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Authors: Henry Miller

Trópico de Capricornio (3 page)

BOOK: Trópico de Capricornio
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Si hubiera sido un hueso con la etiqueta, nunca se habría contratado a nadie. Tuve que aprender rápidamente, y no de los archivos ni de quienes me rodeaban, sino de la experiencia. Había mil y un detalles por los que juzgar a un solicitante: tenía que observarlos todos a un tiempo, y rápidamente, porque en un solo y corto día, aun cuando seas tan rápido como Jack Robinson, sólo puedes contratar a un número determinado y no más. Y por muchos que contratara, nunca bastaban. El día siguiente iba a haber que empezar de nuevo. Sabía que algunos sólo iban a durar un día, pero tenía que contratarlos igualmente. El sistema fallaba desde el principio al fin, pero no era a mí a quien correspondía criticarlo. Lo que me incumbía era contratar y despedir. Me encontraba en el centro de una plataforma giratoria lanzada a tal velocidad, que nada podía permanecer de pie. Lo que se necesitaba era un mecánico, pero, según la lógica de los superiores, no había ninguna avería en el mecanismo, todo funcionaba a las mil maravillas, sólo que había un desorden momentáneo. Y el desorden momentáneo causaba epilepsia, robo, vandalismo, perversión, negros, judíos, putas y Dios sabe qué más: a veces, huelgas y
lock-outs.
Con lo que, de acuerdo con aquella lógica, se cogía una gran escoba y se barría el establo hasta dejarlo bien limpio, o se cogían porras y revólveres y se hacía entrar en razón a los pobres idiotas víctimas de la ilusión de que el sistema fallaba desde la base. De vez en cuando, estaba bien hablar de Dios, o reunirse para cantar en coro... hasta una gratificación podía estar justificada alguna que otra vez, es decir, cuando todo iba tan mal, que no había palabras para justificarlo. Pero, en general, lo importante era seguir contratando y despidiendo; mientras hubiera hombres y municiones, debíamos avanzar, seguir limpiando de enemigos las trincheras. Mientras tanto Hymie seguía tomando píldoras purgantes... en cantidad suficiente como para hacerle volar el trasero, en caso de que hubiera tenido, pero ya no tenía, simplemente se imaginaba que jiñaba, se imaginaba que cagaba en el retrete. En realidad, el pobre tío vivía en trance. Había ciento una oficinas de que ocuparse y cada una de ellas tenía un cuerpo de repartidores mítico, si no hipotético, y, ya fuesen reales o irreales los repartidores, tangibles o intangibles, Hymie tenía que distribuirlos de la mañana a la noche, mientras yo llenaba los huecos, lo que también era imaginario, porque, ¿quién podía decir, cuando se había enviado a un recién contratado a una oficina, si llegaría hoy o mañana o nunca? Algunos de ellos se perdían en el metro o en los laberintos bajo los rascacielos; otros se pasaban el día viajando en el metro elevado porque yendo con uniforme era gratuito y quizá nunca se habían dado el gustazo de pasarse el día viajando en él. Algunos salían camino de Staten Island y acababan en Canarsie, o bien los traía un poli en estado de coma. Otros olvidaban dónde vivían y desaparecían completamente. Otros, a los que contratábamos en Nueva York, aparecían en Filadelfia un mes después, como si fuera la cosa más normal del mundo. Otros salían hacia su destino y en camino consideraban que era más fácil vender periódicos y se ponían a venderlos con el uniforme que les habíamos dado, hasta que los atrapaban. Otros se iban directos a la sala de observación de un hospital psiquiátrico, movidos por algún extraño instinto de conservación.

Cuando llegaba por la mañana, lo primero que hacía Hymie era sacar punta a sus lápices; lo hacía religiosamente por muchas llamadas que sonaran, porque, como me explicó más adelante, si no sacaba punta a los lápices al instante, se quedaría sin sacar. A continuación miraba por la ventana para ver qué tal tiempo hacía. Después, con un lápiz recién afilado, dibujaba una casilla en la parte de arriba de la pizarra que guardaba a su lado y daba el informe meteorológico. Eso, según me informó también, resultaba ser muchas veces una excusa útil. Si la nieve alcanzaba treinta centímetros de espesor o el piso estaba cubierto de aguanieve, hasta al diablo podría excusársele por no distribuir los volantes con mayor rapidez, y también podría excusarse al director de personal por no llenar los huecos en días así, ¿no? Pero lo que constituía un misterio para mí era por qué no se iba a jiñar primero, en lugar de conectar el conmutador tan pronto como había sacado punta a sus lápices. También eso me lo explicó más adelante. El caso es que el día comenzaba siempre con confusión, quejas, estreñimiento y vacantes. También empezaba con pedos sonoros y malolientes, malos alientos, salarios bajos, pagos atrasados que ya debían haberse liquidado, zapatos gastados, callos y juanetes, pies planos, billeteros desaparecidos y estilográficas perdidas o robadas, telegramas flotando en la alcantarilla, amenazas del vicepresidente, consejos de los directores, riñas y disputas, aguaceros e hilos telegráficos rotos, nuevos métodos de eficacia y antiguos que se habían desechado, esperanza de tiempos mejores y una oración por la gratificación que nunca llegaba. Los nuevos repartidores salían de la trinchera y eran ametrallados; los viejos excavaban cada vez más hondo, como ratas en un queso. Nadie estaba satisfecho, y menos que nadie el público. Por el hilo se tardaba diez minutos en llegar a San Francisco, pero el mensaje podía tardar un año en llegar a su destinatario... o podía no llegar nunca.

La Y.M.C.A., deseosa de mejorar la ética de los muchachos trabajadores de toda América, celebraba reuniones al mediodía: ¿me gustaría enviar a algunos muchachos de aspecto pulcro a escuchar una charla de cinco minutos dada por William Carnegue Asterbilt (hijo) sobre el servicio? El señor Mallory de la Sociedad de Beneficencia desearía saber si podría dedicarle unos minutos algún día para que me hablara de los presidiarios modélicos en libertad provisional que estarían encantados de prestar cualquier clase de servicios, incluso los de repartidores de telegramas. La señora de Guggenhoffer, de las Damas Judías de la Caridad, me estaría muy agradecida de que le ayudase a mantener algunos hogares destrozados que se habían deshecho porque todos los miembros de la familia estaban enfermos, inválidos o imposibilitados. El señor Haggerty, del Hogar para Jóvenes Vagabundos, estaba seguro de que tenía a los jovencitos que me convenían, con sólo que les diera una oportunidad; todos ellos habían recibido malos tratos de sus padrastros o madrastras.

El alcalde de Nueva York me agradecería que prestara mi atención personal al portador de la presente del que respondía en todos los sentidos... pero el misterio era por qué demonios no daba él un empleo a dicho portador. Un hombre, inclinado sobre mi hombro, me entrega un trozo de papel en que acaba de escribir: «Yo entender todo, pero no oír voces.» Luther Winifred está a mi lado, con su andrajosa chaqueta sujeta con alfileres. Luther es dos séptimas partes indio puro y cinco séptimas partes germanoamericano, según me explica. Por el lado indio es
crow
(«cuervo») de la tribu de los
crows
(«cuervos») de Montana. Su último empleo fue el de poner persianas pero no tiene fondillos en los pantalones y le da vergüenza subir a una escalera delante de una dama. Salió del hospital el otro día y por eso está todavía un poco débil, pero no

tanto como para no poder repartir telegramas, en su opinión.

Y después está Ferdinand Mish... ¿cómo podría haberlo olvidado? Ha estado esperando en la cola toda la mañana para hablar conmigo. Nunca contesté a las cartas que me envió. ¿Era eso justo?, me pregunta dulcemente. Desde luego que no. Recuerdo vagamente la última carta que me envió desde el Hospital Canino y Felino en el Grand Concourse, donde trabajaba de ayudante. Me decía que se arrepentía de haber renunciado a su puesto, «pero fue porque mi padre era demasiado estricto conmigo y no me permitía disfrutar de ninguna diversión ni de ningún placer fuera de casa». «Ya tengo veinticinco años», escribía, «y no creo que deba dormir con mi padre, ¿no le parece? Sé que dicen que es usted un caballero excelente y, como ahora soy independiente, espero...» McGovern, el viejo portero, está junto a Ferdinand esperando que le haga una seña. Quiere poner a Ferdinand de patas en la calle: lo recuerda de cuando cinco años atrás Ferdinand cayó en la acera frente a la oficina principal, con el uniforme puesto, víctima de un ataque epiléptico. No, joder, ¡no puedo hacerlo! Voy a darle una oportunidad, al pobre tío. Le enviaré a Chinatown, que es un barrio bastante tranquilo. Entretanto, mientras Ferdinand se pone el uniforme en la habitación de atrás, me estoy tragando el rollo de un muchacho huérfano que quiere «ayudar a la compañía a triunfar». Dice que, si le doy una oportunidad, rezará por mí todos los domingos, cuando vaya a la iglesia, excepto los domingos que tenga que presentarse en la comisaría por estar en libertad condicional. Al parecer, él no hizo nada. Simplemente empujó al tipo y el tipo cayó de cabeza y se mató.
El siguiente:
un ex cónsul de Gibraltar. Tiene una caligrafía muy bonita... demasiado bonita. Le pido que venga a verme al final del día: no me inspira confianza. Mientras tanto, Ferdinand ha tenido un ataque en el vestuario. ¡Menos mal! Si hubiera ocurrido en el metro, con un número en la gorra y todo lo demás, me habrían despedido.
El siguiente:
un tipo con un solo brazo y hecho una furia porque McGovern le está enseñando la puerta. «¡Qué hostia! ¿Es que no estoy fuerte y sano?», grita, y para demostrarlo levanta una silla con el
brazo
bueno y la hace añicos. Vuelvo a la mesa y me encuentro en ella un telegrama para mí. Lo abro. Es de George Blasini, ex repartidor número 2459 de la Oficina del S. O. «Siento haber tenido que renunciar tan pronto, pero ese trabajo no era compatible con mi natural indolente y, aunque soy un auténtico amante del trabajo y de la frugalidad, hay veces que no podemos controlar ni dominar nuestro orgullo personal.» ¡Mierda!

Al principio, sentía entusiasmo, a pesar de que los de arriba me desanimaban y los de abajo eran unos pelmas. Tenía ideas y las ponía en práctica, tanto si gustaban al vicepresidente como si no. Cada diez días más o menos me llamaban la atención y me echaban un sermón por tener «un corazón demasiado grande». Nunca tenía dinero en el bolsillo, pero usaba libremente el dinero de los demás. Mientras fuera el jefe, tenía crédito. Regalaba dinero a diestro y siniestro, regalaba mis trajes y mi ropa interior, mis libros, todo lo superfluo. Si hubiera estado en mi mano, habría regalado la compañía a los pobres tipos que me importunaban. Si me pedían diez centavos, daba medio dólar; si me pedían un dólar, daba cinco. Me importaba tres cojones cuánto les daba, porque era más fácil pedir prestado y dárselo a los pobres tipos que negárselo. En mi vida he visto tanta miseria junta,
y
espero no volver a verla nunca más. Los hombres son pobres en todas partes: siempre lo han sido y siempre lo serán. Y, por debajo de la terrible pobreza, hay una llama, generalmente tan baja que es casi invisible. Pero está ahí y, si tiene uno el valor de avivarla, puede convertirse en una conflagración. Constantemente me instaba a no ser demasiado indulgente, ni demasiado sentimental, ni demasiado caritativo. «¡Tienes que ser firme! ¡Tienes que ser duro!», me advertían. «¡A tomar por culo!», me decía para mis adentros. «Seré generoso, flexible, clemente, tolerante, tierno.» Al principio, escuchaba a todos hasta el final; si no podía darles empleo, les daba dinero, y, si no tenía dinero, les daba cigarrillos o les daba ánimos. Pero, ¡les daba algo! El efecto era asombroso. Los resultados de una buena acción, de una palabra amable, son incalculables. Me veía colmado de gratitud, de buenos deseos, de invitaciones, de pequeños regalos conmovedores, enternecedores. Si hubiera tenido auténtico poder, en lugar de ser la quinta rueda de un vagón, sólo Dios sabe lo que habría podido hacer. Podría haber usado la Compañía Telegráfica Cosmodemónica de Norteamérica como base para acercar a toda la humanidad a Dios, podría haber transformado tanto Norteamérica como Sudamérica y también el Dominio de Canadá. Tenía el secreto en la mano: ser generoso, ser amable, ser paciente. Hacía el trabajo de cinco hombres. Durante tres años apenas dormí. No tenía ni una sola camisa en buenas condiciones y muchas veces me daba tanta vergüenza pedir prestado a mi mujer o sacar algo de la hucha de la niña, que para comprar el billete para ir al trabajo por la mañana le soplaba el dinero al ciego que vendía periódicos en la estación del metro. Debía tanto dinero por todas partes, que ni siquiera trabajando durante veinte años habría podido pagarlo. Pedía a los que tenían y daba a los que lo necesitaban, y era lo mejor que podía hacer, y lo volvería a hacer, si estuviera en la misma posición.

Incluso realicé el milagro de acabar con el absurdo trasiego de personal, algo que nadie había abrigado esperanzas de conseguir. En lugar de apoyar mis esfuerzos, los contrarrestaban insidiosamente. Según la lógica de los superiores, el trasiego de personal había cesado porque los salarios eran muy altos. Así, que los redujeron. Fue como quitar el culo de un cubo de un puntapié. El edificio entero se tambaleó y se desplomó en mis manos. Y, como si no hubiera pasado nada, insistieron en que se llenasen los huecos inmediatamente. Para dorar la píldora un poco, insinuaron que podía incluso aumentar el porcentaje de judíos, podía aceptar un inválido de vez en cuando, si no estaba totalmente incapacitado, podía hacer esto y lo otro, todo lo cual, según me habían informado anteriormente, era contrario al reglamento.

Me puse tan furioso, que acepté a cualquiera y cualquier cosa; habría aceptado potros y gorilas, si hubiera podido imbuirles la poca inteligencia necesaria para entregar telegramas. Unos días antes sólo había habido cinco o seis vacantes a la hora de cerrar. Ahora había trescientas, cuatrocientas, quinientas: se me escurrían como arena entre los dedos. Era maravilloso. Permanecía sentado y sin hacer pregunta alguna los contrataba a carretadas: negros, judíos, paralíticos, lisiados, ex presidiarios, putas, maníacos, depravados, idiotas, cualquier cabrón que pudiera mantenerse sobre dos piernas y sostener un telegrama en la mano. Los directores de las ciento una oficinas estaban muertos de miedo. Yo me reía. Me reía todo el día pensando en el tremendo lío que estaba creando. Llovían las quejas de todas partes de la ciudad. El servicio estaba tullido, estreñido, estrangulado. Una mula podría haber llegado más rápido que algunos de los idiotas que yo ponía a trabajar.

Lo mejor de la nueva etapa fue la introducción de repartidoras de telegramas. Cambió la atmósfera entera del local. Sobre todo para Hymie, fue un regalo del cielo. Cambió de sitio el conmutador para poder verme mientras hacía malabarismos con los volantes. A pesar del aumento de trabajo, tenía una erección permanente. Venía a trabajar con una sonrisa en los labios y no dejaba de sonreír en todo el día. Estaba en el cielo. Al final del día, siempre tenía yo una lista de cinco o seis a las que valía la pena probar. El truco consistía en mantenerlas en la incertidumbre, prometerles un empleo, pero conseguir primero un polvo gratis. Generalmente bastaba con convidarlas a comer para llevarlas de nuevo a la oficina por la noche y tumbarlas en la mesa cubierta de zinc del vestuario. Si, como ocurría a veces, tenían un piso acogedor, las llevábamos a su casa y acabábamos la fiesta en la cama. Si les gustaba beber, Hymie se traía una botella. Si valían la pena, por poco que fuese, y necesitaban un poco de pasta, Hymie sacaba su fajo de billetes y extraía uno de cinco o de diez dólares, según los casos. Se me hace la boca agua, cuando pienso en aquel fajo que siempre llevaba. Nunca supe de dónde lo sacaba, porque era el que cobraba menos de la empresa. Pero siempre había el mismo fajo y me daba lo que le pidiera. Y en cierta ocasión sucedió que efectivamente nos dieron una gratificación y devolví a Hymie hasta el último centavo, lo que le asombró tanto que aquella noche me llevó a «Delmonico's» y se gastó una fortuna conmigo. Y no sólo eso, sino que, además, al día siguiente insistió en comprarme un sombrero y camisas y guantes. Incluso insinuó que podía ir a su casa y joderme a su mujer, si me apetecía, aunque me advirtió que por aquellos días andaba algo pachucha de los ovarios.

BOOK: Trópico de Capricornio
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