Trilogía de la Flota Negra 1 Antes de la Tormenta (46 page)

BOOK: Trilogía de la Flota Negra 1 Antes de la Tormenta
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Pero antes de que transcurriera mucho tiempo, esos dos temores palidecieron ante la todavía más temible idea de que nadie llegaría a saber jamás qué había sido de sus padres, amantes y amigos. Después de haber repasado las imágenes registradas por su grabadora de combate, Mallar comprendió que necesitaba más pruebas, y volvió por donde había venido.

Cuando estuvo cerca de las ciudades de Polneye, Mallar situó el interceptor sobre las nubes el tiempo suficiente para grabar imágenes de las tres naves incursoras, que se habían reunido en una órbita conjunta.

Suponiendo que su pequeño caza llegara a aparecer en sus pantallas defensivas, lo hizo únicamente bajo la forma de un puntito diminuto perdido entre la estática causada por la inversión.

Después descendió por debajo de las nubes y descubrió que el cielo estaba libre de cazas. El objetivo de su holocámara se deslizó sobre las ruinas de siete ciudades y registró siete delgadas columnas de humo esparcidas por las llanuras..., pero sólo siete, porque Diez Sur seguía en pie, y un transporte gigantesco se había posado junto a ella.

La visión del transporte hizo que Mallar se atreviera a permitirse sentir una tenue esperanza, algo que le había resultado totalmente imposible desde el momento en que Nueve Sur había desaparecido bajo los haces desintegradores. Había una posibilidad de que se hiciera algo más que mera justicia: había una posibilidad de que pudiera obtener ayuda a tiempo de que fuese de alguna utilidad. Mallar volvió a escurrirse por entre los velos, pidió el máximo esfuerzo posible tanto a su interceptor como a su capacidad de controlarlo y se alejó a toda velocidad hacia el horizonte que parecía huir ante él.

Media hora después, al otro lado de Polneye, un diminuto caza de un solo asiento con un joven estudiante lleno de decisión sentado delante de sus controles surgió de las nubes y se lanzó hacia las estrellas.

El virrey Nil Spaar supervisó personalmente el exterminio de la colonia de Kubaz desde su navío insignia, el
Orgullo de Yevetha
, y mientras contemplaba las operaciones pensó que se trataba de una variedad de alimañas particularmente repulsivas, con rostros tan horrendamente mutados que extrajo un activo placer de su destrucción.

Después, mientras el
Orgullo
proseguía su conquista de la granja-factoría imperial de Pirol-5, el virrey se retiró a sus aposentos para recibir la atención de su
dama
y los informes de los otros elementos de la flota.

Todas las noticias eran uniformemente buenas. En Polneye se había producido un infortunado accidente que había dado como resultado la muerte de un piloto y el suicidio del jefe de armamento, pero eso no tenía ninguna importancia. Allí donde apareciesen las naves de los yevethanos, las alimañas eran barridas rápidamente de los mundos que habían contaminado.

Tranquila, implacable, eficientemente, la Flota Negra fue desplegando un telón de muerte a través del Cúmulo. Las instalaciones y núcleos urbanos de las alimañas fueron cayendo uno detrás de otro debajo de él en Kubaz, Polneye, Morath, Corasgh, H'kig... Los objetivos incluían colonias y especies cuyos nombres e historias eran desconocidos para quienes habían tramado su erradicación.

Los dos mundos que iban a ser reclamados por los yevethanos fueron sometidos a una esterilización completa. Los colonos que debían poblar aquellos planetas ya iban hacia allí desde Los Doce a bordo de las nuevas naves de impulsión iónica, que eran más veloces que la misma luz. Otros no tardarían en seguirles.

Era la realización de un gran destino. Al final de un largo día de gloria, el Todo volvía a pertenecer única y exclusivamente a Yevetha.

Cuando el último informe hubo llegado a sus manos, Nil Spaar llamó a sus compañeros de carnada y a su
dama
para que se reunieran con él en una gran celebración.

Después, el virrey durmió profundamente y disfrutó de un delicioso y prolongado sueño.

Leia Organa Solo, impaciente y esperanzada, aguardaba detrás de la puerta a que la lanzadera de la Flota descendiera en la terminal 18 de Puerto del Este. En cuanto los motores de la lanzadera dejaron de funcionar, Leia hizo caso omiso del supervisor de la puerta y sus nerviosas advertencias de que tuviera cuidado y salió corriendo a la pista. Cuando la escotilla se abrió con un siseo y la escalera de descenso surgió del casco y se desplegó, Leia ya estaba esperando al final del tramo de escalones.

Han fue el primero en aparecer en el peldaño superior, con su sonrisa torcida en los labios y la bolsa de viaje al hombro. Bajó por la escalera en tres largas zancadas, arrojó la bolsa de viaje al suelo y envolvió a Leia en un abrazo tan reconfortante y lleno de amor que casi consiguió empezar a disipar el frío helado que había ido impregnando su espíritu después de la inesperada catástrofe que había puesto fin a sus negociaciones con los yevethanos y la humillación que le habían infligido Peramis y Nil Spaar. Leia pegó el rostro al pecho de Han para ocultar sus lágrimas.

—Todo irá bien —murmuró Han, con los labios pegados a sus cabellos—. Si yo te hablara de algunos de mis días realmente malos...

Leia no pudo reprimir la risa, y estrechó apasionadamente a su esposo entre sus brazos.

—Vamos a casa.

—No se me ocurre ninguna buena razón para no hacerlo —dijo Han, inclinándose para coger su bolsa de viaje del suelo—. Y..., bueno, cariño, procura que no se te suba a la cabeza, pero la verdad es que te he echado de menos.

A veintitrés horas de viaje de Polneye, Plat Mallar conectó el grabador de la cabina de su interceptor TIE. Su rostro estaba muy pálido y se hallaba cubierto por una reluciente capa de transpiración. Sólo le quedaba un hilo de voz, y sus ojos giraron de un lado a otro mientras intentaba eliminar la niebla que había invadido su campo visual.

El interceptor, que carecía de hiperimpulsores, nunca había sido concebido para la clase de viaje que Mallar había intentado llevar a cabo, y que consistía en ir de una estrella a otra a través del espacio real. Mallar había huido de Polneye, logrando no ser detectado por los yevethanos y dejando atrás el Cúmulo de Koornacht, pero no podía escapar a las despiadadas ecuaciones del tiempo, la energía y la distancia.

Mallar había mantenido el caza a plena potencia durante tanto tiempo como se lo permitieron los paneles solares y los capacitadores, obligando a la pequeña nave a acelerar continuamente en un vector de alta velocidad que se encontraba muy por encima de la velocidad máxima que ningún piloto podría usar durante un combate. Incluso había conseguido persuadir al piloto automático, diseñado para resolver los poco complicados problemas de navegación que podían presentarse en el interior de un sistema estelar, de que aceptara Galantes como destino.

Pero ya hacía horas que los motores se habían enfriado, y sólo el vacío rodeaba a su nave locamente lanzada por el espacio. El morro del caza estaba enfilado directamente hacia Galantos, pero —según había calculado— no llegaría a ese sistema hasta dentro de casi tres años. Y Mallar no esperaba vivir ni tres horas más.

La pequeña reserva de oxígeno de la nave se había consumido. Su respirador ya no podía limpiar el aire que Mallar introducía en sus pulmones lo suficientemente bien para poner fin a los horribles dolores de cabeza que estaba padeciendo. Los recirculadores mantenían seco el aire, pero Mallar estaba siendo asfixiado lentamente por sus propios gases residuales.

La memoria le había engañado. Las imágenes de su infancia, en las que Polneye era un puerto lleno de actividad que había cumplido la función de centro de los caminos espaciales de la región, eran demasiado nítidas para poder ser desmentidas por los hechos. Aquellas imágenes ofrecían lo que había demostrado ser una falsa promesa..., la de que Mallar conseguiría encontrar otra nave que le ofrecería ayuda o transporte.

Mallar, que no había abandonado la superficie de su planeta en toda su vida, descubrió que era incapaz de imaginarse lo vacío que estaba el espacio, o de creer en lo desierta que había llegado a volverse aquella región de él. El sistema de seguimiento del interceptor llevaba veintitrés horas sin detectar ninguna nave ni grande ni pequeña. Mallar sabía que iba a morir, y sabía que iba a morir solo.

Carraspeó para aclararse la garganta, produciendo un sonido todavía más horrible que el de su entrecortado jadear anterior.

—Me llamo Plat Mallar —dijo—. Nací en la ciudad de Tres Norte, en el planeta Polneye. Mi madre se llamaba Fal Topas. Era bióloga en una fábrica, y muy hermosa. Mi padre se llamaba Plat Hovath, y era mecánico de androides. Yo fui el único hijo que tuvieron. Vivíamos en Diez Sur, en el nivel azul, cerca de los estanques de algas.

»Ayer era el cuadragésimo día de Mofat. Ayer varios navíos de guerra atacaron Polneye sin ningún aviso previo..., sin ninguna causa. Eran naves no identificadas, de diseño imperial... Destruyeron la mayor parte de Polneye, mataron a mis padres y a casi toda la población del planeta. Creo que ahora los supervivientes se han convertido en rehenes... Había un transporte...

Hizo una pausa, con el corazón latiéndole a toda velocidad, para tratar de recuperar el aliento. Su voz se había debilitado tanto que apenas era un susurro sibilante.

—Las grabadoras de combate de mi nave contienen pruebas de este ataque..., de la destrucción de mi hogar —siguió diciendo Mallar en cuanto pudo continuar—. Asesinaron a mi gente, a millares y millares y millares de personas. Ayudadnos, por favor. Por favor... Si alguien sigue vivo..., tratad de salvarle. Quienquiera que vea estas imágenes... Debéis encontrar a esos monstruos y castigarlos. Esto nunca..., nunca hubiera tenido que ocurrir. Suplico... Suplico justicia para los muertos. Para mis padres. Para mis amigos. Para mí.

Mallar se dejó caer sobre el respaldo de su asiento, agotado por el esfuerzo que le había exigido hablar. Pero la grabadora siguió funcionando, porque no consiguió levantar un brazo para pararla. La grabadora siguió conectada y registró fielmente la imagen de Mallar, y continuó haciéndolo durante todo el rato en que Mallar hizo algún movimiento o emitió algún sonido ocasional.

Pero se desconectó por fin cuando Mallar se sumió en la inconsciencia.

Mallar seguía inconsciente y se hallaba a las puertas de la muerte cuando el azar quiso que la tripulación del navío de exploración 5P8 de la Quinta Flota detectara la vertiginosa deriva de su caza en sus pantallas.

15

Los primeros rayos matinales del sol de Coruscant estaban proyectando largas sombras sobre las calles que iban del este al oeste de la Ciudad Imperial cuando el almirante Ackbar se detuvo delante del acceso familiar a la residencia presidencial.

—Buenos días —dijo el androide de seguridad—. Esta entrada se encuentra cerrada. La familia no recibe visitantes en estos instantes. Tenga la bondad de volver en otro momento, o llame al centro de programación de visitas para obtener más información.

Ackbar ladeó la cabeza y parpadeó, muy sorprendido.

—Soy el almirante Ackbar.

—Buenos días, almirante Ackbar. Esta entrada se encuentra cerrada. Tenga la bondad de volver a la acera.

—De acuerdo, no importa —dijo Ackbar—. Dispongo de un código de acceso.

—Cerró los ojos mientras se concentraba—.
Alef..., lamed..., zayin..., shin.
Sí, creo que es eso
.

—Buenos días, almirante Ackbar —dijo el androide—. Puede entrar.

El recinto estaba silencioso y desierto, salvo por los diminutos capucheros que pastaban en el césped. Cuando Ackbar pasó demasiado cerca de uno, el animal le gruñó con una ferocidad totalmente desproporcionada a su tamaño.

—Bueno, bueno... Puedes seguir desayunando —le dijo Ackbar, divertido—. No he venido a molestarte.

Ninguno de los rayos de sol de primera hora de la mañana llegaba a la casa, que estaba envuelta en sombras, y no había luces encendidas dentro de ella, salvo en la cocina, donde un androide mayordomo estaba terminando sus tareas de mantenimiento nocturno. No había ningún sonido procedente del cuarto de los niños, lo cual era muy de agradecer porque el almirante no se sentía en condiciones de vérselas con su entusiástica y nerviosa energía. Ackbar supuso que el regreso de Han había hecho que toda la familia se acostara bastante tarde.

«Dormid todo el tiempo que os apetezca, niños —pensó con melancólica ternura—. Dormid mientras podáis hacerlo...»

Ackbar fue siguiendo las indicaciones de su memoria y el tenue brillo de las tiras luminosas del suelo a través de los pasillos sumidos en la penumbra que llevaban al dormitorio de Leia y Han. En consideración a los niños, la puerta estaba cerrada pero sin el bloqueo electrónico conectado.

Ackbar esperó que sus amigos no estuvieran ocupados apareándose.

—Abre la puerta y enciende las luces —le dijo al comunicador de la casa.

Cuando el dormitorio quedó repentinamente inundado de claridad, Han reaccionó instintivamente rodando sobre sí mismo hasta quedar boca arriba en la cama y se incorporó de golpe. Entrecerró los ojos y, reconociendo a Ackbar, permitió que un suspiro fuese disipando el torrente de adrenalina que había saturado su organismo.

—Ah, es usted —gruñó—. Tiene suerte de que ya haya perdido la costumbre de dormir con un desintegrador debajo de la almohada.

—No es una cuestión de suerte —replicó el calamariano—. Usted mismo me dijo que había dejado de hacerlo después de aquella ocasión en que Jaina y su padre se dieron un susto de muerte el uno al otro.

Los repentinos movimientos de Han habían hecho que la cama se sacudiera lo suficiente para sacar a Leia de su profundo sueño.

—Almirante Ackbar... —dijo, incorporándose sobre los codos con una expresión interrogativa en el rostro—. Cuando le invité a que viniera para tratar de convencerme de que no presentara mi dimisión, pensé que por lo menos esperaría hasta que estuviera despierta.

—Buenos días, princesa.

—No intente desarmarme con la cortesía —dijo Leia—. ¿Qué está haciendo aquí a estas horas?

—Sacarles de la cama —respondió Ackbar—. Esperaré fuera mientras se visten.

—Oh, ¿de veras? ¿Y luego qué?

—Luego hemos de ir a cierto sitio. Tengo un deslizador esperando fuera.

—Eh, un momento, un momento. No estoy disponible —dijo Leia—. No para asuntos estatales, y especialmente no a esta hora... Y, de todas maneras, ¿qué hora es? —Lanzó una rápida mirada de soslayo al cronómetro de la mesilla de noche—. Oh, cielos... Tendría que haber resistido la tentación de averiguarlo.

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