Trinidad (17 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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Pero si bien uno podía convivir con lo presbiteriano, lo católico resultaba incomprensible. Hasta aquí había bastado siempre con una visita a su obispo. Esos eclesiásticos sabían llevar el juego. En cambio, ahora se encontraba ante la repugnante perspectiva de pedir, real y verdaderamente, votos católicos para poder sentarse otra vez en un escaño que le pertenecía, a él y a nadie más.

Pocas ideas tristes y pocas expresiones melancólicas sobre Gladstone y los liberales dejaron de pasar por la mente y los labios de Walby. Esa gente conspiraba para destruir el Imperio. ¿Desde cuándo un colonizador concede a los indígenas el derecho a votar? Bástame ridículo había sido redactar la Ley de Unión, que permitía a los católicos irlandeses sentarse en el Parlamento británico. ¡Señor! Todo el mundo sabía que Parnell y sus miserables estaban realizando una campaña para destruir la unión e imponer un Gobierno autónomo. ¿Qué podía haber entre los cielos y la tierra más destructor que un Parlamento en Dublín poblado de fenianos que no tenían derecho a gobernarse a sí mismos ni capacidad para hacerlo?

Aunque, en medio de todas estas agonías, una idea se mantenía incólume. Lo desastroso y realmente inconcebible sería acarrear una vergüenza eterna sobre la familia perdiendo el escaño. Las cosas estaban un poco confusas en ese momento; pero un buen oficial evalúa sus pérdidas, reagrupa las fuerzas y ataca.

Y al llegar a este punto, sus angustias terminaron.

¡Dong! ¡Dong! ¡Dong!… Tocaban el
Angelus
y los hombres que andaban pesadamente por el cruce de caminos caían de rodillas como abatidos a trabucazos.

«Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…»

Tomas se internó en la mortecina luz de la taberna de Dooley McCluskey. Después de un día en el campo, la taberna olía a gloria. McCluskey le acercó su dosis nocturna habitual.

—¿Qué tal te va, Dooley?

McCluskey hizo una mueca.

—Mal, Tomas. El estreñimiento —gimió—. Tengo una cantidad monumental de nudos en el vientre —y movió la cabeza indicando el rincón oscuro donde Luke Hanna resistía sin otra compañía que la de una botella.

—¡Eh! ¿Qué tal, Luke? ¿Qué te trae por estos andurriales a estas horas del día?

—Te estaba esperando —y acabó de llenar el vaso de Tomas—. Hala, échatelo entre pecho y espalda.


Sloncha
.


Sloncha
.

Luke movió la cabeza, sin poder creer lo que él mismo iba a decir.

—El mayor quiere celebrar una reunión política con los muchachos de tu pueblo.

—Bah, hombre, no me tomes el pelo.

—No te lo tomo.

—¿De veras? —inquirió Tomas.

—Sí, es un hecho.

Dooley, que por lo general era la discreción personificada, emitió un silbido.


Jaysus
—exclamó Tomas—. Prácticamente sólo vemos a Hamilton Walby cuando cruza nuestros campos al galope persiguiendo a las pobrecitas zorras. ¿Cree de veras ese hombre que conseguirá votos por estos lugares?

Luke se rascó la mandíbula.

—La cuestión está así, Tomas. Yo conozco tu postura y tú conoces la mía. La venida del mayor quizá no traiga ningún beneficio. Pero ¿puede perjudicar? Puesto que las nuevas leyes exigen ciertos arreglos, debería procederse a ellos pacíficamente.

—Eso tiene lógica —respondió Tomas—. Me imagino que el mayor está dispuesto a tratar con la misma cortesía a Kevin O'Garvey.

—Ah, ya sabía yo que sacarías este tema. Todo esto es nuevo, Tomas, y la gente como Hamilton Walby sólo puede resistir cierto número de impresiones de una sola vez. No quieras precipitar las cosas, hombre. Celebremos la reunión aquí y veamos qué ocurre después.

—¿Por qué no? —aceptó Tomas, levantando los hombros—. Dile al señor hacendado que será muy bien recibido.

Entonces Dooley McCluskey razonó muy sinceramente que la reunión debía tener lugar en el cruce de caminos, bajo la gran encina conocida como «el árbol de los ahorcados». Sería mucho mejor que en la torre normanda, calculaba él, porque en una reunión de tal envergadura y naturaleza no tardaría en manifestarse la sed.

Luke y Tomas se escupieron en las manos y se las estrecharon para cerrar el trato; después salieron fuera, donde seguía rodando el murmullo del
Angelus
.

—¿Cómo te has dejado alistar en las huestes del mayor? —preguntó Tomas.

Luke se apretó el cinturón y se desperezó bajo el frío aire nocturno.

—No importa, ¿verdad que no? Quiero decir que no importa quién se siente en Westminster, Walby u O'Garvey. Tú y yo, Tomas, sabemos que todo eso es un juego de palabras. No tendremos un Gobierno autónomo en toda nuestra vida mientras la Cámara de los Lores continúe en Inglaterra y posea el derecho de veto. Yo continuaré yendo a la hilandería seis días a la semana, y tú harás lo mismo con tus campos. Nada cambiará de veras.

Tomas había hablado a Kevin de las desilusiones que traían las hermosas auroras nuevas. Él y Luke conocían las realidades.

—Sí —respondió Tomas—, ésa es la verdad, Luke, ésa es la verdad.

2

Frederick Weed caminaba con paso firme y la misma tenacidad que se atribuía a uno de sus mayores motores marinos. El séquito alineado tras él arrancó a un trote corto cuando sir Frederick estuvo a la mitad de la gira de inspección personal que hacía cada quince días. Al llegar al muelle despalmador principal, que se hallaba en el mismísimo centro del dilatado complejo industrial, desapareció dentro de la bodega del barco sometido a reparaciones importantes.

La gira de inspección había pasado a ser un episodio más o menos clásico acompañado de consultas instantáneas y decisiones sobre la marcha con sus ingenieros y capataces. Una riada de órdenes y mementos inundaba a Kendrick, su ayudante, y a la recua de secretarios cubiertos de sudor, desde el primero hasta el último, a pesar de lo fría que estaba la atmósfera.

Cuando salió de la bodega, el jefe se internó por su taller de motores marinos, recién ampliado, un mastodonte que cubría cinco acres bajo tejado. Sir Frederick había puesto muchas ilusiones y mucho dinero en el proyecto de un motor de triple expansión destinado a procurar mayores presiones de vapor. Estas impulsaban a sus dos nuevos barcos gemelos hasta la loca velocidad de dieciocho nudos. ¡Inaudito! Pero estábamos en la era de lo inaudito, y actualmente sus ingenieros ya proyectaban barcos ¡de diez mil toneladas!

Weed conocía por el nombre de pila a gran número de sus millares de empleados, y mientras iba pasando fingía camaradería, practicando continuamente la política de escuchar con «sincero interés» esta queja o aquella indicación, recurriendo cada vez a la palmadita a la espalda, el apretón de manos, la palabra de simulado aliento. La maciza robustez heredada de sus pasados días de atletismo se había rellenado un poquito, pero seguía teniendo una figura que imponía respeto, y el cigarro puro quemaba con un humo de llama eterna.

Al salir del edificio de motores marinos, el grupo de inspección desfiló hacia el canal del Rey Guillermo, que dividía el complejo en dos. Sir Frederick nunca olvidaba detenerse en el centro del elevado puente. Desde allí lo veía todo: los muelles de despalmado, los diques secos, las grandes estructuras cubiertas que albergaban talleres de laminación, forjas, aserraderos, almacenes, talleres auxiliares, fábricas. En la parte sur del canal, cuatro chimeneas de la fundición de acero hendían el firmamento, formando el hito más familiar de Belfast; a continuación venían los nuevos talleres de locomotoras. Todo lo que formaba parte de Weed Ship & Iron Works se veía desde allí, poderosamente asentado en la ensenada de Belfast. El canal del Rey Guillermo había sido construido como una arteria que dividía el río Lagan y Crown Island. Dragada y acondicionada, daba cabida ahora a su tercer millar de acres de fábricas, jardines y campos de deportes, todo ello con el nombre de Weed.

Era una empresa tan poderosa, en verdad, como el complejo Harland Wolff, situado sobre el canal Victoria, media milla más al sur.

Sir Frederick devoraba el panorama con los ojos desde el centro del puente.

—Hermoso —murmuró—, condenada, endiabladamente hermoso.

El canal estaba adornado como el día del cumpleaños de la reina Victoria. A ambos lados revoloteaban millares de banderas de la Union Jack, Red Hands of Ulster, banderolas y gallardetes. Por así decirlo, el cumpleaños de la reina Victoria lo celebraban todos los días sin excepción, porque inmediatamente detrás de los Talleres Weed se elevaba aquella monotonía de ladrillo rojo llamada East Belfast, el más leal bastión protestante de todo el Imperio.

A los Talleres Weed les correspondían cuarenta logias Orange distintas. Logia de remachadores, Logia de caldereros, Logia de almacenistas. Logia de ensambladores, Logia de emplomadores, Logia de carpinteros de ribera. Logia de gañanes… Hasta había una Logia de caballeros, para los jefes, presidida por el propio sir Frederick, con objeto de guiar la política de los otros. De los nueve mil seiscientos cuarenta puestos de trabajo, nueve mil doscientos diecisiete los ocupaban protestantes de East Belfast y el Shankill. De este número, más de ocho mil quinientos eran miembros de la Loyal Orange Order.

La fundición de acero se enorgullecía de unos hornos «Siemens-Martin» a hogar abierto con capacidad suficiente para producir todo lo que requerían unos astilleros y una fundición de locomotoras y, además, la mayor parte de los raíles de Irlanda y un porcentaje elevadísimo de otros artículos de acero.

Al otro lado del taller de laminación, sir Frederick había creado un departamento de investigaciones, porque estábamos en el auge de los barcos y los ferrocarriles. Nuevos diseños y soluciones en los motores, los cascos y las calderas hacían que el tonelaje mundial aumentara de día en día. Y el cenit todavía no aparecía a la vista. Sir Frederick Weed no estaba dispuesto a quedarse corto o con las manos vacías en aquella furiosa competición de ideas. A él, más que a nadie, se debía que Belfast se convirtiera en un centro de construcción de buques de fama mundial, y el celo que desplegaba en materia de ferrocarriles no quedaba muy atrás.

La revolución industrial, movida por el vapor, halló su máxima expresión en un diluvio de genios británicos. En 1851, y en el Cristal Palace de Hyde Park, se celebró una gran exposición industrial inspirada por el príncipe Alberto, para propagar por el mundo las manufacturas británicas. El apelativo de «victoriana» que identificaría a aquella época nació allí, y allí quedó dispuesto el escenario para un progreso sin igual. El propio Cristal Palace era una pieza maestra de tecnología victoriana, y allí fue donde se utilizaron por primera vez, en gran escala, los prefabricados.

A medida que el vapor se dejaba arrancar más y más secretos, los titanes de la investigación británica ponían en marcha una avalancha de perfeccionamientos. Martillos de vapor, palas de vapor, martinetes de vapor, prensas hidráulicas y gatos movidos a vapor. Este alud ponía en manos de los constructores del mundo herramientas rapidísimas movidas a vapor y mecanizaba los campos con máquinas agrícolas también movidas a vapor. Turbinas de vapor de alta velocidad empujaban por los mares barcos mastodónticos, y otras turbinas de vapor creaban energía en emplazamientos terrestres. Nuevos métodos de purificar el hierro abrieron el camino a la fabricación y entubado de aceros que se emplearon en vigas, edificios y puentes de dimensiones nunca soñadas. Arquitectos e ingenieros añadían maravillas nuevas al mundo, tales como el conjunto de diques del Támesis y el complejo portuario de Liverpool.

El vapor engendró la revolución de los transportes que disparó a los británicos desde las estrecheces de la isla hasta las más elevadas esferas de poder del mundo, con barcos y ferrocarriles a la par de sus cañones y sus estadistas. El «Rocket», primer motor moderno y práctico a vapor, iba en cabeza en tierra firme, para no desdecir de su señorío de los mares.

Una «parte del león» del tonelaje marítimo mundial enarbolaba la bandera de la Union Jack y todos los continentes albergaban brigadas de peones ingleses, esos trabajadores que maravillaban al mundo mientras construían canales y ferrocarriles británicos.

Resplandeciente símbolo de aquella era fue Isambard Kingdom Brunel, que construyó el gran ferrocarril del Oeste —además de otros veinticinco—, trazó los planos del primer túnel submarino, fue el padre del ferrocarril de vía ancha, botó el primer barco acorazado y el primer vapor que cruzaría los océanos, seguido de una armada de buques de los mayores y más rápidos hasta entonces conocidos, inició la telegrafía de los ferrocarriles, engendró la propulsión a chorro y estudió la construcción de túneles, acueductos, muelles normales y muelles secos, puentes de ferrocarril y puentes colgantes de una audacia asombrosa sobre precipicios amedrentadores.

Thomas Brassey acabó de surcar el mundo de ferrocarriles británicos, construyendo una lista de exóticos nombres de líneas en la India, Noruega, Canadá, Francia, Argentina, Italia, Australia, Polonia y la isla Mauricio. El Calcuta-Ganges, el Varsovia-Galatz, el Viena-Trieste.

Todos eran hombres de la reina.

De la misma cepa, y no menos, era el escocés Frederick Murdoch Weed. De joven había conquistado laureles menores como arquitecto naval e ingeniero de marina en los grandes astilleros de Clydebank.

Intrigado por la serie de innovaciones traídas por la guerra civil americana, cruzó el océano con objeto de estudiarlas, y quedó particularmente hechizado por el rápido paso de los barcos con coraza de hierro a los buques de acero para romper el bloqueo que construyó la Confederación.

Su cerebro se convirtió en un manantial de ideas, pero se sentía continuamente frustrado viendo que los nuevos genios de la situación se habían atrincherado en Glasgow, Liverpool y Newcastle. Era preciso buscar tierras más verdes y, mostrándose a la altura de los gigantes de su tiempo, la fertilidad de su mente anduvo del brazo con su audacia para las empresas. Recorrió, pues, el mar de Irlanda, y lo que vio le gustó. En los alrededores de Belfast existía desde hacía muchísimo tiempo una industria, reducida pero digna de consideración, de construcción de barcos. Harland Wolff montaron unos astilleros y prosperaron. Este ejemplo le hacía más apetecible el proyecto de cortar sus propios lazos con la isla madre. La Belfast City Corporation estaba ampliando continuamente sus instalaciones y arreglando, para este propósito, tierras de la desembocadura del río Lagan, donde existía un excelente núcleo de expertos obreros navales emigrados de Escocia.

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