsillo de la cazadora y cogió la cajetilla. El otro también se relajó.
—Le dices que me llame y quedamos. Yo le entrego el disco y se olvidan de que existo. No quiero ni un jaleo más. ¿De acuerdo? —dijo Monroy antes de accionar el resorte de cierre del bolígrafo con el pulgar.
—Vale —dijo Ulises, guardándose el paquete de tabaco.
Los ojos de Monroy se movieron rápidamente entre uno y otro matón y no se encontraron con la mirada de ninguno de ellos: Era el momento. Antes de que se dieran cuenta, aferró a Ulises por la nuca y le introdujo la punta del bolígrafo en uno de sus orificios nasales. Después, con igual celeridad, dio un golpe seco con la palma en el otro extremo del bolígrafo que casi coincidió con el horrible gemido lanzado por Ulises.
El otro se abalanzó sobre ellos, con la intención de inmovilizar a Monroy mediante una presa. Sin embargo, dudó un instante entre hacer eso y sacar su arma. Y, si había algo que Monroy supiera aprovechar en situaciones como aquella, eso era una duda. En un segundo, le había cogido por la oreja y se entregaba a repetir varias veces la minuciosamente brutal operación de estrellar su cara contra la tapia de picón.
Ulises, entre tanto, se había arrancado el bolígrafo de la nariz. Al hacerlo, había desbloqueado el orificio por el que anhelaba salir la sangre y ésta surgió de golpe desde su seno nasal, llenándole toda la parte inferior del rostro y el pecho. Conteniendo las náuseas, intentaba sacar su arma de la cartuchera que llevaba a la cadera. Pero Monroy tampoco le dio tiempo. Le propinó un puñetazo en el riñón que lo inmovilizó durante un momento. Aferrándole por un hombro, sacó el arma y la arrojó al otro lado de la tapia. Mientras Ulises se recuperaba del nuevo golpe, aprovechó para hacer lo mismo con la del otro. Aunque no era necesario, porque el del pelo rizado se había desmayado. En el suelo, en posición fetal, con el rostro sanguinolento, dormiría durante un rato.
Al mismo tiempo que escuchaba esto, Monroy notó movimiento a sus espaldas. Ulises comenzaba a reaccionar. Intentaba coger su puño americano.
—Muchacho. Mal momento para tener la mano en el bolsillo —dijo Monroy descargando varias veces su puño canario sobre la cara de aquel inútil.
Cuando éste se desplomó, Monroy le metió la mano en aquel mismo bolsillo, sacó el puño americano, se lo enfundó y le dio un puñetazo, con todas las fuerzas que pudo, en una ceja. Instantáneamente, sangre oscura y densa manó a borbotones también de aquella herida.
—Esto es por lo del viejo, cabrón.
—Hijo de puta —logró articular Ulises en un sollozo.
—Nada sangra tanto como una ceja rota —dijo Monroy.
Se guardó el puño americano. También cogió el bolígrafo del suelo, que había quedado unos metros más allá, junto al bordillo de la acera. Todo había ocurrido muy rápidamente. Sólo ahora comenzó Ulises a darse cuenta de que Monroy les había tendido una trampa. Él, por su parte, volvió hasta donde estaba Ulises, que intentaba volver a levantarse. Sangraba al mismo tiempo por las fosas nasales y por la ceja. Y lloraba. Lloraba como el niño que en realidad era. Pero hacía vanos esfuerzos por incorporarse.
—Mejor que no te levantes. Por esta semana, ya has comido suficiente tierra.
Ulises debió opinar que Monroy tenía razón, porque se quedó tumbado.
—No olvides darle ese número de teléfono al cliente. Lo de devolverle el disco va en serio. Aunque, de todas formas, ya lo tiene. Es el número de mi casa, gilipollas. Y dile al amiguete que me llamó que no olvide lo que le dije.
Dicho esto, se volvió tranquilamente a su coche. Algunas luces habían comenzado a encenderse en la vecindad. El del pelo rizado, que había vuelto en sí, intentaba inútilmente ponerse en pie. Un fino hilillo de sangre había comenzado a brotar de uno de sus oídos.
Al pasar ante ellos con el auto, Monroy vio cómo el vigilante de la entrada de la casa de García Medina, con una de las pistolas que él había arrojado hacia el interior en una mano, salía para ver qué ocurría y comenzaba a auxiliar a los dos matones.
Mientras se alejaba de allí, sintió ganas de fumar. Pero recordó que le había dado su paquete de tabaco a Ulises. Daba igual. Igualar un poco los tantos sólo le había costado una cajetilla de rubio. Ahora comenzaba a sentirse mejor.
Sin saber por qué, de repente comenzó a silbar algo que resultó parecerse a
Somewhere
. Bajó la ventanilla para que el aire de la noche le secara el sudor y arrojó a la cuneta el bolígrafo que siempre llevaba por si acaso. Tenía otro en casa.
Sentía un sabor acre en la boca. Cosas de las situaciones violentas. Conocía aquel sabor. Hacía mucho que no lo sentía. En otras ocasiones, siempre había venido acompañado de una sensación de malestar. Una mezcla de sentimiento de culpabilidad y de nostalgia de que las cosas se hubieran solucionado sin recurrir a los golpes. Pero hoy no lo sentía. Por primera vez, sin el menor asomo de duda, le había dado una paliza a alguien que realmente se la había ganado. Y que se la había ganado a pulso. Y sabía que, cuando quitara de en medio a quien le había llamado, que era quien realmente había manejado el asunto, y no aquellos dos inútiles (que hubiesen evitado que ocurriese nada irremediable de haber hecho bien su trabajo), se sentiría aún muchísimo más tranquilo.
Siempre había deplorado las implicaciones de la filosofía de Nietzsche. Sin embargo, en este momento, mientras comenzaba a ver las luces de la ciudad, recordó uno de sus aforismos, no por proverbial menos cierto: Lo que no nos mata nos hace más fuertes.
Se despertó a las nueve. Dormir en el suelo no era lo que más le gustaba en el mundo, pero pensó que no despertaría peor de como estaba.
Decidió matar el tiempo terminando de recoger el salón. En algún momento, recordó el disco. Lo sacó del congelador, lo extrajo de la bolsa y lo puso en su despacho, junto a la ventana. Luego prosiguió con su tarea.
Repasaba mentalmente todo lo ocurrido mientras metía cada disco en su estuche y los iba apilando sobre la mesa del comedor.
La cosa estaba clara: le habían llamado a él para hacer la transacción precisamente porque si algo salía mal nada podría relacionarle con García Medina, salvo, vaya por dónde, su tortuoso divorcio con Ana María. Por eso, cuando le endosaran el muerto, en caso de tener algún muerto que endosar, nadie creería su historia. Su explicación se atribuiría a la intención de causarles algún perjuicio. Con toda lógica, por otra parte.
Todo eso estaba previsto. Si intentaba darles gato por liebre, los matones de García Medina (tipos de confianza de Ceys que no tenían inconveniente en ganarse un dinerillo de más y mantener la boca cerrada) podían hacer lo que hiciera falta con Paco Ruiz, siempre que no dejaran testigos, porque Monroy cargaría con el muerto.
Pero no contaron con tres cosas. La primera, que Ruiz no tuviese el disco que faltaba. La segunda, que Monroy no nombrase a García Medina durante el interrogatorio. Y, por último, que tuviera una coartada.
El primero y el tercero de los hechos, se habían debido, respectivamente, al descuido y a la casualidad. El segundo, sencillamente, a que Monroy no era tonto del todo y sabía que ningún policía se lo hubiera tragado.
Si ni siquiera él acababa de creerse todo aquello, ¿cómo iba a pretender que se lo creyeran un Alonso, un Pérez, incluso un Déniz, quien, además, estaba al tanto, de primera mano, de los términos de su ruptura con Ana María, del rencor y la hiel que existía entre ellos? Aquella misma mañana había tenido que comprobar la hinchazón de sus propios nudillos para probarse a sí mismo que aquello estaba ocurriendo realmente; que alguien, seguramente Ulises y su compañero, había asesinado a Paco Ruiz; que le habían allanado la casa y le habían abierto una ceja a Matías y se habían llevado por delante a Roque; y, sobre todo, que Loreto estaba muerta.
Incluso si en ese mismo instante le entregara, por ejemplo, a Déniz el disco con la filmación, la policía tampoco podría hacer mucho. No podrían ni siquiera demostrar que había habido un homicidio. Por la sencilla razón de que no había cadáver. De hecho, Monroy estaba seguro de que a Loreto nadie la andaba buscando. ¿A una eslovena traída ilegalmente para ejercer la prostitución? ¿Quién la iba a buscar, si, oficialmente, ni siquiera existía?
Sabía que las cosas estaban así.
Sin embargo, había detalles que tenía muy claros. Por ejemplo, que Ulises y el del ojo morado no eran capaces de elaborar el plan previo. No. Las cosas habían sido de otra manera. Ana Mari y el hombrecillo no eran gente acostumbrada a estos asuntos. Eran, simplemente, dos degenerados que podían permitirse ciertos abusos. Normalmente, cerraban con dinero la boca de sus víctimas. Pero no eran criminales habituales. No estaban familiarizados con las pautas de actuación en casos así. Cuando se les fue la mano con Loreto, llamaron a alguien que sí lo estaba. Alguien que sabía solucionar este tipo de asuntos. Y a ese alguien era a quien habían vuelto a llamar cuando Paco comenzó a extorsionarles. Esa misma persona fue quien elaboró todo aquel plan para rescatar los discos.