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Authors: Henry Miller

Trópico de Capricornio (20 page)

BOOK: Trópico de Capricornio
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Esa cuestión de la creencia, aquella antigua promesa que nunca se cumplió, es lo que me hace pensar en mi padre, que se vio abandonado en el momento de mayor necesidad. Hasta la época de su enfermedad, ni mi padre ni mi madre habían mostrado nunca la menor inclinación religiosa. Aunque siempre estaban defendiendo a la iglesia ante los demás, personalmente nunca pusieron los pies en una iglesia desde que se casaron. Consideraban un poco chiflados a los que iban a la iglesia con demasiada regularidad. La propia forma como decían: «Fulano de Tal es religioso», era suficiente para dar a entender el desdén y el desprecio, o bien la compasión, que sentían por
esos
individuos. Si de vez en cuando, a causa de nosotros, los niños, visitaba la casa el pastor inesperadamente, lo trataban como a alguien con quien estaban obligados a mostrar deferencia por cortesía normal pero con quien no tenían nada en común, de quien recelaban un poco, como representante, de hecho, de una especie a medio camino entre un bobo y un charlatán. A nosotros, por ejemplo, nos decían: «un hombre encantador», pero cuando llegaban sus amigos y empezaba el cotilleo, entonces se oían una clase de comentarios enteramente diferentes, acompañados generalmente por el estruendo de carcajadas despectivas e imitaciones disimuladas.

Mi padre cayó mortalmente enfermo a consecuencia de dejar de beber demasiado bruscamente. Durante toda su vida había sido un hombre sociable y simpático: había echado una barriga que le sentaba bien, tenía las mejillas llenitas y rojas como un tomate, sus modales eran suaves e indolentes, y parecía destinado a vivir hasta una edad avanzada, sano como una nuez. Pero, por debajo de aquella apariencia halagüeña y alegre, las cosas no iban nada bien. Sus negocios andaban mal, las deudas se iban acumulando, y ya algunos de sus amigos más antiguos estaban empezando a abandonarlo. La actitud de mi madre era lo que más le inquietaba. Ella lo veía todo muy negro y no se molestaba en ocultarlo. De vez en cuando se ponía histérica y empezaba a reñir con él violentamente, renegando en el lenguaje más vil, rompiendo platos y amenazando con marcharse para siempre. Total, que una mañana él se levantó decidido a no probar nunca más ni una gota de alcohol. Nadie creyó que lo dijera en serio: había habido otros en la familia que habían dejado de beber, que se habían pasado al agua, como decían, pero que pronto volvieron a caer. Nadie de la familia, y todos ellos lo habían intentado en diferentes momentos, había conseguido nunca volverse abstemio. Pero mi viejo era diferente. De dónde o cómo consiguió la fuerza para mantener su resolución, es algo que sólo Dios sabe. Me parece increíble, porque, si yo hubiera estado en su pellejo, habría bebido hasta la muerte. No así el viejo. Aquélla era la primera vez en su vida que había mostrado resolución con respecto a algo. Mi madre estaba tan asombrada que, como una idiota que era, empezó a burlarse de él, a echarle pullas sobre aquella resistencia que lamentablemente tanta falta le había hecho hasta entonces. Aun así, él se mantuvo en sus trece. Sus compañeros de bebida desaparecieron con bastante rapidez. En resumen, pronto se vio casi completamente aislado. Aquello debió de herirlo en lo vivo, pues antes de que hubieran pasado muchas semanas, cayó mortalmente enfermo y hubo que consultar al médico. Se recuperó un poco, lo suficiente para levantarse de la cama y andar, pero seguía muy enfermo. Decían que padecía de úlceras de estómago, aunque nadie estaba completamente seguro de lo que le aquejaba. Ahora bien, todo el mundo entendía que había cometido un error al dejar de beber tan bruscamente. Sin embargo, era demasiado tarde para regresar a un modo de vida moderado. Su estómago estaba tan débil, que ni siquiera toleraba un plato de sopa. Al cabo de dos meses, se había vuelto casi un esqueleto. Y viejo. Parecía un Lázaro recién salido de la tumba.

Un día mi madre me llevó aparte y con lágrimas en los ojos, me pidió que fuera a ver al médico de la familia y me enterase de la verdad sobre el estado de mi padre. El doctor Rausch había sido el médico de la familia durante años. Era un típico alemán chapado a la antigua, ya bastante cansado y extravagante después de años de ejercer y aun así incapaz de separarse de sus pacientes. A su estúpido modo teutónico, intentaba asustar a los pacientes menos graves para que no volvieran, intentaba curarlos a fuerza de discutir, por decirlo así. Cuando entrabas en su consulta, ni siquiera se molestaba en mirarte, sino que seguía escribiendo o con lo que quiera que estuviese haciendo, al tiempo que te bombardeaba a preguntas de un modo rutinario e insultante. Se comportaba con tanta rudeza, con tanta suspicacia, que por ridículo que pueda parecer, casi parecía esperar que sus pacientes trajeran no sólo sus dolencias, sino también la
prueba
de sus dolencias. Te hacía sentir que no sólo había algo físico que no funcionaba, sino también algo mental. «Eso son imaginaciones suyas», era su frase favorita, que espetaba con sarcasmo y mirando de soslayo maliciosamente. Conociéndolo como lo conocía, y detestándolo con toda el alma, fui preparado, es decir, con el análisis de laboratorio de las evacuaciones de mi padre. Llevaba también un análisis de orina en el bolsillo del abrigo, por si acaso exigía más pruebas.

Cuando era yo un niño, el doctor Rausch había mostrado cierto afecto por mí, pero desde el día en que fui a verlo con purgaciones había perdido la confianza en mí y siempre ponía cara avinagrada, cuando yo asomaba la jeta por la puerta. De tal palo, tal astilla, era su lema, y, en consecuencia, no me sorprendió cuando, en lugar de darme la información que le pedía, se puso a sermonearnos, a mí y al viejo al mismo tiempo, por nuestra forma de vida. «No se puede ir contra la Naturaleza», dijo haciendo una solemne mueca de desagrado, sin mirarme al pronunciar las palabras, sino haciendo alguna anotación inútil en su libreta. Me acerqué tranquilamente a su escritorio, me quedé a su lado un momento sin decir palabra, y después, cuando levantó la vista con su habitual expresión de aflicción e irritación, dije: «No he venido en busca de enseñanzas morales... quiero saber qué le pasa a mi padre.» Al oír aquello, dio un brinco y volviéndose hacia mí con su expresión más severa, dijo, como el estúpido y brutal alemán que era: «Tu padre no tiene ninguna posibilidad de recuperarse. Morirá antes de seis meses.» Dije: «Gracias, eso es lo único que quería saber», y me dirigí hacia la puerta. Entonces, como si hubiera comprendido que había cometido un error, me siguió con andar pesado y, poniéndome la mano al hombro, intentó modificar la declaración tosiendo y tartamudeando y diciendo que no era absolutamente seguro que fuera a morir, etcétera, lo que interrumpí bruscamente abriendo la puerta y gritándole, a pleno pulmón, para que los pacientes de la sala de espera lo oyesen: «Creo que es usted un viejo gilipuertas y espero que la diñe pronto. ¡Buenas noches!» Cuando llegué a casa, modifiqué el informe del doctor un poco diciendo que el estado de mi padre era muy grave, pero que, si se cuidaba mucho, saldría a flote perfectamente. Aquello pareció reanimar enormemente al viejo. Por su propia iniciativa, se puso a dieta de leche y bizcochos, cosa que, fuera o no lo que más le convenía, desde luego no le hizo daño. Siguió en estado de semiinvalidez durante un año, calmándose interiormente cada vez más a medida que pasaba el tiempo y decidido, al parecer, a no dejar que nada turbara su paz mental, nada, aunque se hundiese el mundo. A medida que recuperaba las fuerzas, le dio por dar un paseo diario hasta el cementerio, que quedaba cerca. Allí se sentaba en un banco al sol y miraba a los viejos pasar el tiempo por entre las tumbas. La proximidad de la tumba, en lugar de entristecerlo, parecía animarlo. Si acaso, parecía haberse reconciliado con la idea de su posible muerte, hecho que indudablemente hasta entonces se había negado a encarar. Muchas veces volvía a casa con flores que había cogido en el cementerio, con la cara rebosante de alegría serena, y, tras sentarse en el sillón, contaba la conversación que había tenido aquella mañana con uno de los otros valetudinarios que frecuentaban el cementerio. Al cabo de un tiempo, resultó evidente que estaba disfrutando verdaderamente de su reclusión, o mejor, no precisamente disfrutando, sino aprovechando profundamente la experiencia de un modo que la inteligencia de mi madre no podía comprender. Se estaba volviendo perezoso, era la forma como ella lo expresaba. A veces incluso lo expresaba de un modo más extremo, llevándose el dedo índice a la sien al hablar de él, pero sin decir nada a las claras a causa de mi hermana, que sin lugar a dudas estaba un poco mal de la cabeza.

Y luego, un día, por cortesía de una anciana viuda que visitaba la tumba de su hijo cada día y era, como decía mi madre, «religiosa», conoció a un ministro perteneciente a una de las iglesias vecinas. Aquél fue un acontecimiento trascendental en la vida del viejo. De repente, se abrió y floreció y la esponjita de su alma, que casi se había atrofiado por falta de alimento, adquirió proporciones tan tremendas que se volvió casi irreconocible. El hombre responsable de aquel cambio extraordinario en el viejo no tenía nada de extraordinario personalmente; era un ministro congregacionalista adscrito a una modesta parroquia pequeña que lindaba con nuestro barrio. Su única virtud era la de mantener su religión en segundo plano. El viejo no tardó en caer en una especie de idolatría de adolescente; no hablaba de otra cosa que de aquel ministro a quien consideraba su amigo. Como en su vida había abierto la Biblia, ni ningún otro libro, si vamos al caso, fue bastante asombroso, por no decir más, oírle pronunciar una corta oración antes de comer. Ejecutaba esa breve ceremonia de modo extraño, muy parecido al modo como se toma un tónico, por ejemplo. Si me recomendaba leer determinado capítulo de la Biblia, añadía muy en serio: «Te hará bien.» Era una nueva medicina que había descubierto, una especie de remedio de curandero que estaba garantizado para curar todas las enfermedades, porque, en cualquier caso, no podía hacer daño indudablemente. Asistía a todos los oficios, a todas las funciones que se celebraban en la iglesia, y entre uno y otro, cuando salía a dar un paseo, por ejemplo, se detenía en la casa del ministro y charlaba un poco con él. Si el ministro decía que el presidente era un alma buena y debía ser reelegido, el viejo repetía a todo el mundo exactamente lo que el ministro había dicho e instaba a todo el mundo a votar por la reelección del presidente. Dijera lo que dijese el ministro, era correcto y justo y nadie podía contradecirle. No hay duda de que fue una educación para el viejo. Si el ministro había citado las pirámides en su sermón, el viejo se ponía inmediatamente a informarse sobre las pirámides. Por la forma como hablaba de las pirámides, parecía como si todo el mundo le debiera haber llegado a conocer el tema. El ministro había dicho que las pirámides eran una de las glorias supremas del hombre,
ergo,
no saber de las pirámides era ser vergonzosamente ignorante, casi un pecador. Afortunadamente, el ministro no se extendía mucho sobre el tema del pecado: era de esos curas modernos que convencen a sus fieles más despertando su curiosidad que apelando a su conciencia. Sus sermones se parecían más a un curso de ampliación de escuela nocturna y, por tanto, para gente como el viejo eran muy entretenidos y estimulantes. De vez en cuando, invitaba a los miembros varones a un pequeño festín destinado a demostrar que el buen pastor era simplemente un hombre como ellos y, llegada la ocasión, podía disfrutar de una comida sabrosa e incluso de un vaso de cerveza. Además, se comentó que incluso cantaba: no himnos religiosos, sino cancioncillas alegres de la variedad popular. Atando cabos, de semejante comportamiento alegre se podía inferir incluso que de vez en cuando disfrutaba echando un polvete... siempre con moderación, desde luego. Esa era la palabra que fue como un bálsamo para el alma atormentada del viejo: «moderación». Fue como descubrir un nuevo signo del zodíaco. Y aunque todavía estaba demasiado enfermo como para volver a un modo de vida moderado, aun así le sentó bien a su alma. Y, por eso, cuando el tío Ned, que estaba continuamente pasándose al agua y volviendo a caer continuamente, vino a casa una noche, el viejo le echó un sermoncito sobre la virtud de la moderación. En aquel momento el tío Ned se había pasado al agua, de modo que, cuando el viejo, movido por sus propias palabras, fue de repente al aparador a buscar una garrafa de vino, todo el mundo se escandalizó. Nadie se había atrevido nunca a invitar al tío Ned a beber, cuando había dejado la bebida; atreverse a una cosa así constituía una grave falta de lealtad. Pero el viejo lo hizo con tal convicción, que nadie pudo ofenderse, y el resultado fue que el tío Ned se tomó su vasito de vino y se fue a casa aquella noche sin detenerse en un bar a apagar la sed. Fue un acontecimiento extraordinario, del que se habló mucho los días siguientes. De hecho, el tío Ned empezó a actuar de forma un poco extraña desde aquel día. Al parecer, el día siguiente fue a la bodega y compró una botella de jerez que vació en la garrafa. Colocó la garrafa en el aparador, como había visto hacer al viejo, y, en lugar de acabársela de un trago, se contentó con un vaso cada vez: «sólo una gotita», como él decía. Su comportamiento era tan extraordinario, que mi tía, que no podía dar crédito a sus ojos, vino un día a casa y sostuvo una larga conversación con el viejo.

Le pidió entre otras cosas, que invitara al ministro a su casa alguna tarde, para que el tío Ned tuviese oportunidad de caer bajo su benéfica influencia. En resumen, que Ned no tardó en entrar en la congregación y, como al viejo, la experiencia pareció sentarle muy bien. Todo fue sobre ruedas hasta el día de la excursión al campo. Desgraciadamente, fue un día excepcionalmente caluroso, y entre los juegos, la agitación, la hilaridad, al tío Ned le dio una sed tremenda. Hasta que no estuvo piripi, no observó alguien la regularidad y la frecuencia con que se acercaba al barril de cerveza. Entonces ya era demasiado tarde. Una vez en ese estado, no había quien pudiese con él. Ni siquiera el ministro pudo. Ned abandonó la excursión en silencio y se fue de parranda durante tres días y tres noches. Quizás habría durado más, si no hubiese tenido una pelea a puñetazos en el muelle, donde el vigilante nocturno lo encontró inconsciente. Lo llevaron al hospital con una contusión en la cabeza de la que no se recuperó. Al volver del entierro, el viejo dijo sin echar una lágrima: «Ned no sabía ser moderado. Ha sido culpa suya. En fin, ha pasado a mejor vida...»

Y, como para demostrar al ministro que no era de la misma pasta que el tío Ned, se volvió más asiduo en el cumplimiento de sus deberes para con la iglesia. Lo habían nombrado sacristán, cargo del que estaba extraordinariamente orgulloso y en virtud del cual se le permitía ayudar durante los oficios dominicales a hacer la colecta. Imaginar a mi viejo avanzando por el pasillo de una iglesia congregacionalista con la caja de la colecta en la mano; imaginarlo parado reverentemente ante el altar con la caja de la colecta mientras el ministro bendecía la ofrenda, me parece ahora algo tan increíble que apenas sé qué decir. Como contraste, me gusta imaginar al hombre que era cuando yo era un chavalín e iba a buscarlo al embarcadero un sábado a mediodía. En torno a la entrada del embarcadero había entonces tres bares que los sábados al mediodía estaban llenos de hombres que se habían parado a tomar un bocadillo y una jarra de cerveza en el mostrador. Vuelvo a ver al viejo, tal como era a los treinta años, una persona sana, afable, con una sonrisa para todo el mundo y una ocurrencia agradable para pasar el tiempo, vuelvo a verlo con el brazo apoyado en la barra, con la mano izquierda alzada para beber la cerveza espumeante. Mis ojos quedaban entonces a la altura de la pesada cadena de oro que le atravesaba el chaleco; recuerdo el traje escocés que llevaba en verano y la distinción que le daba entre los otros hombres del bar que no habían tenido la suerte de nacer sastres. Recuerdo cómo metía la mano en la gran fuente de cristal y me daba unas galletas saladas, al tiempo que me decía que fuese a mirar el marcador del escaparate del
Brooklin Times,
que quedaba cerca. Y quizás, al salir corriendo a ver quién iba ganando, pasara cerca del bordillo una hilera de ciclistas por la pequeña franja de asfalto reservada para ellos. Quizás estuviese llegando al muelle el transbordador y me paraba un momento a mirar a los hombres uniformados tirando de las enormes ruedas de madera a que estaban sujetas las cadenas. Cuando abrían las puertas de par en par y ponían las pasarelas, una multitud se precipitaba por el cobertizo y se dirigía hacia los bares que adornaban las esquinas más cercanas. Aquélla era la época en que el viejo sabía el significado de la «moderación», cuando bebía porque sentía verdadera sed, y beber una jarra de cerveza junto al embarcadero era prerrogativa de un hombre. Entonces era como tan bien ha dicho Melville: «Da a todas las cosas el alimento que les conviene... es decir, en caso de que sea asequible. El alimento de tu alma es luz y espacio; así, pues, aliméntala con luz y espacio. Pero la comida para el cuerpo es champán y ostras; así, pues, aliméntalo con champán y ostras; y de ese modo merecerá una gozosa resurrección, en caso de que la haya.» Sí, me parece que entonces el alma del viejo no se había marchitado todavía, que estaba rodeada de luz y espacio interminables y que su cuerpo, sin preocuparse de la resurrección, se alimentaba con todo lo conveniente y asequible: si no champán y ostras, por lo menos buena cerveza y galletitas saladas. Entonces su cuerpo no estaba condenado, ni su modo de vida, ni su falta de fe. Tampoco estaba todavía rodeado de buitres, sino sólo de buenos camaradas, comunes mortales como él que no miraban ni hacia arriba ni hacia abajo sino al frente, con los ojos siempre fijos en el horizonte y satisfechos de lo que veían.

BOOK: Trópico de Capricornio
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