Tríada (59 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Tríada
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A Kimara le gustaba subirse a la muralla y contemplar el paisaje desde allí. Se asfixiaba en el recinto cerrado de la Fortaleza, y el inmenso bosque la atemorizaba. Pero en lo alto de la muralla el cielo seguía abierto sobre ella. En lo alto de la muralla podía alzar el rostro hacia los soles y soñar con que Jack regresaría volando, transformado en un magnífico dragón.

O, al menos, eso había hecho, hasta que Victoria y sus compañeros habían destrozado ese sueño, con las noticias que trajeron desde los Picos de Fuego.

A pesar de todo, Kimara seguía subiendo a la muralla todos los días. Pero ahora, al levantar la mirada hacia el cielo, sólo soñaba con regresar a su tierra, con volver a ver las eternas arenas de Kash-Tar y alejarse por fin de aquella pesadilla.

Aquella mañana, cuando trepó hasta las almenas, como solía hacer, se topó con una desagradable sorpresa.

Ya había alguien allí.

Kimara la miró con cara de pocos amigos.

—¿Qué haces tú aquí?

—¿Qué te importa? —replicó Kestra de malos modos.

Kimara trató de dominarse. Bueno, pensó, qué le vamos a hacer; la muralla es de todos. De modo que trepó hasta arriba y ocupó el lugar que solía, a una prudente distancia de Kestra.

Ella no la miró. Sus ojos oscuros escudriñaban el bosque, pensativos.

Kimara la ignoró también. Aunque las dos tenían una edad similar, se habían llevado mal desde el principio.

La semiyan se sentó entre dos de las almenas, abrió su manual de hechizos y trató de concentrarse. Pero no tardó en alzar la mirada hacia el cielo, que nunca se cansaba de contemplar... aunque estuviera lleno de sheks.

—Ya sabes que no va a volver —dijo entonces Kestra, sobresaltándola—. ¿Para qué lo esperas?

—Métete en tus asuntos —replicó Kimara, sorprendida y molesta por su descaro.

—Estos son mis asuntos —contestó Kestra, montando en cólera—. Me pone enferma verte aquí todos los días, perdiendo el tiempo mientras los demás nos esforzamos por sacar la rebelión adelante. ¿Por qué no dejas de mirar el cielo y haces algo útil para variar?

—¿Y de qué serviría? Jack está muerto, la profecía no va a cumplirse. Vamos a morir todos.

—El no era el único dragón del mundo.

—Sí que lo era. Y no te atrevas a decirme que esa cosa de madera que pilotas es un dragón. No tienes ni la más remota idea de lo que significa montar a lomos de un dragón de verdad.

Kestra se puso en pie, colérica. Pareció que iba a lanzarse contra ella, pero se contuvo a tiempo y se limitó a replicar, con frialdad:

—No sé qué haces aquí. Está claro que tú no perteneces a la Resistencia.

—¿Que yo qué? —soltó Kimara, boquiabierta—. ¡He hecho por la Resistencia mucho más de lo que has hecho tú!

—No crees en la profecía, semiyan. Sólo creías en ese dragón tuyo. Y ahora que él está muerto, ya no te queda nada en que creer.

Kimara no supo qué responder. Las palabras de Kestra le habían dolido, pero en el fondo de su alma sabía que eran verdad.

—Yo sí creo en la profecía —prosiguió la shiana—. No me importa que haya muerto el último dragón. Nosotros somos los Nuevos Dragones. Pelearemos contra los sheks y venceremos allí donde los Viejos Dragones fueron derrotados.

—No era sólo un dragón, Kestra —replicó ella con frialdad—. Era una persona. Te agradecería que no hablaras de su muerte con tanta frivolidad.

Hubo un breve silencio.

—¿De qué te sirve torturarte? —dijo entonces Kestra—. Dicen por ahí que el dragón estaba con la chica unicornio. La versión oficial es que ella se ha marchado a reunirse con él... pero tú y yo sabemos que se ha ido a vengar su muerte, a matar a su asesino. Como debe ser. Es ella quien ha de llorarle, no tú. ¿O es que erais algo más que amigos?

Kimara se volvió hacia ella, con sus ojos rojizos llameando de furia.

—Mi vida privada no es asunto tuyo, norteña. ¿Acaso yo te he preguntado de dónde sale toda esa rabia, a quién quieres vengar peleando en la Resistencia, o por qué quieres más a un dragón de madera que a toda la gente que te rodea?

Kestra enrojeció de ira, pero no respondió. Kimara volvió a sentarse en las almenas y centró su mirada en el libro de hechizos, hosca y malhumorada.

Hubo un largo silencio.

—Quiero vengar a mi hermana —dijo entonces Kestra, con suavidad.

Kimara alzó la mirada del libro para fijarla en ella. Pero los ojos de Kestra estaban clavados en algún punto del bosque que se alzaba ante ambas.

—También yo tenía alguien en quien creer. También yo tenía una fe ciega en una persona. Y esa persona se fue, ya no está. Y no volverá.

—¿Murió, pues? —preguntó Kimara en voz baja.

Kestra no contestó a la pregunta. Se volvió hacia ella, y Kimara vio que tenía los ojos húmedos.

—Ya ves —dijo—. Por lo menos yo deposité mi fe en los dragones de madera, en Fagnor, en la profecía. ¿En qué crees tú? ¿Por qué luchas?

Kimara no supo qué responder.

Oyeron entonces que alguien subía por las escaleras. Kimara se volvió para ver quién era, y descubrió que se trataba de Allegra; Kestra se asomó bruscamente al exterior, para darle la espalda.

La maga llegó ,junto, a ellas.

—Te estaba buscando, Kimara —dijo con suavidad—. Hola, Kestra.

—Hola —respondió ella, cortante—. Ya me iba.

—No es necesario que... —empezó Allegra, pero Kestra ya estaba en las escaleras.

Kimara suspiró, y cerró el libro. Esperaba que Allegra le preguntara algo acerca de sus estudios, y por eso se sorprendió cuando la oyó decir:

—Voy a marcharme, Kimara. Sólo estaré fuera por un tiempo, pero ya le he pedido a Qaydar que sea tu tutor, y ha accedido.

La semiyan calló un momento, asimilando sus palabras.

—¿Vas a ir a buscar a Victoria? —preguntó con suavidad.

—No. Victoria ya no es responsabilidad mía. Hay otros asuntos que he de resolver, lejos de aquí.

—¿Asuntos de la Resistencia?

—Así es.

Kimara asintió. Allegra la contempló, pensativa.

—¿Hay algo que te preocupe?

«Muchas cosas», quiso decir ella. Pero se contuvo.

—¿Por qué nadie quiere responsabilizarse de Victoria ahora? ¿Por qué la dejasteis marchar? Es poco más que una niña?. Si Jack y yo no hubiéramos cuidado de ella, habría muerto en el desierto. Varias veces.

—Lo sé. Y no creas que no me cuesta. La he criado yo, la he visto crecer. Pero tú, mejor que nadie, deberías saber porque he dejado que se fuera. Piénsalo.

Kimara reflexionó. Cerró los ojos un momento, y recordó el instante en que el último unicornio la había rozado con su cuerno, el instante en que la magia la había llenado por dentro, haciéndola sentir mucho más viva de lo que había estado jamás.

«Vamos a morir todos», le había dicho a Kestra momentos antes. Se avergonzó de sus propias palabras.

—Es un unicornio —murmuró.

Allegra asintió.

—Ya no podemos retenerla. Desde que su espíritu de unicornio despertó, sus motivos ya no son los nuestros, su forma de pensar y de actuar es diferente de la de cualquier otra persona. Ya no podemos comprenderla. Ya no podemos interferir en sus decisiones. Y, sobre todo, ya no podemos retenerla contra su voluntad. Ni debemos. Porque los unicornios han de ser libres para que la magia sea libre. ¿Entiendes?

Kimara asintió.

—Pero hay algo más —prosiguió Allegra—. Desde la muerte de Jack, la luz de sus ojos se ha apagado. Victoria está herida de muerte, y ninguno de nosotros tiene poder para curarla. Ha de enfrentarse a Kirtash. Así se lo exige su instinto.

»No sé muy bien qué sucederá cuando llegue ese momento. Es posible que no sea capaz de matarlo; tal vez entonces el amor vuelva a inundar su alma, tal vez vuelva a ser la Victoria que conocimos. Quizá sólo se salve matando al asesino de Jack. 0 quizá necesite matarlo para poder morir por fin. O puede que simplemente busque respuestas en los ojos de él. No lo sé, Kimara. Antes, Victoria era mi niña, la conocía, la comprendía. Ahora es un unicornio, y, como bien sabes, nadie puede entender las razones de un unicornio.

Kimara tragó saliva.

—Espero que vuelva —musitó—. Oh, espero que vuelva. Allegra sonrió y pasó un brazo por los hombros de la semiyan.

—Yo también, hija. Yo también.

Los días siguientes fueron largos y complicados. Escalaron la cordillera con dificultad, poco a poco, siguiendo veredas que los animales de las montañas habían abierto tiempo atrás. A veces tenían que trepar por riscos que parecían intransitables. Pero Yaren siempre encontraba un lugar donde poner el pie, un matorral al cual agarrarse. Victoria tenía buen cuidado de pisar sólo donde él pisaba, y seguir sus movimientos con total exactitud.

Según fueron escalando las montañas, cada vez hacía más frío. Victoria usaba la magia del báculo para templar el ambiente a su alrededor, cosa que Yaren agradecía.

El bandido, por su parte, se encargaba de traer comida. Sabía qué animales podían encontrarse en aquellos parajes, y de qué manera atraparlos. Aun así, la caza no era muy abundante. Por las paredes rocosas podían verse a veces colonias de washdans, unos animalillos de pelaje gris que no tenían problemas en trepar por los riscos con gran rapidez, ya que se aferraban a la roca con manos y pies; sus dedos se adherían a la húmeda piedra, de la que era muy difícil separarlos.

Yaren tenía un talento especial para descubrir las colonias de washdans. No podía trepar por las paredes montañosas de la misma forma que ellos, pero sabía utilizar muy bien la honda y era capaz de derribar a uno o dos a pedradas.

Con todo, la carne de washdan no era ni muy sabrosa, ni muy nutritiva. Incluso asada permanecía dura y correosa, y estaba claro que no iba a resultar un buen alimento.

Victoria se negó a probarla, al principio. Mientras le fue posible, siguió alimentándose de frutos, setas y bayas. Su instinto le decía cuáles eran comestibles y cuáles no, aunque nunca hubiera visto las variedades que crecían en las espesuras idhunitas.

Pero llegó un momento en que dejó de encontrar alimento con facilidad, y fue entonces cuando se avino a probar la carne, ya fuera de washdan o de cualquier otra cosa, que encontraba Yaren.

Tras varios días escalando por los riscos de la cordillera, las sendas empezaron a descender. Lentamente, la temperatura fue subiendo, la nieve volvió a dejar paso a los arroyos de montaña, y las peñas se abrieron para mostrar un paisaje llano, brumoso y ceniciento.

—Nangal, la Tierra Gris —dijo Yaren—. No está muy poblada pero sí encontraremos algunas aldeas por el camino. En cualquier caso, será mejor que las montañas... o lo sería, si no estuviera tan condenadamente cerca de la Torre de Drackwen.

Victoria no respondió. Yaren la miró de reojo.

No habían hablado mucho durante el viaje a través de las montañas. A veces, el joven dudaba de que su compañera fuera realmente un unicornio. Pero había algunas noches en las que Victoria se agitaba en sueños, como tratando de escapar de alguna angustiosa pesadilla. Yaren la contemplaba entonces, dormida bajo las tres lunas, y en tales ocasiones veía con claridad un punto de luz que brillaba en su frente como una estrella.

—¿Por qué quieres ir a Drackwen? —le preguntó en una ocasión.

Las pesadillas de la noche anterior habían sido especialmente intensas, Yaren lo veía en los cercos oscuros que rodeaban los ojos de la muchacha. Con todo, ella nunca hablaba del tema y actuaba como si nada la perturbara, avanzando con una voluntad inquebrantable.

Victoria permaneció un momento en silencio antes de responder:

—Voy a encontrarme con alguien.

—¿Quién puede haber en Drackwen lo bastante importante como para interesar a un unicornio? —preguntó Yaren, desconfiado—. ¿Vas a entregar la magia a ese alguien? —añadió de pronto, celoso.

—No —respondió ella, con una suavidad y una sencillez que le dio escalofríos—. Voy a matarlo.

El joven no preguntó nada más.

Pero mientras descendían por los peñascos de la cordillera en dirección a Nangal, recordó una historia que había oído contar desde niño, una leyenda a la que, con el tiempo, la gente había dejado de dar crédito.

—¿Vas a matar a Ashran? —le preguntó de golpe—. Se dice que tina profecía anuncia la caída de Ashran a manos de un dragón y mi unicornio.

Nada había logrado perturbar a Victoria en todo el viaje, pero aquellas palabras parecieron golpearla en lo más hondo.

—Hubo una profecía —dijo, despacio—. Pero no puede cumplirse, porque ya no quedan dragones.

Habló con calma; y, sin embargo, Yaren percibió algo en su voz, un timbre que le transmitió, de alguna misteriosa manera, un atisbo de la inmensa soledad, tristeza y desesperación que arrasaban el alma de Victoria.

Quiso preguntar más cosas, quiso penetrar en el misterio de la enigmática joven a la que escoltaba, pero no se atrevió. Había algo en ella, una regia dignidad, que lo intimidaba, lo atraía y lo desconcertaba al mismo tiempo.

«Es un unicornio —se recordaba a sí mismo constantemente—. Es normal que me resulte extraña.»

Era mejor pensar aquello que admitir que, en el fondo, había algo en Victoria que le daba miedo. Mucho miedo.

Por fin, una noche acamparon a los pies de la cordillera. Al abrigo de los grandes bloques de piedra, contemplaron la región que se abría ante ellos, hacia el sur.

Drackwen.

—Debo de estar loco —murmuró Yaren—. Te estoy acompañando hasta el mismo corazón del imperio de los sheks..., y todo porque tengo la remota esperanza de que un día te apiades de mí y me conviertas en un mago. Sólo los humanos somos capaces de darlo todo por un sueño, por estúpido que sea; dicen que es la propia diosa Irial quien nos insufla los sueños a través de la luz de las estrellas, pero yo creo que es, simplemente, que los humanos somos un poco más idiotas que cualquiera de las otras razas inteligentes. ¿Los unicornios tienen sueños? —le preguntó de pronto—. No me refiero a los sueños que nos visitan cuando estamos dormidos, sino al tipo de sueño, de deseo... por el que luchas toda tu vida. Ese sin el cual tu existencia parece que no tiene sentido. ¿Has tenido alguna vez ese tipo de sueño?

Por la mente de Victoria cruzaron, por un fugaz instante, dos imágenes que se superpusieron y por un momento parecieron formar una sola.

Jack. Christian.

—Creo que sí —dijo por fin, cuando Yaren creía que ella ya no iba a responder.

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