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Authors: Henry Miller

Trópico de Capricornio (8 page)

BOOK: Trópico de Capricornio
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En cierto sentido, en un sentido profundo, quiero decir, a Cristo nunca lo empujaron más allá del límite. En el momento en que estaba tambaleándose y balanceándose a consecuencia de una gran reculada, apareció aquella corriente negativa, e impidió su muerte. Todo el impulso negativo de la humanidad pareció enrollarse en una monstruosa masa inerte para crear el número entero humano, la cifra uno, uno e indivisible. Hubo una resurrección que es inexplicable, a no ser que aceptemos el hecho de que los hombres siempre han estado más que dispuestos a negar su propio destino. La tierra gira y gira, los astros giran y giran, pero los hombres, el gran cuerpo de hombres que componen el mundo, están presos en la imagen del uno y sólo uno.

Si no lo crucifican a uno, como a Cristo, si consigue uno sobrevivir, seguir viviendo y superar la sensación de desesperación y de futilidad, en ese caso ocurre otra cosa curiosa. Es como si uno hubiera muerto realmente y hubiese resucitado efectivamente; vive uno una vida supranormal, como los chinos. Es decir, que uno es alegre, sano e indiferente de una forma que no es natural. Desaparece el sentido trágico: sigue uno viviendo como una flor, una roca, un árbol, unido a la Naturaleza y enfrentado a ella al mismo tiempo. Si muere tu mejor amigo, ni siquiera te preocupas de ir al entierro; si un coche atropella a un hombre delante de ti, sigues caminando como si nada hubiera ocurrido; si estalla una guerra, dejas a tus amigos ir al frente, pero tú, por tu parte, no te interesas por la matanza. Y así sucesivamente. La vida se convierte en un espectáculo a medida que se produce. La soledad queda suprimida, porque todos los valores, incluidos los tuyos, están destruidos. Lo único que florece es la compasión, pero no es una compasión humana, una compasión limitada: es algo monstruoso y maligno. Te importa todo tan poco, que puedes permitirte el lujo de sacrificarlo por cualquiera o por cualquier cosa. Al mismo tiempo, tu interés, tu curiosidad, se desarrolla a un ritmo fantástico. También eso es sospechoso, ya que puede atarte a un botón de cuello igual que a una causa. No existe una diferencia fundamental, inalterable entre las cosas: todo es flujo, todo es perecedero. La superficie de tu ser está desintegrándose constantemente; sin embargo, por dentro te vuelves duro como un diamante. Y quizá sea ese núcleo duro, magnético, dentro de ti lo que atrae a los otros hacia ti de buen o mal grado. Una cosa es segura: que cuando mueres y resucitas, perteneces a la tierra y lo que quiera que sea de la tierra es tuyo inalienablemente. Te conviertes en una anomalía de la naturaleza, en un ser sin nombre; nunca volverás a morir, sino que desaparecerás como los fenómenos que te rodean.

En la época en que estaba experimentando el gran cambio no conocía nada de lo que ahora estoy consignando. Todo lo que soporté era como una preparación para el momento en que, después de ponerme el sombrero una noche, salí de la oficina, de lo que había sido mi vida privada hasta entonces, y busqué a la mujer que me iba a liberar de una muerte en vida. Ahora, a la luz de ello, rememoro mis paseos nocturnos por las calles de Nueva York, las noches blancas en que caminaba dormido y veía la ciudad en que había nacido como se ven las cosas en un espejismo. Muchas veces era a O'Rourke, el detective de la empresa, a quien acompañaba por las silenciosas calles. Con frecuencia el suelo estaba cubierto de nieve y el aire era helado. Y O'Rourke venga hablar interminablemente de robos, de asesinatos, del amor, de la naturaleza humana, de la Edad de Oro. Tenía la costumbre de detenerse de repente en plena perorata y en medio de la calle y colocar su pesado pie entre los míos para que no pudiera moverme.

Y después, cogiéndome por la solapa, acercaba su cara a la mía y me hablaba a los ojos, y cada palabra penetraba como la rosca de una barrena. Vuelvo a vernos a los dos parados en el medio de una calle a las cuatro de la mañana, mientras el viento aullaba, y caía la nieve, y O'Rourke ajeno a todo menos a la historia que tenía que desembuchar. Recuerdo que siempre, mientras él hablaba, yo observaba los alrededores con el rabillo del ojo, consciente no de lo que decía sino de que nos encontrábamos parados en Yorkville o en Alien Street o en Broadway. Siempre me parecía un poco extravagante la seriedad con que contaba sus horribles historias de asesinatos en medio del mayor revoltijo de arquitectura que el hombre haya creado nunca. Mientras me hablaba de huellas dactilares, podía ser que yo estuviese estudiando con la mirada una albardilla o una cornisa en un pequeño edificio de ladrillo rojo justo detrás de su sombrero negro; me ponía a pensar en el día en que se había instalado la cornisa, en quién podía haber sido el hombre que la había diseñado y por qué la había hecho tan fea, tan parecida a cualquiera de las otras cornisas asquerosas y desagradables ante las que habíamos pasado desde el East Side hasta Harlem y más allá de Harlem, si deseábamos seguir adelante, más allá de Nueva York, más allá del Mississippi, más allá del Gran Cañón, más allá del desierto de Mojave, en cualquier parte de América en que haya edificios para el hombre y la mujer. Me parecía absolutamente demencial que cada día de mi vida tuviese que sentarme a escuchar las historias de los demás, las triviales tragedias de pobreza e infortunio, de amor y muerte, de anhelo y desilusión. Si, como sucedía, cada día acudían hasta mí por lo menos cincuenta hombres, cada uno de los cuales derramaba el relato de su infortunio, y con cada uno de ellos tenía que guardar silencio y «recibir», era más que natural que llegara un momento en que tuviese que hacer oídos sordos, y endurecer el corazón. El bocado más minúsculo era suficiente para mí; podía mascarlo y mascarlo y digerirlo durante días y semanas. Y, sin embargo, me veía obligado a permanecer sentado allí, a verme inundado, o salir por la noche y recibir más, a dormir escuchando, a soñar escuchando. Desfilaban ante mí hombres procedentes de todo el mundo, de todos los estratos de la sociedad, hablantes de mil lenguas diferentes, adoradores de dioses diferentes, observadores de leyes y costumbres diferentes. El relato del más pobre de ellos habría ocupado un volumen enorme, y, sin embargo, si se hubiesen transcrito íntegramente todos y cada uno, habrían podido comprimirse en el tamaño de los Diez Mandamientos, podrían haberse registrado en el reverso de un sello de correos, como el Padrenuestro. Cada día me estiraba tanto, que mi piel parecía cubrir el mundo entero; y cuando estaba solo, cuando ya no estaba obligado a escuchar, me encogía hasta quedar reducido al tamaño de la punta de un alfiler. La delicia mayor, pero rara, era caminar por las calles a solas... caminar por las calles de noche, cuando estaban desiertas, y reflexionar sobre el silencio que me rodeaba. Millones de personas tumbadas boca arriba, muertas para el mundo, con las bocas abiertas, que sólo emitían ronquidos. Caminar por entre la arquitectura más demencial que jamás se haya inventado, preguntándome por qué y con qué fin, si todos los días tenía que salir de aquellos cuchitriles miserables o palacios magníficos un ejército de hombres deseosos de desembuchar el relato de su miseria. En un año, calculando por lo bajo, me tragaba veinticinco mil relatos; en dos años, cuarenta mil; en diez años, me volvería loco de remate. Ya conocía bastante gente para poblar una ciudad de buen tamaño. ¡Qué ciudad sería, si se los pudiera reunir a todos juntos! ¿Desearían rascacielos? ¿Desearían museos? ¿Desearían bibliotecas? ¿Construirían también alcantarillas y puentes y vías férreas y fábricas? ¿Harían las mismas cornisas de hojalata, todas iguales, una, y otra, y otra,
ad infiniturn,
desde Battery Park hasta Golden Bay? Lo dudo. Sólo el aguijón del hambre podía hacerles moverse. El estómago vacío, la mirada feroz en los ojos, el miedo, el miedo o algo peor, era lo que los mantenía en movimiento. Uno tras otro, todos iguales, todos incitados por la desesperación, construyendo los rascacielos más altos, los acorazados más temibles, fabricando el mejor acero, el encaje más fino, la cristalería más delicada, aguijoneados por el hambre. Caminar con O'Rourke y no oír hablar sino de robos, incendios provocados, violaciones, homicidios, era como oír un pequeño motivo de una gran sinfonía. Y de igual modo que puede uno silbar una tonada de Bach y estar pensando en una mujer con la que uno quiere acostarse, así también, mientras escuchaba a O'Rourke, iba pensando en el momento en que dejara de hablar y dijese: «¿Qué vas a comer?» En medio del asesinato más horripilante me ponía a pensar en el filete de lomo de cerdo que con seguridad nos servirían en un lugar que estaba un poco más adelante y me preguntaba también qué clase de verduras nos pondrían para acompañarlo, y si pediría después tarta o natillas. Lo mismo me ocurría cuando me acostaba con mi mujer de vez en cuando; mientras ella gemía y balbuceaba, podía ser que yo estuviera preguntándome si había vaciado ella los posos de la cafetera, porque tenía la mala costumbre de descuidar las cosas: me refiero a las cosas
importantes.
El café recién hecho era importante... y los huevos con jamón recién hechos. Mala cosa sería que volviera a quedar preñada, grave en cierto modo, pero más importante que eso era el café recién hecho por la mañana y el olor de los huevos con jamón. Podía soportar las angustias y los abortos y los amores frustrados, pero tenía que llenar el vientre para seguir tirando y quería algo nutritivo, algo apetitoso. Me sentía exactamente como Jesucristo se habría sentido, si lo hubieran bajado de la cruz y no le hubiesen dejado morir. Estoy seguro de que el sobresalto de la crucifixión habría sido tan grande, que habría sufrido una amnesia completa con respecto a la humanidad. Estoy seguro de que, después de que hubiera curado de sus heridas, le habrían importado un comino las tribulaciones de la humanidad, de que se habría lanzado con la mayor fruición sobre una taza de café y una tostada, suponiendo que hubiera podido conseguirlas.

Quien, por un amor demasiado grande, lo que al fin y al cabo es monstruoso, muere de sufrimiento, renace para no conocer ni amor ni odio, sino para disfrutar. Y ese disfrute de la vida, por haberse adquirido de forma no natural, es un veneno que tarde o temprano corrompe el mundo entero. Lo que nace más allá de los límites del sufrimiento humano actúa como un boomerang y provoca destrucción. De noche las calles de Nueva York reflejan la crucifixión y la muerte de Cristo. Cuando el suelo está cubierto de nieve y reina un silencio supremo, de los horribles edificios de Nueva York sale una música de una desesperación y una ruina tan sombrías, que hace arrugarse la carne. No se puso piedra alguna sobre otra con amor ni reverencia; no se trazó calle alguna para la danza ni el goce. Juntaron una cosa a otra en una pelea demencial por llenar la barriga y las calles huelen a barrigas vacías y barrigas llenas y barrigas a medio llenar. Las calles huelen a un hambre que no tiene nada que ver con el amor; huelen a la barriga insaciable y a las creaciones del vientre vacío que son nulas y vanas.

En esa nulidad y vaciedad, en esa blancura de cero, aprendí a disfrutar con un bocadillo o un botón de cuello. Podía estudiar una cornisa o una albardilla con la mayor curiosidad mientras fingía escuchar el relato de una aflicción humana. Recuerdo las fechas de ciertos edificios y los nombres de los arquitectos que los proyectaron. Recuerdo la temperatura y la velocidad del viento, cuando estábamos parados en determinada esquina; el relato que lo acompañaba se ha esfumado. Recuerdo que incluso estaba recordando alguna otra cosa entonces, y puedo deciros lo que estaba recordando, pero, ¿para qué? Había en mí un hombre que había muerto y lo único que quedaba eran sus recuerdos; había otro hombre que estaba vivo, y ese hombre debía ser yo, yo mismo, pero estaba vivo sólo al modo como lo está un árbol, o una roca, o un animal del campo. Así como la ciudad misma se había convertido en una enorme tumba en que los hombres luchaban para ganarse una muerte decente, así también mi propia vida llegó a parecerse a una tumba que iba construyendo con mi propia muerte. Iba caminando por un bosque de piedra cuyo centro era el caos, bailaba o bebía hasta atontarme, o hacía el amor, o ayudaba a alguien, o planeaba una nueva vida, pero todo era caos, todo piedra, y todo irremediable y desconcertante. Hasta el momento en que encontrara una fuerza suficientemente grande como para sacarme como un torbellino de aquel demencial bosque de piedra, ninguna vida sería posible para mí ni podría escribirse una sola página que tuviera sentido. Quizás al leer esto, tenga uno todavía la impresión del caos, pero está escrito desde un centro vivo y lo caótico es meramente periférico, los retazos tangenciales, por decirlo así, de un mundo que ya no me afecta. Hace sólo unos meses me encontraba en las calles de Nueva York mirando a mi alrededor, como había hecho hace doce años; una vez más me vi estudiando la arquitectura, estudiando los detalles minúsculos que sólo capta el ojo transtornado. Pero aquella vez era como si hubiera llegado de Marte. ¿Qué raza de hombres es ésta?, me pregunté. ¿Qué significa? Y no había recuerdo del sufrimiento ni de la vida que se extinguía en el arroyo; lo único que ocurría era que estaba observando un mundo extraño e incomprensible, un mundo tan alejado de mí, que tenía la sensación de pertenecer a otro planeta. Desde lo alto del Empire State Building miré una noche la ciudad, que conocía desde abajo: allí estaban, en su verdadera perspectiva, las hormigas humanas con las que me había arrastrado, los piojos humanos con los que había luchado. Se movían a paso de caracol, cada uno de ellos cumpliendo indudablemente su destino microcósmico. En su infructuosa desesperación habían elevado ese edificio colosal que era su motivo de orgullo y de jactancia. Y desde el techo más alto de aquel edificio colosal habían suspendido una ristra de jaulas en que los canarios encarcelados trinaban con su gorjeo sin sentido. Dentro de cien años, pensé, quizás enjaularían a seres humanos vivos, alegres, dementes, que cantarían al mundo por venir. Quizás engendrarían una raza de gorjeadores que trinarían mientras los otros trabajasen. Tal vez habría en cada jaula un poeta o un músico, para que la vida de abajo siguiera fluyendo sin trabas, unida a la piedra, unida al bosque, un caos agitado y crujiente de nulidad y vacío. Dentro de mil años podrían estar todos dementes, tanto los trabajadores como los poetas, y todo quedar reducido de nuevo a ruinas como ha ocurrido ya una y mil veces. Dentro de otros mil años, o cinco mil años, o diez mil, exactamente donde ahora estoy parado examinando la escena, puede que un niño abra un libro en una lengua todavía desconocida que trate de esta vida que pasa ahora, una vida que el hombre que escribió el libro nunca experimentó, una vida con forma y ritmo disminuidos, con comienzo y final, y al cerrar el libro el niño pensará qué gran raza eran los americanos, qué maravillosa vida hubo en un tiempo en este continente que ahora habita. Ninguna raza por venir, excepto quizá la raza de los poetas ciegos, podrá nunca imaginar el caos agitado con que se compuso esa historia futura.

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